Juana dejó caer la piedra, rodeó a Kino con sus brazos y le ayudó a levantarse y entrar en la casa. Manaba sangre de su pelo y en la mejilla tenía un profundo corte desde la oreja a la barbilla. Kino sólo estaba consciente a medias, y sacudía la cabeza de un lado a otro. Su camisa estaba desgarrada y sus pantalones casi arrancados de la cintura. Juana le obligó a sentarse en el jergón y le limpió la sangre con su falda. Le llevó un poco de pulque y después de haberlo bebido seguía él sacudiendo la cabeza
—¿Quién? —preguntó Juana.
—No lo sé —contestó Kino—. No pude verlo.
Juana le lavaba ahora con agua el corte de la cara —mientras él miraba fijamente ante sí.
—Kino, esposo mío —exclamó ella—. Kino, ¿me oyes?
—Te oigo —contestó él, con torpe lengua.
—Kino, esta perla está maldita. Destruyámosla antes de que lo haga con nosotros. Aplastémosla entre dos piedras. Arrojémosla al mar, a donde pertenece ¡Esta maldita!
Mientras ella hablaba la luz del hogar relucía en los ojos de Kino con destellos amenazadores.
—No —contestó—. Lucharé contra todo esto y ganaré. Hemos de aprovechar nuestra única oportunidad. Golpeó el colchón con el puño. Nadie nos arrebatará nuestra fortuna.
Su mirada se suavizó y apoyó con dulzura una mano en el hombro de Juana
—Créeme —le dijo—. Soy un hombre. —Y su rostro adquirió inteligente expresión—. Por la mañana tomaremos la canoa y primero por mar y luego por tierra, llegaremos a la capital, tú y yo. No toleraremos que nos estafen.
»Soy un hombre.
—Kino —dijo ella, tímidamente—. Temo por ti. Pueden matarte. Devolvamos la perla al mar.
—Sí -rugió—. Soy un hombre. —Ella guardó silencio, porque la entonación de su voz era autoritaria—. Durmamos un poco —ordenó—. A primera hora partiremos. ¿No tendrás miedo de acompañarme?
—No, esposo mío.
Él la miró con ojos cariñosos y le tocó una mejilla.
—Durmamos un poco —repitió.
Una luna tardía se elevó en el cielo antes del primer canto del gallo. Kino abrió los ojos en la oscuridad al sentir un movimiento junto a él, pero se mantuvo inmóvil. Sus ojos escudriñaron las tinieblas y a la pálida luz lunar que se filtraba por la pared de ramaje vio cómo Juana se levantaba despacio. La vio ir hacia el fogón y apartar las piedras sin ruido. Luego, como una sombra, se deslizó hacia la puerta. Se detuvo un momento junto a la cuna de Coyotito, se dibujó su figura en el umbral, y desapareció.
A Kino le ahogaba el furor. Se levantó y la siguió tan silenciosamente como ella, oyendo sus rápidos pasos hacía la playa. La vio surgir más allá de la línea de matorrales y avanzar insegura hacia la orilla. En aquel momento ella se dio cuenta de que la seguía y empezó a correr. Su mano se alzaba para arrojar su presa cuando él le alcanzó la muñeca y le hizo soltar la perla. Le pegó en la cara con el puño cerrado haciéndola caer sobre las piedras y la golpeó con el pie en el costado. A la pálida luz vio como el agua la cubría parcialmente pegando la falda a sus piernas.
Kino la miraba enseñando los dientes y silbando como una serpiente, y Juana le devolvía la mirada sin denotar temor, como una oveja ante su matarife. Sabía que había muerte en él, y que todo estaba bien, ella lo había aceptado, y no se resistiría, ni siquiera protestaría. Entonces la rabia se desvaneció en él y se vio sustituida por una aguda sensación de malestar y de disgusto. Se apartó de ella y remontó la playa hacia el caserío. Sus sentidos estaban embotados.
Al oír el ruido imprevisto empuñó el cuchillo, lo esgrimió contra la negra figura apreciando el penetrar de la hoja en la carne. Fue golpeado y cayo de rodillas, recibió otro golpe y su espalda tocó el suelo. Dedos ávidos registraron sus ropas nerviosamente, y la perla, escapándose de su mano entreabierta, rodó hasta detenerse junto a un guijarro del camino. La luz de la luna le arrancaba débiles destellos.
Juana se incorporó sobre la orilla del mar. Le dolían cabeza y costado, pero no sentía ira contra Kino. Había dicho: «Soy un hombre», y esto significaba algunas cosas para Juana. Significaba que era a medias loco y a medias dios, quería decir que Kino era capaz de medir sus fuerzas con una montaña o contra el mar. Juana, desde el interior de su alma de mujer, sabía que la montaña resistiría impávida mientras el hombre acabaría quebrantado, que mar seguiría su incansable oscilar y el hombre podía perecer ahogado. Y sin embargo, todo esto es lo que hacía de él un hombre, medio loco y medio dios, Juana tenía necesidad de un hombre, no podía vivir sin un hombre. Aunque la aturdían tan profundas diferencias entre hombre y mujer, las conocía y las había aceptado. Claro que lo seguiría a cualquier parte, sobre esto no cabía duda. A veces las cualidades femeninas de ella, razón, cautela, instinto de conservación, vencían la hombría de Kino y salvaban la situación. Se levantó con doloroso esfuerzo, hundió el hueco de sus palmas en las olas y se lavó el rostro con la picante agua salada. Después echó a andar detrás de Kino.
