La perla (3 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Drama, Relato, otros

BOOK: La perla
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Se movía con precaución, para no enturbiar el agua. Con los pies sobre la piedra que lo había sumergido, sus manos actuaban velozmente desprendiendo ostras, unas aisladas, otras en grupos. Las guardaba en el cesto y seguía buscando afanoso.

El pueblo a que Kino pertenecía había cantado todos los hechos y todas las cosas. Había ideado canciones a la pesca, al mar iracundo y al mar en calma, a la luz y a las tinieblas, al sol y a la luna, y todas las canciones seguían en el alma de Kino y de su pueblo, conscientes u olvidadas. Cuando hubo llenado su cesto, Kino era dueño de una canción, cuyo ritmo lo marcaban los latidos de su pecho y su melodía estaba en el agua gris-verdosa y en los animales marinos que nadaban en torno suyo. Pero en su canción se guardaba otra más recóndita, casi imperceptible, pero existente, dulce, secreta, y esta canción era la de la Perla Posible, pues cada molusco del oeste podía contener una perla. Las probabilidades eran escasas, pero la suerte y los dioses podían estar con él. Y sabía que en la canoa, Juana le ayudaba en el rito mágico, rígido el rostro y tensos los músculos para empujar a la fortuna, para arrancar la suerte de manos de los dioses, ya que la necesitaba para curar el hombro enfermo de su Coyotito. Y como la necesidad era grande y el deseo mayor, la pequeña y secreta melodía de la Perla Posible era más fuerte que nunca. Frases enteras de su melodía se hacían oír junto a la canción eterna del Fondo del Mar.

Kino, orgulloso de su juventud y fuerza, era capaz de permanecer sumergido más de dos minutos sin evidente esfuerzo, y este tiempo lo empleaba hábilmente en seleccionar los moluscos mayores. Un poco a su derecha había una masa de roca verde recubierta de ostras en cría no aptas para la pesca.

Kino rodeó el amontonamiento rocoso, y entonces, al lado de éste, bajo un pequeño reborde, vio una ostra muy grande, aislada de todos sus congéneres más jóvenes. El caparazón estaba entreabierto, pues la vieja ostra se sentía segura bajo aquel reborde rocoso y entre los músculos de color de rosa vio un destello casi fantasmal momentos antes de que la ostra se cerrase. Su corazón aumentó el ritmo de su latir y la melodía de la Perla Posible inundó sus oídos. Lentamente desprendió la ostra de su lecho, y la llevó con ternura a su pecho. Desprendió sus pies de la cuerda que rodeaba la piedra y su cuerpo ascendió a la superficie hasta que su negro pelo brilló a la luz del sol. Se acercó al borde de la canoa y dejó la ostra a bordo.

Juana estabilizó la embarcación mientras él subía. Sus ojos de pescador brillaban excitados, pero tranquilamente tiró de las cuerdas hasta que tuvo arriba la gran piedra y la cesta de las ostras. Juana se dio cuenta de su excitación y procuró mirar a otra parte. No es bueno desear algo con excesivo fervor. Hay que ansiarlo, pero teniendo gran tacto en no irritar a la divinidad. Pero Juana dejó de respirar. Con movimientos deliberadamente significativos, Kino abría la hoja de su fuerte cuchillo y miraba pensativo la canasta. Tal vez fuera mejor abrirla gran ostra la última. Tomó del cesto una de las menores, seccionó el músculo, rebuscó entre los pliegues carnosos y la arrojó al mar. Entonces pareció que viera la gran ostra por primera vez. Se arrodillo en el fondo de la canoa, la cogió y la examinó; sus valvas eran relucientes y oscuras y tenían pocas adherencias. Kino vacilaba en abrirla. Sabía que lo que había visto podía ser un reflejo, un trozo de concha caído allí por casualidad o una completa ilusión. En aquel Golfo de luces inciertas había más ilusiones que realidades.

