—¿Pudieron construirla los turcos?
Papá negó con la cabeza.
—Es imposible. No es su estilo arquitectónico y las cruces no son realmente un motivo turco.
—¿Y qué hay con el
tipo
de cruces que son?
El capitán parecía profundamente interesado en la fortaleza, así que Magda le respondió antes de que papá pudiera hacerlo, pues el misterio de las cruces fue una incógnita personal suya durante años.
—Nadie lo sabe. Mi padre y yo hemos investigado en incontables volúmenes de historia cristiana, historia romana, historia eslava y en ningún lado hallamos cruces que se asemejen a éstas. Si hubiéramos encontrado un precedente histórico de este tipo de cruz, posiblemente hubiésemos podido relacionar al diseñador con la fortaleza. Pero no encontramos nada. Son tan únicas como la estructura que las alberga.
Habría continuado, ya que le evitaba pensar en los que tendría que ver en el subsótano, pero el capitán no parecía estar poniéndole mucha atención. Podía ser porque habían llegado a la grieta en la pared, mas ella percibió que era por la fuente de información, pues, después de todo, ella era sólo una mujer. Magda suspiró y permaneció en silencio. Había encontrado antes esa actitud y conocía bien las señales. Aparentemente, los hombres alemanes tenían mucho en común con los rumanos. Se preguntó si todos los hombres serían iguales.
—Una pregunta más —se dirigió el capitán a papá—. ¿Por qué cree que nunca haya habido ningún tipo de ave en la fortaleza?
—A decir verdad, nunca noté su ausencia —repuso el viejo.
Magda tuvo conciencia de que nunca había visto un pájaro en todos sus viajes y no se le ocurrió que su ausencia significara algo… hasta ahora.
Los escombros fuera de la pared rota habían sido limpiamente amontonados. Mientras Magda guiaba la silla de ruedas de papá entre las pilas ordenadas, sintió que una corriente de aire frío brotaba de la abertura en el piso, más allá de la pared. Buscó en la bolsa colocada en el respaldo alto de la silla de ruedas y sacó los guantes de cuero de papá.
—Ponte esto otra vez —le pidió, deteniéndose y manteniendo abierto el guante izquierdo para que él pudiera deslizar la mano.
—¡Pero ya
tiene
guantes puestos! —exclamó Kaempffer impaciente por el retraso.
—Sus manos son muy sensibles al frío —explicó Magda abriendo ahora el guante derecho—. Es parte de su enfermedad.
—¿Y cuál es exactamente su enfermedad? —consultó Woermann.
—Se le llama escleroderma —respondió Magda mirando la expresión en blanco de sus caras.
Papá habló mientras se ajustaba los guantes en las manos:
—Nunca oí de ella hasta que me diagnosticaron que la tenía. Por cierto, los dos primeros médicos que me examinaron fallaron el diagnóstico. No entraré en detalles más allá de decir que afecta más que las manos.
—Pero ¿
cómo
afecta sus manos? —quiso saber Woermann.
—Cualquier descenso en la temperatura altera drásticamente la circulación en mis dedos; para todo propósito práctico, pierden temporalmente la irrigación sanguínea. Se me ha dicho que si no los cuido bien podría padecer gangrena y perderlos. Así que uso guantes día y noche todo el año, excepto en los meses más cálidos del verano. Incluso uso un par en la cama. —Miró a su alrededor—. Estoy listo cuando lo ordenen.
Magda se estremeció por la corriente que venía de abajo.
—Creo que está demasiado frío para ti allá abajo, papá.
—Ciertamente no vamos a traer los cadáveres aquí arriba para su inspección —respingó Kaempffer. Le hizo un gesto a los dos hombres de la SS, quienes levantaron de nuevo la silla y la llevaron junto con su frágil ocupante a través del agujero en la pared. El capitán Woermann tomó una lámpara de queroseno del suelo y la encendió. Los guió. El mayor Kaempffer iba detrás con otra. De mala gana. Magda siguió la fila, manteniéndose cerca de su padre y aterrada de que uno de los soldados que lo llevaba pudiera resbalar en los escalones viscosos y dejarlo caer. Sólo sé relajó cuando las ruedas de la silla estuvieron seguras sobre el sucio suelo del subsótano.
Uno de los soldados comenzó a empujar la silla de papá siguiendo a los dos oficiales que se dirigían hacia ocho objetos cubiertos con sábanas que estaban extendidos en el suelo a diez metros de distancia. Magda retrocedió, esperando en el charco de luz junto a los escalones. No tenía estómago para, esto.
