al cabo de un rato, Block, guiado por un suavísimo rumor casi inaudible, se arrodilló al lado de una de las piedras e hizo señas a los otros… era una piedra redondeada, de unos treinta centímetros de diámetro; en uno de los lados se veía un pez pintado con tiza azul, casi borrado… aplicando el oído directamente sobre la piedra, era posible escuchar las notas lejanas de una extraña melodía, que comenzaba una y otra vez, una especie de escala descendente, todas las notas de la escala sonando al mismo tiempo… y Jaime y Estrella se acercaron también, y los tres se sentaron alrededor de la piedra y se quedaron inmóviles, escuchando la suave ondulación de la melodía de la piedra, siempre igual y siempre diferente, como el cimbrearse de unas plantas acuáticas en una corriente de agua, siempre las mismas, siempre trazando arabescos parecidos en variaciones infinitas; y aunque no podríamos diferenciar un movimiento de otro (y de la misma naturaleza era la melodía que se oía en la piedra), un entrelazamiento particular de los verdes cilios de otro entrelazamiento, un ondular libre en la corriente de los cilios de un grácil reunirse de los cilios en el azar del agua y su fluencia constante, percibimos, en eso que no es sino un pequeño episodio de la naturaleza, una incesante energía, una inspiración sin límites, una maravillosa posibilidad, abierta y sin guardián… y salimos en los brazos del genio de la muerte, liberados del tiempo, por encima del jardín de la vida…
—bien, dijo Jaime… he aquí la piedra musical… gracias por encontrarla, Block…
les hizo sentarse alrededor de la piedra, lo cual no resultaba muy fácil ni muy cómodo
—el fenómeno es muy curioso, dijo Jaime (como uno de esos atrabiliarios personajes de Julio Verne), y no tardará en manifestarse
—¿tenemos que hacer algo? dijo Estrella, que parecía vagamente asustada por alguna razón
—primero, tocar la piedra con las yemas de los dedos
Block extendió la mano y sus dedos rozaron la rugosa superficie, primero con el dedo corazón, y luego con el anular, y sintió una especie de vibración, una comunicación ácida, el dedo corazón tocaba la piedra, pero el anular, el dedo de la luna, establecía de pronto un contacto suave, un total desmadejamiento de la sustancia, la esfera del mundo oído se hizo de pronto evidente en el interior de su cerebro, en una zona (imaginaria) situada en el
interior
de su cabeza, equidistante de ambos oídos, en línea con la médula espinal; era una esfera de irisaciones blancas y grises, un hemisferio plateado que iba girando y se volvía o (quizá) «se volcaba», lleno de guerreros…
—ahora la palma, dijo Jaime
hicieron lo que Jaime les decía, y entonces Block sintió que la esfera se agrandaba y les envolvía —sabiendo, al mismo tiempo, que no existía tal esfera, y que esa forma y esos colores no eran sino una exigencia de su imaginación visual o, quizá, de un sistema cabezal que se había convertido para ellos ya en una costumbre, en la propia sustancia de las cosas…
de pronto, la música de la piedra se había hecho inteligible, se había transformado: ya no era un rumor, una suma de melodías, sino voces, palabras, gritos, la risa de un niño, el ruido de un mercado… una voz de mujer murmuraba palabras secretas en un idioma desconocido, un hombre anciano hablaba entre sollozos, las voces de un coro de niños flotaban por encima del griterío y el fragor de una batalla, con espantosos alaridos y entrechocar de espadas y escudos; barcos armados chocaban en el mar y se elevaban los incendios provocados por la pez ardiendo, combatían en el castillo de proa en medio del silbido del viento y las olas blancas… en las panaderías, las mujeres reían amasando el pan, unas jóvenes nadaban en un estanque artificial y los muchachos murmuraban escondidos entre el follaje, las caravanas venían del norte con un cansado batir de piedras de caminos, cítaras y entrechocar