La fortaleza (46 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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Fue arrojado al suelo. Su campo de visión quedó ahora limitado a una sección del techo, parcialmente desmantelada, directamente sobre él. En el extremo de su visión había una forma oscura moviéndose. Woermann percibió un pedazo de gruesa cuerda serpentear sobre una viga descubierta en el techo, vio cómo un lazo de la misma pasaba sobre su cara y luego sintió que se movía de nuevo…

… hacia arriba…

… hasta que sus pies dejaron el piso y su cuerpo sin vida empezó a balancearse y a girar en el aire. Una figura indistinta se escurrió por una puerta hacia el corredor y Woermann quedó solo, colgando de la cuerda por el cuello.

Quería gritarle a Dios una protesta. Porque ahora sabía que el oscuro ser que regia en la fortaleza no sólo peleaba contra los cuerpos de los soldados que habían penetrado en sus dominios, sino también contra sus mentes y espíritus.

Y se dio cuenta del papel que se estaba viendo forzado a interpretar en esa guerra: un suicidio. ¡Sus hombres pensarían que se suicidó! Eso los desmoralizaría por completo. Su oficial, el hombre al que se dirigían en busca de liderazgo, se había colgado… la cobardía final, la deserción final.

No podía permitir que eso ocurriera. Y, sin embargo, no había nada que pudiera hacer para alterar el curso de los acontecimientos. Estaba muerto.

¿Esto iba a ser su penitencia por cerrar los ojos a la monstruosidad de la guerra? En ese caso, ¡era un precio demasiado alto! Colgar aquí y ver a sus propios hombres y a los einsatzkommandos llegar a bobear ante él. Y la ignominia final: ¡ver a Erich Kaempffer riéndose de él!

¿Era esa la razón por la que se le abandonó aquí, balanceándose al borde del olvido final? ¿Para presenciar su propia humillación como suicida?

¡Si sólo pudiera hacer algo!

Un acto final para redimir su orgullo y, sí, su masculinidad. Un último gesto que le diera un sentido a su muerte.

¡Algo!

¡Cualquier cosa!

Pero todo lo que podía hacer era colgar y balancearse y esperar a ser encontrado.

Cuza levantó la vista cuando un sonido áspero llenó la habitación. La sección del muro que llevaba a la base de la torre estaba girando, abriéndose. Cuando dejó de moverse, la voz de Molasar llegó de la oscuridad que yacía más allá.

—Todo está listo.

¡Por fin!
La espera resultaba casi insoportable. Mientras las horas se arrastraban, Cuza casi se había resignado a ya no ver a Molasar esta noche. Nunca fue un hombre paciente, pero jamás recordaba haberse visto tan consumido por una urgencia tal como la que conoció esta noche. Había tratado de distraerse reuniendo preocupaciones sobre cómo estaría Magda después de ese golpe en la cabeza… era inútil. La próxima destrucción de Lord Hitler alejaba todas las demás consideraciones de su mente. Paseó a lo largo, a lo ancho y por los perímetros de ambas habitaciones una y otra vez, obsesionado por su feroz deseo de terminar con todo y, sin embargo, incapaz de hacer nada hasta que supiera algo de Molasar.

Y ahora, Molasar estaba aquí. Mientras Cuza pasaba inclinado por la abertura, dejando atrás su silla de ruedas para siempre, sintió que un frío cilindro de metal era empujado contra la desnuda piel de su mano.

—¿Qué…? —Era una linterna.

—Necesitarás esto.

Cuza encendió la linterna. Era de las usadas por el ejército alemán. La lente estaba estrellada. Se preguntó de quién…

—Sígueme.

