Cuza sólo pudo sentarse y contemplar atontado al mayor. ¿Qué iba a decirle? Ya no tenía fuerzas. Se sentía miserable, enfermo tanto del corazón como del cuerpo. Todo le dolía: cada hueso, cada articulación, cada músculo. Su mente estaba adormecida por su encuentro con Molasar. No podía pensar. Tenía la boca reseca y, no obstante, no se atrevía a beber más agua, pues su vejiga anhelaba vaciarse ante la sola vista de Kaempffer.
No estaba hecho para tal tensión. Era un maestro, un erudito, un hombre de letras. No estaba equipado para tratar con este ensoberbecido petimetre que tenía poder de vida y muerte sobre él. Quería desesperadamente regresar el golpe, pero ni la más leve esperanza de hacerlo. ¿Vivir todo esto valía realmente la pena?
¿Cuánto más podía resistir?
Y aun así, estaba Magda. En algún lugar de estas sombras debía haber esperanza para ella.
Dos noches… Molasar dijo que en dos noches a partir de ahora tendría suficiente fuerza. Cuarenta y ocho horas. Cuza se preguntó: ¿Podría sostenerse tanto tiempo? Sí, se forzaría a soportar hasta la noche del sábado. La noche del sábado… el Sabbath habría terminado… ¿qué significaba ya el Sabbath? ¿Qué significado tenía ya
nada
?
—¿Me oíste, judío? —insistió el mayor con la voz subiendo de tono, convirtiéndose en un grito.
—Ni siquiera sabe de qué estás hablando —interpuso otra voz.
El capitán había entrado a la habitación. Cuza percibió un corazón decente dentro del capitán Woermann, una nobleza manchada. No era una cualidad que esperaba encontrar en un oficial alemán.
—¡Entonces, pronto lo sabrá! —amenazó. Kaempffer llegó de dos zancadas al lado de Cuza. Se inclinó y se adelantó hasta que su perfecto rostro ario estaba a sólo unos centímetros de distancia.
—¿Qué pasa, mayor? —preguntó Cuza fingiendo ignorancia, pero permitiendo que su genuino temor hacia ese hombre se mostrara en su rostro—. ¿Qué he hecho?
—¡No has hecho
nada
, judío! Y ese es el problema. Durante dos noches te has sentado aquí con esos libros que se desmoronan, llevándote el crédito por la súbita detención de las muertes. Pero esta noche…
—Yo nunca… —comenzó Cuza, pero Kaempffer lo detuvo golpeando el puño contra la mesa.
—
¡Silencio!
¡Esta noche fueron hallados dos de mis hombres en el sótano, con las gargantas desgarradas como los otros!
Cuza tuvo una súbita visión de los dos hombres muertos. Después de ver los otros cadáveres, era fácil imaginar sus heridas. Visualizó con cierto gusto sus gargantas coaguladas. Esos dos habían tratado de profanar a su hija y merecían todo lo que sufrieron. Le daba a Molasar la bienvenida a su sangre.
Pero era él quien estaba en peligro ahora. La furia en el rostro del mayor dejaba eso muy claro. Debía pensar en algo o no viviría para ver la noche del sábado.
—Ahora es obvio que no mereces ningún crédito por las últimas dos noches de paz. No hay relación entre tu llegada y las dos noches sin muertes… ¡sólo una coincidencia afortunada para ti! Pero hiciste creer que era tu obra. Lo que prueba lo que hemos aprendido en Alemania: ¡nunca confíes en un judío!
—¡Jamás reclamé crédito por nada! Ni siquiera…
—Estás tratando de detenerme, ¿no? —inquirió Kaempffer entrecerrando los ojos y bajando la voz hasta que adquirió un tono amenazador, mientras lo estudiaba—. Estás haciendo todo lo que puedes para evitar que llegue a cumplir mi misión en Ploiesti, ¿no?
La mente de Cuza vaciló ante el súbito cambio de dirección del mayor. El hombre estaba loco… tan loco como Abdul Alhazred debió estar después de escribir
Al Azif
… que estaba ante él en la mesa…
Tuvo una idea.