de latones, y hablaban los hombres y las mujeres entre los árboles, entre los bueyes, dando de comer a los animales y sentándose luego en la paja para hundirse en el sueño y en los abrazos; reían, en los carros de las caravanas y desde lo alto de las pilas multicolores, telas con incrustaciones de espejos y de cristales, bronces, joyas; en la charca, los niños cuidadores de búfalos reían y gritaban, y también oyeron los distantes mugidos de los búfalos y el crujido del agua cuando alguno de ellos se hundía en los cañaverales para librarse de los tábanos azules… los murmullos de un serrallo parecían caber en una perfumera que se esconde en un puño, largos y flotantes velos azules espolvoreados de plata cubrían los lechos y susurraban movidos por el viento, un gemido podía significar un llanto en sueños, el espasmo de una caricia prohibida, una muerte sigilosa; gritaban pavos reales al fondo de desiertas avenidas de laureles, un hombre murmuraba palabras cansadas, una anciana gritaba aterrorizada, las flautas de una fiesta plateaban la distancia e iluminaban las entrañas azules de la noche, un dulcémele, un arpa, campanillas de las Fiestas de la Sed, el viento pasaba moviendo persianas de madera y un pájaro encerrado cantaba a intervalos en la oscuridad, como una verde música que gotea… oyeron también los gritos de los cargadores de un puerto, las canciones de las mujeres que lavan a la orilla de un río, el piafar de los caballos, el crepitar del fuego en el hogar, la hierba creciendo, la fruta madurando, los barcos girando en la bahía de sombra entre el silbido de la galerna y el romper de las olas, los suspiros de antes de dormir; canciones de siega, flautas graves, melancólicas, congregaciones que cantaban, rumor de batallas, gritos, matanzas de animales, campanas, multitudes que aclamaban… ¿oís? preguntó Jaime… sí, dijo Estrella, pero ¿qué es todo esto? mercados, caravanas, esclavos y latigazos… los latigazos de los esclavos, pensó Block de pronto, restallando en las espaldas desnudas, el chocar de las cadenas de los esclavos… enormes, verdes, como iluminaciones en la sombra, las palabras de Estrella; pero ¿por qué debía creerla? ¿qué sabía ella, en medio de los caminos que abren los campos de cebada, roto el azogue invernal, con los brazos al viento? ella había sido muchas veces, y también él, y había algo que ella sabía y que él había olvidado; los arrojaban a las fieras, a los esclavos; en las caravanas, a veces, sucedía al revés, y eran las fieras las que saltaban encima de ellos, por ejemplo, en las playas de Ardolia murieron muchos, los leones venían corriendo por la arena y ellos ni siquiera se movían, al final bastaba con liberar de las argollas a los devorados, y de pronto Block comprendió que todo lo que estaba oyendo era la pura sustancia de la abyección y del horror, los gritos de los torturados, los gemidos de los que murieron… el dolor era una melodía que no terminaba nunca, una serpiente que nunca terminaba de deslizarse entre las hojas…
ahora la piedra emitía un fulgor debilísimo, una especie de luminiscencia azulada, y también las palmas de las manos de los tres tenían una especie de aureola entre rosa y violeta; cuando volvieron a poner las manos, la luminosidad de la piedra aumentó…
—ésta es la parte más extraña, dijo Jaime… es posible que sintáis un pequeño mareo o un cosquilleo en la frente
