De todos modos, persistía la sensación de ser observado.
Se volvió hacia los escalones, tratando de sacudírsela y esperando que al irse de ese sitio la sensación desaparecería. Y lo hizo. La sensación se evaporó mientras subía a sus habitaciones.
Pero el miedo subyacente permaneció en él, el miedo con el que vivía cada noche en la fortaleza, la certidumbre de que antes del amanecer alguien iba a morir horriblemente.
El mayor Kaempffer sé detuvo en la oscura entrada que daba a la sección posterior de la fortaleza. Vio que Woermann hacía una pausa en el arco de entrada de la torre y luego se volvía para empezar a subir los escalones. Kaempffer sintió una urgencia impulsiva de seguirlo, de cruzar rápidamente el patio y subir corriendo hasta el tercer piso de la torre para tocar a la puerta de Woermann.
No quería estar solo esta noche. Detrás de él estaba la escalera que daba a sus propias habitaciones, al lugar en donde apenas la noche anterior dos hombres muertos habían entrado y caído sobre él. Le temía a la sola idea de volver allá.
Woermann era el único que le podía ser de alguna utilidad esta noche. Kaempffer, como oficial, no podía buscar la compañía de los soldados rasos y tampoco ir a sentarse con los judíos.
Woermann era la respuesta. Se trataba de un compañero oficial y estaba perfectamente bien que se acompañaran uno al otro. Kaempffer salió a la entrada y buscó rápidamente la respuesta. Pero después de unos cuantos pasos se detuvo vacilante. Woermann nunca le permitiría pasar por la puerta, sentarse y compartir con él un vaso de
schnapps
. Woermann despreciaba a la SS, al Partido y a cualquiera asociado con alguna de las dos. ¿Por qué? Kaempffer encontró que la actitud resultaba incomprensible. Woermann era ario puro. No tenía nada que temer de la SS. Entonces, ¿por qué la odiaba tanto?
Se volvió y entró de nuevo a la estructura posterior de la fortaleza. No podía haber ningún acercamiento con Woermann. El hombre era simplemente demasiado necio y de mente obtusa para aceptar las realidades del Nuevo Orden. Estaba condenado. Y entre más lejos se mantuviera de él, sería mejor.
No obstante… necesitaba un amigo esta noche. Y no había nadie.
De mala gana, temerosamente, comenzó la lenta ascensión hasta sus habitaciones, preguntándose si lo aguardaría un nuevo horror.
El fuego le añadía a la habitación más que calor. Le proporcionaba luz y un cálido resplandor que la única bombilla bajo su pantalla cónica no podía superar. Magda extendió para su padre una de las bolsas de dormir, junto a la chimenea, pero él no estaba interesado. Nunca lo vio en los últimos años tan encendido, tan animado. La enfermedad le había absorbido la fuerza mes a mes, hundiéndolo en una fatiga más y más pesada, hasta que sus horas de vigilia se tornaron pocas y sus horas de sueño muchas.
Pero ahora parecía un hombre nuevo, febrilmente sumido en los textos que tenía frente a sí. Magda sabía que no podía durar. Su carne enferma pronto le demandaría descanso. Estaba funcionando con energía robada. No tenía reservas.
Sin embargo, Magda vacilaba en insistirle que descansara. Últimamente había perdido el interés en todo y se pasaba los días sentado junto a la ventana del frente, contemplando las calles sin ver nada. Cuando podía conseguir que lo viera un médico, le decía que era melancolía, común en su condición. No podía hacerse nada. Sólo darle aspirina para el sufrimiento constante y codeína, cuando se podía conseguir, para los horribles dolores en cada articulación.
Fue un ambulante hombre muerto. Ahora mostraba señales de vida. Magda no podía obligarse a apagarlas. Mientras ella miraba, él se detuvo en
De Vermis Mysteriis
, se quitó los lentes y se frotó los ojos con una mano enguantada en algodón. Quizá ahora era tiempo de alejarlo de esos horribles libros y persuadirlo de que descansara.
