La fortaleza (41 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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Algo en la escena le pareció mal a Woermann. Los escudriñó hasta que notó que el viejo no traía guantes. No había visto descubiertas las manos del profesor, desde su llegada. Y Cuza parecía estar ayudando a impulsar la silla empujando las ruedas.

Woermann encogió los hombros. Quizá el profesor sólo estaba teniendo un buen día. Bajó las escaleras trotando, atándose el cinturón y la funda mientras bajaba. El patio era una ruina, una confusión de jeeps, camiones, generadores y bloques de granito arrancados de las paredes. Los hombres del destacamento de trabajo estaban almorzando en el comedor. No parecían trabajar tan duro hoy como ayer, pero había que considerar que no hubieron muertes la noche anterior, para espolonearlos.

Escuchó voces agitadas en la puerta y se volvió para mirar. Eran el profesor y la chica, discutiendo mientras el guardia de la puerta permanecía impasible junto a ellos. Woermann no necesitaba entender rumano para saber que había alguna diferencia entre ellos. La chica parecía estar a la defensiva, pero se conservaba firme. Eso era bueno para ella. El anciano le parecía a Woermann un gran tirano que utilizaba su enfermedad como un arma contra ella.

Pero se veía menos enfermo hoy. Su voz, usualmente frágil, soñaba fuerte y vibrante. El profesor debía tener en realidad un día muy bueno.

Woermann se volvió y empezó a andar hacia el área del comedor. Sin embargo, después de unas pocas zancadas firmes, su paso titubeó y disminuyó en tinto su mirada era atraída hacia la derecha, donde un arco abierto estaba recto, oscuro y callado, dando acceso a través de sus fauces de piedra hacia el sótano y más allá.

Esas botas… esas malditas botas lodosas…

Lo obsesionaban, se burlaban de él… había algo inadecuado acerca de ellas. Tenía que revisarlas de nuevo. Sólo una vez.

Bajó los escalones rápidamente y se apresuró por el pasillo del sótano. Esto no debía prolongarse más. Sólo una rápida ojeada y regresaría arriba, a la luz. Arrebató una linterna situada en el piso junto a la pared, la encendió y encontró su camino hacia la fría y silenciosa noche del subsótano.

Al pie de los escalones había tres grandes ratas olisqueando el musgo y la tierra. Haciendo un gesto de repugnancia, alcanzó su Luger mientras las ratas lo contemplaban desafiantes. Para cuando el arma estuvo libre y tuvo un cartucho en la recámara, las ratas habían huido escurridizamente.

Manteniendo la pistola levantada ante él, se apresuró hacia la fila de cadáveres ensabanados. No vio más ratas en el trayecto. La cuestión de las botas lodosas fue opacada en su mente. Todo lo que le importaba era la condición de los soldados muertos. Si esas ratas habían hurgado en ellos, nunca se perdonaría por retrasar el envío de los restos.

Nada parecía estar mal. Todas las sábanas se hallaban en su lugar. Las levantó una a una para inspeccionar las caras muertas, pero no había señales de que las ratas las hubiesen mordisqueado. Tocó la piel de uno de los rostros; estaba fría… fría como el hielo y dura. Quizá no le apetecería a una rata.

Sin embargo, no podía arriesgarse ahora que había visto ratas aquí. Los cuerpos serían enviados a primera hora de la mañana. Ya esperó bastante. Al incorporarse y volverse para partir notó que la mano de uno de los cuerpos sobresalía de su sábana. Se inclinó para ponerla de nuevo bajo su cubierta, pero retiró su propia mano violentamente, al entrar en contacto con las puntas de los dedos.

Estaban desgarradas.

Maldiciendo a las ratas acercó la lámpara para ver cuánto daño habían hecho. Una sensación de hormigueo corrió por su espina al inspeccionar la mano. Estaba sucia, las uñas rotas y cubiertas de lodo seco y la carne de cada dedo desgarrada casi hasta el hueso.