Molasar guió con pasos seguros el camino hacia abajo por los retorcidos escalones que se aferraban a la superficie interior de la pared de la torre. Él no parecía necesitar ninguna luz para orientarse. Cuza, sí. Se mantuvo cerca, detrás de Molasar, manteniendo el haz de la linterna dirigido a los escalones ante él. Deseó tomarse un momento para mirar a su alrededor. Durante largo tiempo quiso desesperadamente explorar la base de la torre, pues hasta ahora tuvo que hacerlo en forma sustituta a través de Magda. Pero no había tiempo de absorber los detalles. Se prometió a sí mismo que cuando todo esto terminara volvería aquí y realizaría una profunda inspección por sí mismo.

Después de algún tiempo llegaron a una estrecha abertura en la pared. Siguió a Molasar por ella y se encontró en el subsótano. Molasar apresuró el paso y Cuza hubo de esforzarse para seguirlo. Pero no expresó ninguna queja, se sentía muy agradecido de poder caminar, de enfrentarse al frío sin que sus manos perdieran la circulación o sus artríticas articulaciones lo atacaran. ¡De hecho estaba empezando a sudar! ¡Maravilloso!

A su derecha vio luz que se filtraba a través de la escalera que subía al sótano. Movió su lámpara hacia la izquierda. Los cadáveres no estaban. Los alemanes debían haberlos enviado ya. Pero era extraño que hubieran dejado sus mortajas allí, apiladas.

Por encima de los sonidos de sus apresurados pasos, Cuza empezó a percibir otro ruido. Un leve raspar. Mientras seguía a Molasar lejos de la gran caverna que formaba el subsótano y hacia un pasaje más estrecho que semejaba un túnel, el sonido se hizo progresivamente más fuerte. Siguió a Molasar por varios recodos hasta que, después de una vuelta a la izquierda, especialmente pronunciada, Molasar se detuvo e hizo una seña a Cuza para que se acercara. El sonido raspante era fuerte y hacía ecos a todo su alrededor.

—Prepárate —aleccionó Molasar con expresión indescifrable—. He hecho un cierto uso de los restos de los soldados muertos. Lo que veas ahora quizá te ofenda, pero era necesario para recuperar mi talismán. Podría haber hallado otra forma, pero ésta era conveniente… y adecuada.

Cuza dudó que hubiese mucho que Molasar pudiera hacer con los cuerpos de los soldados alemanes, y que pudiese ofenderlo en realidad.

Lo siguió a una gran cámara semiesférica con techo de gélida roca viva y piso de tierra. Se había hecho una profunda excavación en el centro del piso… Y aún estaba ese raspar, más fuerte. ¿De dónde venía? Cuza buscó a su alrededor, con el haz de su linterna reflejándose en las brillantes paredes y en el techo, difundiendo luz por toda la cámara.

Percibió un movimiento cerca de sus pies y todo alrededor de la excavación. Movimientos pequeños. Jadeó… ¡ratas! Cientos de ratas rodeaban el pozo, retorciéndose y empujándose una a otra, agitadas. … expectantes…

Cuza vio algo mucho más grande que una rata arrastrándose por la pared de la excavación. Avanzó y apuntó la linterna directamente hacia el pozo… y casi la dejó caer. Era como mirar a uno de los círculos interiores del infierno. Sintiéndose súbitamente débil, se retiró de prisa de la orilla y apoyó el hombro contra la pared más cercana para evitar desplomarse. Cerró los ojos y resolló como un perro en un sofocante día de agosto, tratando de calmarse, de contener las náuseas que se agitaban en su interior, tratando de aceptar lo que acababa de ver.

Había hombres muertos en el pozo, diez de ellos, todos con uniformes alemanes, ya fueran grises o negros, ¡
todos moviéndose
; incluso el que no tenía cabeza!

Cuza abrió los ojos de nuevo. En la infernal media luz que permeaba la cámara vio que uno de los cuerpos se arrastraba como un cangrejo por la pared del pozo y arrojaba una brazada de tierra sobre la orilla, deslizándose después hacia abajo.

Él profesor se apartó de la pared de un empujón y se tambaleó hacia la orilla para echar otra mirada.

