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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio (38 page)

BOOK: La maldición del demonio
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Entonces, se encontraba dentro de una protección de ese tipo..., dentro de varias capas, de hecho; cada una suministraba energía a las otras, y entre todas, formaban una trama de complejidad y fuerza increíbles. El hecho de hallarse dentro de las protecciones detenía su cuerpo entre un latido del corazón y el siguiente. Podría permanecer allí durante miles de años sin morir.

Con un crujido de piel antigua y correosa, una de las momias se volvió a mirar a Malus con legañosos ojos amarillentos.

El noble desenvainó la espada mientras observaba con horror cómo los cinco cuerpos —no vivos, pero ciertamente tampoco muertos—, se ponían con torpeza de pie. Dos de las figuras blandían cuchillos, mientras que las otras tendían hacia él engarfiadas manos arrugadas. Intentaron hablar moviendo las descarnadas bocas, pero de sus deshechos pulmones salió sólo un leve silbido de aire. Avanzaban con paso tambaleante hacia el noble, con la cara contorsionada en una mezcla de enojo, miedo y... codicia.

La primera momia que llegó hasta él le lanzó un salvaje tajo a la cabeza. Malus se echó atrás sobre los talones para esquivar el arma, y luego volvió a mecerse adelante al mismo tiempo que asestaba un golpe contra el brazo que sujetaba el cuchillo. La extremidad se convirtió en una nube de polvo, pero la criatura se limitó a bajar el hombro para acometerlo y lo derribó.

La mano derecha del noble se estrelló contra las baldosas de basalto, y la espada, resbalando por el suelo, se alejó de él.

Una mano podrida buscó a tientas la garganta de Malus, y la cara de la momia apareció a centímetros de la suya; aún lanzaba el débil grito sibilante. Las otras criaturas le cayeron encima momentos más tarde y se pusieron a atacarlo con las manos. El noble vio que la segunda momia armada con un cuchillo describía un círculo para apuñalarle la desprotegida cabeza.

Unos dedos secos como papel se cerraron en torno a su cuello. El cuchillo de la otra momia destelló al precipitarse sobre él, y Malus tiró de la momia a la que había dejado manca para protegerse con ella. El cuchillo se clavó en la parte posterior del cráneo de la momia con un sonido como el de una cáscara de huevo al rajarse, y regó al noble con una lluvia de polvo maloliente y fragmentos de piel seca. Malus plegó una pierna por debajo de la momia manca para lanzarla de una patada hacia atrás por encima de su cabeza, y la estrelló contra la que aún blandía el cuchillo. Ambas perdieron el equilibrio y cayeron de espaldas fuera de los límites de las protecciones. Se estrellaron contra el suelo y estallaron; al abandonarlas el efecto de estasis de las barreras mágicas, se habían convertido en polvo.

Las otras momias retrocedieron ante Malus con gritos inarticulados de desesperación al ver la suerte corrida por sus compañeras. El noble rodó hasta ponerse de pie, recogió la espada y atacó a los seres antiguos sin remordimiento alguno. Al cabo de unos momentos, sus torsos sin extremidades eran arrojados al otro lado de la barrera y se deshacían en polvo.

«¿Qué locura es ésta? —pensó Malus mientras se quitaba el polvo amarronado de la cara—. Han permanecido aquí durante siglos, intentando abrir esas puertas, y aun así, cuando les pareció que yo trataba de hacer lo mismo, me atacaron. ¿Lo hicieron por codicia o por miedo? ¿O por ambas cosas?»

Malus avanzó hacia las puertas. Sintió que el poder pasaba sobre él como una ola al retirarse y retrocedía al interior de la sala del otro lado. Se oyó un leve chasquido y las puertas se abrieron silenciosamente.