estuvieron inmóviles unos instantes: de pronto, Block vio a Jaime y a Estrella envueltos en llamas… los dos estaban con los ojos cerrados, respirando muy despacio en medio de las revoluciones y las reverberaciones, y entonces también él cerró los ojos y decidió esperar hasta que algo sucediera… abrió los ojos, y parpadeó para aclarar la visión: un poco más allá, en la oscuridad. había un niño que les miraba con los ojos muy abiertos; elevó la vista y vio que en el fondo de la sala habían aparecido otras formas humanas, varios hombres y mujeres jóvenes y mal vestidos, que les contemplaban con una especie de estupor en el rostro… cerró los ojos; cuando los abrió de nuevo, vio rostros y cuerpos por todas partes: hombres, mujeres, niños, ancianos, todos medio desnudos y con una especie de melancolía o de abandono en sus ojos; ahora toda la sala estaba llena de presencias silenciosas que parecían mirarles sin verles, o sin prestarles demasiada atención, todos medio ocultos entre las piedras, agazapados, completamente inmóviles o moviéndose con extraordinaria lentitud —y sin embargo no sintió miedo, y cerró los ojos… ¿los habéis visto? preguntó Jaime en un susurro… Jaime, preguntó Block en un susurro, ¿qué son las sirenas? ¿quiénes son las sirenas?… volvió a cerrar los ojos; su imaginación se llenó de recuerdos, veía al mismo tiempo todas las imágenes de su vida, envuelto en una especie de calma o de perfección… «caminas por el borde de un río de oro», había dicho Ribemependros; percibió su vida como música, y comprendió de pronto que gracias a la música podía salir del tiempo y viajar por el tiempo en cualquier dirección… ¿quiénes son? preguntó Estrella en un susurro… ellos también están en esta sala, contestó Block; compartimos el mundo con ellos, presencias de todos los mundos, espíritus y formas del pasado… pero ¿pueden vernos?… sí; nos ven, nos escuchan, aunque no saben que de pronto se han hecho visibles para nosotros… allí estaban todos los espíritus que poblaban los mundos etéreos, vagando por los aires, y también, comprendió Block, los antiguos habitantes de Almadrea, sentados entre las piedras, iluminados por los fuegos de antiguos hogares, y todos eran, de alguna manera, la música de la piedra, todos eran una música, una música recordada, sin sonido, sonando en el silencio… la sustancia del pasado, la música de las piedras, la música del fondo del oído: así, pensó Block, se oyen las melodías y las voces en los sueños, se oyen en el silencio… sí, oímos en sueños, pensó Block, pero en un plano distinto del de la física acústica, y quizá del sonido —aunque no del de la música, que revela en esa permanencia quizá su naturaleza y su verdad más profundas, es decir, su
sustancia
, ya que siempre la sustancia se revela a través de una permanencia… es así como, alejándonos del mundo de los sonidos acústicos, digamos, del mundo de los sonidos-cuerpos, podemos llegar a las almas de los sonidos, un «mundo de los espíritus» de la música, para comprender de qué manera nuestra sustancia, nuestra memoria, nuestro yo, no son sino una ondulación y una melodía, y de qué manera la sustancia del pasado que somos existe en nosotros en el fondo del oído, en el parque de las gacelas situado en el centro del loto rosa cuyo tallo es la médula espinal… las respiraciones de los tres se habían acompasado, y la sensación de inquietud que Block había sentido en un principio había desaparecido por completo… ahora la sala estaba llena de una multitud silenciosa, y de pronto pareció que todo el espacio, que todo el aire, estaba lleno de almas y de seres vivos, espíritus, sombras y animales vivos, reyes del pasado y furiosas multitudes; algunos dormían, otros buscaban en el suelo, otros flotaban ensimismados en la felicidad, otros esperaban la llegada de alguien… y cuando finalmente apartaron las manos de la piedra, la visión se deshizo igual que humo en el aire, y de nuevo se encontraron los tres sentados en el suelo de la gran sala oscura y vacía y en absoluto silencio…
una silla entre la hierba, recibiendo
(si es que un gerundio así es posible) las innumerables
radiaciones del verano, y él, entre los libros y las
lilas, quiero decir, disfrutando
de la hermosa estación y su extinción (sí, también la propia)
una copa de vino, una esquina donde el sol
alterna razonablemente con la sombra,
su esquina, en fin, donde lee y diserta
