La Fortaleza
Jueves, I9 de mayo
06:40 horas
Dos días seguidos sin una muerte. Woermann encontró que su humor rayaba en una especie de júbilo cauteloso, mientras se ajustaba el cinturón. De hecho, había dormido la noche anterior, sonora y largamente, y se sentía mucho mejor esta mañana.
La fortaleza no era más brillante o alegre. Todavía existía esa sensación indefinible de una presencia maligna. No, era él quien había cambiado. Por alguna razón, ahora sentía que podía haber una oportunidad real de su regreso vivo a casa, en Rathenow. Durante un tiempo dudó seriamente acerca de esa posibilidad. Pero con el abundante desayuno que ingirió en su habitación animando sus intestinos y el conocimiento de que los hombres bajo sus órdenes eran el mismo número esta mañana que anoche, todo parecía posible, quizá hasta la partida de Erich Kaempffer y sus rufianes uniformados.
Incluso la pintura dejó de molestarle esta mañana. La sombra a la izquierda de la ventana todavía parecía un cadáver ahorcado, pero ya no lo incomodaba como cuando Kaempffer se lo señaló la primera vez.
Descendió por las escaleras de la torre y llegó al primer nivel a tiempo para encontrar que Kaempffer se acercaba al cuarto del profesor desde el patio, viéndose más supremamente confiado que lo usual y con tan poca razón como siempre.
—¡Buenos días, querido mayor! —lo saludó calurosamente; sintiendo que esta mañana podía evitar cualquier ventilación abierta de malestar, considerando la inminencia de la partida de Kaempffer. Pero un golpe oculto siempre estaba a la orden—. Veo que tenemos la misma idea: has venido a expresarle tu más profundo agradecimiento al profesor Cuza por las vidas alemanas que ha salvado otra vez.
—¡No hay evidencia de que él haya hecho una maldita cosa! —desairó Kaempffer mientras su garbo desaparecía volviéndose un gruñido—. Ni siquiera él proclama haber hecho nada.
—Pero la coincidencia del cese de los asesinatos con su llegada, sugiere de algún modo una relación causa-efecto, ¿no lo crees?
—¡Coincidencia! ¡Nada más!
—Entonces ¿por qué estás aquí?
—Para interrogar al judío sobre lo que ha aprendido de los libros, por supuesto —afirmó Kaempffer después de titubear un instante.
—Por supuesto —convino Woermann.
Entraron a la habitación exterior con Kaempffer por delante. Hallaron al profesor de rodillas en el piso, sobre su bolsa de dormir extendida. No estaba rezando, sino tratando de izarse de vuelta a su silla de ruedas. Después de la más breve ojeada hacia ellos cuando entraron, volvió a su total concentración en la tarea.
El primer impulso de Woermann fue ayudar al hombre; las manos de éste se veían inútiles para la presión y sus músculos parecían demasiado débiles para levantarlo, aun si pudiese aferrarse con firmeza. Pero no pidió ayuda, ni con los ojos ni con la voz. Levantarse sin ayuda hasta la silla era obviamente un motivo de orgullo para él. Woermann se dio cuenta de que, aparte de su hija, el inválido tenía poco de qué enorgullecerse. No le robaría ese pequeño logro.
Cuza parecía saber lo que hacía. Mientras Woermann lo veía junto a Kaempffer, y estaba seguro de que el mayor gozaba el espectáculo, pudo ver que el viejo empujaba el respaldo de la silla contra la pared junto a la chimenea y también el dolor en su cara mientras esforzaba sus músculos para alzarse, obligando a sus congeladas articulaciones a doblarse. Finalmente, con un gemido que hizo brotar gotas de sudor en su cara, se deslizó hasta el asiento y se desplomó a un lado, colgando sobre el brazo de la silla, jadeando y sudando. Aún tenía que deslizarse un poco más arriba y voltearse por completo sobre las nalgas para estar completamente sentado, pero la, peor parte ya había pasado.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó cuando recuperó el aliento. Ya no aparecía el estilo grave y excesivamente cortés que caracterizó su comportamiento desde su llegada a la fortaleza. También había desaparecido su referencia constante a ellos como «caballeros». De momento parecía haber demasiado dolor, demasiado agotamiento que enfrentar, como para permitirse el lujo del sarcasmo.
