La oscuridad más allá de las estrellas (24 page)

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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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—Casi lo maté —repetí. Mi ánimo lúgubre se oscurecía por momentos.

Se apartó del fuego, lo que hizo que pareciera más cálido todavía.

—Gorrión —dijo lentamente—, si lo hubieras matado, ¿hubiera sido sólo por Bisbita?

Suspiré.

—No, no hubiera sido sólo por Bisbita.

Pareció inmensamente aliviado.

—Eso hubiera sido una carga enorme para nosotros.

En cierto sentido, le había hecho el trabajo sucio intentando castigar a Zorzal. Pero en cuanto se me ocurría ese pensamiento, sabía que me estaba mintiendo a mí mismo. Bisbita fue una excusa. La verdad era que albergaba intenciones asesinas en mi alma cuando había ido a por Zorzal impulsado por motivaciones propias.

—Somos diferentes, tú y yo —dijo Cuervo al fin. Parecía como si le rompiera el corazón el decirlo, y supe que se acababa de trazar otra frontera.

—Dime en qué —dije sombríamente.

Se quedó en silencio durante un instante. Y luego:

—Bisbita es hermosa —explotó—. ¡Pero también lo son Gavia, Zorzal, incluso Garza y Cartabón y Abel y Banquo! Son hermosos porque están
vivos
. ¡Se mueven y andan, y piensan y hablan y sienten! ¿Puedes comprenderlo, Gorrión? Incluso cuando hacen algo... malo, ¡siguen siendo hermosos! No puedo imaginarme
matando
a ninguno de ellos, ¡no puedo imaginarme matando
nada
!

Cuervo no era simplemente una buena persona que era incapaz de hacerle daño a otra persona. Su actitud provenía de dos mil años de viaje en una tumba de metal, de estar a solas en una inmensidad de nada sin ninguna otra vida de ninguna clase a tu alrededor. Bajo esas condiciones, la vida se convierte en algo a reverenciar. Al decir eso, Cuervo también decía que no podía evitar ser como era, al igual que yo no podía evitar ser como era.

—Pero no todo el mundo piensa así —dije.

—No —contestó con reluctancia.—, no todo el mundo piensa así.

—¿Piensan más como yo? —pregunté, perplejo.

Apartó la vista.

—No, no piensan como tú tampoco, Gorrión. No hay forma humana de que pudieran.

Era diferente de todo el conjunto de la tripulación, pero eso era algo que ya sabía. Oírlo de labios de Cuervo no lo hacía peor. Ni mejor. Pero sí confirmaba que la soledad era lo único que me aguardaba en el futuro.

—Hazme reír, Gavia.

Fueron unos cinco minutos difíciles, pero Gavia tenía el don y yo era una audiencia más que dispuesta. Una vez más, me encontré absorto en la versión de Gavia concerniente al último escándalo sobre Porcia y Cartabón, los rumores sobre el inminente cambio de rumbo después de que termináramos de explorar Aquinas II, y de la interrupción momentánea de las representaciones de entrenamiento, lo que permitía a Agachadiza reaparecer en alguno de sus papeles favoritos.

Eso último fue lo que más me interesaba y me descubrí charlando sobre Agachadiza y pidiendo cotilleos sobre ella. Con quién había estado, si tenía pareja o no (aunque estaba seguro de que
eso
sí lo hubiera sabido) y si alguna vez me mencionaba. Durante el aislamiento, me había convertido en experto en leer e interpretar expresiones: a veces conversaciones enteras se podían resumir en una mirada. Pero jamás había descifrado lo que había en la enigmática mirada ocasional de Agachadiza, si es que había algo que descifrar.

—Así que no habla de mí.

Gavia negó con la cabeza.

—No te menciona nunca.

Intenté restarle importancia.

—Agachadiza habla de todo el mundo, todo el tiempo —continuó diciendo Gavia taimadamente—. Pero jamás habla de ti.

Me quedé mirándolo.

—Eso es raro.

Gavia sonrió.

—Eso mismo pienso yo.

N
o tenía ni idea de si Agachadiza quebrantaría el aislamiento; ni tampoco planeaba tentarla para que lo hiciera. Pero a veces los acontecimientos más importantes en la vida de las personas ocurren sin ninguna planificación en absoluto.

Había obtenido permiso de un indulgente Tibaldo para ir a ver las representaciones de Agachadiza, y después de una de ellas la seguí hasta su compartimento, convencido de que en realidad me hallaba de camino a otro sitio. Engañé a los demás, e incluso me engañé a mí mismo, pero a ella no la engañé. Cuando llegó a su compartimento se deslizó por la pantalla de intimidad, pero no sin antes hacerme una seña para que la siguiera.