No parecían necesitar los ojos, pues jamás miraban sus manos mientras cavaban en la dura y fría tierra. Sus muertas articulaciones se movían tensa, torpemente, como si se resistieran al poder que las impelía y, sin embargo, trabajaban sin descanso, en total silencio, con sorprendente eficiencia pese a sus movimientos atáxicos. El forcejear y arrastrar de sus botas, el raspar de sus manos desnudas en la tierra casi congelada mientras hacían la excavación más ancha y más profunda… todo sonido crecía y desplegaba ecos por las paredes y el techo de la cámara, tenebrosamente amplificado.

De pronto, el sonido se detuvo, se retiró como si nunca hubiera existido. Todos interrumpieron sus movimientos y permanecieron perfectamente quietos.

—Mi talismán yace enterrado bajo los últimos centímetros de tierra —le informó Molasar—. Debes retirarlo de allí.

—¿No pueden ellos…? —preguntó Cuza con el estómago retorcido por la idea de bajar allá.

—Son demasiado torpes.

—¿No lo podrías desenterrar tú? —aventuró el anciano con una mirada implorante hacia Molasar—. Lo llevaría a donde quieras, después de eso.

—¡Es parte de tu tarea! —vociferó Molasar con los ojos llameando impacientes—. ¡Una tarea simple! ¿Con tantas cosas en juego te preocupas por no ensuciarte las manos?

—¡No! ¡No, claro que no! Es sólo que… —Miró de nuevo hacia los cadáveres.

Molasar siguió su mirada. Aunque no dijo nada ni hizo ninguna señal, los cadáveres empezaron a caminar, volviéndose simultáneamente y arrastrándose fuera del pozo. Cuando todos salieron de la excavación, se mantuvieron en círculo alrededor de la orilla. Las ratas corrían entre sus pies y por encima de ellos. Los ojos de Molasar se volvieron hacia Cuza.

Sin esperar a ser mandado de nuevo, éste se inclinó sobre la orilla y se deslizó por la tierra húmeda hasta abajo. Equilibró la linterna sobre una roca y empezó a escarbar en la tierra suelta del nadir del pozo cónico. El frío y la suciedad no le molestaban las manos. Después de la repugnancia inicial de trabajar en la misma tierra que los cadáveres, descubrió que en realidad estaba disfrutando el poder utilizar las manos de nuevo, aun en una tarea tan baja como ésta. Y todo se lo debía a Molasar. Se sentía bien hundir los dedos en la tierra y experimentar que ésta se partía en trozos. Lo regocijaba y apresuró el ritmo, trabajando febrilmente.

Sus manos pronto tocaron algo distinto a la tierra. Tiró de él y desenterró un paquete cuadrado, quizá de treinta centímetros por lado y bastante grueso. Y pesado… muy pesado. Rasgó la cubierta de tela semipodrida y luego desdobló el burdo lienzo que formaba la envoltura interna.

Algo brillante, metálico y pesado estaba en el interior. Cuza contuvo el aliento; al principio creyó que era una cruz. Pero eso no podía ser. Era una casi-cruz, diseñada según el mismo dibujo excéntrico de las miles de cruces empotradas en las paredes de la fortaleza. Sin embargo, ninguna de ellas podría compararse con ésta. Porque aquí estaba la original, de más de dos centímetros de espesor por todos lados, el patrón sobre el que habían sido modeladas todas las otras. La pieza vertical era redondeada, casi cilíndrica y, a excepción de una profunda muesca en su parte superior, parecía de oro sólido. La cruceta semejaba ser de plata. La estudió un momento a través de la parte inferior de sus bifocales, pero no pudo hallar diseños o inscripciones.

El talismán de Molasar: la llave de su poder. Sacudía a Cuza con reverencia. Había energía en él… pudo sentir la energía fluir hacia sus manos mientras lo sostenía. Lo levantó para que Molasar lo viera y creyó detectar un resplandor a su alrededor, ¿o era simplemente el reflejo del haz de la linterna sobre su brillante superficie?

—¡Lo encontré!