—¿Qué aprendiste anoche, judío? —demandó Kaempffer.
Cuza se elevó sobre las nalgas y se recostó cansadamente en el respaldo de la silla. Cerró los ojos un momento y los volvió a entreabrir, mirando a Kaempffer. Parecía casi ciego sin anteojos.
—No mucho más. Pero hay evidencias de que la fortaleza fue construida por un boyardo del siglo quince, que fue contemporáneo de Vlad Tepes.
—¿Eso es todo? ¿Dos días de estudio y eso es todo?
—Un día, mayor —aclaró el profesor, y Woermann apreció un poco de la vieja chispa brillando en la respuesta—. Un día y dos noches. Eso no es mucho tiempo cuando los materiales de referencia no están en la lengua nativa de uno.
—¡No pedí excusas, judío! ¡Quiero resultados!
—¿Y los ha obtenido? —formuló el viejo sin que pareciese importarle mucho la respuesta.
Kaempffer irguió los hombros y se enderezó totalmente antes de responder:
—Han transcurrido dos noches consecutivas sin una muerte, pero no creo que tú tengas que ver con ello. —Giró la parte superior del cuerpo y lanzó a Woermann una mirada arrogante—. Parece que he cumplido mi misión aquí. Pero sólo para estar completamente seguros me quedaré una noche más antes de seguir mi camino.
—¡Ah! ¡Otra noche en tu compañía! —exclamó Woermann sintiendo que su ánimo se elevaba—. ¡Nuestra copa ha rebosado! —Podría soportar cualquier cosa una noche más… incluso a Kaempffer.
—No veo necesidad de que permanezca aquí tanto tiempo, herr mayor —comentó el profesor alegrándose visiblemente—. Estoy seguro de que otros países tienen una mucho mayor necesidad de sus servicios.
—No abandonaré tu amada patria, judío —rechazó Kaempffer con el labio superior torciéndose en una sonrisa—. De aquí voy a Ploiesti.
—¿A Ploiesti? ¿Por qué a Ploiesti?
—Muy pronto lo sabrás —concluyó. Se volvió a Woermann—. Estaré listo para partir mañana a primera hora.
—Personalmente te mantendré abierta la puerta.
Kaempffer le lanzó una mirada furiosa y (salió de la habitación. Woermann lo vio partir. Presentía que nada había sido resuelto, que los asesinatos cesaron por sí mismos y que podrían comenzar de nuevo esta noche, la próxima o la siguiente. Sólo estaba gozando de un breve descanso, una moratoria. No habían aprendido nada ni logrado nada. Pero no le mencionó sus dudas a Kaempffer. Quería que el mayor saliera de la fortaleza, tanto como el mismo mayor deseaba salir. No se atrevería a decir nada que pudiera retrasar su partida.
—¿Qué quiso decir acerca de Ploiesti? —preguntó el anciano tras él.
—Usted no quiere saberlo —respondió y bajó los ojos de la arruinada cara de Cuza hasta la mesa. La cruz de plata que su hija había pedido prestada el día anterior yacía junto a los anteojos del profesor.
—Por favor, dígame, capitán. ¿A qué va ese hombre a Ploiesti?
Woermann ignoró la pregunta. El profesor ya tenía suficientes problemas. Decirle que el equivalente rumano de Auschwitz estaba a la vista no lo ayudaría en lo absoluto.
—Puede visitar a su hija hoy si quiere. Pero debe ir usted. Ella no puede entrar —explicó. Luego, extendió la mano y recogió la cruz—. ¿Le resultó útil esto?