—El Capitán... —dije una vez dentro.

Me sonrió.

—Puedes relajarte, Gorrión... no todos los compartimentos tienen una pantalla de vigilancia.

Se limpió los últimos restos del traje de la representación que se había aplicado con aerosol y los tiró a la basura, luego se sentó en su hamaca y me miró expectante.

—Por supuesto —dije. Me quité el antifaz. Era la forma cortés de comportarse. Y también tenía curiosidad: nunca la había visto en su compartimento, ella había venido al mío.

El atrezo era sorprendente en su sencillez, una agradable pradera con un arroyo cercano y una tienda multicolor en la ribera. Cerca de nosotros había un caballo pastando la hierba que crecía a la orilla del agua. A lo lejos, casi oculta entre brumas, había una cordillera de montaña. Eso era todo, aunque me di cuenta de que tendría un aspecto muy diferente bajo un cielo nocturno sembrado de estrellas resplandecientes.

La simplicidad tenía sentido. Agachadiza trabajaba con proyecciones en cada turno, la mayoría de ellas eran fantasías militares. Probablemente estaba cansada de las cosas complejas y alienígenas.

Entonces le eché otra mirada al caballo y cambié de opinión. Era completamente blanco, con un absurdo cuerno retorcido que le crecía en la frente.

Antes de que pudiera comentarlo, Agachadiza habló:

—Creo que me ha quedado muy bien.

—Es hermoso —murmuré yo.

—¿No lo dices sólo por quedar bien? —me dijo dedicándome una mirada severa.

—No —dije, y luego lo arruiné al añadir—: Aunque el caballo...

—Unicornio —me corrigió con un leve rastro de irritación—. No estaba segura de cómo era el cuerno... los cuernos de los ciervos de ese mismo período crecían hacia atrás pero no parecía apropiado para el unicornio.

Tuve la sospecha de que hablaba tan rápido porque yo la ponía nerviosa, luego decidí que no había ninguna posibilidad en todo el universo de que yo pudiera poner nerviosa a Agachadiza. Vaya con mis poderes de percepción.

—Creo que quedaría mejor si fuera completamente recto —dije, intentando andarme con tacto.

—Hay menciones en el ordenador, pero ninguna imagen —dijo ella.

Probablemente había pasado por alto alguna jerarquía de archivos. Hay animales reales y animales imaginarios, y ningún taxonomista hubiera combinado ambos en el mismo archivo, aunque probablemente Agachadiza no era consciente de ello. Qué mundo más extraño y fértil debía ser la Tierra, ¡tan abarrotado de vida que hasta podían inventar animales imaginarios!

Agachadiza fue hasta el unicornio y le acarició las crines. Como Cuervo, poseía la habilidad para convertir el atrezo en un sitio en el que vivir además de simplemente algo que mirar. En ese momento me sobrecogió la idea de que si me quedara ciego, mi mundo en la
Astron
estaría increíblemente vacío.

Me miró mientras yo la miraba y repentinamente apartó la cara.

—Jamás me dijiste que me querías —dijo en voz baja.

Me sonrojé.

—¿No era evidente?

Cuando volvió a mirarme, vi por primera vez a la mujer que se ocultaba detrás de la muchacha.

—¿Evidente?

—Te pedí —dije, avergonzado—. Me habían dicho que era la costumbre de la nave.

—Algunas cosas sí lo son. —Se concentró en la enmarañada crin.

—No fui... muy bueno —dije.

—Los más sinceros con frecuencia también son los más torpes —murmuró. Y luego—: ¿Hubieras sido infeliz sin mí?

Intenté escabullirme del tema.

—He visto todas tus representaciones. Te busco en las comidas. Te... he seguido por los pasillos.

—Deberías haberme dicho cómo te sentías.

Justo en ese momento me sentía miserable.

—No... no sabía cómo.

Sonrió, y la mujer que se ocultaba en su interior estaba al mando por completo.

—Creo que sí lo sabías.

Me lancé, y ella me esquivó. Un momento después me frotaba la nariz allí donde me había golpeado contra el mamparo, intentando contener las lágrimas a base de parpadear. Ella flotó hasta mí para limpiármelas.

—Podías haberme dicho que hice un buen trabajo con el atrezo.

—Te dije que era hermoso —gemí por entre mis dedos.

—Eres torpe —dijo ella, pero sin su arrogancia acostumbrada.

—No siempre —me defendí, consciente de su proximidad pero sin saber cómo actuar.

El acto de enjugar mis lágrimas había dado paso a una lenta caricia.

—No tendría que haber salido al Exterior a rescatarte.