Notó que el capitán Woermann parecía perturbado mientras caminaba alrededor de los cuerpos. Se arrodilló y arregló las sábanas, ajustándolas más tensamente sobre las formas yertas. Un subsótano… ella y papá visitaron una y otra vez la fortaleza a través de los años y ni siquiera adivinaron nunca la existencia de un subsótano. Se frotó las manos de arriba hacia abajo de los brazos cubiertos por el suéter, tratando de generar algún calor. Hacía frío.
Miró aprensivamente a su alrededor, buscando señales de ratas en la oscuridad. En el nuevo vecindario al que se vieron forzados a mudarse en Bucarest había ratas en todos los sótanos; era muy diferente del confortable hogar que tenían cerca de la universidad. Magda sabía que su reacción hacia las ratas tal vez fuese algo exagerado, pero no podía evitarlo. La llenaban de repugnancia… la forma en que se movían, sus colas desnudas arrastrándose tras ellas… la hacían enfermarse.
Pero no vio ningunas formas escurridizas. Se volvió y miró que el capitán comenzaba a levantar las sábanas una por una, descubriendo la cabeza y los hombros de cada hombre muerto. Estaba perdiéndose de lo que se decía allí, pero no le importaba. Se sentía contenta de no ver lo que papá estaba viendo.
Finalmente, los hombres regresaron hacia Magda y las escaleras. La voz de su padre se volvió inteligible mientras se acercaban.
—… y realmente no puedo decir que haya nada ritual en las heridas. Excepto por el hombre decapitado, todas las muertes parecen haber sido causadas con el simple corte de las principales venas del cuello. No hay señales de marcas de dientes, animales o humanos, y sin embargo esas heridas no son causadas por un instrumento afilado. Esas gargantas fueron desgarradas, salvajemente destruidas de un modo que no me es posible definir.
¿Cómo podía sonar papá tan clínico acerca de cosas como esas?
La voz del mayor Kaempffer fue áspera y amenazante:
—¡Una vez más se las ha arreglado para hablar mucho y no decir nada!
—Me han dado poco con qué trabajar. ¿No tienen nada más?
El mayor se alejó sin molestarse en responder. Sin embargo, el capitán Woermann chasqueó los dedos.
—¡Las palabras en la pared! Escritas con sangre en un lenguaje que nadie conoce.
—¡Debo verlas! —exclamó papá, con los ojos iluminándosele.
Una vez más fue alzada la silla y Magda caminó de nuevo tras ella hacia el patio. Ya allí, retomó la tarea de empujarlo siguiendo a los alemanes que se dirigían a la parte posterior de la fortaleza. Pronto se encontraron al final del corredor sin salida, mirando las letras café rojizo garabateadas en la pared.
Magda notó que los trazos variaban en espesor, pero todos eran de un ancho aproximado al de un dedo humano. Se estremeció ante la idea y estudió las palabras. Reconoció el lenguaje y supo que podía hacer la traducción si sólo su mente se lograse concentrar en las palabras y no en lo que su autor había usado como tinta.
—¿Tiene idea de lo que significa? —inquirió Woermann.
—Sí —asintió papá e hizo una pausa, mesmerizado por el despliegue ante él.
—¿Bien? —apuró Kaempffer, impaciente.
Magda sabía que odiaba depender de un judío para cualquier cosa y que era peor que uno lo mantuviese esperando. Deseó que su padre fuera más cuidadoso para no provocarlo.
—Dice: «¡Desconocidos, váyanse de mi hogar!» Está en forma imperativa —su voz tenía una calidad casi mecánica mientras hablaba. Algo en las palabras lo molestaba.
—¡Ah! ¡Así que los asesinatos tienen motivaciones políticas!
—Quizá. Pero esta advertencia, o exigencia, o como quiera llamarla, está perfectamente redactada en eslavo antiguo, que es una lengua muerta. Tan muerta como él latín. Y esas letras han sido formadas exactamente de la misma manera en que se escribían entonces. Lo sé. He visto suficientes manuscritos antiguos.
Ahora que papá había identificado el lenguaje, la mente de Magda pudo concentrarse en las palabras. Pensó que sabía lo que era tan perturbador.
—Su asesino, caballeros —continuó papá—, es un hombre de letras erudito, o bien ha estado congelado durante medio milenio.
—Parece que hemos perdido el tiempo —comentó el mayor Kaempffer, aspirando un cigarrillo mientras se paseaba pavoneándose. Los cuatro estaban otra vez en el nivel más bajo de la torre de vigilancia.
En el centro de la habitación, Magda se apoyaba exhausta contra el respaldo de la silla de ruedas. Percibía que había algún tipo de forcejeo entre Woermann y Kaempffer, poro no podía entender ni las reglas ni las motivaciones de los jugadores. Sin embargo, sólo estaba segura de una cosa: la vida de papá y la suya dependían del desenlace.