Pero sentía sobre sí los ojos de Juana, que no sabía esperar. Puso una mano en la cabeza de Coyotito, y dijo con dulzura:

—Ábrela.

Kino introdujo su cuchillo entre los bordes de caparazón. Notaba la firmeza de los músculos tensos en el interior, oponiéndose a la hoja cortante. Movió ésta con destreza, el músculo se relajó y la ostra quedó abierta. Los carnosos labios saltaron desprendidos de las valvas y se replegaron vencidos. Kino los apartó y allí estaba la gran perla, perfecta como la luna.

Recogía la luz purificándola y devolviéndola en argéntea incandescencia. Era tan grande como un huevo de gaviota. Era la perla mayor del mundo.

Juana respiró con dificultad y gimió un poco. Para Kino la secreta melodía de la Perla Posible se hizo clara y espléndida, rica y cálida, luminosa triunfante. En la superficie de la gran perla veía formas de ensueño. Extrajo la perla de la carne que la había creado y la levantó en su palma, le dio la vuelta y vio que sus curvas eran perfectas. Juan se acercó a mirarla sobre la mano de él, la misma mano que había golpeado la verja del doctor, y en la que las heridas en los nudillos se habían vuelto grisáceas por efecto del agua salada.

Instintivamente Juana se acercó a Coyotito que dormía sobre la manta de su padre. Levantó el amasijo de hierbas húmedas y miró su hombro.

—¡Kino! —gritó con voz aguda.

El dejó de mirar la perla y vio que la hinchazón remitía en el hombro del pequeño, que el veneno huía de su cuerpo. Entonces el puño de Kino se cerró sobre la perla y la emoción se adueñó de él. Echó la cabeza atrás y lanzó un alarido. Los ojos le giraban en las órbitas y su cuerpo estaba rígido. Los hombres de las demás canoas levantaron los ojos asombrados, y metiendo los remos en el mar se dirigieron hacia la canoa de Kino.

III

Una ciudad se parece mucho a un animal. Tiene un sistema nervioso, una cabeza, unos hombros y unos pies. Está separada de las otras ciudades, de tal modo que no existen dos idénticas. Y es además un todo emocional.

Cómo viajan las noticias a su través es un misterio de difícil solución. Las noticias parecen ir más de prisa que la rapidez con que los muchachos pueden correr a transmitirlas, más de prisa de lo que las mujeres pueden vocearlas de ventana en ventana.

Antes de que Kino, Juana y los demás pescadores hubiesen llegado a la choza del primero, los nervios de la ciudad vibraban con la noticia. Kino había encontrado la Perla del Mundo. Antes de que jadeantes rapazuelos pudieran articular las palabras de su mensaje, sus madres lo sabían. La noticia volaba más allá de las humildes cabañas y llenaba como el espumoso frente de la marea toda la ciudad de piedra encalada. Alcanzó al cura mientras paseaba por el jardín, poniendo en sus ojos una mirada pensativa y rememorándole unas imprescindibles reparaciones en la iglesia.

Se preguntaba qué valor alcanzaría la perla y si había bautizado al hijo de Kino después de haber casado a éste, cosa que no recordaba. La noticia llegó a los mercaderes y éstos pusieron sus ojos en las telas almacenadas que no habían podido vender.

La noticia llegó al doctor mientras estaba sentado junto a su mujer, cuya única enfermedad era la vejez, sin que ella ni el doctor quisieran admitirlo.

Y cuando se le hizo patente quién era Kino, el doctor puso rostro grave y orgulloso a la vez.

—Es mi cliente —declaró—. Estoy tratando a su hijo una picadura de escorpión.

Y giró los ojos en sus órbitas pensando en París. Recordaba la habitación que allí había ocupado como un lujoso departamento y la mujer de rostro duro que había vivido con él como una jovencita bella y amable, aunque no había sido ninguna de estas tres cosas. El doctor dejó de mirar a su decrépita consorte y se vio sentado en un restaurante de París en el momento en que un camarero descorchaba una botella de vino.