Lo que era cierto. Si hubiera estado más atento durante el paseo fuera de la nave, no tendría que haber arriesgado su vida para salvar la mía.

—Tienes razón —admití con algo más que una simple pizca de humillación—. No deberías haber tenido que salir al exterior para rescatarme.

Finalmente me había decidido a pasarle el brazo por encima cuando se apartó de mí, impulsándose hasta la tienda cercana y poniendo la palma contra la terminal disimulada en medio del escudo de armas que había en la tela de la tienda. El arroyo, el unicornio y la tienda se desvanecieron. El compartimento real era más acogedor que la mayoría, decorado con largos tapices de cables en los que había entretejido la misma escena que en el atrezo. No me había dado cuenta cuando entré, mis ojos estaban sólo atentos a ella.

—Activo el atrezo sólo para los invitados. Rara vez me lo pongo para mí... ya tengo suficiente fantasía con las obras.

Se comportaba ahora de manera parecida a Ofelia, eficiente y adulta, mayor que la edad que tenía en realidad. Posteriormente, Julda me contaría que yo había entrado en la vida de Agachadiza cuando atravesaba una etapa complicada. Pese a todos sus intentos, se hacía mayor, y los momentos en que dejaba de lado sus juegos se hacían más felices.

—Lamento lo que ocurrió en el ejercicio. —Me sentí como si estuviera disculpándome ante un oficial de la nave.

—No tienes la culpa —dijo ella—. Me contaron lo del cable. —Se me quedó mirando con curiosidad—. ¿Fue por eso que intentaste matar a Zorzal?

—Una de las razones —admití con cautela.

—No lo vuelvas a intentar. Si no, será él quién te mate. O Garza.

—Puedo cuidar de mí mismo —dije, sonrojándome.

—No, no puedes. —Y volvió a ser la Agachadiza de antes—. Todavía no.

Me alegraba de que no hubiera nadie cerca para contarle a Gavia lo que ocurrió a continuación o una versión exagerada e indudablemente cómica del asunto hubiera circulado por toda la nave al siguiente período. Volví a intentar acercarme, y ella se movió, pero no con tanta rapidez como antes. Entonces nos enredamos en la hamaca y lo que debió ser un momento de ternura se convirtió en una explosión de carcajadas por parte de los dos. Después de eso, todo fueron juegos, risas y codazos. Gradualmente se volvió más serio y gentil según nos familiarizábamos el uno con el otro. Más tarde pensaría que no se parecía nada a lo que había visto en los archivos de imagen más eróticos del ordenador o a lo que me habían descrito algunos tripulantes. Sobre todo, no se pareció a lo que experimenté la primera vez que estuve con Agachadiza.

El quitarnos los faldellines mutuamente fue increíblemente excitante, así como simplemente tocarnos y abrazarnos; después, Agachadia se quejó de que le dolían las costillas. Por turnos, nos quedamos inmóviles y dejamos que el otro palpara lo que quisiera. Yo le acaricié suavemente el vello de los brazos y observé cómo temblaban cuando la piel se tensaba. Me pregunté quién habría sido el idiota que había dividido el cuerpo en zonas erógenas cuando todo él era erógeno, al menos para mí.

Nos dijimos muchísimo sin decirnos una sola palabra y supe, sin pensar en ello, que nos fuéramos fieles o no, justo en ese momento estábamos emparejándonos en un nivel subconsciente que duraría el resto de nuestras vidas.

Pero hacer el amor con Agachadiza no estaba libre de un cierto elemento de culpabilidad. Una parte de mí insistía en comparar a Agachadiza con Cuervo, e incluso con Zorzal.

Solté una maldición para mí, al darme cuenta de que la franqueza me había invadido a la par que el sueño, aunque no era tan bienvenida como éste. El Capitán tenía razón: una de las razones por las que odiaba a Zorzal era porque me había hecho sentir algo por él y luego había traicionado ese sentimiento... Y tampoco podía negar mis sentimientos hacia Cuervo, aunque insistía para mis adentros en que eran... diferentes. Y también quería con desesperación proteger a Agachadiza, incluso sabiendo que ella se podía proteger a sí misma mejor de lo que yo podría jamás.

Me debatí entre mis emociones, y luego me di por vencido y me acurruqué contra Agachadiza. Se ama a quien se ama cuando se la ama, era así de simple y así de complicado.

Justo antes de que ambos nos quedáramos dormidos, Agachadiza me habló:

—Eres muy dulce con las mujeres, Gorrión... eres muy diferente de lo que me habían contado.

Estaba medio dormida cuando lo dijo, o no lo hubiera dicho en absoluto. Pero fue como oír caer el cilindro de una cerradura cuando estabas intentando averiguar la combinación que la abría.

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