Y, entonces, la negrura estuvo sobre él, congelando sus articulaciones y disminuyendo su visión. Durante un instante que pareció durar toda una vida, el soldado Karl Flick se convirtió en una víctima del terror desalmado que tanto gozaba inspirarle a otros y sintió el hondo y desgarrador dolor que tanto gustaba infligir a los demás. Luego, no sintió nada.
Lentamente, la iluminación volvió a los corredores, primero al posterior y luego al pasaje de acceso. Los únicos sonidos provenían de los aldeanos atrapados en sus celdas: lloriqueos de las mujeres y sollozos aliviados de los hombres cuando todos se sintieron liberados del pánico que los había apresado. Uno de los hombres se acercó tentativamente a la puerta para mirar a través del pequeño espacio entre dos de las tablas. Su campo de visión se limitaba a una sección del piso y parte de la pared posterior del corredor.
No pudo ver ningún movimiento. El piso estaba desnudo, excepto por una mancha de sangre, todavía roja, todavía húmeda, que aún brillaba en el frío. Y en la pared posterior había más sangre, pero embarrada en lugar de salpicada. Las manchas parecían formar un patrón, como las letras de un alfabeto, formando palabras que lindaban en el filo de su reconocimiento. Palabras como perros aullando en la noche, inquietantemente presentes pero siempre fuera del alcance.
El hombre se retiró de la puerta y se reunió con sus compañeros aldeanos que estaban agazapados en la esquina más alejada del cuarto.
Había alguien en la puerta.
Kaempffer abrió los ojos temiendo que la pesadilla de la noche anterior fuera a repetirse. Pero no. Esta vez no podía sentir ninguna oscura y malévola presencia al otro lado de la pared. El agente aquí parecía humano. Y torpe. Si la cautela era el objetivo del intruso, estaba fracasando miserablemente. Pero para estar en el lado seguro, Kaempffer sacó la Luger de la funda que llevaba enroscada en el codo.
—¿Quién está ahí?
No hubo respuesta.
El chasquido de una mano que trabajaba a tientas en la cerradura continuó. Kaempffer podía ver cortes en la línea de luz bajo la puerta, pero no le dieron ninguna pista de quién pudiera estar afuera. Consideró prender la lámpara, pero |o pensó mejor. El cuarto oscuro le daba una ventaja; podría ver la silueta del intruso contra la luz del pasillo.
—¡Identifíquese!
El ruido en la cerradura cesó para ser reemplazado por un ligero rechinido y crujir, como si un enorme peso estuviera apoyándose contra la puerta y tratara de atravesarla. Kaempffer no podía estar seguro en la oscuridad, pero pensó que la puerta se combaba hacia adentro. ¡Era cedro de cinco centímetros! ¡Se necesitaría un peso enorme para hacer eso! Mientras crecía el rechinido de la madera, se encontró temblando y sudando. No había a dónde ir. Y ahora se oía otro sonido, como si algo estuviera arañando la puerta para entrar. Los ruidos lo asaltaban, cada vez más fuertes, paralizándolo. La madera estaba cediendo y parecía que se iba a romper en mil fragmentos, y los goznes gritaban como si sus tiras de metal estuvieran siendo torturadas en la piedra. ¡Algo tendría que ceder! Sabía que ya en ese momento debería estar introduciendo un cargador en su Luger, pero no podía moverse.
La cerradura chirrió, cedió súbitamente y la puerta se abrió de golpe, chocando contra la pared. Dos figuras se delineaban en la luz que provenía del corredor. Kaempffer supo, por los cascos, que eran soldados alemanes, y por sus botas, que pertenecían a los einsatzkommandos que trajo con él. Debió relajarse al verlos, mas por alguna razón no lo hizo. ¿Qué estaban haciendo al irrumpir así en su cuarto?
—¿Quién es? —exigió saber.
No respondieron. En lugar de eso, se adelantaron al unísono hacia donde él yacía congelado en su bolsa de dormir. Había algo anormal en su paso: no era un problema grave sino algo sutilmente grotesco. Durante un momento desconcertante, el mayor Kaempffer pensó que los dos soldados marcharían directamente sobre él. Pero se detuvieron a la orilla de la cama, simultáneamente, como si obedecieran una orden. Ninguno dijo una palabra. Tampoco saludaron.
—¿Qué quieren? —preguntó él.
Debería estar furioso, pero el enojo no llegó. Sólo el miedo. Contra sus deseos, su cuerpo estaba encogiéndose en la bolsa de dormir, tratando de esconderse.
—¡Háblenme! —suplicó.
No hubo respuesta. Buscó con su mano izquierda y encontró la lámpara dejada en el suelo junto a su cama y todo el tiempo mantuvo la Luger en su mano derecha, apuntándole al silencioso par que se elevaba sobre él. Cuando sus dedos agitados encontraron el botón interruptor, vaciló, escuchando su propia respiración rasposa. Tenía que ver quiénes eran y qué querían; sin embargo, una parte muy, profunda en él le advertía en contra de encender la luz.
Finalmente no pudo soportarlo más. Con un gruñido, pulsó el interruptor de presión y levantó la lámpara.