Sintió náuseas. Había visto antes unas manos así. Pertenecían a un soldado en la última guerra, que recibió una herida en la cabeza y fue erróneamente declarado muerto. Se le enterró vivo. Después de despertar en su ataúd arañó abriéndose camino por la caja de pino y casi unos dos metros de tierra. Pese a sus esfuerzos sobrehumanos, el pobre tipo jamás llegó a la superficie. Pero antes de que sus pulmones se rindieran, sus manos alcanzaron el aire.

Y aquellas manos, ambas, se veían como éstas.

Con un escalofrío, retrocedió hacia los escalones. No quería ver la otra mano del soldado. No quería ver nada más de lo que había aquí abajo. Nunca.

Se volvió y corrió hacia la luz del sol.

Magda volvió directamente a su habitación, pensando en pasar allí algunas horas sola. Había tantas cosas en qué pensar, que necesitaba darse tiempo a sí misma. Pero no podía pensar. La habitación estaba demasiado llena de Glenn y de recuerdos de la noche anterior. La desordenada cama en el rincón era una distracción constante.

Caminó vagando hasta la ventana, atraída como siempre por el espectáculo de la fortaleza. La enfermedad que alguna vez estuvo confinada a sus paredes, saturaba ahora el aire que respiraba, frustrando aún más sus intentos de pensar coherentemente. La fortaleza estaba posada allá, en su percha de piedra, como una viscosa criatura marina que extendiera sus tentáculos de maldad en todas direcciones.

Al volverse, el nido de las aves le llamó la atención. Los polluelos estaban extrañamente silenciosos. Luego de su insistente piar del día anterior, incluso en la noche, era extraño que estuviesen tan callados ahora. A menos que hubiesen abandonado el nido. Pero eso no podía ser. Magda no sabía mucho de aves, pero sí que esas pequeñas cositas estaban muy lejos de estar listas para volar.

Preocupada, llevó el banco hacia la ventana y subió en él para ver el interior del nido. Los polluelos aún estaban ahí: figuras cubiertas de pelusa, quietas, flácidas, con los picos silenciosos y abiertos, y los ojos enormes, vidriosos y sin vista. Mirándolos, experimentó un sentimiento de pérdida inexplicable. De un salto bajó del banco y se inclinó en el antepecho, perpleja. No se había ejercido violencia sobre los polluelos. Simplemente murieron. ¿Enfermedad? ¿O murieron de hambre? ¿Quizá fue la madre víctima de alguno de los gatos de la aldea? ¿O los abandonó?

Magda ya no quería estar sola.

Cruzó el pasillo y tocó a la puerta de Glenn. Al no escuchar respuesta la abrió y entró. Vacía. Fue a la ventana y miró hacia afuera para ver si Glenn se encontraba tomando el sol en la parte posterior de la casa, pero no estaba allí.

¿Dónde podría estar?

Bajó las escaleras. La vista de los platos sucios abandonados en la mesa de la alcoba la intrigó. Magda siempre supo que Lidia era un ama de casa inmaculada. Los platos le recordaron que no había desayunado. Ahora era casi hora del almuerzo y se sentía hambrienta.

Salió por la puerta del frente y encontró a Iuliu de pie afuera, mirando hacia el otro extremo de la aldea.

—Buenos días —lo saludó—. ¿Habrá oportunidad de que el almuerzo se sirva temprano?

Iuliu giró su masa para mirarla. La expresión en su cara de barba crecida era aislada y hostil, como si no pudiese imaginar la posibilidad de otorgar dignidad a una pregunta así, con una respuesta. Después de un poco se volvió de nuevo.

Magda siguió su mirada por el camino hasta un grupo de gente reunida afuera de una de las chozas de la aldea.

—¿Qué ocurrió? —inquirió ella.

