La perla (4 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Drama, Relato, otros

BOOK: La perla
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Kino miró su puño cerrado y vio las cicatrices en los nudillos que habían golpeado la verja.

Llegaba la noche. Juana envolvió a su hijito en el chal, apoyó su leve bulto en su cadera, fue al fogón, tomó un tizón, colocó sobre él unas astillas y sopló hasta obtener unas llamas que danzaron iluminando todos los rostros. Sabían que debían ir a preparar sus respectivas cenas, pero se sentían reacios a salir.

Ya estaban las tinieblas dentro de la casa y el fuego de Juana dibujaba sombras en las paredes de ramaje cuando corrió un murmullo de boca en boca:

—Viene el Padre, viene el párroco.

Los hombres se descubrieron y se apartaron de la puerta, y las mujeres envolvieron sus cabezas en los chales y bajaron los ojos. Kino y su hermano Juan Tomás siguieron en pie. Entró el cura, un anciano canoso de cutis marchito y ojos llenos de juventud. Consideraba niños a aquella gente, y como a tales los trataba.

—Kino —empezó con dulzura—. Te llamas como un gran hombre, como un Padre de la Iglesia. —Sus palabras sonaban a bendición—. Tu homónimo civilizó el desierto y pacificó las mentes de tu pueblo ¿no lo sabías? Está en los libros.

Kino miró rápidamente a la cabeza de Coyotito, apoyada en el flanco de Juana. Algún día, pensaba, aquel muchacho sabría qué cosas estaban en los libros y qué cosas no. Ya no había música en el cerebro de Kino, pero ahora lenta, delicadamente, empezaba a sonar la melodía de aquella mañana, la música del mal, del enemigo, pero muy débil. Y Kino miró a sus vecinos para ver quién podía haber traído tal música consigo.

Pero el sacerdote hablaba de nuevo.

—Me he enterado de que has encontrado una gran fortuna, una gran perla.

Kino abrió su mano y la exhibió, y el cura aspiró con fuerza al ver el tamaño y belleza de la perla. Luego dijo:

—Espero que te acordarás de dar gracias, hijo mío, a Quien te ha concedido este tesoro, y que rogarás su protección para el futuro.

Kino inclinó la cabeza torpemente, y fue Juana la que habló en voz baja:

—Sí, Padre. Y nos casaremos. Kino lo ha dicho.

Miró a los vecinos buscando su testimonio y ellos confirmaron sus palabras solemnemente.

El cura contestó:

—Es placentero ver que vuestros primeros pensamientos son tan buenos. Dios os bendiga, hijos míos —y volvióse, se alejó calladamente, y la gente se apartó para hacerle paso.

Pero la mano de Kino se había cerrado fuertemente sobre la perla y miraba en torno suyo con desconfianza, porque la música maldita estaba en sus oídos, intentando ahogar la de la perla.

Los vecinos fueron escabulléndose hacia sus hogares y Juana se acercó al fuego y puso a hervir la cazuela de barro llena de legumbres. Kino fue hasta la puerta y se paró en el umbral. Como siempre, aspiraba el humo de muchos fuegos, veía las rutilantes estrellas y notaba la humedad del aire nocturno que le hacía envolverse mejor en su manta.

El perro flaco acudió a él y se tendió a sus pies. Kino bajó la vista al suelo pero no lo vio. Al traspasar los lejanos horizontes había entrado en un vasto páramo de soledad. Se sentía desamparado y aislado, y le parecía que los chirriantes grillos y las ruidosas ranas entonaban la melodía del mal. Se estremeció y trató de envolverse mejor en la manta. Llevaba todavía la perla en la mano, oprimiéndola con fuerza, y la sentía cálida, suave, contra su piel.

Tras él oía a Juana amasando las tortas antes de depositarlas en la batea del horno. Kino apreciaba detrás de sí todo el calor y toda la seguridad de su familia y oía la Canción Familiar como el runruneo de un gato casero.