No podía ver a Molasar arriba, pero notó que los cadáveres animados retrocedían mientras levantaba la especie de cruz sobre su cabeza.

—¡Molasar! ¿Me escuchas?

—Sí —respondió una voz que parecía venir de algún lugar más atrás del túnel—. Mi poder reside ahora en tus manos. Guárdalo cuidadosamente hasta que lo hayas ocultado donde nadie pueda encontrarlo.

Fascinado, Cuza apretó el talismán aún más fuerte.

—¿Cuándo debo irme? ¿Y cómo?

—En una hora, en cuanto haya terminado con los intrusos alemanes. Todos deben pagar por invadir mi fortaleza.

Los golpes en la puerta iban acompañados por alguien que gritaba su nombre. Sonaba como la voz del sargento Oster… al borde de la histeria. Pero el mayor Kaempffer no se arriesgó. Mientras salía de su bolsa de dormir, tomó su Luger.

—¿Quién es? —preguntó en un tono de voz que denotaba su enojo. Era la segunda vez esta noche que lo molestaban. La primera, para esa infructuosa salida a la calzada con el judío. Y ahora, esto. Miró su reloj; ¡casi las cuatro! Amanecería pronto. ¿Qué podría querer alguien a esta hora? A menos que… alguien más hubiese sido asesinado.

—Es el sargento Oster, señor.

—¿De qué se trata? —inquirió Kaempffer abriendo la puerta. Una ojeada a la pálida cara del sargento y supo que algo estaba terriblemente mal. Más que sólo otra muerte.

—Es el capitán, señor, el capitán Woermann…

—¿Lo atacó a él? —¿Woermann? ¿Asesinado? ¿Un oficial?

—Se suicidó, señor.

Kaempffer contempló al sargento en muda sorpresa, recobrándose sólo a través de un gran esfuerzo.

—Espere aquí. —Kaempffer cerró la puerta, se puso los pantalones apresuradamente, se embutió las botas y se arrojó la chaqueta del uniforme sobre la camiseta, sin preocuparse por abotonarla. Después volvió a la puerta—. Lléveme a donde lo encontró.

Mientras seguía a Oster por las áreas desmanteladas de la fortaleza, se dio cuenta de que la idea de que Klaus Woermann se suicidara lo afectaba más que si hubiese sido asesinado como todos los demás. No era de esperarse de Woermann. La gente cambia, pero Kaempffer no podía imaginar al adolescente que durante la anterior guerra hizo huir él solo a una compañía de soldados británicos, como al tipo de hombre que se quitara la vida en esta guerra, sin importar las circunstancias.

Y sin embargo… Woermann estaba muerto. El único hombre que podía señalarlo y decirle «¡Cobarde!» había quedado mudo para siempre. Eso hacía que valiera la pena todo lo sufrido desde su arribo a este osario. Y se podía obtener una satisfacción especial del modo en que Woermann había muerto. El reporte final no ocultaría nada: el capitán Klaus Woermann terminaría su expediente con un suicidio. Una muerte deshonrosa. Peor que la deserción. Kaempffer daría cualquier cosa por ver la expresión en las caras de la esposa y los dos hijos, de quienes Woermann estuviera tan orgulloso… ¿Qué pensarían de su padre, su
héroe
, cuando supieran la noticia?

En vez de llevarlo por el patio a las habitaciones de Woermann, Oster dio una pronunciada vuelta a la izquierda, que condujo a Kaempffer al corredor donde encerró a los aldeanos la noche de su llegada. El área había sido parcialmente desmantelada. Dieron una última vuelta y ahí se encontraba Woermann.

Colgaba de una gruesa cuerda. Su cuerpo se balanceaba suavemente como si hubiera brisa, pero el aire estaba tranquilo. La cuerda había sido arrojada sobre una viga expuesta en el techo y atada a ella. Kaempffer no pudo ver ningún banco y se preguntó cómo había llegado Woermann allá arriba. Quizá se paró en una de las pilas de bloques de piedra aquí y allá…

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