—Nada que pudiese interesarle a un extraño —replicó Iuliu en tono áspero. Después cambió de parecer—. Pero quizá usted debería saberlo —continuó con un sesgo malicioso en la sonrisa—. Los hijos de Alexandru se pelearon. Uno murió y el otro está malherido.

—¡Qué terrible! —se sorprendió Magda. Conocía a Alexandru y a sus hijos y los interrogó varias veces sobre la fortaleza. Todos parecían muy unidos. Estaba tan conmocionada por la noticia de la muerte como por el placer que Iuliu parecía obtener de habérsela dado.

—No es terrible,
Dominosoara
Cuza. Alexandru y su familia se han sentido superiores al resto de nosotros durante mucho tiempo. ¡Se lo merecen! —Sus ojos se entrecerraron—. Y sirve como lección para los extraños que vienen creyéndose superiores a la gente que vive aquí.

Magda retrocedió ante la amenaza presente en la voz de Iuliu. Siempre había sido un sujeto muy plácido. ¿Qué le ocurría?

Se volvió y caminó alrededor de la posada. Ahora más que nunca necesitaba estar con Glenn. Pero no se le veía por ninguna parte. Ni estaba en su lugar usual entre la maleza, desde donde vigilaba la fortaleza.

Glenn había partido.

Preocupada y desalentada, Magda volvió a la posada. Al subir el escalón hacia la puerta vio una figura encorvada cojeando hacia ella desde la aldea. Era una mujer y parecía estar herida.

—¡Ayúdenme!

Magda empezó a caminar había ella, pero Iuliu apareció en el umbral y la empujó hacia atrás.

—¡Usted quédese aquí! —le ordenó ásperamente a Magda y se volvió hacia la mujer herida—. ¡Vete, Ioan!

—¡Estoy herida! —sollozó—. ¡Matei me apuñaló!

Magda vio que el brazo izquierdo de la mujer colgaba fláccido en su costado, y sus ropas, que parecían una camisa de noche, estaban empapadas en sangre desde el hombro hasta la rodilla.

—No traigas tus problemas aquí —le gruñó Iuliu—. Ya tenemos los nuestros.

—¡Ayúdenme, por favor! —gimió la mujer, avanzando.

Iuhu se alejó de la puerta y recogió una piedra del tamaño de una manzana.


¡No!
—gritó Magda y trató de contener el brazo del posadero.

Iuliu la hizo a un lado con el codo y lanzó la piedra, gruñendo por la fuerza con que la arrojó. Por fortuna para la mujer, su puntería era mala y el proyectil pasó zumbando inocuamente sobre su cabeza. Pero el mensaje quedó claro. Con un sollozo se volvió y empezó a alejarse, tambaleándose.

—¡Espere, yo la ayudaré! —gritó Magda empezando a correr tras ella.

Pero Iuliu la tomó rudamente por el brazo y la empujó a través de la puerta de la posada. Magda trastabilló y cayó al piso.

—¡Usted se ocupará de sus asuntos! —bramó él—. ¡No necesito a nadie trayendo problemas a mi casa! ¡Ahora suba a su habitación y quédese allí!

—Usted no puede… —empezó a decir Magda, pero vio a Iuliu avanzar un paso, mostrando los dientes y con un brazo levantado. Atemorizada, se puso en pie de un salto y se retiró hacia las escaleras.

¿Qué le había ocurrido a Iuliu? ¡Era una persona diferente! Toda la aldea parecía haber caído bajo un encantamiento maligno: apuñalamientos, asesinatos, y nadie parecía estar dispuesto a ofrecer la menor ayuda a un vecino necesitado. ¿Qué estaba ocurriendo aquí?

Una vez arriba, Magda fue directamente a la habitación de Glenn. Era difícil que él hubiese vuelto sin que ella lo viera, pero tenía que asegurarse.

Seguía vacía.

¿Dónde estaba
él
?