Pero ahora, al anunciar cómo sería su futuro, lo había creado. Un proyecto es algo real, y las cosas proyectadas son como experimentadas ya. Un proyecto, una vez ideado y trazado se hace realidad, indestructible pero propicia a ser atacada. De este modo era real el futuro de Kino, pero desde el momento en que quedó plantado habían surgido otras fuerzas con el propósito de destruirlo, y esto lo sabía él muy bien, de tal modo que ya se preparaba a rechazar los ataques. También sabía que los dioses no gustan de los proyectos humanos, y que odian el éxito si no tiene lugar por mero accidente. Sabía que los dioses se vengan de un hombre cuando triunfa por sus propios méritos, y en consecuencia Kino temía a los proyectos, mas habiendo esbozado uno ya no podía anularlo. Para rechazar los ataques, Kino empezaba a envolverse en un duro caparazón que lo aislara del mundo. Sus ojos y su cerebro paladeaban el peligro antes de que hubiese aparecido.

Desde la puerta vio cómo se acercaban dos hombres; uno de ellos llevaba una linterna que iluminaba las piernas de ambos. Atravesaron la puerta del cercado y se acercaron a la choza. No tardó en ver que uno era el doctor y el otro el criado que habla abierto la verja por la mañana. Los nudillos destrozados de la mano derecha de Kino parecían abrasarle al descubrir de quiénes se trataba.

El doctor empezó:

—No estaba en casa cuando vinisteis esta mañana. Pero ahora, a la primera oportunidad, he acudido a ver al pequeño.

Kino siguió obstruyendo la puerta, llenos los ojos de odio y furor, pero a la vez de miedo, pues los cientos de años de dominación habían calado muy hondo en su espíritu.

—El niño está ya casi bien —contestó con sequedad.

El doctor sonrió, pero en sus ojos saltones no había sonrisa.

—A veces, amigo mío —arguyó—, la picadura de escorpión tiene un curioso efecto. Se produce una aparente mejoría, y luego, sin previo aviso, ¡puf!

Unió los labios y simuló una pequeña explosión para indicar lo rápido del accidente, y movió su maletín negro de doctor para que la luz de la lámpara lo iluminara, pues sabía que la raza de Kino tenía gran respeto por las herramientas de cualquier índole.

—A veces —siguió en tono melifluo—, a veces el resultado es una pierna paralítica o una espalda corcovada. Oh, yo conozco bien la picadura del escorpión, amigo mío, y sé curarla.

Kino seguía sintiendo rabia y odio junto con infinito terror. El nada sabía, y quizás el doctor si. Y no podía correr el albur de oponer su cierta ignorancia contra la posible sabiduría de aquel hombre. Había caído en la trampa en que caía siempre su pueblo, como sucedería hasta que, como él había dicho, pudieran estar seguros de que las cosas de los libros estaban verdaderamente en ellos. No podía jugar al azar con la vida o la salud de Coyotito. Se hizo a un lado y dejó que el doctor y su criado entrasen en la cabaña.

Juana se apartó del fuego y se echó atrás al verlos entrar, cubrió el rostro de su hijo con el chal y al extender el doctor su mano, abrazó con fuerza a la criatura y miró a Kino, sobre cuyo rostro el fuego hacía danzar movibles sombras.

Kino asintió con un gesto, y sólo entonces dejó ella que el doctor cogiera al pequeño.

—Levanta la luz —ordenó el médico, y cuando el criado obedeció, miró un momento la herida en el hombro infantil. Meditó unos momentos y luego levantó el párpado del niño para mirar el globo del ojo. Movió la cabeza con gesto de aprobación mientras Coyotito se debatía en sus brazos.

—Es como suponía —declaró—. El veneno ya está dentro y no tardará en descargar su golpe mortal. ¡Mira! —volvió a levantar el párpado—. Mira, es azul.

Y Kino, que miraba lleno de ansiedad, vio que efectivamente, era un poco azul. No recordaba si siempre había sido un poco azul. Pero la trampa estaba ante él y no podía orillarla.

