La maldición del demonio (42 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
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El atacante se encontraba perfectamente situado para evitar los tajos de la gran espada que Malus tenía en las manos. Pensando con desesperación, giró el arma para pasarla por debajo de los brazos, y asestó la estocada más fuerte que pudo hacia atrás. La hoja penetró en la carne, y el atacante lanzó un salvaje aullido que le puso los pelos de punta. El agresor se apartó de Malus, y éste corrió a toda velocidad hacia el octágono. Mientras jadeaba de dolor, se volvió para encararse con el atacante y se le desorbitaron los ojos de sorpresa.

Si el gigantesco guardián del Octágono de Praan había sido un hombre bestia en otros tiempos, ya no guardaba muchas semejanzas con su aspecto original. La criatura era descomunal, con enormes y anchos hombros y piernas cortas y gruesas como troncos. El cuerpo de poderosos músculos estaba recubierto por irregulares zonas pilosas, y la atrofiada cabeza deforme parecía haber sido hecha con cera y dejada a medio modelar. Un solo ojo inyectado en sangre lo observaba con atención.

Malus reparó en que la criatura no llevaba garrote alguno. El daño causado a su cuerpo había sido hecho sólo con los puños.

El guardián del octágono se cubrió con una mano la profunda herida que tenía en el costado y lanzó un aullido que era en parte de cólera y en parte de angustia. Sin previo aviso, dio media vuelta y trepó a cuatro patas por la pared que tenía detrás para llegar a un tosco saliente de roca que había sobre la entrada de la cueva.

Durante una fracción de segundo, Malus pensó que la criatura se limitaría a quedarse ahí sentada y lamerse la herida, pero en cuanto llegó al saliente, gruñó y saltó hacia él una vez más.

De espaldas contra el estante de piedra, Malus no tenía hacia dónde correr. Si hubiese sido un principiante en las artes del combate, tal vez habría sentido pánico. En cambio, apoyó el pomo del espadón contra el estante de roca que tenía detrás y dirigió la punta directamente hacia el pecho de la criatura.

El guardián lanzó un alarido y Malus le clavó la espada en un punto situado justo por debajo de las costillas. La ancha hoja se hundió hasta los gavilanes en el pecho de la criatura, y regó a Malus con un torrente de sangre y bilis un segundo antes de que el cuerpo del monstruo se estrellara contra él. El noble impactó con fuerza en el estante de roca y se le escapó un grito ahogado a causa del dolor que le estalló en la espalda. Luego, la criatura lanzó un alarido estrangulado y le aferró firmemente la cabeza con una mano enorme. La otra mano del guardián se cerró sobre un hombro de Malus, y después el monstruo comenzó a retorcerle la cabeza.

Intentaba arrancársela.

Malus apretó los dientes y tensó el cuello mientras aporreaba las enormes manos con los puños, pero era como un pollo que luchara contra las manos de la granjera. Aferró la empuñadura de la espada e intentó retorcerla dentro de la herida, cualquier cosa que obligara a la criatura a soltarlo. Pero el monstruo sólo aulló de dolor y aplicó aún más fuerza.

Lenta, inexorablemente, la cabeza de Malus giraba. Cuando llegó al límite permitido por la columna vertebral, comenzó a superarlo. El dolor le recorrió las vértebras y el campo visual se le transformó en una niebla blanca. El noble comenzó a gritar, una sola nota larga y dolorida mientras sentía que los huesos continuaban flexionándose y se preguntaba cuánto faltaría para que se partieran.

De repente, la presión cesó y se redujo casi hasta la nada. Lentamente y con gran dolor, Malus enderezó la cabeza, y el cuerpo del guardián se desplomó de lado. La cara como cera derretida estaba pálida y enormes cantidades de sangre caían sobre las botas del noble.

Con indiferencia, Malus se sentó sobre el pegajoso fluido e intentó recuperar el control de la respiración. Le habían clavado estocadas, le habían abierto tajos y le habían asestado golpes docenas de veces, pero nunca antes había sufrido un ataque como ése.

«Levántate —lo instó el demonio—. De prisa. ¡Kul Hadar podría llegar en cualquier momento!»

—Que venga —gruñó Malus—. Él no puede retorcerme el cuello hasta arrancarme la cabeza.

«No. Él deposita su fe en las hachas —respondió Tz'arkan, con sarcasmo—. Ahora, márchate.»

Malus se puso de pie, dolorido, y cogió el octágono.

«Póntelo», dijo el demonio.

—¿Por qué? ¿Qué hace?

«Absorbe la energía mágica. Los hechizos que lancen contra ti serán consumidos por el amuleto, por muy poderosos que sean. Es un talismán muy útil.»

La suspicacia luchaba contra la desesperación en la mente de Malus. ¿Y si el demonio mentía? Por otro lado, ¿podía permitirse no aprovechar las ventajas que le ofrecía un talismán tan valioso? Al final, se puso la cadena alrededor del cuello con una maldición apenas contenida. Tal vez el demonio no estuviera diciéndole la verdad, pero tampoco pondría a Malus en una situación en la que ya no pudiera servir a sus intereses.