—¡Pero mayor! ¡Finalmente he encontrado algo en uno de los libros!
—¿Halló algo? —intervino Woermann adelantándose al oír esto—. ¿Qué ha encontrado?
—¡No halló nada! —gruñó Kaempffer—. ¡Sólo es otra mentira judía para permitirle seguir vivo!
Cuánta razón tiene, mayor, pensó Cuza.
—¡Déjalo hablar, por el amor de Dios! —pidió Woermann. Se volvió a Cuza—. ¿Qué es lo que dice? Muéstremelo.
Cuza indicó el Al Azif, escrito en el árabe original. El libro databa del siglo octavo y no tenía absolutamente nada que ver con la fortaleza ni con Rumania, para ese caso. Pero esperaba que los dos alemanes no supieran eso.
La duda frunció el ceño de Woermann al mirar el pergamino.
—No puedo leer esas huellas de gallina —admitió.
—¡Está mintiendo! —apostrofó Kaempffer.
—Este libro no miente, mayor —afirmó Cuza. Hizo una pausa, esperando que los alemanes no pudieran distinguir entre el turco y el árabe antiguo, y entonces se lanzó a su mentira—. Fue escrito por un turco que invadió esta región con Mohammed II. Dice que había un pequeño castillo, su descripción de las cruces sólo puede significar que estuvo en esta fortaleza, en el que vivió uno de los antiguos señores valacos. La sombra del finado señor permitía que los nativos de la región durmieran tranquilos en su fortaleza, pero si los extranjeros o los invasores se atrevían a cruzar los portales de su antiguo hogar, él los asesinaría, uno por cada noche que se quedaran. ¿Comprenden? ¡Lo mismo que está ocurriendo aquí ahora le sucedió a una unidad del ejército turco hace medio milenio!
Cuza miró las caras de los otros dos al terminar. Su propia reacción fue de asombro ante la facilidad de su invención nacida de lo que sabía de Molasar y de su región. La historia tenía agujeros, pero eran pequeños y existía una buena oportunidad de que pasaran desapercibidos.
—¡Disparates simplemente! —desechó Kaempffer con desprecio.
—No necesariamente —corrigió Woermann—. Piénsalo: los turcos siempre estaban peleando entonces. Y cuenta nuestros cadáveres. Con los dos de hoy hemos promediado una muerte cada noche desde que llegué el veintidós de abril.
—Aún es… —la voz de Kaempffer se apagó mientras su confianza menguaba. Miró a Cuza con incertidumbre—. Entonces, ¿no somos los primeros?
—No. Al menos de acuerdo con esto.
¡Estaba funcionando! ¡La mentira más grande que Cuza había dicho en su vida, inventada allí mismo, estaba funcionando! ¡No sabían qué creer! Deseó reírse.
—¿Cómo resolvieron el problema al fin? —apremió Woermann.
—Se fueron.
La sencilla respuesta de Cuza fue seguida por el silencio.
Woermann se volvió por fin hacia Kaempffer.
—Te he estado diciendo eso durante… —comenzó a decir Woermann.
—¡No
podemos
irnos! —rebatió Kaempffer con una insinuación de histeria en la voz—. No antes del domingo. —Se volvió hacia Cuza—. Y si para entonces no encuentras una solución a este problema, judío, ¡me encargaré de que tú y tu hija me acompañen personalmente a Ploiesti!
—Pero ¿por qué?
—Lo sabrás cuando llegues allí. —Kaempffer hizo una pausa y luego pareció decidirse—: No, creo que te lo diré ahora. Quizá acelere tus esfuerzos. Sin duda habrás oído de Auschwitz. Y de Buchenwald.
—Campos de exterminio —murmuró Cuza mientras su estómago implotaba.
