La fortaleza (38 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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Había desarrollado su propia teoría sobre la fortaleza. Ninguna que tomara en serio, pero que cuadraba con todos los hechos y explicaba la mayoría de los misterios. La fortaleza estaba viva. Eso explicaría por qué nadie había visto jamás a lo que mató a los hombres, por qué nadie podía localizarlo y por qué nadie había hallado su escondite pese a todas las paredes que echaron abajo. Era la fortaleza misma la que estaba cometiendo los asesinatos.

Sin embargo, un hecho quedaba colgando en esta explicación. Un hecho fundamental. La fortaleza no había sido malévola cuando llegaron, al menos no de un modo que pudiese sentirse. Cierto, las aves parecían evitar hacer sus nidos aquí, pero Woermann no sintió nada incorrecto hasta esa primera noche, cuando se abrió el sótano. La fortaleza cambió a partir de ese momento. Se volvió algo sediento de sangre.

Nadie había explorado el subsótano completamente. Realmente no parecía haber razón para hacerlo. Hubo hombres de guardia en el sótano mientras uno de sus camaradas era asesinado sobre ellos y no vieron nada entrando o saliendo por el agujero en el piso. Quizás debían explorar el subsótano. Quizá el corazón de la fortaleza yaciese enterrado en esas cavernas. Ahí es donde debían buscar. No… eso les tomaría una eternidad. Las cavernas podían extenderse kilómetros y, francamente, en realidad nadie deseaba explorarlas. Siempre era de noche allá abajo, y la noche se había convertido en un enemigo temido. Sólo los cadáveres aceptaban quedarse allí.

Los cadáveres… con sus botas sucias y las mortajas manchadas. Aun molestaban a Woermann en los momentos más extraños. Como ahora. Y todo el día, desde el instante en que supervisó la colocación de los dos últimos soldados muertos esas botas sucias habían marchado hacia sus pensamientos sin ser llamadas, esparciéndolos, ensuciándolos de lodo.

Esas botas sucias, lodosas, lo incomodaban de un modo que no podía precisar.

Siguió sentado y contemplando la pintura.

Kaempffer estaba sentado en su catre, con las piernas cruzadas y una Schmeisser sobre las rodillas. Un escalofrío lo recorrió. Trató de controlarlo pero no tuvo la fuerza suficiente. Nunca se había dado cuenta de cuan agotador podía ser el miedo constante.

¡Tenía que salir de aquí!

Volar la fortaleza mañana… ¡eso es lo que debía hacer! Poner las cargas y, después de la comida, reducirla a grava. De ese modo podía pasar la noche del sábado en Ploiesti en una cama con un colchón de verdad y sin preocuparse por cada sonido, cada vagabunda corriente de aire. Y no tendría que estar sentado temblando, sumando y preguntándose qué cosa podía estar acercándose por el pasillo hacia su puerta.

Pero mañana era demasiado pronto. No se vería bien en su expediente. No tenía que llegar a Ploiesti hasta el lunes y era de esperarse que usara todo el tiempo disponible hasta entonces para resolver el problema aquí. Volar la fortaleza era un último recurso que sólo podía ser considerado cuando todo lo demás fallara. El Alto Comando había ordenado que este paso fuese vigilado y había designado la fortaleza como el punto selecto desde el cual hacerlo. La destrucción tenía que ser un último recurso.

Escuchó los medidos pasos de una pareja de einsatzcommandos cruzando ante su puerta cerrada con llave. El pasillo allá afuera tenía doble guardia, se había asegurado de ello. No es que creyera que hubiese la menor oportunidad de que una descarga de plomo de una Schmeisser pudiera realmente detener a lo que fuese que estaba detrás de las muertes aquí, simplemente esperaba que los guardias fueran tomados primero, perdonándolos así una noche más. ¡Y más valía que esos guardias se mantuvieran despiertos y alertas sin importar cuan cansados estuvieran! Había, forzado mucho a los hombros para desmantelar la parte posterior de la fortaleza, concentrando sus esfuerzos en el área alrededor de sus habitaciones. Abrieron cada pared y casi veinte metros del lugar donde estaba agazapado y no hallaron nada. No había pasajes secretos que se dirigieran a su cuarto, ni lugar para esconderse en ninguna parte.