con algún amigo, invisible por curiosas razones de estado,
y donde él, pretendidamente, escribe esas
hermosas páginas, o quizá las sueña, o le son dictadas…
la soledad de un escritor en el campo;
«este camping no es muy cómodo», suele quejarse él
(aunque siempre entre íntimos, en el fondo nada orgulloso
del frío, los platos sucios, tanta bohemia)
«aunque mi sueldo no da para mucho más»;
sobre el techo de la
roulotte
, una gran antenareúne a Brahms con una estrella de la canción
(esas cenas imposibles, como aquella
en la que coincidieron Proust, Joyce y Stravinski),
y una lámpara de pantalla, encima de la mesa,
convoca a miles de mariposas una vez caída la noche,
éste es el momento en que el frasco
de vino, en que la página y la pluma…
y una y otra vez llegamos
a ese momento, pretendidamente feliz, en que él escribe;
una y otra vez, porque ese gesto
que debería ser para él algo cotidiano, esconde
sin embargo algo trágico, algo ácido y terrible…
«Montoliu en su camping», y aquí está
su día, su tarde y su mañana; el paseo
que le lleva, rodeando la piscina, cuyas
praderas van día a día despoblándose
(grandes neveras de plástico, jóvenes Evas y Adanes
paseando entre buganvillas, orugas espectaculares
cruzando bajo los pinos, y el brillante
chorro de la máquina de riego, entre los columpios,
misterioso y brillante entre las móviles hojas mil veces
lavadas, relucientes, goteando todas y cada una)
al campo, donde crecen las altas hierbas,
a las orillas del río color chocolate, al que saltan
las zarigüeyas a su paso, la granja de aves,
casi podríamos decir, al mundo real, y es fácil
encontrarle sentado frente a un arduo
problema de ajedrez, bajo el arco iris de una sombrilla,
suspirando demasiado por un contrincante en extremo taciturno,
o sentado a su mesa de aluminio (¿tendré
problemas por esa preposición?)
las hojas en blanco, la pluma, en fin, el frasco
rosado, los dos codos en la mesa, y el rumor
de vastos viajes y jardines y amores rodeándole,
un pie sobre una tumbona (que acaso
esperaba un ocupante más sedoso y bullicioso),
el otro entre amapolas, y la mano que sujeta
la pluma, errante sobre la desesperada blancura,
donde no vive, y esto lo sabemos, ninguna
sabiduría ancestral, ningún leopardo de la nieve…
«Montoliu en su camping», cada vez más
como un señor en su castillo, retrocediendo a sus
despensas y graneros de invierno, sin soltar
su maza, sus sellos, el lacre, como un rey
abandonado en sus habitaciones (sus habitaciones,
que abarcan un país, ríos y sus barcas,
praderas, brazos de mar)
puesto que las flores se desintegran, la cigarra
deja de insistir, y los escasos «veraneantes»
que se han dejado caer por aquí desde
Países (apenas a una hora en automóvil,
por la autopista de la costa) desaparecen, y los
paseos del camping quedan desiertos, se aventura
una liebre cojeando (no, sino que no es éste
su modo habitual de huir, aterrorizada, tal y como
nosotros
solemos descubrirla) por entre las caravanas vacías,los erizos, a través de una luna rota
entran en el supermercado, la hierba
oscurece los caminos, brotes insospechados
afean los setos, todo es un poco fantasmal,
invierno…
«las flores se desintegran», sí, y sin embargo
esta era para él la más placentera
de las estaciones del año, con nuevas
y temblorosas alumnas, cuyas blusas prometedoras,
entreabiertas, mostraban un tirante blanco,
los senos aprisionados en sólidos
estuches de encaje —rosa, azul o negro, según ella
fuera más, o menos, una mujer;
con suaves atardeceres, y con miles de hojas secas, del color de la
cabellera del león, cayendo melancólicas
sobre las aguas de la piscina, transparentes,
en cuyo fondo azul y encantado era
ahora
posible descubriruna horquilla del pelo, cuya dueña buscó
toda una tarde, un pendiente de plata, un caballo de ajedrez…
y era así una y otra vez, las amables
ocupaciones del otoño, las tareas otoñales,