—Preferimos llamarlos «campos de reubicación». Rumania carece de ese medio. Es mi misión corregir tal deficiencia. Tu clase de gente, junto con los gitanos, los masones y otra escoria humana, serán procesados a través del campo que voy a instalar en Ploiesti. Si demuestras que me eres útil, me encargaré de que tu entrada al campo se vea retrasada, quizá hasta tu muerte natural. Pero si me obstaculizas de cualquier modo, tú y tu hija tendrán el honor de ser nuestros primeros residentes.
Cuza estaba impotente en su silla. Pudo sentir que sus labios y su lengua se movían, pero fue incapaz de hablar. Su mente estaba demasiado sacudida, demasiado abismada ante lo que acababa de oír. ¡Era imposible! Sin embargo, el júbilo en los ojos de Kaempffer le decía que era cierto. Finalmente se le escapó una palabra:
—¡Bestia!
La sonrisa de Kaempffer se ensanchó.
—Extrañamente no me afecta el sonido de esa palabra en los labios de un judío. Es la prueba incontrovertible de que estoy cumpliendo mis deberes en forma adecuada. —Caminó hacia la puerta y se volvió—. Así que revisa bien tus libros, judío. Trabaja duro para mí. Encuéntrame una respuesta. De ello no sólo depende tu bienestar, también el de tu hija —se volvió y partió.
—¿Capitán? —imploró Cuza mirando a Woermann.
—Yo no puedo hacer nada, herr profesor —admitió en un tono bajo y lleno de pesadumbre—. Sólo puedo sugerirle que trabaje en esos libros. Ha encontrado una referencia a la fortaleza; eso quiere decir que hay una buena oportunidad de que encuentre otra. Y podría sugerirle que le diga a su hija que se busque un lugar de residencia más seguro que la posada… quizá algún lugar en las montañas.
No podía admitir ante el capitán que había mentido sobre su hallazgo de una referencia a la fortaleza, que no tenía la esperanza de hallar alguna jamás. Y por cuanto se refería a Magda…
—Mi hija es necia. Se quedará en la posada.
—Eso pensé. Pero más allá de lo que le he dicho no puedo hacer nada. Ya no estoy al mando de la fortaleza —hizo una mueca—. Me pregunto si alguna vez lo estuve. Buenas noches.
—¡Espere! —rogó Cuza y torpemente sacó la cruz de su bolsillo—. Llévese esto. No me sirve.
Woermann apretó la cruz en su puño y lo miró un momento. Después partió.
Theodor yacía en su silla, envuelto en la depresión más oscura que hubiese conocido. No había modo de ganar aquí. Si Molasar dejaba de matar alemanes, Kaempffer se iría a Ploiesti para comenzar la exterminación sistemática de la judería rumana. Si Molasar persistía, Kaempffer destruiría la fortaleza y los arrastraría a él y a Magda a Ploiesti, para ser sus primeras víctimas. Pensó en Magda en manos de ellos y comprendió por primera vez el antiguo lugar común: un destino peor que la muerte.
Tenía que haber una salida. De lo que ocurriese dependía mucho más que su vida y la de Magda. Cientos de miles de vidas, quizá un millón o más, estaban en juego. Debía haber un modo de detener a Kaempffer. Debía evitársele ir a cumplir su misión… le parecía de fundamental importancia llegar a Ploiesti el lunes. ¿Perdería su puesto si se retrasaba? En ese caso, los condenados podrían recibir un periodo de gracia.
Pero ¿qué tal si Kaempffer jamás abandonaba la fortaleza? ¿Qué tal si era víctima de un accidente fatal? Mas ¿cómo? ¿Cómo detenerlo?
Sollozó ante su impotencia. Era un judío inválido entre escuadrones de soldados alemanes. Necesitaba una guía. Necesitaba una respuesta, y pronto. Dobló los entumidos dedos y bajó la cabeza.
Oh, Dios. Ayuda a tu humilde servidor a encontrar una respuesta a las desgracias de tus demás servidores. Ayúdame a ayudarlos. Ayúdame a encontrar un modo de preservarlos…
La silenciosa oración se alejó hacia el vacío de su propia desesperación. ¿De qué serviría? ¿Cuántos de los incontables miles que agonizaban en manos de los alemanes habían elevado sus mentes y corazones en una súplica similar? ¿Y dónde estaban ahora? ¡Muertos! Y peor sería para Magda.