Nuevamente sintió un escalofrío.

El frío y la oscuridad llegaron como antes, pero el profesor se sentía demasiado débil y enfermo esta noche para girar su silla y enfrentarse a Molasar. Se le había terminado la codeína y el dolor de sus articulaciones era una agonía constante.

—¿Cómo entras y sales de este cuarto? —preguntó a falta de algo mejor que decir. Estuvo contemplando la losa que se abría en la base de la torre, suponiendo que Molasar llegaría por allí. Pero apareció tras él de algún modo.

—Tengo mis propios medios de moverme, que no requieren de puertas ni de pasadizos secretos. Un método mucho más allá de tu comprensión.

—Junto con muchas otras cosas —comentó Cuza, incapaz de mantener la desesperación lejos de su voz.

Había sido un mal día. Más allá del incontenible dolor estaba el enfermante hecho de darse cuenta que la visión de esperanza de esta mañana, en cuanto a suspender la ejecución de su gente, era una quimera, un inútil sueño de opio. Había planeado negociar con Molasar, establecer un trato. Pero ¿por qué cosa? ¿El fin del mayor? Magda tuvo razón esa mañana: detener a Kaempffer sólo retrasaría lo inevitable; incluso la situación podría empeorar con su muerte. Con toda seguridad, habría violentas represalias contra los judíos rumanos si un oficial de la SS enviado a establecer un campo de exterminio fuera brutalmente asesinado. Y la SS simplemente enviaría a otro oficial a Ploiesti; quizá la semana próxima o el mes próximo. ¡Qué importaba! Los alemanes tenían suficiente tiempo. Estaban ganando cada batalla, infestando un país tras otro. No parecía haber ningún modo de detenerlos. Y cuando finalmente estuviesen en el asiento del poder de todos los países que quisieran, podrían lanzarse con tranquilidad a cumplir las metas de pureza racial de su demente líder.

A la larga no había nada que un inválido profesor de historia pudiese hacer para cambiar las cosas.

Y empeorándolo todo estaba el insistente conocimiento de que Molasar temía a la cruz… ¡temía a la cruz!

Molasar se deslizó hasta entrar a su campo visual y permaneció allí, estudiándolo. Es extraño, pensó Cuza.
O me he hundido en tal pantano de auto compasión, que me ha aislado de Molasar, o me estoy acostumbrando a él
. Esta noche no tuvo la sensación serpenteante que siempre acompañaba la presencia de Molasar. Quizá simplemente ya no le importaba.

—Pienso que puedes morir —anunció Molasar sin preámbulos.

—¿En tus manos? —preguntó el profesor sacudido por la brusquedad de las palabras.

—No. En las tuyas.

¿Podía Molasar leer la mente? Los pensamientos de Cuza habían rondado ese preciso tema durante la mayor parte de la tarde. Terminar con su vida solucionaría muchos problemas. Liberaría a Magda. Sin él para retenerla, podría huir hacia las montañas y escapar de Kaempffer, de la Guardia de Hierro y de todo lo demás. Sí, la idea se le ocurrió. Pero aún carecía de los medios… y de la decisión.

—Quizá —aceptó Cuza apartando la mirada—. Pero si no es mi acción, entonces ocurrirá pronto en el campo de muerte del mayor Kaempffer.

—¿Campo de muerte? —inquirió Molasar inclinándose hacia la luz, con el ceño arrugado por la curiosidad—. ¿Un lugar donde la gente se reúne para morir?

—No. Un lugar a donde la gente es arrastrada para ser asesinada. El mayor establecerá un campo de esos, no muy lejos, al sur de este lugar.

—¿Para matar valacos? —Una furia súbita retiró los labios de Molasar de sus anormalmente largos dientes—. ¿Un alemán está aquí para matar a mi gente?