—¿Por qué no les comunicas tu teoría? —le aconsejó.
—¿Eh? —preguntó él a su vez, levantando la vista—. ¿Cuál?
—Les dijiste que en realidad no crees en vampiros, pero eso no es completamente cierto, ¿o sí? A menos que al fin hayas renunciado a tu teoría favorita.
—No, todavía creo que pudo haber existido un vampiro verdadero, sólo uno, del cual se originaron todas las leyendas rumanas. Hay claves históricas sólidas, pero ninguna prueba. Y sin una prueba consistente, nunca podría publicar un trabajo. Por la misma razón elegí no decirle nada sobre eso a los alemanes.
—¿Por qué? No son estudiosos —desdeñó ella.
—Es cierto —aceptó su padre—. Pero ahora piensan en mí como en un viejo erudito que puede serles de utilidad. Si les digo mi teoría podrían pensar que sólo soy un judío loco e inútil. Y no puedo pensar en nadie que tenga una expectativa de vida menor que un judío inútil en compañía de los nazis. ¿Tú sí?
Magda sacudió la cabeza rápidamente. No quería que la conversación se desarrollara así.
—Pero ¿qué hay acerca de la teoría? —insistió—. ¿Crees que la fortaleza pueda haber albergado…?
—¿A un vampiro? —completó su padre haciendo un pequeño gesto con los hombros inmóviles—. ¿Quién puede decir lo que realmente es un vampiro? Hay tanto folclor sobre ellos… ¿Quién puede decir dónde termina la realidad, suponiendo que hubiera
alguna
realidad involucrada, y dónde comienza el mito? Pero hay tantas leyendas de vampiros en Transilvania y Moldavia, que algo que hay por aquí debe haberlas engendrado. Y cada leyenda tiene en su centro un núcleo de verdad.
Sus ojos brillaban en la máscara sin expresión de su rostro, cuando se detuvo pensativamente.
—Estoy seguro de que no tengo que decirte que algo misterioso está pasando aquí. Estos libros son prueba suficiente de que esta estructura ha estado relacionada con el culto del demonio. Y ese escrito en la pared… o fue el trabajo de un loco humano o una señal de que nos enfrentamos con uno de los
moroi
, los no-muertos; eso está por verse todavía.
—¿Qué piensas tú? —insistió ella, presionándolo para obtener algún tipo de seguridad. Su piel se erizó al pensar que los no-muertos existieran realmente. Nunca le prestó el mínimo de credibilidad a esas historias y frecuentemente se preguntaba si su padre había estado jugando alguna clase de juego intelectual al hablar sobre ellas. Pero ahora…
—Ahora no pienso nada —contestó su padre—. Pero siento que podemos estar en el umbral de una respuesta. Todavía no es racional… no es algo que yo pueda, explicar. Mas la sensación está allí. Tú también lo sientes. Puedo adivinarlo.
Magda asintió silenciosamente. Lo sentía. Oh, sí, lo sentía.
—Ya no puedo leer más, Magda —manifestó papá frotándose los ojos.
—Entonces, ven —lo llamó ella sacudiéndose la inquietud y acercándose a él—. Te ayudaré a ir a la cama.
—Todavía no. Estoy demasiado tenso para dormir. Toca algo para mí.
—Papá…
—Trajiste la mandolina. Sé que lo hiciste.
—Papá, sabes lo que te provoca.
—Por favor —suplicó.
Ella sonrió. Nunca podía negarse
por demasiado tiempo
a hacer algo.
—Está bien —aceptó.
Antes de irse escondió la mandolina en un rincón de la maleta más grande. Realmente fue un reflejo. La mandolina iba dondequiera que Magda fuera. La música siempre había sido fundamental en su vida y desde que papá perdió su puesto en la universidad, constituyó una parte fundamental de su subsistencia. Se convirtió en maestra de música después de mudarse a su pequeño apartamento y llevaba ahí a jóvenes estudiantes para que tomaran lecciones de mandolina o iba a sus hogares a enseñarles piano. Ella y papá se vieron forzados a vender su propio piano antes de mudarse.