Vagó por la pequeña habitación. Revisó el armario y encontró todo como estuviera ayer… la ropa, la caja con la hoja de espada sin empuñadura en ella, el espejo… El espejo la molestaba. Miró hacia el espacio vacío sobre la mesa. El clavo todavía estaba allí, en la pared. Buscó atrás del espejo y encontró el alambre aún intacto. Eso significaba que no cayó de la pared; alguien lo había bajado. ¿Glenn? ¿Por qué haría algo así?

Inquieta, cerró la puerta del armario y abandonó la habitación. Decidió que las crueles palabras de papá esa mañana, y la inexplicable desaparición de Glenn, se estaban combinando para hacerla sospechar de todo. Tenía que controlarse. Tenía que creer que papá estarla bien, que Glenn regresaría pronto a ella y que la gente de la aldea volvería a recuperar su antigua personalidad gentil. Este era su deseo, su esperanza.

Glenn… ¿a dónde podría haber ido? ¿Y por qué? Ayer fue un día de total unidad para ambos y hoy no podía siquiera encontrarlo. ¿Acaso la había usado? ¿Obtuvo placer de ella para ahora abandonarla? No, no podía creer eso.

Al parecer, lo que papá le dijo esa mañana lo perturbó seriamente. La ausencia de Glenn podía estar relacionada con eso. Sin embargo, sentía que la había abandonado.

Mientras el sol se hundía acercándose a las cimas de las montañas, Magda se puso casi frenética. Revisó el cuarto de Glenn una vez más; no había cambiado. Desconsoladamente regresó de nuevo a su propia habitación y a la ventana que daba a la fortaleza. Evitando el nido silencioso, sus ojos recorrieron la maleza por la orilla de la cañada buscando algo, cualquier cosa que la pudiera guiar hacia Glenn.

Y entonces percibió un movimiento en la maleza, a la derecha de la calzada. Sin esperar a verlo de nuevo para asegurarse, corrió hacia las escaleras. ¡Tenía que ser Glenn! ¡Tenía que ser!

Iuliu no estaba a la vista y ella abandonó la posada sin problemas. Al acercarse a la maleza pudo ver su rojo cabello entre las hojas. Su corazón dio un vuelco. La alegría y el alivio la llenaron, junto con un poco de resentimiento por el tormento que sufrió durante el día.

Lo encontró sentado sobre una roca, mirando a la fortaleza, escondido entre las ramas. Quiso arrojar los brazos alrededor de él y reír porque estaba a salvo, y quería gritarle por desaparecer sin decir nada.

—¿Dónde has estado todo el día? —inquirió Magda mientras se le aproximaba por detrás, tratando insistentemente de mantener la voz tranquila.

—Caminando —repuso, él sin volverse—. Tenía que pensar, así que di un paseo por el paso. Un largo paseo.

—Te extrañé.

—Y yo a ti. —Se volvió y extendió una mano—. Hay lugar para los dos aquí arriba. —Su sonrisa no era tan amplia ni tan tranquilizadora como podía ser. Parecía estar extrañamente abatido, preocupado.

Magda se inclinó bajo su brazo y se acurrucó contra él. Bien… se sentía bien estar bajo el caparazón de ese brazo.

—¿Qué te preocupa? —indagó Magda.

—Varias cosas. Estas hojas, por ejemplo —explicó tomando un puñado de las ramas más cercanas a él y las deshizo en su puño—. Se están secando. Muriendo. Y apenas es abril. Y los aldeanos…

—Es la fortaleza, ¿verdad?

—Parece serlo. Entre más tiempo permanecen ahí los alemanes, más desmantelan el interior de la estructura y la maldad del interior se extiende más. O al menos así parece.

—Al menos así parece —le hizo eco Magda.

—Y está tu padre…

—Él también me preocupa. No quiero que Molasar se vuelva contra él y lo deje… —no podía decirlo: su mente se negaba a imaginarlo—… como a los otros.

—A un hombre le pueden pasar muchas peores cosas que llegar a perder toda su sangre.

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