Quedó en una callada desesperación…
Aún estaba Molasar.
Woermann permaneció por un momento fuera de la puerta del profesor, después de cerrarla. Experimentó una extraña sensación mientras el anciano explicaba lo que hallara en ese libro indescifrable, una sensación de que estaba diciendo la, verdad y, sin embargo, mintiendo al mismo tiempo. Era extraño. ¿Cuál era el juego del profesor?
Caminó hacia el brillante patio, percibiendo las expresiones ansiosas en las caras de los centinelas. Ah, bien, fue demasiado bueno para ser verdad. Dos noches sin desastres… era demasiado esperar otra. Ahora habían vuelto de nuevo al principio… excepto por el conteo de cadáveres que seguía aumentando. Diez ahora. Uno por noche durante diez noches. Una estadística escalofriante. Si sólo el asesino, el «señor valaco» de Cuza, se hubiese contenido hasta la noche siguiente… Kaempffer se hubiese ido y entonces él habría alejado a sus propios hombres. Pero según se veían las cosas ahora, tendrían que quedarse todo el fin de semana. Faltaba pasar las noches del viernes, sábado y domingo. Un potencial de muerte de tres. Quizá más.
Woermann dio vuelta a la derecha y recorrió la corta distancia hacia la entrada del sótano. El destacamento de entierros debería tener ya los dos nuevos cadáveres en el subsótano. Decidió ver que fuesen depositados con moderación. Aun los einsatzkommandos debían recibir un poco de dignidad en la muerte.
En el sótano echó una ojeada hacia la habitación donde fueron hallados los dos cuerpos. No sólo habían sido abiertas sus gargantas, sino que sus cabezas colgaban en ángulos obscenos. El asesino les rompió el cuello por alguna razón. Esa era una nueva atrocidad. El cuarto estaba ahora vacío, a excepción de los pedazos de la puerta destrozada. ¿Qué ocurrió aquí? Las armas de los hombres no habían sido disparadas. ¿Trataron de salvarse cerrando la puerta a su atacante? ¿Por qué nadie escuchó sus gritos? ¿O acaso no gritaron?
Avanzó aún más por el corredor central hacia la abierta pared y escuchó voces. En su camino escaleras abajo se encontró con el destacamento de entierros subiendo, soplando en sus heladas manos. Los dirigió de nuevo hacia abajo por la escalera.
—Veamos qué clase de trabajo hicieron.
En el subsótano, el resplandor de las linternas de mano y las lámparas de queroseno brilló opacamente sobre las diez figuras en el suelo, cubiertas con sábanas.
—Los ordenamos un poco, señor —explicó un soldado raso de uniforme gris—. Se requería enderezar algunas de las sábanas.
Woermann examinó la escena. Todo parecía estar en orden. Tendría que tomar una decisión sobre la disposición de los cuerpos. Debía enviarlos pronto. Pero ¿cómo?
Aplaudió una vez. Claro… ¡Kaempffer! El mayor estaba planeando partir el domingo pasara lo que pasara. Él podría transportar los cuerpos a Ploiesti y de ahí se podrían enviar por aire a Alemania. Perfecto… y apropiado.
Notó que el pie izquierdo del tercer cadáver sobresalía bajo la sábana. Al inclinarse para acomodar ésta, vio que la bota estaba sucia. Casi parecía como si el hombre hubiese sido arrastrado por los brazos a su lugar de descanso. Ambas botas se hallaban cubiertas de lodo.
Woermann sintió una súbita oleada de cólera, y luego la dejó morir. ¿Qué importaba en realidad? Los muertos estaban muertos. ¿Por qué hacer un escándalo por un par de botas lodosas? Una semana antes hubiera parecido importante. Ahora no era más que una pequeñez. Una fruslería. Sin embargo, las botas sucias lo molestaban. No podía precisar por qué. Pero definitivamente lo molestaban.