Los ojuelos del doctor rezumaban humedad.

—Le daré algo que tal vez anule el veneno —anunció. Y devolvió el niño a Kino.

Luego sacó de su maletín un frasquito de polvo blanco y una cápsula de gelatina. Llenó la cápsula con un poco de polvo y la cerró, envolvió ésta en otra mayor y la cerró también. Entonces actuó con gran destreza. Volvió a coger al niño y le tiró del labio hasta que abrió la boca. Sus dedos colocaron la cápsula en el fondo de la boca, sobre la lengua, de donde no podía escupirla, recogió del suelo la botella de pulque y dio un trago a Coyotito, y con esto dio por terminada su actuación. Volvió a mirar el ojo de la criatura, apretó los labios y simuló meditar.

Por fin entregó a Juana su hijo y se volvió a Kino.

—Creo que el veneno atacará dentro de una hora —anunció—. La medicina puede salvar al pequeño, pero dentro de una hora estaré de vuelta. Tal vez esté a tiempo de salvarlo. —Respiró con fuerza y salió de la choza, y su criado le siguió con la linterna.

Ahora tenía Juana al niño bajo su chal, y lo miraba con ansioso temor. Kino se le acercó, levantó el borde del chal y lo miró. Adelantó una mano para levantarle el párpado y entonces se dio cuenta de que seguía llevando en ella la perla. Fue hacia un arca colocada junto a la pared, sacó un trozo de tela, envolvió en ella la perla, se dirigió a un rincón, cavó con las uñas en el suelo, colocó la perla en el agujero, lo cubrió y lo disimuló. Entonces volvió junto a Juana, que acurrucada, no apartaba los ojos de su hijo.

El doctor, de vuelta en su casa, se dejó caer en su sillón y miró el reloj. Su familia le llevó una frugal cena a base de chocolate, dulces y fruta, y él miró la comida con desagrado.

En las casas de los vecinos el mismo tema seguía dominando todas las conversaciones. Se enseñaban unos a otros el tamaño de la perla, y hacían gestos acariciadores en el aire para indicar su belleza. Desde ahora espiarían muy de cerca a Juana y a Kino para ver si la riqueza los volvía locos, como sucedía siempre. Todos sabían por qué había acudido el doctor.

No era buen histrión y comprendían muy bien su actitud.

En el estuario una bandada de pececillos corría veloz saltando de cuando en cuando sobre las olas para huir de otros mayores que pretendían devorarlos. Desde sus cabañas los pescadores oían el leve chapoteo en el agua de los pequeños y el fuerte rumor de los saltos de los mayores durante la persecución. La niebla que brotaba del Golfo iba depositándose sobre matojos y cactus dejando en ellos gotas saladas. Y los ratones nocturnos se deslizaban por el campo tratando de escapar a los milanos que se les echaban encima en profundo silencio.

El peludo can de manchas ambarinas sobre los ojos llegó a la puerta de Kino y miró hacia el interior. Sacudió sus cuartos traseros al mirarlo Kino y se tumbó perezoso cuando dejó de sentir sus ojos sobre sí. No entró en la casa, pero observó cómo devoraba Kino las legumbres de la cazuela, acompañadas de una torta de maíz y de largos tragos de pulque.

Kino terminó su cena, y estaba liando un cigarrillo cuando Juana lo llamó con voz aguda:

—Kino.

La miró, se levantó y fue hacia ella porque veía el terror en su mirada. Se detuvo a su lado y miró hacia abajo, pero la luz era demasiado escasa.

Acercó unos leños al fuego para que levantaran llama y entonces pudo ver la cara de Coyotito. La tenía enrojecida, tragaba saliva con gran esfuerzo, pero algo brotaba entre sus labios. Había empezado el espasmo de los músculos del estómago y el pobre niño padecía mucho.

Kino se arrodilló al lado de su esposa.