La habitación se parecía, sobre todo, a una vasta sala de tesoros. Pilas de oro y plata, joyas y ornamentadas reliquias yacían amontonadas por todas partes en torno a un enorme cristal facetado que había en el centro de la estancia. A diferencia de los cristales verdes que los hombres bestia consideraban sagrados, esa piedra estaba encendida por un cambiante resplandor azulado similar al de las luces del norte. El aura de poder se condensaba alrededor del cristal y hacía correr rayos azules por la superficie.

Al fin.

Malus se aproximó al cristal con los ojos brillantes de expectación. «Te sentías tan segura de que fracasaría, hermana... ¡No tenías ni idea de con quién estabas tratando!»

El noble rió mientras contemplaba las fabulosas riquezas que lo rodeaban. «Oro suficiente para que Hag Graef parezca pobre —pensó—. Y es sólo el principio.» Sus ojos se detuvieron en un anillo de oro que tenía engarzado un rubí oblongo tan largo como uno de sus dedos. La oscilante luz del cristal danzaba sobre la superficie de la gema y le confería el color intenso de la sangre fresca. Malus cogió el anillo de la pila de tesoros y se deleitó con el peso y el vivo color de la piedra. «Un anillo de sangre apropiado para un conquistador —pensó—. ¡Que la Madre Oscura haga que ésta sea sólo la primera de las glorias que serán mías!»

Malus se puso el anillo en un dedo. En el instante en que se lo encajó, el poder que rodeaba el cristal golpeó al noble de lleno en el pecho. Por sus huesos corrieron fuego, hielo y corrupción. Era una sensación más tremenda que las de dolor, terror y locura combinadas.

El poder que lo inundó tenía fría y cruel conciencia. Era despiadado como una tormenta invernal e inexorable como una avalancha. La voluntad del noble no fue meramente quebrantada; le fue arrebatada como si jamás hubiese existido.

Malus, sometido a un terror paralizante, gritó de dolor cuando el terrible poder le arrancó el alma en un solo y espantoso instante. Cayó de rodillas, y únicamente entonces percibió la atronadora carcajada que resonaba dentro de su mente.

La oscuridad amenazaba con abrumarlo. Luego, una voz que reverberó dentro de su cráneo le susurró como si se encontrara en la intimidad con una amante.

«Eres tú el estúpido, Malus Darkblade. Por desear una baratija, te has convertido en mi esclavo voluntario.»

21. En poder del demonio

Malus se dobló por la mitad mientras de su cuerpo ascendía humo: luchaba contra la presencia que se le había metido dentro. No era igual que la experiencia que había tenido con Ehrenlish; eso era mucho, muchísimo peor. El espíritu que lo poseía le impregnaba la carne y los huesos, se le enroscaba en torno al corazón como una serpiente y no dejaba más que vacío donde antes había estado su alma. Él se enfurecía contra el gélido toque del espíritu y concentraba toda la voluntad en expulsar de su interior a la presencia; pero no lograba absolutamente nada. Una risa feroz resonó dentro de su mente.

—¡Suéltame! —gimió Malus.

—¿Soltarte? Pero si acabo de adquirirte. ¿Sabes durante cuánto tiempo he esperado a un sirviente como tú?

Con un rugido, el noble se lanzó hacia el cristal. Sacó la espada de la vaina y descargó una lluvia de golpes sobre la relumbrante superficie. El acero y el cristal sonaron como un doblar de campanas, y cuando retrocedió con paso tambaleante, con las fuerzas agotadas; la facetada superficie estaba intacta.

—¡Vaya manera de tratar una espada tan buena, Malus! Si continúas haciendo eso, le estropearás el filo.

—¿Qué eres? —gritó Malus, frenético de furia.

—¿Yo? Comparado contigo, soy como un dios. —Una insensible risa entre dientes reverberó por toda la sala—. Tu raza, con sus rudimentarias percepciones, me llamaría demonio. No podrías pronunciar mi nombre aunque dispusieras de cien años para intentarlo. Para nuestros propósitos, puedes llamarme Tz'arkan. Con eso bastará.