La noticia llegó muy pronto a los mendigos de la iglesia y les hizo regocijarse en extremo, pues sabían que no hay espíritu más desprendido en el mundo que el de un pobre a quien de pronto favorece la fortuna.

Kino había encontrado la Perla del Mundo. En la ciudad, en sus covachuelas, se hallaban los hombres que compraban perlas a los pescadores. Esperaban sentados a que las perlas fuesen llegando, y parloteaban, luchaban, gritaban y amenazaban hasta que obtenían del pescador el precio más bajo posible. Pero había un precio por debajo del cual no se atrevían a ponerse ya que había ocurrido que algún pescador desesperado había dado sus perlas a la iglesia. Cuando terminaba la compra ellos se quedaban solos y sus dedos jugueteaban incansables con las perlas, deseando poder ser sus dueños. Porque no había en realidad muchos compradores, sino uno solo, y todos ellos eran sus agentes, en oficinas separadas para dar apariencia de competencia. Llegó la noticia a estos hombres y su ojos se nublaron, sus dedos sintieron extraña quemazón y cada uno pensó que el patrón no viviría siempre y alguno tendría que sucederle. Y todos empezaron a calcular el capital necesario para instalarse.

Toda clase de gente empezó a interesarse por Kino, gente con cosas que vender y gente con favores que pedir. Kino había encontrado la Perla del Mundo. La esencia de la perla se combinó con la esencia de los hombres y de la reacción precipitó un curioso residuo oscuro. Todo el mundo se sintió íntimamente ligado a la perla de Kino, y ésta entró a formar parte de los sueños, las especulaciones, los proyectos, los planes, los frutos, los deseos, las necesidades, las pasiones y los vicios de todos y de cada uno, y sólo una persona quedó al margen: Kino, con lo cual convirtióse en el enemigo común.

La noticia despertó algo infinitamente negro y malvado en la ciudad; el negro destilado era como el escorpión, como el hambre al olor de la comida, o como la soledad cuando el amor se le niega. Las glándulas venenosas de la ciudad empezaron a segregar su líquido mortífero y toda la población se inflamó, infectada.

Pero Kino y Juana no sabían nada de esto. Como eran felices y estaban excitados creían que todo el mundo compartía su alegría. En efecto, así pasaba con Juan Tomás y Apolonia, y ellos entraban también en el mundo.

Por la tarde, cuando el sol remontó las montañas de la Península para sepultarse en el mar abierto, Kino buscó cobijo en su casa y Juana con él.

La casucha estaba atestada de vecinos. Kino tenía la gran perla en la mano, como algo cálido y vivo. La música de la perla se había unido con la de la familia de tal modo que una embellecía a la otra. Los vecinos miraban la perla que Kino sostenía y se preguntaban cómo podía un hombre tener tanta suerte.

Y Juan Tomás, en cuclillas al lado derecho de Kino pues era su hermano, preguntó:

—¿Qué vas a hacer ahora que eres rico?

Kino miró su perla y Juana bajó las pestañas y se cubrió el rostro con el chal para que no se viese su excitación. En la superficie iridiscente de la perla se formaban las imágenes que la mente de Kino había soñado en el pretérito y había rechazado por imposibles. Veía a Juana, a Coyotito y a él mismo. Estaban ante el altar y se casaban ahora que podían pagarlo.

Contestó en voz baja:

—Nos casaremos… en la iglesia.

En la perla veía cómo iban vestidos: Juana con un chal muy tieso por lo nuevo y una nueva falda, bajo cuyo borde Kino podía ver unos zapatos.