las jóvenes, siempre jóvenes, siempre tímidas, con
grandes carpetas, grandes preguntas,
con finas y rosadas manos;
la gran piscina no era muy importante para él,
pero sí su presencia; no su esencia,
sí su existencia, ya no amaba
en exceso su cuerpo, evitaba los espejos, pero las
mujeres que pasaban por allí… las mujeres, en fin,
mujeres: hablemos, y ¿por dónde empezar? ¿cómo
desarrollar mejor el tema? era un instante
ciertamente temido:
y otra vez llegamos al límite, al umbral
de una vasta felicidad, de una
confusa explicación —que, de momento, seguirá confusa
(así lo exigen las normas del arte)
pues nunca importó tanto como
ahora, saber cuál fue la mano que escribió esas frases,
quién empuñó la pluma, qué árboles y cielos
inspiraron al poeta, qué país, qué lengua, qué
urgencia, cómo esas páginas nacieron y murieron muchas
veces, cómo descendieron al interior de la tierra
y luego surcaron los cielos,
fueron primero sueño, sombra, luego piedra,
planta, pájaro, describieron un arco equinoccial,
cruzaron el mundo conocido, se hundieron en la noche
y renacieron —una verde sombra, un mundo de aguas,
un mundo de líquidos y sombras
sumergidas, para el renovado misterio de Osiris,
envuelto, como un nuevo Moisés, en las blancas
holandas de un sobre sellado y (digámoslo
así) lacrado…
pero que el placer de no ser entendidos
no nos prive del todo del sentido
en general (y se trata de un placer
no pocas veces deseado y practicado, como atestiguan,
si yo no me equivoco, Faulkner, Malcolm Lowry
y no digamos Lezama o Joyce —autores por lo general amados)
esto, y el placer del verso, la épica en verso
(como habría de ser siempre) para lo cual me basta
con invocar a Ariosto, astro todo y planeta
de ingeniosos dragones y privados valles y lugares,
a Eliot también, a Byron, quiera yo o no
quiera, a John Shade, en fin, y a la historia
de la muchacha salutista de Berlín (aunque en menor
medida) ¡que un verso flojo no se torne
prosa! sí, y que la prosa, galgo de la cacería,
copa de vino, blasón, tronco de roble, siga siendo
prosa; que haya sangre en la herida,
música en el arpa, rojo en la rosa,
porque la prosa es música y no es música
y es por eso como la realidad, que se ve
y no se ve —«ver y no ver, esto es naturaleza…»
«mujeres», decíamos, sonriendo, como es
inevitable, siempre al comienzo de la narración de la
carrera de un libertino
que no lo es, o que cree que no lo es…
antes de la llegada de su huésped,
Lalene y Defonselle solían
pasar allí inviernos y temporadas de amor,
temporadas que podían durar dos horas o
dos días; las dos con los hombros y el
pecho desnudos se probaban collares de turquesas,
gargantillas, brazaletes de plata con ojos de tigre,
frente al espejo inclinado, hundido entre las sábanas,
y en cuyo universo reflejado las dos
levantaban los brazos, cargados de destellos azules, arrodilladas
en la cueva de los ladrones, y sus
ojos brillaban al fondo de bahías de sombra,
reflejando el espejo de ondulantes hetairas, el
reptar de los rubíes, las perlas en el aire, la llama
anaranjada de la vela, que hinchaba sus labios
y les daba oscuros párpados y pómulos orientales,
y a cuya luz pendular, las joyas
sobre la piel desnuda, brillaban como el mal…
evoquemos, entonces, algo más cotidiano,
la luz de la lámpara, un brazo rosa
que sostiene la cafetera de hierro, y un libro
abierto; la galería de hierbas,
entre dos setos guardianes donde ellas
jugaban al badminton, como proyectadas
sobre una verde perspectiva de huida, de
fabulosos raptos, y las vacías praderas de la
piscina, entre las grandes, calientes ramas de las buganvillas,
donde solían tomar el sol durante horas
—luego, como perezosos leones, subían
a los trampolines, probaban uno tras otro,
y saltaban (una sola vez) rozando en el aire
sus tarsos, tensos como cuerdas de laúd,
se hundían en el profundo azul, flotaban un rato
en la corriente del golfo, salían, y el agua
