Las cejas de Kaempffer se levantaron rápidamente y se volvió hacia Woermann.
—¿Nadie? ¿Es cierto?
—Si el sargento lo dice, es suficientemente bueno para mí —repuso Woermann.
—¡Entonces lo logramos! —exclamó. Estrelló el puño en su palma y se irguió, ganando más de dos centímetros de estatura en el proceso—. ¡Lo logramos!
—¿Nosotros? Por Dios, dime, querido mayor, ¿qué fue exactamente lo que hicimos «nosotros»?
—¿Qué? ¡Pasamos una noche sin una muerte! ¡Te dije que si nos sosteníamos derrotaríamos a esa cosa!
—Lo hiciste —aceptó Woermann eligiendo las palabras cuidadosamente. Estaba disfrutando esto—. Pero sólo dime: ¿Qué logró el efecto deseado? ¿Qué fue exactamente lo que nos protegió anoche? Quiero estar seguro de que tengo esto claro, para ver que se repita el proceso esta noche.
El júbilo de autocongratulación de Kaempffer se desvaneció tan rápido como floreció.
—Vayamos a ver a ese judío —sugirió pasando junto a Oster y Woermann y comenzando a bajar los escalones.
—Pensé que se te ocurriría antes de mucho tiempo —comentó Woermann siguiéndolo con pasos más lentos.
Mientras llegaban al patio, Woermann creyó escuchar el sonido débil de una voz de mujer que llegaba desde el sótano. No podía entender las palabras, pero su disgusto era evidente. Los sonidos se volvieron más fuertes y agudos. La mujer estaba gritando de enojo y miedo.
Corrió hacia la entrada del sótano. La hija del profesor estaba allí —ahora recordaba que su nombre era Magda— y permanecía atrapada en el ángulo formado por los escalones y la pared. Su suéter había sido desgarrado, lo mismo que la blusa y las demás prendas que llevaba debajo, y todo fue deslizado por su hombro, exponiendo el blanco globo de un seno. Un einsatzkommando tenía enterrada su cara contra el seno, mientras ella pateaba, bramaba y lo golpeaba con los puños, sin conseguir apartarlo.
Woermann respingó por un instante ante la visión y luego bajó corriendo los escalones. El soldado estaba tan concentrado en el seno de Magda que no pareció oír el acercamiento de Woermann. Éste, apretando los dientes, pateó al soldado en el costado derecho con toda la fuerza que pudo reunir. Se sentía bien lastimar a uno de estos bastardos. Resistió con dificultad la urgencia de seguir pateándolo.
El soldado de caballería de la SS gruñó por el dolor y se enderezó retrocediendo, listo para arremeter contra quien fuese que le hubiera propinado el golpe. Cuando vio que se enfrentaba a un oficial, todavía se veía en sus ojos que se debatía entre arremeter contra él o no.
Durante unos cuantos latidos cardiacos, Woermann casi deseó que el soldado hiciera justamente eso. Esperó por la señal más leve de una arremetida hacia adelante, con la mano lista para sacar la Luger. Nunca se hubiera creído a sí mismo capaz de dispararle a otro soldado alemán, pero algo en su interior se sentía hambriento de matar a este hombre, de golpear a través de él todo lo que estaba mal en la patria, en el ejército y en su carrera.
El soldado retrocedió. Woermann sintió que él mismo se relajaba.
¿Qué estaba pasándole? Nunca antes había odiado. Mató en batalla, a distancia y cara a cara, pero nunca con odio. Era una sensación incómoda y desorientadora, como si un extraño se hubiese alojado en su hogar sin ser invitado y no pudiera encontrar la forma de lograr que se fuese.
Mientras el soldado se ponía en pie y se arreglaba el uniforme negro, Woermann miró a Magda. Se había cerrado y arreglado la ropa nuevamente, y se enderezaba después de haberse agazapado en los escalones. Sin una señal de advertencia giró y azotó la palma de la mano contra la cara de su atormentador, con una fuerza hiriente, haciendo que su cabeza se meciera hacia atrás y que resbalara del escalón inferior, por la sorpresa. Sólo una mano extendida contra la pared de piedra evitó que cayera de espaldas.