Mediante un esfuerzo enorme, recuperó la espada y regresó por el pasadizo. Su temor de encontrarse con Hadar y su manada a la salida de la cueva resultó ser infundado. Lo aguardaban ante las ruinas del círculo de piedras, evidentemente reacios a profanar la cueva sagrada con más violencia.

Con cierta sorpresa, el noble reparó en que Hadar tenía menos de cincuenta miembros de la manada consigo. «¿Acaso flaquea el apoyo con que cuentas, Hadar, o es que la manada ya ha tenido suficiente sangre por el momento?»

Quienes lo habían acompañado, sin embargo, eran los verdaderos creyentes. Al ver que llevaba puesto el octágono, los hombres bestia lanzaron aullidos de cólera e indignación.

«Son casi cincuenta —dijo el demonio—. No tienes ni armadura ni montura. Necesitarás mi ayuda si quieres sobrevivir.»

—No —respondió Malus, furioso—. Por hoy, ya he intercambiado una porción bastante grande de mi carne contigo. No obtendrás nada más.

«¡Morirás!»

—Tal vez..., o tal vez no. Ahora calla y observa.

Malus salió de la cueva.

—Parece que no serviré a tu manada tan bien como habías imaginado, Hadar.

—Quítate inmediatamente el octágono del inmundo cuello —rugió Hadar, y el resto de los verdaderos creyentes aullaron en señal de acuerdo.

Malus alzó el medallón entre el pulgar y el índice, y fingió estudiarlo con atención.

—Si esta baratija es tan sagrada y tu fe tan fuerte, ¿por qué no la pones a prueba?

Por un momento, Hadar no respondió. El resto de los fieles lo miraba con expectación, y el chamán supo que lo había atrapado.

—¿Qué tienes en mente?

Malus extendió las manos hacia adelante.

—¿Qué si no? Te desafío. Si ganas, demostrarás que tu fe es claramente superior, y el medallón será tuyo. Pero si pierdes...

Malus y Hadar se miraron fijamente a los ojos.

—No vale la pena considerarlo siquiera, druchii —dijo el chamán, al fin—. No perderé.

El druchii le dedicó una ancha sonrisa.

—Entonces, comencemos.

«¡No! —bramó Tz'arkan—. Estúpido. ¡No has especificado los términos del reto!»

—¿Términos? ¿Qué términos necesito? Mientras lleve puesto el octágono, su magia no puede afectarme y temo a ese báculo suyo mucho menos que al hacha de Yaghan. La ventaja la tengo yo. —«Y, además —pensó Malus, ceñudo—, quiero asegurarme de que, con independencia de cualquier otra cosa que suceda, Hadar muera por mi mano. Tiene conmigo una deuda de dolor.»

Malus ya descendía por la ladera, con la espada preparada. Hadar se quitó el ropón y alzó el pesado báculo. Sus labios se tensaron en una sonrisa feroz.

«Es extraño —pensó el noble para sí—. ¿Por qué estará sonriendo?»

Entonces, Hadar pronunció una sarta de palabras, y el aire pareció deformarse en torno al chamán. Su cuerpo, ya imponente de por sí, creció aún más y adoptó un aspecto mucho más poderoso que antes. Hadar rugió como un oso enfurecido y luego ladró otra sarta de palabras mágicas. Para cuando acabó de hablar, había atravesado los diez metros que lo separaban de Malus.

Lo siguiente que vio el noble fue que el báculo del chamán se le estrellaba contra la mano con que sujetaba la espada, y que el arma salía girando por el aire hacia la hierba. El báculo retornó en un barrido para impactar en el pecho del noble y lo lanzó volando en la dirección contraria.

Se detuvo alarmantemente cerca de los oscuros árboles, con las costillas latiéndole como si lo hubiese pateado un gélido. Tardó un momento en recobrar el aliento, y en ese tiempo, Hadar ya se había situado junto a él y descargaba un golpe con el terrible báculo hacia la cabeza de Malus que, reuniendo todas sus fuerzas, se apartó de un salto justo a tiempo.

—¡Me mentiste! —se encolerizó Malus con el demonio mientras corría a toda velocidad hacia la perdida espada.

«No, te dije con exactitud cuáles eran las limitaciones de Hadar. Su magia no puede afectarte directamente. Fuiste tú el estúpido que pensó que sabía más que yo en temas de brujería.»

De repente, una sombra cayó sobre Malus y el instinto lo hizo agachar la cabeza. En lugar de matarlo, el báculo le golpeó los hombros y lo lanzó de cara al suelo. Todo el brazo izquierdo se le quedó entumecido a causa del golpe, y el derecho le palpitaba de dolor. Peor aún, entonces se encontraba a varios metros, ladera abajo, del lugar donde yacía la espada. Al darse cuenta del peligro que corría si vacilaba, Malus se puso de pie y avanzó con paso tambaleante mientras pasaba la mano derecha entre la hierba en busca de algo que poder usar como arma.

Los fieles rieron al ver al enemigo trastabillando de aquí para allá como un necio por el soto que había profanado. Hadar avanzaba a grandes zancadas tras él e invocaba su poder una vez más.