Los soldados Flick y Waltz estaban de pie sobre él, con las caras blancas y contorsionadas y los ojos vidriosos. Una media luna desgarrada de carne destrozada y sangrante le sonreía desde el lugar en donde estuviera la garganta de cada hombre. Nadie se movió… los dos soldados muertos no lo harían y Kaempffer no podía. Durante un largo momento, que le detuvo el corazón, Kaempffer yació paralizado con la lámpara sostenida en lo alto y la boca moviéndose espasmódicamente para formar un grito de terror que no fue capaz de atravesar su seca y bloqueada garganta.
Entonces hubo un movimiento. Silenciosa y casi graciosamente, los dos soldados se inclinaron y cayeron sobre su oficial comandante, clavándolo en la cama bajo un montón de kilos de fláccida carne muerta.
Mientras Kaempffer luchaba frenéticamente por salir de abajo de los dos cadáveres, escuchó una lejana voz que empezaba a gemir con pánico mortal.
Una parte aislada de su cerebro se enfocó en el sonido hasta que lo identificó.
La voz era la suya.
—¿
Ahora
sí lo crees?
—¿Creer qué? —preguntó Kaempffer, negándose a mirar a Woermann. En lugar de eso, se concentró en el vaso de kummel que sostenía entre ambas manos. Se había tomado la primera mitad de un solo trago y ahora bebía constantemente el resto. Comenzaba a sentir, gradual y dolorosamente, que otra vez estaba bajo control. Le ayudó estar en las habitaciones de Woermann y no en las suyas.
—Los métodos de la SS no resolverán el problema —aseguró Woermann.
—Los métodos de la SS
siempre
funcionan.
—No esta vez —interpuso Woermann.
—¡Apenas he empezado! ¡Ningún aldeano ha muerto todavía!
Incluso mientras hablaba, Kaempffer admitía que se enfrentaba a una situación que se hallaba totalmente más allá de la experiencia de cualquier miembro de la SS. No existían precedentes ni nadie a quién acudir para pedir consejo. En la fortaleza había algo que estaba más allá del miedo y más allá de la coerción. Algo magníficamente apto para usar el miedo como su propia arma. No era un grupo guerrillero ni un brazo fanático del Partido Nacional Campesino. Esto era algo que estaba más allá de la guerra, de la nacionalidad y de la raza.
Y, sin embargo, los aldeanos prisioneros tendrían que morir al amanecer. No podía dejarlos ir, pues hacerlo sería admitir la derrota y él y la SS quedarían mal. Nunca debía permitir que eso pasara. No importaba que sus muertes no hicieran efecto en la…
cosa
que estaba matando a los hombres. Tenían que morir.
—No morirán —afirmó Woermann.
—¿Qué? —masculló Kaempffer, levantando al fin la vista del vaso de kummel.
—Los aldeanos —explicó—. Los dejé ir.
—¡Cómo te atreviste! —exclamó encolerizado. Empezaba a sentirse vivo otra vez. Se levantó de la silla.
—Me lo agradecerás más tarde, cuando no tengas que explicar el asesinato sistemático de toda una aldea rumana. Y eso es lo que sucedería. Conozco a los de tu clase. Una vez que toman un curso, no importa cuan fútil y no importa á cuántos hieran, continúan en lugar de admitir que han cometido un error. Así que estoy evitando que empieces. Ahora puedes culparme de tu fracaso. Aceptaré la culpa y todos podremos encontrar un lugar más seguro para alojarnos.
Kaempffer se sentó de nuevo, concediendo mentalmente que la decisión de Woermann le había proporcionado una salida. Pero estaba atrapado. No podía informar de un fracaso a la SS. Eso significaría el fin de su carrera.
—No voy a rendirme —amenazó a Woermann tratando de parecer tenazmente valiente.
—¿Qué más puedes hacer? ¡No puedes combatir esto!
—¡Lo combatiré!
—¿Cómo? —acicateó Woermann inclinándose hacia atrás y doblando las manos sobre su pequeña barriga—. Ni siquiera sabes contra qué estás peleando, así que, ¿cómo puedes combatirlo?
—¡Con armas! ¡Con fuego! Con… —Kaempffer se encogió cuando Woermann se inclinó hacia él, maldiciéndose por rebajarse, pero impotente contra el reflejo.
—Escúchame, herr Sturmbannführer: esos hombres estaban muertos cuando entraron a tu cuarto esta noche. ¡Muertos! Encontramos su sangre en el corredor posterior. Murieron en tu prisión improvisada. Y, sin embargo, caminaron por el corredor, subieron a tu cuarto, rompieron la puerta, marcharon hasta tu cama y cayeron sobre ti. ¿Cómo vas a luchar contra algo como eso?
Kaempffer se estremeció ante el recuerdo.
—¡No murieron hasta que llegaron a mi cuarto! ¡Por lealtad vinieron a informarme a pesar de sus heridas mortales! —refutó. No creía una sola palabra de eso. La explicación salió automáticamente.