Ella espetó algo en rumano, con el tono y la expresión facial emitiendo el significado de lo que sus palabras no transmitían, y pasó junto a Woermann recuperando el recipiente con agua a medio derramar, mientras se movía.
Woermann requirió de toda su reserva prusiana para evitar aplaudirle. En lugar de eso, se volvió hacia el soldado que estaba notablemente desgarrado por la duda entre ponerse en posición de firmes, en presencia de un oficial, o tomar represalias contra la chica.
Chica… ¿por qué pensaba en ella como una chica? Quizá era una docena de años más joven que él, pero fácilmente una década más vieja que su hijo Kurt, y él consideraba que Kurt era un hombre. Tal vez fuera por una cierta frescura inmaculada de ella, por una cierta inocencia. Allí había algo precioso que debía ser preservado y protegido.
—¿Cómo se llama, soldado?
—Soldado Leeb, señor. Einsatzkommandos.
—¿Es costumbre en usted cometer violaciones mientras está en servicio?
No hubo respuesta.
—¿Lo que acabo de ver es parte de las labores que se le asignaron aquí en el sótano?
El tono del hombre implicaba que este hecho en particular era explicación suficiente para cualquier cosa que le hubiera hecho.
—¡No contestó mi pregunta, soldado! —explotó Woermann. Su ecuanimidad estaba a punto de estallar—. ¿Intentar una violación es parte de su deber aquí?
—No, señor —replicó tan renuente como desafiantemente.
Woermann bajó y le quitó la Schmeisser del hombro.
—Está confinado a sus habitaciones, soldado —le informó.
—¡Pero señor!
Woermann notó que la súplica no iba dirigida a él sino a alguien que estaba arriba y detrás de él. No tuvo que volverse y mirar para saber quién era, así que continuó sin fallar un compás:
—… por desertar de su puesto. El sargento Oster decidirá una acción disciplinaria adecuada para usted… —Hizo una pausa y levantó la vista hacia la parte superior de las escaleras, directamente a los ojos de Kaempffer—… A menos, claro, que el mayor tenga en mente un castigo en particular.
Técnicamente estaba dentro de los derechos de Kaempffer interferir en este punto, ya que sus comandos estaban separados y respondían a una autoridad diferente, y Kaempffer se encontraba allí a petición del Alto Comando, a quien debían responder todas las fuerzas en última instancia. También era el oficial de más alto rango. Pero Kaempffer no podía hacer nada aquí. Dejar ir al soldado Leeb sería perdonarlo por abandonar el puesto que se le había asignado. Ningún oficial podía permitir eso. Kaempffer estaba atrapado. Woermann lo sabía y pretendía tomar ventaja total.
—Lléveselo, sargento —ordenó el mayor tensamente—. Me las arreglaré con él más tarde.
Woermann le pasó la Schmeisser a Oster, quien llevó al insatzkommando marchando cabizbajo por las escaleras.
—En el futuro… —comenzó a decir Kaempffer acremente cuando el sargento y el soldado estuvieron lejos del alcance del oído— …no disciplinarás o le darás órdenes a mis hombres. ¡No están bajo tu mando, sino bajo el mío!
Woermann comenzó a subir la escalera. Cuando llegó frente a Kaempffer, se lanzó contra él.
—¡Entonces mantenlos en sus correas!
El mayor palideció, asombrado por el inesperado estallido.
—Escucha, herr oficial de la SS —continuó Woermann dejando que subiera a la superficie todo su enojo y su disgusto—. Escucha bien. No sé qué puedo decir para que entiendas esto. Traté de razonar, pero creo que eres inmune a eso. Así que trataré de apelar a tu instinto de autoconservación y ambos sabemos lo bien desarrollado que está. Piensa: nadie murió anoche. Y lo único diferente que hubo la noche anterior en comparación a todas las demás, fue la presencia de los dos judíos de Bucarest.