Todo estaba en la perla, que brillaba incesante con ricas imágenes de ensueño. El también llevaba ropas nuevas, un sombrero mejor, no de paja sino de fieltro negro, y zapatos de ciudad. Y Coyotito llevaba un traje azul de marino estadounidense y una gorra blanca como Kino había visto una vez a bordo de un yate de recreo en el estuario. Todo esto estaba en la perla, y Kino siguió diciendo:

—Tendremos vestidos nuevos.

La música de la perla era ya en sus oídos como un coro de trompetas triunfales.

Luego fueron apareciendo en la centelleante superficie gris de la joya las cosas que Kino necesitaba: un arpón que sustituyera al perdido hacía un año, un arpón nuevo, de hierro, con una anilla al extremo de la barra; y —su mente casi no podía atreverse a soñar tanto— un rifle pero, ¿por qué no, siendo tan rico? Y Kino se vio en la perla con una carabina Winchester. Era el sueño más loco de su vida y el más agradable.

Sus labios vacilaban antes de darle forma audible:

—Un rifle —declaró—. Puede que un rifle.

El rifle echaba abajo todas las barreras. Era una verdadera imposibilidad, y si podía pensar tranquilamente en ello, horizontes enteros se disgregaban y se veía libre de toda atadura. Porque se dice que los humanos no se satisfacen jamás, que se les da una cosa y siempre quieren algo más. Y se dice esto con erróneo desprecio, ya que es una de las mayores virtudes que tiene la especie y la que la hace superior a los animales que se dan por satisfechos con lo que tienen.

Los vecinos, apretujados y silenciosos dentro de la cabaña, asentían a sus declaraciones fantásticas. Un hombre murmuró:

—Un rifle. Tendrá un rifle.

La música de la perla ensordecía a Kino. Juana lo miró y sus ojos se admiraban de su valor y su fantasía. Una fuerza eléctrica le había invadido en el momento de descubrir la derrota de los horizontes. En la perla veía a Coyotito sentado en un pupitre del colegio como el que había visto una vez a través de una puerta entreabierta. Coyotito vestía chaqueta, cuello blanco y ancha corbata de seda. Más aún, Coyotito escribía sobre un gran trozo de papel. Kino miró a sus vecinos casi desafiador.

—Mi hijo irá a la escuela —anunció, y todos quedaron fascinados. Juana detuvo el aliento, brillándole los ojos mientras miraba a su marido y a Coyotito en sus brazos para ver si podía ser verdad lo dicho.

El rostro de Kino brillaba, profético.

—Mi hijo leerá y abrirá los libros, y escribirá y lo hará bien. Y mi hijo hará números, y todas esas cosas nos harán libres porque él sabrá, y por él sabremos nosotros.

En la perla Kino se veía a sí mismo y a Juana sentados junto al fuego mientras Coyotito leía un gran libro.

—Esto es lo que la perla hará —terminó. Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas. Y de pronto tuvo miedo de sus palabras. Su mano se cerró sobre la perla y robó su luz a todas las miradas. Kino tenía miedo como lo tiene siempre un hombre al decir:

—Así será —sin saberlo a ciencia cierta.

Los vecinos sabían ya que acababan de presenciar algo maravilloso. Sabían que en adelante el tiempo se contaría a partir de la perla y su hallazgo, y que este momento sería discutido durante largos años. Si todo lo profetizado tenía lugar, ellos relatarían el aspecto de Kino, sus palabras y el brillo de sus pupilas, y dirían: «Era un hombre transfigurado. Algún poder le había sido imbuido. Ya veis en qué gran hombre se ha convertido a partir de aquel momento. Y yo lo vi».

Y si los proyectos de Kino se reducían a la nada, los mismos vecinos dirían:

«Así empezó. Una estúpida locura se apoderó de él y le hizo decir insensateces. Dios nos libre de cosas parecidas. Sí, Dios castigó a Kino por su rebelión contra el curso normal de las cosas. Ya veis en qué ha parado todo. Y yo mismo fui testigo del momento en que perdió la razón».

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