Una bandada de nubes multiformes habíase lanzado al cielo desde el sur. La pálida luna se ocultaba tras cada una de ellas para volver a surgir y Juana caminaba bajo una luz vacilante. Inclinaba la espalda dolorida y llevaba la cabeza caída sobre el pecho. Atravesó los chaparrales en medio de la oscuridad y al descubrirse otra vez la luna vio el centelleo de la perla junto a una piedra del sendero. Se arrodilló y la recogió y la luna volvió a ocultarse. Juana siguió de rodillas pensando si convendría volver a la orilla y terminar su trabajo, y mientras meditaba esto volvió la luz y vio frente a ella dos figuras caídas. Saltó adelante y vio que uno era Kino y el otro un desconocido con la garganta seccionada y manando sangre a raudales.
Kino se debatía en el suelo, abiertos los brazos como las alas de un pájaro abatido y de su boca salía un incoherente murmullo. En aquel momento se dio cuenta Juana de que la vida que llevaba hasta entonces había terminado. Un hombre muerto en el camino y el cuchillo ensangrentado de Kino bastaron para convencerla. Hasta entonces Juana había estado tratando de salvar algún fragmento de la antigua paz que reinaba antes del hallazgo de la perla. Pero no había retorno posible. Al darse cuenta abandono todos sus sueños espontáneamente; no quedaba más tarea que la de salvarse ellos mismos. Ya no sentía dolor alguno ni se movía con lentitud. Arrastró el cadáver desde el camino hasta la sombra de un chaparro, volvió junto a Kino y le enjugó el rostro con falda húmeda. Él empezó a recobrarse y gimió.
—Han cogido la perla; la he perdido. Ya se acabó todo —se lamentó— ahora que no tenemos la perla.
Juana le tranquilizó como si fuera un chiquillo.
—Calla —le dijo—. Aquí está tu perla; la encontré en el camino. ¿Me oyes? Aquí está tu perla. ¿Entiendes? Has matado a un hombre y debemos irnos antes de que amanezca.
—Me atacaron —explicó Kino con voz temblorosa— y luché por salvar mi vida.
—¿Recuerdas lo que pasó ayer? —preguntó Juana— ¿Recuerdas cómo son los hombres de la ciudad? ¿Crees que esta explicación podrá salvarte?
Kino exhaló un largo suspiro y trató de vencer su modorra.
—No —contestó—. Tienes razón. —Su voluntad se tonificó y volvió a ser un hombre.
—Ve a casa y trae a Coyotito —ordenó— y todo el maíz que encuentres. Sacaré la canoa y nos iremos.
Recogió el cuchillo y se separó de ella. Dando traspiés llegó hasta su canoa, y cuando la luz lunar se hizo más fuerte vio un gran orificio practicado en el fondo de la embarcación. Una ira destructora lo invadió dándole fuerzas.
Las tinieblas se cernían sobre su familia, la música maldita llenaba la noche, silbando sobre los mangles, acompasada por el batir de las olas. Aquella era la canoa de su abuelo, heredada por varias generaciones, y ahora estaba inutilizada. Era una maldad que superaba toda imaginación. El asesinato de un hombre no era tan grave pecado como el asesinato de su canoa, porque una canoa no tiene hijos, no puede protegerse, y sus heridas no cicatrizan.
Había pena en la rabia de Kino, pero esta última desgracia le había endurecido como para resistir cualquier golpe. Era ya como una bestia, escondiéndose, atacando y viviendo tan sólo para proteger a su familia. No tenía conciencia clara del dolor que atenazaba su cabeza. Caminaba por la playa hacia su cabaña sin ocurrírsele tomar una de las canoas de sus vecinos. Ni una sola vez pasó esta idea por su cabeza, como no se le hubiera ocurrido destrozar una de ellas.
Los gallos alzaban sus voces y el alba no estaba lejana. Por las paredes de las chozas escapaba el humo de tempranos fuegos, y en el aire se notaba ya el aroma de las tortas. Ya se agitaban los pajarillos en los matorrales, la luna debilitaba su luminosidad y las nubes se apelmazaban hacia el sur. El viento era fresco y penetraba en el estuario, un viento inquieto y nervioso que olía a tormenta.
Kino estaba recobrando algo de su animación. Y no eran confusas sus ideas; sólo quedaba una cosa por hacer, y sus manos acariciaban primero la perla luego el cuchillo. Vio un resplandor frente a él, al instante una elevada llama saltó en el aire oscuro con salvaje estrépito. Kino inició una carrera, sabía que era su cabaña y conocía la rapidez con que ardían aquellas casuchas de ramas. Al correr tropezó con una figura que se dirigía a él: Juana con Coyotito en los brazos y la manta de una mano. El pequeño lloraba de miedo y los ojos de Juana estaban muy abiertos. Kino podía ver que su casa había dejado de existir y no hizo pregunta alguna. Pero ella explicó:
—Estaba todo desordenado; había agujeros por todo el suelo, y mientras yo lo miraba le prendieron fuego desde fuera.