Tiene
que haber una relación. Por tanto, si no hay otra razón más que la oportunidad de que ellos puedan ser capaces de obtener una respuesta a los asesinatos y una forma de detenerlos, ¡debes mantener a tus animales alejados de ellos!
No esperó una respuesta, pues temía estrangular a Kaempffer si no se alejaba inmediatamente. Se volvió y caminó hacia la torre. Después de unos cuantos pasos, oyó que Kaempffer empezaba a seguirlo. Fue hacia la puerta de la habitación del primer nivel, tocó mas no esperó una respuesta antes de entrar. La cortesía era una cosa, pero pretendía mantener una posición de autoridad irrefutable a los ojos de estos dos civiles.
El profesor simplemente miró a los dos alemanes cuando entraron. Estaba solo en el cuarto del frente, bebiendo agua en una taza pequeña, sentado todavía en la silla de ruedas frente a la mesa cubierta de libros, justo como lo habían dejado la noche anterior. Woermann se preguntó si se habría movido en lo absoluto durante la noche. Su mirada se desvió hacia los libros y luego voló hacia otro lado. Recordó el extracto que vio en uno de ellos anoche… acerca de preparar sacrificios para una deidad cuyo nombre era una fila impronunciable de consonantes. Se estremeció aún ahora con el recuerdo de lo que iba a ser sacrificado y de cómo iba a ser preparado. ¿Cómo podía alguien sentarse a leer eso y no enfermar?
Inspeccionó el resto de la habitación. La muchacha no se encontraba aquí, probablemente estaba atrás. Este cuarto parecía más pequeño que el suyo, ubicado dos pisos más arriba… pero quizá era sólo la impresión creada por el hacinamiento de los libros y el equipaje.
—¿Esta mañana es un ejemplo de lo que debemos encarar para beber agua? —preguntó el viejo de máscara de cera a través de su pequeña boca, con la voz seca y herrumbrosa—. ¿Va a ser asaltada mi hija cada vez que deje la habitación?
—Nos hemos hecho cargo de eso ya —le informó Woermann—. El hombre será castigado. —Miró a Kaempffer, quien se paseaba en el otro lado de la habitación—. Puedo asegurarle que no sucederá de nuevo.
—Espero que no —replicó Cuza—. Ya es suficientemente difícil tratar de encontrar alguna información útil en estos textos, bajo las mejores condiciones. Pero trabajar bajo la amenaza del abuso físico en cualquier momento… la mente se rebela.
—¡Será mejor que no se rebele, judío! —amenazó Kaempffer—. ¡Mejor haz lo que se te ha dicho!
—Es sólo que me resulta imposible concentrarme en estos textos cuando estoy preocupado por la seguridad de mi hija. Eso no debe ser difícil de comprender.
Woermann percibió que el profesor le dirigía una súplica, pero no estaba seguro de qué era.
—Me temo que es inevitable —le manifestó al viejo—. Es la única mujer en lo que esencialmente es una base armada. No me gusta más que a usted. Una mujer no pertenece aquí. A menos… —Se le ocurrió una idea. Miró a Kaempffer—. La alojaremos en la posada. Podría llevarse un par de libros para estudiarlos y regresar a conferenciar con su padre.
—¡Está fuera de toda consideración! —refutó Kaempffer—. Ella se queda aquí en donde podamos vigilarla. —Se acercó a Cuza que estaba en la mesa—. ¡Ahora estoy interesado en lo que aprendió anoche y qué nos mantuvo vivos a todos!
—No entiendo…
—No murió nadie anoche —explicó Woermann. Buscó una reacción en la cara del viejo; era difícil, tal vez imposible distinguir un cambio de expresión en esa piel tensa e inmóvil. Pero pensó que sus ojos se agrandaron casi imperceptiblemente, por la sorpresa.
—¡Magda! —llamó—. ¡Ven acá!