—No —contestó Cuza mirando el objeto durante un solo instante y luego apartando la vista violentamente—. Para nada.
—¿Me lo llevo?
—¿Qué? No, ¡no! Aún puede servir. Déjelo ahí.
La súbita intensidad en la voz de Cuza fue percibida por Woermann. El hombre parecía haber sufrido un sutil cambio desde ayer, se veía menos seguro de sí mismo. Woermann no podía definir qué era, pero estaba allí.
Arrojó la cruz sobre la mesa y se volvió. Tenía muchas otras cosas en la mente como para preocuparse de lo que estaba molestando al profesor. Si Kaempffer de hecho iba a partir, Woermann debía decidir cuál sería su siguiente jugada. ¿Quedarse o irse? Una cosa era segura: ahora debía encargarse de enviar los cadáveres de vuelta a Alemania. Habían esperado suficiente. Al menos, ya libre de Kaempffer podría pensar claramente de nuevo.
Preocupado por sus propios problemas, dejó al profesor sin despedirse. Al ir cerrando la puerta tras él alcanzó a notar que Cuza llevaba su silla hasta la mesa y se ajustaba las gafas sobre los ojos. Estaba sentado allí, sosteniendo la cruz en la mano, contemplándola.
Al menos estaba vivo.
Magda esperó impacientemente mientras uno de los centinelas de la puerta fue a traer a papá. Ya la habían tenido esperando una hora antes de abrir las puertas. Ella llegó con las primeras luces, pero ignoraron sus llamadas. Una noche sin dormir la había dejado irritable y exhausta. Pero al menos él estaba vivo.
Sus ojos recorrieron el patio. Todo se hallaba en calma. Había montones de cascajo esparcidos en la parte posterior, producto del trabajo de desmantelamiento, mas nadie se encontraba trabajando ahora. Sin duda todos estaban desayunando. ¿Por qué tardaban tanto? Debieron dejar que ella entrara por él.
Sus pensamientos divagaron contra su voluntad. Pensó en Glenn. Le había salvado la vida la noche anterior. De no haberla retenido cuando lo hizo, los centinelas alemanes la hubieran matado a tiros. Por fortuna, él fue lo suficientemente fuerte como para detenerla hasta que recuperó la cordura. Seguía recordando cómo se sentía él al apretarla contra sí. Ningún hombre había hecho eso nunca… estar tan cerca como para hacerlo. El recuerdo era agradable. Agitó en ella algo que se rehusaba a retornar a su antiguo estado de quietud.
Trató de concentrarse en la fortaleza y en papá, forzando sus pensamientos a alejarse de Glenn…
…sin embargo, él fue bondadoso con ella, calmándola, convenciéndola de volver a su habitación y mantener su vigilancia desde la ventana. No había nada que pudiera hacer en la orilla de la cañada. Se sintió totalmente impotente, y él lo había entendido Y cuando la dejó en la puerta de su habitación hubo una mirada en sus ojos: triste y algo más. ¿Culpable? Pero ¿por qué habría él de sentirse culpable?
Ella notó un movimiento en la entrada de la torre y dio un paso cruzando el umbral. Toda la luz y la tibieza de la mañana se alejaron de ella al hacerlo, como si hubiese salido de una casa tibia hacia una furiosa noche de invierno. Retrocedió de inmediato y sintió desaparecer el frío en cuanto sus pies estuvieron de nuevo en la calzada. Al parecer funcionaban reglas diferentes en el interior de la fortaleza. Los soldados parecían no percatarse, pero ella venía de afuera. Podía darse cuenta.