—Estoy en desacuerdo —refutó el capitán Woermann. Se apoyó en la pared junto a la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Como yo lo veo, sabemos más de lo que sabíamos esta mañana. No mucho, pero por lo menos es un progreso… Y no estábamos haciendo ninguno por nosotros mismos.
—¡No es suficiente! —chasqueó Kaempffer—. ¡Ni lejanamente suficiente!
—Muy bien. Entonces, como no tenemos ninguna otra fuente de información abierta, creo que debemos abandonar la fortaleza inmediatamente.
Kaempffer no respondió nada; continuó aspirando su cigarrillo y paseándose de atrás hacia adelante por el extremo más alejado del cuarto.
Papá se aclaró la garganta pidiendo atención.
—¡Mantente fuera de esto, judío!
—Escuchemos lo que tiene que decir —insistió Woermann—. Para eso lo arrastramos hasta aquí, ¿no es cierto?
Gradualmente se le hacía más claro a Magda que existía una profunda hostilidad entre los dos oficiales. Sabía que papá la había advertido también y que seguramente estaba tratando de utilizarla para su ventaja.
—Es posible que pueda ayudar —comenzó a decir papá haciendo un gesto hacia el montón de libros en la mesa—. Como lo mencioné antes, la respuesta a sus problemas puede radicar en esos libros. Si contienen la respuesta, yo soy la única persona que, con la ayuda de mi hija, puede averiguarla. Puedo intentarlo, si lo desean.
Kaempffer dejó de caminar y miró a Woermann.
—Vale la pena intentarlo —aseguró Woermann—. Yo no tengo ninguna idea mejor. ¿Tú sí?
Kaempffer dejó caer al suelo la colilla del cigarrillo y la aplastó lentamente con la punta del pié.
—Tres días, judío. Tienes tres días para salir con algo útil. —Caminó a grandes pasos junto a ellos y salió, dejando abierta la puerta tras de sí.
El capitán Woermann se retiró de la pared y se volvió hacia la puerta, con las manos unidas en la espalda.
—Haré que mi sargento arregle un par de bolsas de dormir para ustedes dos —les informó. Miró el cuerpo frágil de papá—. No tenemos camas mejores.
—Me las arreglaré, capitán —concedió papá—. Gracias.
—Madera —pidió Magda—. Necesitaremos un poco de madera para prender fuego.
—No hace tanto frío de noche —objetó el capitán sacudiendo la cabeza.
—Es por las manos de mi padre; si le fallan, ni siquiera será capaz de volver las páginas.
Woermann suspiró.
—Le preguntaré al sargento qué puede hacer, tal vez consiga algunos restos de leña —aceptó. Se volvió para irse y luego regresó—. Déjenme decirles algo. El mayor los liquidará a ambos sin más consideración de la que le dio al cigarrillo que acaba de aplastar. Tiene sus propias razones para desear una rápida solución a este problema y yo tengo las mías: no quiero que muera otro de mis hombres. Encuentren el modo de que pasemos una sola noche sin una muerte y habrán probado su valía. Encuentren una forma de derrotar a esta cosa y tal vez pueda regresarlos a Bucarest y mantenerlos a salvo allí.
—Y también, quizá no pueda —replicó Magda. Miró su rostro con atención. ¿Realmente estaba ofreciéndoles esperanza?
La expresión del capitán Woermann era ceñuda cuando repitió sus palabras:
—Y también, quizá no pueda.
Woermann se detuvo y pensó durante un momento, después de ordenar que se llevara madera a las habitaciones del primer piso. Al principio consideró que la pareja de Bucarest era digna de compasión, la muchacha atada a su padre y el padre atado a la silla de ruedas. Pero conforme los miraba y los oía hablar, percibió que había fuerzas sutiles entre ellos. Eso era bueno porque ambos necesitarían corazas de acero para sobrevivir en este lugar… Si los hombres no podían defenderse aquí, ¿qué esperanza había para una mujer indefensa y un inválido?
Súbitamente se dio cuenta de que estaba siendo observado. No podría decir cómo lo supo, pero definitivamente la sensación estaba allí. Era un sentimiento que encontraría incómodo en los más agradables parajes; pero aquí, sabiendo lo sucedido durante la última semana, era enervante.
Woermann miró por los escalones que se alejaban dando vuelta a su derecha. No había nadie allí. Fue al arco que se abría hacia el patio. Todas las luces se encontraban encendidas y las parejas de centinelas estaban concentradas en sus patrullas.