Se abrió la puerta de la habitación posterior y apareció la muchacha. Se veía firme después del incidente en la escalera del sótano, pero vio que su mano temblaba mientras reposaba sobre el marco de la puerta.
—¿Sí, papá?
—¡No hubo muertes anoche! —le anunció Cuza—. ¡Debe haber sido uno de esos encantamientos que estuve leyendo!
—¿Anoche? —repitió la muchacha. Su expresión traicionó un instante de confusión y algo más: un horror fugaz ante la mención de la noche anterior. Miró a su padre y pareció que se transmitían una señal, tal vez el leve asentimiento del viejo, y luego la cara de ella se iluminó—. ¡Maravilloso! Me pregunto, ¿cuál encantamiento sería?
¿Encantamiento?
, pensó Woermann. El lunes anterior se habría reído de esta conversación.
Olía a creencias en hechizos y magia negra. Pero ahora… aceptaría cualquier cosa que les permitiera a todos sobrevivir a la noche. Cualquier cosa.
—Déjame ver ese encantamiento —pidió Kaempffer con el interés brillando en sus ojos.
—Por supuesto —aceptó Cuza tomando un pesado volumen—. Éste es el
De Vermis Mysteriis
, de Ludwig Prinn. Está en latín. —Levantó la vista—. ¿Lee latín, mayor?
La única respuesta de Kaempffer fue tensar los labios.
—Es una pena —repuso el profesor—. Entonces se lo traduciré para que…
—Estás mintiéndome, ¿no es así, judío? —acusó Kaempffer, suavemente.
Pero Cuza no podía ser intimidado y Woermann tuvo que admirarlo por su valor.
—¡La respuesta está aquí! —gritó señalando la pila de libros colocada ante él. Lo de anoche lo demuestra. Todavía no sé qué es lo que tiene hechizada la fortaleza, pero con un poco de tiempo, un poco de paz y menos interrupciones, estoy seguro de que podré encontrarlo. ¡Ahora, buenos días, caballeros!
Se ajustó los gruesos anteojos y acercó más el libro. Woermann escondió una sonrisa al ver la furia impotente de Kaempffer y habló antes de que el mayor pudiera hacer cualquier cosa imprudente.
—Creo que redundará en nuestros mejores intereses dejar al profesor con la tarea para la que fue traído aquí, ¿no crees, mayor?
Kaempffer cruzó las manos tras él y salió a grandes pasos por la puerta. Woermann dirigió una última mirada al profesor y a su hija antes de seguirlo. Estos dos estaban escondiendo algo. Ya fuera sobre la fortaleza misma o sobre la entidad asesina que acechaba en sus corredores en la noche, eso no podía decirlo. Y en este momento no importaba realmente. Mientras no murieran más hombres suyos en la noche, era bienvenido su secreto. No estaba seguro de que quisiera saberlo alguna vez. Pero si las muertes comenzaban de nuevo, exigiría una explicación completa.
El profesor Cuza alejó el libro tan pronto como la puerta se cerró detrás del capitán. Se frotó los dedos de las manos uno a uno.
Las mañanas eran lo peor. Entonces era cuando todo le dolía, especialmente las manos. Cada nudillo parecía un gozne herrumbroso en una puerta que daba a una leñera abandonada, protestando con dolor y ruido ante la más pequeña provocación y resistiendo fieramente cualquier cambio de posición. Pero no sólo eran sus manos. Le dolían todas las articulaciones. Despertar, levantarse y llegar a la silla de ruedas que circunscribía su vida, era un coro de agonía en las caderas, las rodillas, las muñecas, los codos y los hombros. Sólo a media mañana, después de dos dosis separadas de aspirina y quizá de un poco de codeína, cuando la tenía, el dolor de sus inflamados tejidos conectivos cedía hasta un nivel tolerable. Ya no pensaba en su cuerpo como de carne y sangre; lo veía como la pieza de un mecanismo de reloj que hubiera sido dejada a la intemperie, bajo la lluvia, y ahora estuviera dañada irreparablemente.