Se sentó en la silla que le trajeran junto con la leña y las bolsas de dormir y revisó la afinación rápidamente, ajustando el primer juego de cuerdas dobles que se habían aflojado durante el viaje. Cuando estuvo satisfecha comenzó una mezcla complicada de jugueteo con la púa y los dedos desnudos, que había aprendido de los gitanos, dándole a ambos ritmo y melodía. La tonada también era de los gitanos y se trataba de una típica melodía trágica de amor no correspondido, seguido por la muerte de un corazón roto. Cuando terminó el segundo verso y entró al primer puente, miró a su padre.
Estaba recargado en la silla, con los ojos cerrados, los dedos encogidos de su mano izquierda presionando las cuerdas de un violín irreal, a través de la tela de sus guantes, y la mano derecha y el antebrazo arrastrando un arco imaginario a lo largo de esas mismas cuerdas, pero sólo en los minúsculos movimientos que le permitían sus articulaciones. Había sido un buen violinista en su época y frecuentemente los dos formaron dueto en esta canción, ella llevando el contrapunto a las notas elevadas, lastimeras y
molto rubato
que él podía extraer de su violín.
Y aunque sus mejillas se veían secas, él estaba llorando.
—Oh, papá. Debí saber… que era la canción equivocada —se disculpó. Estaba furiosa consigo misma por no pensar. Conocía tantas canciones, y aun así eligió una que le recordaba que su padre ya no podía tocar.
Intentó levantarse para acercársele y se detuvo. La habitación no parecía estar tan iluminada como lo estuviera un momento antes.
—Está bien, Magda —la tranquilizó—. Por lo menos puedo recordar todas las veces que toqué junto contigo… y es mejor que no haber tocado nunca. Todavía puedo escuchar en mi cabeza cómo sonaba el violín. —Mantenía los ojos cerrados detrás de los lentes—. Por favor, sigue tocando.
Pero Magda no se movió. Sintió que el frío descendía sobre el cuarto y miró a su alrededor buscando una corriente. ¿Era su imaginación o la luz estaba apagándose?
—¿Magda? —preguntó su padre abriendo los ojos y mirando su expresión.
—¡El fuego está apagándose! —exclamó ella.
Las llamas no estaban muriendo entre el humo y las chispas; simplemente se iban acabando, retirándose de la madera quemada. Y mientras se desvanecían, también lo hacía la bombilla que colgaba del techo. El cuarto se oscureció uniformemente, pero con una oscuridad que parecía más que la simple ausencia de luz. Con la oscuridad llegó el frío penetrante y un olor, un aroma acre y picante de maldad, que conjuraba imágenes de putrefacción y tumbas abiertas.
—¿Qué está pasando? —impetró ella alterada.
—¡Viene para acá, Magda! ¡Colócate junto a mí!
Se movió instintivamente hacia papá, buscando protegerlo aunque ella misma buscaba refugio a su lado. Temblando, se inclinó haciéndose un ovillo junto a la silla, apretando sus manos retorcidas entre las suyas.
—¿Qué vamos a hacer? —consultó sin saber por qué estaba susurrando.
—No sé —contestó papá temblando también.
Las sombras se hicieron más profundas mientras la bombilla de luz se apagaba y el fuego moría palideciendo, hasta convertirse en rescoldos incandescentes. Las paredes desaparecieron, nubladas por una oscuridad impenetrable. Sólo el resplandor de las brasas, un faro agonizante de calor y sanidad les permitía conservar las fuerzas.
No estaban solos. Algo se movía en esa oscuridad. Acechando. Algo inmundo y hambriento.