—¿Un demonio? —Malus sintió vértigo ante el pensamiento. «¿Un demonio? ¿Dentro de mí? ¡No, no lo permitiré!» El noble cayó de rodillas y desenvainó la daga, cuya punta partida se apoyó contra la garganta—. ¡Yo no soy esclavo de nadie, ya sea demonio o dios!

—Si clavas esa hoja, mortal, no sólo morirás como esclavo, sino que continuarás siendo mi servidor por toda la eternidad —dijo el demonio con voz fría y severa.

—Estás mintiendo.

—Clávatela, entonces, y lo descubrirás.

La mente del noble trabajaba a toda velocidad. «Hazlo. Te miente. ¡Es mejor morir que vivir de este modo!» Pero la duda atormentaba su mente. «¿Y si dice la verdad? ¿Qué razón tiene para mentir?» Con un gruñido bestial, Malus dejó caer la daga al suelo.

—¿Has querido decir que podría dejar de ser tu esclavo?

—Eso está mejor —replicó el demonio, con tono de aprobación en la pétrea voz—. Eres un pequeño druchii listo. Sí, haré un trato contigo. Un intercambio: tu alma por mi libertad. Ponme en libertad, y yo renunciaré al poder que tengo sobre ti. ¿Qué podría ser más justo que eso?

Malus frunció el entrecejo.

—No soy brujo, Tz'arkan. ¿Cómo puedo ponerte en libertad?

—Deja la brujería para mí, pequeño druchii. Supongo que conoces la historia del templo; de ese gusano de Ehrenlish y los parásitos de sus compinches. Tienes que conocerla... Fueron los alaridos de Ehrenlish los que oí cuando la gran tormenta fue disipada. ¡Cómo he anhelado oír ese sonido, Malus! Sabía que antes o después aparecería el cráneo de ese estúpido, pero el modo en que tú lo usaste para abrir la puerta... fue glorioso. Por eso, tienes mi gratitud.

—Continúa, demonio —gruñó el noble—. A diferencia de ti, yo puedo morir de viejo... o de aburrimiento.

—No entre estas paredes, pequeño druchii..., al menos no durante mucho, muchísimo tiempo. Pero estoy divagando. Ehrenlish y sus compinches..., que eran viles gusanos pusilánimes..., consiguieron, a un alto precio, atraparme dentro de este cristal hace muchos millares de años.

—¿Cómo te atraparon?

—Cómo lo hicieron no tiene importancia, Malus. Basta con decir que lo hicieron. Me encerraron en este lugar y me convirtieron en su esclavo. Estoy seguro de que te das cuenta de lo horrible que fue eso.

—Más razón aún para que me sueltes —gruñó Malus.

—No te tomes a la ligera mis trágicas circunstancias, pequeño druchii —replicó el demonio con frialdad—. Los cinco brujos se alimentaron de mi vasto poder para lograr sus insignificantes planes. Pero jugaron con poderes que están muy por encima del saber de los mortales, y eso acabó siendo su perdición. Uno a uno tuvieron un final terrible, hasta que al fin ese estúpido de Ehrenlish se encerró dentro de su propio cráneo y desapareció de la historia del mundo durante milenios. Sin embargo, aún perduran las protecciones que esos necios pusieron sobre mí. ¡Maldigo sus nombres por toda la eternidad, pero debo admitir que hicieron un buen trabajo cuando construyeron esta espantosa prisión! En cuanto desapareció Ehrenlish, comencé a arañar las paredes de mi celda. Logré divertirme con los acólitos y esclavos que los brujos dejaron aquí, pero poco más. Lenta, muy lentamente, conseguí extender mi influencia algo más lejos de la prisión. Durante los últimos cien años he logrado extender los límites de mi percepción hasta las paredes del templo, pero no me ha sido posible ir más allá. Las protecciones eran demasiado potentes, incluso para alguien como yo.

—¿Así que admites tener límites? Vaya dios que estás hecho —se burló Malus.

El demonio no le hizo el más mínimo caso.