—No son tu gente —replicó Cuza, incapaz de sacudirse el abatimiento. Mientras más pensaba en ello, peor se sentía—. Son judíos. No el tipo de gente que te concierna.

—¡Yo habré de decidir qué me concierne! Pero ¿judíos? No hay judíos en Valaquia… al menos no los suficientes para ser de importancia.

—Cuando construiste la fortaleza eso era cierto. Pero durante el siglo siguiente fuimos expulsados hacia aquí desde España y el resto de Europa occidental. La mayoría se estableció en Turquía, pero muchos llegaron vagando a Polonia, Hungría y Valaquia.

—¿Fuimos? —farfulló Molasar, asombrado—. ¿Tú eres judío?

Cuza asintió, esperando un estallido de antisemitismo del antiguo boyardo. En cambio, Molasar estableció:

—Pero eres un valaco también.

—Valaquia se unió a Moldavia para formar lo que hoy se llama Rumania.

—Los nombres cambian. ¿Naciste tú aquí? ¿Nacieron aquí esos otros judíos destinados a los campos de muerte?

—Sí, pero…

—¡Entonces son valacos!

Cuza sintió que la paciencia de Molasar se terminaba. Sin embargo, se vio competido a hablar:

—Pero sus ancestros eran inmigrantes.

—¡Eso no importa! Mi abuelo vino de Hungría. ¿Acaso yo, que nací en esta tierra, soy menos valaco por eso?

—No, claro que no —admitió Cuza. Esta era una conversación sin sentido. Era mejor que terminara.

—Entonces tampoco lo son esos judíos de los que hablas. Son valacos, y como tales son mis compatriotas! —Molasar se irguió y echó los hombros hacia atrás—. ¡Ningún alemán puede venir a mi país a matar a mis compatriotas!

¡Típico!, pensó Cuza. Apuesto a que él nunca objetó las depredaciones de sus colegas boyardos sobre los campesinos valacos, en sus días. Y obviamente nunca objetó los empalamientos de Vlad. Era correcto que la nobleza valaca diezmara a la población, ¡pero que no se atreviera a hacerlo un extranjero!

—Platícame sobre esos campos de muerte —ordenó Molasar retirándose del cono de luz de la bombilla.

—Preferiría no hacerlo. Es demasiado…

—¡Dime!

—Te diré lo que sé —suspiró Cuza—. El primero fue establecido en Buchenwald, o quizá en Dachau, hace alrededor de ocho años. Hay varios: Flossenburg, Ravensbruck, Natzweiler, Auschwitz y muchos otros de los que quizá no he oído hablar. Pronto habrá uno en Rumania, Valaquia para ti, y quizá más en uno o dos años. Los campos tienen un propósito: recolectar ciertos tipos de gente, millones, para la tortura, los trabajos forzados y su final exterminación.

—¿Millones?

Cuza no pudo descifrar completamente el tono de Molasar, pero no había duda que tenía dificultades para creer lo que se le decía. Molasar parecía una sombra entre las sombras. Sus movimientos eran agitados, casi frenéticos.

—Millones —ratificó firmemente Cuza.

—¡Mataré a ese mayor alemán!

—Eso no ayudará. Hay miles como él y vendrán uno después de otro. Podrás matar a algunos o a muchos, pero a la larga aprenderán cómo matarte.

—¿Quién los manda?

—Su líder es un hombre llamado Hitler que…

—¿Un rey? ¿Un príncipe?

—No —Cuza trató de hallar la palabra—. Supongo que
voedod
sería la palabra más cercana que tienes para él.

—¡Ah! ¡Un señor de la guerra! ¡Entonces lo mataré y ya no enviará más!

Molasar habló tan rotundamente, que el significado total de sus palabras tardó en penetrar la mortaja de tristeza que flotaba en la mente de Cuza.

—¿Qué dijiste? —preguntó cuando hubo entendido.