Papá y su silla de ruedas aparecieron, movidos desde atrás por un desganado centinela que parecía avergonzado de la tarea. En cuanto vio la cara de su padre, Magda supo que algo andaba mal. Algo horrible había ocurrido durante la noche. Quiso correr hacia él, pero supo que no se lo permitirían. El soldado empujó la silla de ruedas hasta el umbral y la soltó, permitiendo que rodara sin protección hasta Magda. Sin dejar que se detuviese por completo, giró tras ella y empujó a su padre por la calzada. Cuando estaban a medio camino y él aún no hablaba, ni siquiera para decir buenos días, ella sintió que debía romper el silencio.
—¿Qué pasó, papá?
—Nada y todo.
—¿Fue anoche?
—Espera hasta que estemos en la posada y te lo diré todo. Estamos demasiado cerca aquí. Alguien podría oírnos.
Ansiosa de saber qué lo había perturbado tanto, se apresuró a empujarlo hacia la parte posterior de la posada donde el sol matutino brillaba intensamente sobre la joven hierba y se reflejaba en el blanco estuco de la pared de la casa.
Después de colocar la silla hacia el norte, de modo que el sol lo calentara sin brillar en sus ojos, ella se hincó y tomó entre las suyas ambas manos enguantadas. No se veía bien en lo más mínimo; de hecho, peor que nunca, y eso le causó un profundo aguijonazo de preocupación. Papá debía estar en casa, en Bucarest. La tensión aquí era demasiado para él.
—¿Qué pasó, papá? Dímelo todo. Vino de nuevo, ¿no?
Cuando habló, su voz sonó fría y sus ojos se mantuvieron en la fortaleza y no en ella.
—Está tibio aquí —empezó a decir—. No sólo tibio para la carne y los huesos, sino también para el alma. Un alma se marchitaría allá si permaneciese demasiado tiempo.
—Papá…
—Su nombre es Molasar. Dice que era un boyardo leal a Vlad Tepes.
—¡Eso significaría que él tiene quinientos años! —jadeó Magda.
—Es más viejo, estoy seguro, pero no me permitió hacer todas mis preguntas. Tiene sus propios intereses, y el primero de ellos es librar a la fortaleza de los intrusos.
—Eso te incluye a ti.
—No necesariamente. Parece que piensa en mí como en un amigo rumano… un valaco, como él diría, y no parece que mi presencia le moleste particularmente. Son los alemanes; la idea de que estén en su fortaleza casi lo ha enloquecido de furia. Si hubieses visto su cara cuando hablaba de ellos…
—¿Su fortaleza?
—Sí. La construyó para protegerse después de que Vlad fue asesinado.
Dudosa, Magda hizo la pregunta más importante:
—¿Es un vampiro?
—Sí, eso creo —admitió papá mirándola y asintiendo—. Al menos, él es cualquier cosa que la palabra «vampiro» vaya a significar desde ahora. Dudo que muchas de las viejas tradiciones se comprueben. Vamos a tener que redefinir la palabra, ya no en los términos del folclor, sino en los de Molasar. —Cerró los ojos—. ¡Tantas cosas tendrán que ser redefinidas!
Haciendo un esfuerzo, Magda rechazó la repulsión inicial que la asaltaba al pensar en vampiros, y trató de alejarse para analizar la situación objetivamente, permitiendo que la erudita bien entrenada y bien disciplinada que llevaba dentro asumiera el control.
—¿Era un boyardo bajo Vlad Tepes? Deberíamos ser capaces de rastrear el nombre.
—Quizá sí y quizá no. Hubo cientos de boyardos asociados a Vlad a lo largo de tres reinos, algunos amistosos, otros hostiles… Empaló a la mayoría de los hostiles —explicó papá mirando de nuevo hacia la fortaleza—. Tú sabes cuan caóticos y fragmentarios son los registros de esa época: si no eran los turcos los que invadían Valaquia, era alguien más. Y aun si hallásemos pruebas de la existencia de un Molasar que fuese contemporáneo de Vlad, ¿qué probaría eso?
—Nada, supongo —aceptó Magda en tanto empezaba a recorrer sus vastos conocimientos sobre la historia de la región. Un boyardo, leal a Vlad Tepes…