En sólo unos segundos, el viento comenzó a soplar desde una brisa hasta la fuerza total de un ventarrón, aullando a través de la habitación aunque la puerta y las ventanas habían sido cerradas.
Magda luchó por liberarse del terror que hacía presa en ella. Soltó las manos de su padre. No podía ver la puerta, pero recordaba que estaba directamente en el lado opuesto a la chimenea. Con el helado ventarrón azotándola, rodeó la silla de ruedas de papá y comenzó a empujarla hacia atrás, hacia donde debía estar la puerta. Si sólo pudiera llegar al patio, tal vez estarían a salvo. ¿Por qué? No podía decirlo, pero quedarse en este cuarto era como estar en una fila esperando que la muerte pronunciara sus nombres.
La silla de ruedas comenzó a rodar. Magda la empujó metro y medio hacia el lugar en donde había visto la puerta la última vez y luego ya no pudo empujar más adelante. El pánico la invadió. ¡Algo les impedía pasar! No era una pared invisible, dura e inflexible, sino como si alguien o algo en la oscuridad estuviera deteniendo el respaldo de la silla y burlándose de sus mayores esfuerzos.
Y durante un instante, en la oscuridad arriba y detrás del respaldo de la silla, tuvo la impresión de un rostro pálido que la miraba. Luego, desapareció.
El corazón de Magda latía fuertemente y tenía las palmas de las manos tan húmedas que se resbalaban en los brazos de cedro de la silla de ruedas. ¡Esto no estaba sucediendo realmente! ¡Todo era una alucinación! Nada de esto era real… eso le decía su mente. ¡Pero su cuerpo creía! Miró la cara de su padre, muy cerca de la suya, y supo que su terror reflejaba el de ella misma.
—¡No te detengas aquí! —gritó él.
—¡No puedo moverla más adelante!
Él trató de volver el cuello para ver qué los bloqueaba, pero sus articulaciones se lo impidieron. Se volvió de nuevo hacia ella.
—¡Rápido! ¡Junto al fuego!
Magda cambió la dirección de sus esfuerzos, inclinándose hacia atrás y jalando. Mientras la silla empezaba a rodar hacia ella, sintió que algo la agarraba del brazo con una garra de hielo.
Un grito se ahogó en su garganta. Sólo se le escapó un gemido alto y agudo. El frío en su brazo era doloroso y se disparaba hasta su hombro, dirigiendo lancetazos hacia su corazón. Miró hacia abajo y vio una mano que la agarraba justo sobre el codo. Los dedos eran largos y gruesos y unos vellos cortos y rizados corrían a lo largo del dorso de la mano y por la extensión de los dedos hasta las oscuras y crecidas uñas. La muñeca parecía fundirse en la oscuridad.
Las sensaciones que se esparcían a través de ella por el contacto, aun a través de la tela de su suéter y de la blusa bajo éste, eran innombrablemente viles y la llenaban de desagrado y de repulsión. Buscó una cara en el aire, sobre su hombro. Al no encontrar ninguna, soltó la silla de papá y luchó por liberarse, sollozando con el miedo desnudo. Sus zapatos rozaron y se deslizaron sobre el piso cuando se retorció y se alejó, pero no pudo liberarse. Y no pudo obligarse a tocar esa mano con la suya.
Entonces, la oscuridad comenzó a cambiar, a iluminarse. Una forma pálida y oval se movió hacia ella, deteniéndose sólo a unos centímetros de distancia. Era una cara. Una cara de pesadilla.
Tenía la frente amplia. Y un largo y lacio cabello en gruesos mechones a ambos lados de la cara, mechones como serpientes muertas aferradas a su cráneo con los dientes. La piel pálida, las mejillas hundidas y la nariz ganchuda. Los delgados labios estaban plegados para revelar unos dientes amarillentos, largos y de condición casi canina. Pero eran los ojos los que detenían a Magda más fieramente que la mano helada sobre su brazo, ahogando su gimiente grito y calmando su frenética lucha.