—El doctor lo sabía —observó, pero pensó para sí que aquel polvo blanco era muy sospechoso. Juana se balanceaba cantando la Canción de la Familia como si pudiera ahuyentar así el peligro, y la criatura vomitaba sin cesar entre sus brazos. Kino dudaba y la música del mal ahogaba en su cabeza la canción de Juana.

El doctor acabó su chocolate y recogió los trocitos de pastel caídos en el plato. Se limpió los dedos en una servilleta, miró el reloj, se levantó y tomó su maletín.

La noticia de la recaída del niño había llegado rápidamente a las cabañas, porque la enfermedad es, después del hambre, el peor enemigo de los pobres. Y alguien comentó:

—La suerte, ya veis, trae malos compañeros.

Todos se mostraron de acuerdo y se encaminaron a casa de Kino.

Atravesaron las tinieblas envueltos en sus mantas hasta que llenaron de nuevo la choza de Kino. En pie, lo observaban todo y hacían comentarios a la inoportunidad de tal desgracia en un momento de alegría, diciendo:

—Todo está en manos de Dios.

Las viejas se agachaban junto a Juana tratando de ayudarla o al menos de consolarla.

Entonces apareció el doctor, seguido de su criado, y las viejas huyeron como gallinas asustadas. Tomó al pequeño, lo examinó y palpó su cabeza.

—Ya ha actuado el veneno —anunció—. Creo que puedo vencerlo. Haré todo lo posible. —Pidió agua, y en la taza vertió tres gotas de amoníaco, abrió la boca al niño y le obligó a beber. El joven paciente se estremeció y escupió rechazando el tratamiento y Juana lo miró con ojos de terror. El doctor hablaba sin parar —Es una suerte que yo conozca el veneno del escorpión, o de otro modo… —se encogió de hombros pasando por alto lo que pudiera haber ocurrido.

Pero Kino tenía sospechas y no podía apartar la vista del maletín abierto del doctor, y en él el frasco de polvo blanco. Gradualmente los espasmos se redujeron y el pequeño relajó sus músculos, suspiró profundamente y se durmió, cansado de vomitar.

El doctor lo devolvió a los brazos de Juana.

—Ahora se pondrá bueno —aseguró—. He ganado la batalla. —Y Juana lo contempló con adoración.

El doctor cerraba ya su maletín.

—¿Cuándo creéis que podréis pagarme estas visitas? —inquirió con dulzura.

—Cuando haya vendido mi perla le pagaré —declaró Kino.

—¿Tienes una perla? ¿Una buena perla? —preguntó el doctor con interés.

Y entonces el coro de vecinos prorrumpió al unísono:

—Ha encontrado la Perla del Mundo —y unieron los pulgares a los índices para indicar su tamaño.

—Kino va a ser rico —exclamaron—. Es una perla como no se ha visto otra igual.

El doctor parecía sorprendido.

—No me había enterado. ¿Guardas esa perla en lugar seguro? ¿No quieres que te la guarde en mi caja de caudales?

Los ojos de Kino casi habían desaparecido y la piel de sus mejillas estaba tensa.

—La tengo bien guardada —contestó—. Mañana la venderé y entonces le pagaré.

El doctor se encogió de hombros pero sus ojos no se separaron de los de Kino. Sabía que la perla, tenía que estar escondida en la casa y suponía que Kino había de mirar hacia el sitio en que la había enterrado.

—Sería una irrisión que te robasen antes de que pudieras venderla —insistió el doctor, y vio que los ojos de Kino se volvían involuntariamente hacia el suelo cerca del rincón extremo de la cabaña.

Cuando se hubo marchado el médico y todos los vecinos hubieron vuelto a sus hogares a regañadientes, Kino se acurrucó junto a las brasas del fogón y escuchó los ruidos nocturnos, el suave rodar de las olas en la playa y los lejanos ladridos de unos perros, el silbido de la brisa entre las ramas del tejado y las ahogadas conversaciones de sus vecinos.

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