continuaba un rato, todavía, ondulando y balanceándose,
como buscando la huidiza presencia de sus
cuerpos todavía…
aunque él nunca pasaba más de
tres días en el camping, nunca iban juntos, ni
volvían juntos; ellas solían traer provisiones,
leche, té, tomates, pan tostado, a menudo
cenaban, los tres, desnudos dentro del edredón,
pizza o
spaghetti
fríos, té recién hecho, y luego ellasintentaban abrir un libro, y era la señal
para que él intentara tan sólo abrir sus
piernas sedosas, incómodo, comprendiendo
que para ellas todo eso no era sino
literatura…
ellas tenían, como todos los jóvenes, el arte
de la alusión lateral,
destellantes de ironía o admiración,
y a veces Montoliu no las comprendía, o creía
que no las comprendía… los jóvenes
empezaban a resultarle demasiado diferentes;
e incluso los cuerpos rubios de Lalene y Defonselle,
le parecían, cuando ellas, una a cada lado, como dos
ángeles guardianes, se inclinaban hacia él, o él
las atrapaba, y los tres lograban la deseada contorsión,
más modernos, trazados con un diseño innovador,
más musculosos, con súbitos tendones y ellas
al amar no eran tan frágiles, no tenían ese
desfallecimiento, tampoco ese ardor, de ciertas mujeres
que él amó hace tiempo; para ellas el amor
era un juego sagrado, no un misterio sagrado,
porque ellas rodeaban, capturaban y rendían todos
los misterios del amor con la luz
encendida, con música en la radio, y hablaban,
hablaban sin parar… también eran dulces momentos
cuando, de entre dos setos, surgían
sus voces, hablando en su idioma con inesperada maestría,
de vuelta de la ducha, y él las recibía
con una tetera humeante, e iba retirando
las tostadas de la plancha mientras ellas
tendían sus toallas, y regresaban al español…
Lalene y Defonselle trabajaban en algo
relacionado de alguna forma con la Exposición Universal,
en su trabajo intervenían sus variados idiomas
su bella apariencia, sus muchas amistades, y él
rechazaba a menudo la idea de que su ocupación fuera, en realidad,
contentarle, pues a veces había sorprendido ciertas
expresiones de éxtasis fingido, una rutinaria perfección
que alcanza hasta el último, último latido del placer;
temía ser demasiado suspicaz y cuando ellas
relacionaban a Apollinaire con algún olvidado
barroco alemán, o cuando Lalene se apartaba
el cigarrillo de los labios, en ese momento de placer en que los
tensos pulmones retienen, un instante, el humo,
abriendo al mismo tiempo, con una mano de pájaro
el último libro de Thomas Bernhard,
mientras él intentaba, con Defonselle, una defensa
siciliana, suspiraba aliviado (y de nuevo
coincidía con el suspiro
de ella, de una de ellas,
liberando el humo, pasando
la página, sacrificando una torre…)
«Montoliu en su camping» (de nuevo),
saludando la muerte del verano, sin amigas;
anónimo, escribiendo por las noches, vigilando
la gran piscina, vencido una y otra vez por un
ejército guiado por una reina blanca (a veces negra)
victoriosa y cruel; y una mano huesuda
conducía las hábiles emboscadas, llenaba
el tablero de cadáveres, hasta hacerle concluir
que era imposible amar de verdad un juego donde tan poco
sitio había para el azar
—he aquí el pensamiento de un novelista, sí,
también el de uno al que desagrada perder…
«Montoliu en su camping», ya empezamos
a comprender, ya casi podemos, con la imaginación, rodear
el «soleado rincón», en el que la
roulotte
, encajadaentre altivos muros de vegetación, y un toldo
de lona anaranjada, guardaban el rectángulo de hierba
donde dormitan unos zapatos, un barreño de plástico,
una tumbona de lona, una cafetera y algunas
botellas vacías, paquetes de leche con rosadas
vacas, soles y nubes, siempre a punto de amanecer,
siempre a punto de morder el tallo de
hierba rosa, que asoma, junto a su pata rosa,
siempre sin lograrlo, siempre rosa,
la mesa que al atardecer él lleva
a la pradera, un poco más allá, la silla de lona