—Lord Hitler… ¡cuando haya recuperado todas mis fuerzas estaré en condiciones de beber su vida!

Cuza sintió como si hubiese pasado todo el día luchando por subir desde el punto más profundo del océano, sin esperanzas de llegar a la superficie. Con las palabras de Molasar llegó al exterior y jadeó aspirando vida. Sin embargo, sería fácil hundirse de nuevo.

—¡Pero no puedes! ¡Está bien protegido! ¡Y se encuentra en Berlín!

Molasar avanzó nuevamente hacia la luz. Sus dientes se mostraban de nuevo, esta vez en una burda aproximación a una sonrisa.

—La protección de Lord Hitler no será más efectiva que todas las medidas que sus lacayos han tomado aquí en mi fortaleza. No importa cuántas puertas cerradas y hombres armados lo protejan, lo apresaré si deseo. Y tampoco importa cuan lejos esté, lo alcanzaré cuando tenga la fuerza.

Cuza apenas podía contener su excitación. Aquí estaba la última esperanza… una esperanza mayor de la que hubiera imaginado posible.

—¿Cuándo será eso? —acució, ansioso—. ¿Cuándo podrás ir a Berlín?

—Estaré listo mañana en la noche. Seré lo suficientemente fuerte mañana, en especial después de que mate a los invasores.

—Entonces me da gusto que no me hicieran caso cuando les dije que lo mejor que podían hacer era evacuar la fortaleza.

—¿Hiciste qué? —gritó.

Cuza no pudo apartar los ojos de las manos de Molasar: se dirigían a él como garras, listas para golpearlo, contenidas sólo por la voluntad de su dueño.

—¡Lo siento! —se disculpó apretándose contra su silla—. ¡Creí que eso era lo que deseabas!

—¡Quiero sus vidas! —vociferó, y sus manos se retiraron—. ¡Cuando quiera algo más te diré qué hacer y harás exactamente lo que yo diga!

—¡Claro! ¡Claro! —admitió el viejo, aunque nunca podría aceptarlo total y verdaderamente, pero no estaba en posición de representar un espectáculo de resistencia. Se recordó a sí mismo que jamás debía olvidar la clase de ser con el que estaba tratando. Molasar no toleraría verse obstaculizado en modo alguno; no pensaba en otra cosa que no fuese hacer su voluntad. Nada más era aceptable, ni siquiera concebible para él.

—Es bueno. Porque necesitaré ayuda de mortales. Dado que yo estoy limitado a las horas nocturnas, preciso de alguien que pueda moverse durante el día para prepararme el camino, para hacer ciertos arreglos que sólo pueden llevarse a cabo de día. Fue así cuando construí esta fortaleza y organicé su mantenimiento, y es así ahora. En el pasado he hecho uso de proscritos humanos, hombres con apetitos diferentes a los míos, pero igualmente inaceptables para sus semejantes. Compré sus servicios proveyéndoles los medios para satisfacer esos apetitos. Pero tú… tu precio, me parece, estará de acuerdo con mis propios deseos. Ahora compartimos una causa común.

—Me temo que podrías tener un agente mejor que yo —sugirió el profesor bajando la vista hacia sus torcidas manos.

—La tarea que requeriré que lleves a cabo mañana en la noche es muy simple: un objeto de gran valor para mí debe ser retirado de la fortaleza y ocultado en un lugar seguro en las montañas. Con eso a salvo me sentiré libre para perseguir y destruir a aquellos que desean matar a nuestros compatriotas.

Cuza experimentó una extraña sensación de ligereza, una nueva flotación emocional, al imaginar a Hitler y a Himmler agazapándose ante Molasar y después sus arruinados y muertos cuerpos (mejor aún, decapitados) colgados como exhibición ante un vacío campo de exterminio. Significaría el fin de la guerra y la salvación de su pueblo. ¡No sólo la judería rumana, sino toda su raza! Prometía un futuro para Magda. Significaba el fin de Antonescu y la Guardia de Hierro. Quizá hasta su reinstalación en la universidad.

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