—La protecciones pueden anularse, pequeño druchii. La brujería implicada supera las insignificantes habilidades de cualquier brujo mortal que viva en la actualidad, pero conozco las palabras y los rituales que hay que llevar a cabo. Sin embargo, necesito una prenda de cada uno de los cinco brujos desaparecidos, cinco talismanes que pueden usarse para deshacer los hechizos que forjaron ellos. Cada uno es un potente artefacto mágico por derecho propio: el Octágono de Praan, el ídolo de Kolkuth, la Daga de Torxus, la Espada de Disformidad de Khaine y el Amuleto de Vaurog.

—¿Qué sé yo de talismanes, demonio? Soy guerrero y señor de esclavos, no brujo o erudito de cuello flaco. Esos hombres murieron hace milenios. ¿Cómo voy a encontrar esas cosas, si es que existen aún?

—Por tu bien, pequeño druchii, será mejor que reces para que aún puedan ser encontrados. Las arenas ya caen en el reloj. Incluso mientras hablamos, la vida escapa de ti.

Malus se irguió.

—¡¿Qué?! ¿De qué estás hablando?

—Me he apoderado de tu alma, Malus. ¿No lo recuerdas? Te he vaciado como un melón para meter la más leve gota de mi esencia dentro de tu frágil cuerpo. Así es como podemos comunicarnos en este momento, y como yo puedo conocer todos tus pensamientos. No soy de los que dejan que sus sirvientes anden por ahí abandonados, ¿sabes?

—Y sin embargo, estás matándome, ¿no es cierto?

—Sería más justo decir que tú te mataste en el momento en que permitiste que la codicia gobernara tus actos —respondió el demonio, presuntuoso—. Cuando me apoderé de tu alma, tu cuerpo empezó a morir. De hecho, estarías ya muerto si no fuese por mi poder. Pero ni siquiera yo puedo detener lo inevitable. Si no te devuelvo el alma en el plazo de un año, tu cuerpo perecerá y tu espíritu será mío para siempre.

—¿Un año? —exclamó Malus—. ¿Dispongo sólo de un año para encontrar cinco reliquias perdidas hace milenios? ¡Me pides un imposible!

—Tal vez —consintió el demonio, al instante—. Pero no hay forma de saberlo hasta que lo intentes. Y si fracasas, bueno, estoy seguro de que habrá otros que vendrán en busca del templo, teniendo en cuenta que la Puerta del Infinito ya no existe.

Malus apretó los dientes con frustración.

—Podría limitarme a permanecer aquí —dijo con tono desafiante—. Tú mismo has dicho que podría perdurar durante mucho, mucho tiempo.

—Vaya, qué listo, pequeño druchii —asintió el demonio—. Tienes razón, por supuesto. Podrías perdurar aquí durante cientos y cientos de años, secándote lentamente hasta convertirte en un despojo marchito como esos desgraciados contra los que luchaste al otro lado de la puerta. Por supuesto, quédate si quieres. Esperaré a que aparezca otro sirviente bien dispuesto. Siéntete en libertad de divertirte con las chucherías que Ehrenlish y sus compinches apilaron a mi alrededor, aunque debo confesar que incluso una cantidad tan enorme de oro pierde su atractivo después del primer siglo, poco más o menos.

—¡Te maldigo, demonio! —gruñó Malus—. ¡De acuerdo, encontraré tus baratijas!

—¡Excelente! Sabía que cambiarías de opinión antes o después. —El demonio hablaba como si hubiera logrado enseñarle un truco difícil a una mascota—. Cuando hayas encontrado todos los talismanes, debes regresar aquí antes de que haya pasado un año, y yo me ocuparé del resto.

—Y entonces ¿me dejarás en libertad?

—No sólo te pondré en libertad, sino que tienes mi palabra de que nunca más intentaré esclavizarte. Y sólo para demostrarte que tengo las mejores intenciones hacia ti, te revelaré que uno de los talismanes, el Octágono de Praan, está muy cerca. Puedo percibirlo, aun en mi estado de confinación.

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