—Estaban muertos, amigo —reafirmó Woermann sin el menor rastro de amistad en su tono—. No examinaste sus cuerpos, estabas demasiado ocupado limpiando la suciedad en tus pantalones. Pero yo lo hice. Los examiné de la misma forma en que he examinado a cada hombre que ha muerto en esta fortaleza olvidada por Dios. Y créeme, esos dos murieron en el sitio. Todas las venas principales del cuello fueron arrancadas. Lo mismo que sus tráqueas. Aun cuando fueras Himmler mismo, no podrían haberse reportado contigo.
—¡Entonces fueron llevados! —gritó. A pesar de lo que había visto con sus propios ojos, presionaba buscando otra explicación—. Los muertos no caminaron. ¡No pueden!
Wcermann se recargó y lo contempló con tal desdén, que Kaempffer se sintió pequeño y desnudo.
—¿También te enseñan a mentirte en la SS?
Kaempffer no respondió. No necesitaba ningún examen físico de los cadáveres para saber que estaban muertos cuando entraron a su cuarto. Supo eso en el instante en que la luz de su lámpara les iluminó la cara.
Woermann se levantó y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta.
—Le diré a los hombres que nos iremos con la primera luz.
—¡NO! —gritó Kaempffer. La palabra atravesó sus labios más fuerte y más aguda de lo que él deseaba.
—No tienes realmente intenciones de quedarte aquí, ¿o sí? —sondeó Woermann con expresión incrédula.
—¡Debo terminar esta misión!
—¡Pero no puedes! ¡Perderás! ¡Seguramente entiendes eso ahora!
—Sólo entiendo que tendré que cambiar mis métodos.
—¡Solamente un loco se quedaría!
¡No quiero quedarme!, pensó Kaempffer. ¡Quiero irme tanto como cualquier otro! Bajo otras circunstancias, él mismo estaría dando la orden de partir. Pero ésa no era una de sus opciones aquí. Tenía que aclarar el asunto de la fortaleza, concluirlo de una vez por todas antes de poder partir hacia Ploiesti. Si claudicaba en este trabajo, había docenas de compañeros de la SS que codiciaban el proyecto Ploiesti y que aguardaban para saltar al primer signo de debilidad y arrebatarle el premio. Tenía que triunfar aquí. Si no lo lograba, sería dejado atrás, sería olvidado en alguna modesta oficina, mientras otros en la SS tomarían el control del mundo.
Y necesitaba la ayuda de Woermann. Tenia que ganárselo por unos cuantos días solamente, hasta que pudieran encontrar una solución. Entonces lo llevaría a una corte marcial por liberar a los aldeanos.
—¿Qué crees que es, Klaus? —inquirió suavemente.
—¿Qué creo que es? —repitió Woermann con tono aterrorizado, frustrados! con las brutales palabras escupidas y cortas.
—La matanza; ¿quién o qué crees que la está haciendo?
Woermann se sentó de nuevo, con la cara preocupada.
—No lo sé —aceptó—. Y en este momento, no me interesa saberlo. Ahora hay ocho cadáveres en el subsótano y debemos ocuparnos de que no haya ninguno más.
—Vamos, Klaus, has estado aquí una semana… debes haberte formado una idea. —Sigue hablando, se dijo. Entre más hables, más tardarás en regresar a ese cuarto.
—Los hombres creen que es un vampiro —explicó Woermann. ¡Un vampiro! Éste no era el tipo de conversación que necesitaba, pero luchó por mantener la voz baja y la expresión amistosa.
—¿Estás de acuerdo?
—La semana pasada, incluso hace tres días, hubiera dicho que no. Ahora no estoy seguro de nada. Si es un vampiro, no es como los que se describen en las historias de horror. O los que se ven en las películas. De lo único que estoy seguro es de que el asesino no es humano.
Kaempffer trató de recordar lo que sabía sobre vampiros. ¿La cosa que seguía matando a los hombres bebía su sangre? ¿Quién podía decirlo? Sus gargantas estaban tan arruinadas y había tanta sangre derramada en sus ropas, que se necesitaría un laboratorio médico para determinar si faltaba algo de sangre. Una vez vio una copia pirata de la película muda
Nosferatu
y después la versión americana de Drácula, con subtítulos en alemán. Eso sucedió muchos años atrás, y en ese tiempo la idea de un vampiro era tan risible como lo merecía. Pero ahora… no había ningún eslavo de nariz aquilina vestido formalmente y rondando la fortaleza. Pero sí era cierto que se hallaban ocho cadáveres en el subsótano. No obstante, no podía imaginarse armando a sus hombres con estacas de madera y martillos.
—Creo que tendremos que llegar al origen —comunicó cuando sus pensamientos llegaron a un callejón sin salida.
—¿Y dónde es eso?
—No dónde… sino quién. Quiero encontrar al dueño de la fortaleza. Esta estructura se construyó por un motivo y se ha mantenido en perfecto estado. Tiene que haber una razón para eso.
—Alexandru y sus hijos no saben quién es el propietario —explicó Woermann.
—Eso dicen.
—¿Por qué mentirían?
—Todos mienten —replicó Kaempffer—. Alguien tiene que pagarles.
—El dinero se lo dan al posadero y éste le paga a Alexandru y a sus muchachos.