—Has sido un estúpido al desafiarme en mi sitio de poder —dijo Hadar—, Aquí puedo hacer magia con impunidad y extraer fuerza de la tierra misma. ¿Qué tienes tú que pueda compararse con eso?

«Déjame ayudarte —susurró el demonio—. Puedo darte la fuerza y rapidez necesarias para sorprenderlo. Sólo di la palabra.»

—No —replicó Malus.

El báculo volvió a caer sobre él, y esa vez lo golpeó en la cintura. Malus gritó de dolor y cayó de cara al suelo. La mano sana rebuscó frenéticamente entre la hierba... y finalmente se cerró sobre algo pequeño y duro.

Hadar se encontraba junto a él, con el báculo alzado para golpear.

—Había esperado más del guerrero que venció a Yaghan —dijo el chamán—. Pero, por otra parte, la tierra no es tu aliada, ¿verdad?

Malus rodó sobre la espalda y lanzó la mano derecha hacia adelante, con los dedos dirigidos a la parte inferior de la mandíbula de Hadar. El chamán apenas tuvo tiempo de reparar en el movimiento antes de que el pequeño y ennegrecido cuchillo de bota le atravesara la blanda carne y ascendiera hasta clavársele en el cerebro.

—Quizá no, hombre bestia —respondió Malus, fríamente—, pero de vez en cuando me proporciona lo que necesito.

El chamán osciló sobre los pies durante varios segundos, y luego cayó al suelo.

«Ya me parecía que ese cuchillo había caído en algún sitio de por aquí», pensó el noble mientras se ponía de pie. Malus fue a recuperar la espada sin hacer caso ninguno de los conmocionados gritos y horrorizadas miradas de los verdaderos creyentes. Después, se volvió hacia ellos y agitó la punta de la espada ante sus rostros.

—Escuchadme, animales —gruñó—. Vuestro chamán está muerto. Vuestros campeones están muertos. Vuestra reliquia ha sido saqueada, y todo ha sido hecho sólo por mi mano. Vuestra manada ha sido quebrantada; marchaos ahora, o poned a prueba vuestra fe contra la mía y pereced, como ha perecido Kul Hadar. La elección es vuestra.

Los verdaderos creyentes contemplaron a Malus durante varios segundos; era obvio que sopesaban sus convicciones. Un hombre bestia dio un paso adelante al mismo tiempo que abría la boca para hablar, y Malus le atravesó la garganta. El resto huyó entre lamentos de desesperación.

Malus los observó mientras se marchaban. Una vez que se perdieron de vista, dejó caer el espadón al suelo y avanzó hasta el decapitado cuerpo de Yaghan. Se inclinó y recogió el hacha del campeón. Luego, estudió con cuidado los árboles de negro tronco y fue a recoger un poco de leña para el fuego.

Los troncos ardían con fuerza dentro del círculo de piedra donde el calor se reflejaba en la losa y mantenía alejado el frío de la noche. Malus cortó otro trozo de carne con el cuchillo de bota y se lo metió en la boca. Era duro y gomoso, pero estaba lejos de ser la carne más fibrosa que había probado. Un poco pasada, pero eso tampoco le importaba. Acuclillado, se echó hacia atrás y observó las luces del norte, que danzaban en lo alto.

Durante toda la tarde había habido gran griterío y aullidos de desesperación en el campamento de la manada, situado más abajo, pero al avanzar la noche el lugar quedó en silencio. Malus había bajado desde el soto, que entonces resultaba mucho menos impresionante que antes, y había encontrado el campamento desierto. Había pasado por la tienda de Hadar y descubrió que la habían saqueado manos expertas, salvo las pertenencias del brujo, que se encontraban pulcramente amontonadas en el suelo de tierra que antes cubrían alfombras y cojines. Malus se había armado y, puesto que ya se sentía más relajado, se había adentrado entre los árboles en busca de
Rencor
.

El nauglir deambulaba cerca de la entrada de la grieta y se servía bocados de los campeones caídos. Dejaría que
Rencor
se hartara y luego emprendería el largo viaje hacia el sur para regresar a Hag Graef. Las palabras del demonio aún le resonaban dentro de la cabeza: «Las arenas ya caen en el reloj. Incluso mientras hablamos, la vida escapa de ti».

Tenía el Octágono de Praan, pero aún quedaban cuatro talismanes por recuperar, y no tenía ni idea de dónde encontrarlos. Y de las dos personas que él conocía y que podían tener la información que necesitaba, era probable que una quisiera verlo muerto y la otra ya había intentado matarlo al enviarlo a los Desiertos del Caos.

«Tu hermana intentaba darte una lección —dijo Tz'arkan—. Si hubiera querido que murieras te habría mantenido dentro de la ciudad, donde Urial podía prenderte.»

Malus reprimió una maldición. Iba a pasar mucho tiempo antes de que se acostumbrara a la presencia del demonio en el fondo de su mente.

—Tal vez tengas algo de razón —asintió el noble a regañadientes—. Quizá esperaba que me volviera atrás cuando las cosas se pusieron demasiado peligrosas. —Sonrió—. Da la impresión de que mi hermana no me conoce tanto como cree.

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