La vivida luz del incendio acentuaba la rigidez de las facciones de Kino.
—¿Quién? —preguntó.
—No lo sé —repuso ella—. Hombres del infierno.
Los vecinos salían de sus casas procurando salvar sus propiedades del fuego. De súbito Kino sintió miedo. Recordó el hombre muerto en el sendero y tomando a Juana por el brazo la llevó a la oscuridad, pues sabía que la luz era peligrosa para él. Meditó un momento entre las sombras y luego se dirigió a la casa de su hermano Juan Tomás, en la que entró seguido de Juana.
Fuera, oía los chillidos de los niños y los gritos de los mayores, pues sus vecinos suponían que él estaba dentro de la casa en llamas.
La cabaña de Juan Tomás era casi igual a la de Kino; casi todas eran idénticas, dejando entrar por los cuatro costados aire y luz; así Juana y Kino, acurrucados en un rincón, veían la terrible pira. Vieron hundirse el techo en llamas y pronto convertirse la hoguera en un fúnebre rescoldo abrasado. Oyeron las exclamaciones de sus amigos y el llanto agudo de Apolonia, la esposa de Juan Tomás, que siendo la pariente más cercana, dirigía los lamentos por la extinción de la familia.
De pronto se dio cuenta de que su pañuelo de cabeza no era el mejor de los que tenía y corrió a su casa en busca de otro más apropiado. Mientras rebuscaba en un arcón, oyó la voz de Kino que decía:
—Apolonia, no llores. No nos ha pasado nada.
—¿Cómo habéis venido? —preguntó ella.
—No hagas preguntas. Ve a buscar a Juan Tomás y dile que venga sin que se entere nadie más. Esto es muy importante, Apolonia.
La mujerona vaciló un instante, perpleja, y al cabo dijo:
—Sí, cuñado.
No tardó en regresar con Juan Tomás. Este encendió una vela, se acercó a ellos y ordenó a su mujer:
—Apolonia, ponte en la puerta y no dejes entrar a nadie. —Como era el mayor, asumía toda la autoridad—. Y bien, hermano… —empezó.
—Fui atacado en la oscuridad —explicó— y en la lucha he matado a un hombre.
—¿Quién? —preguntó Juan Tomás rápidamente.
—No lo sé; todo estaba tan oscuro como boca de lobo.
—Es la perla —concluyó Juan Tomás—. Hay una maldición en esa perla.
Debieras haberla vendido, librándote así de la maldición. Puede que aún estés a tiempo de venderla y comprar la paz para ti los tuyos.
Kino contestó:
—Oh, hermano mío, se me ha hecho una ofensa imperdonable. Mi canoa está rota en la playa; mi casa ha ardido y en los chaparros hay un hombre muerto. Todas las salidas están cortadas; tienes que ocultarnos, hermano. -dijo Kino, mirando de cerca a su hermano, vio honda preocupación en sus ojos, y se adelantó a una posible negativa.
—No por mucho tiempo —aclaró con presteza—. Sólo hasta que llegue la noche; entonces nos iremos.
—Te ocultaré —decidió Juan Tomás.
—No quiero traerte ningún peligro —aseguró Kino—. Bien sé que soy como un leproso. Me iré esta noche y así estarás a salvo.
—He dicho que te protegeré —dijo Juan Tomás y llamó—: Apolonia, cierra la puerta y no digas a nadie que Kino está aquí.
Permanecieron callados todo el día en la casa oyendo a los vecinos hablar de ellos. Por las rendijas de la pared los veían removiendo las cenizas en busca de huesos.
Ocultos en la casa de Juan Tomás oyeron las exclamaciones de todos al descubrir la canoa destrozada. Juan Tomás salió a desvirtuar sus sospechas y les propuso teorías sobre lo que podía haber sucedido a Kino, a Juana y al pequeño. A unos les decía:
—Supongo que se habrán ido hacia el sur para escapar al mal que iba tras ellos. —Y a otros—: Kino no podría abandonar el mar. Tal vez haya conseguido otra canoa. —Y terminaba—: Apolonia está enferma de pena.
Aquel día el viento saltó sobre el Golfo, arrojando sus olas una y otra vez sobre la playa, aullando entre las cabañas y poniendo en peligro a las atrevidas embarcaciones que se habían hecho a la mar. Juan Tomás hubo de decir:
—Si Kino se ha ido por el agua, a estas horas ya se habrá ahogado. —Pero sus salidas no servían sólo para mantener conversación con los vecinos, sino para obtener algo de ellos: una saquito de paja con judías secas y una calabaza llena de arroz. Pidió prestado una taza de pimientos secos y un bloque de sal, y con todo ello un largo cuchillo de dieciocho pulgadas, pesado como un hacha, herramienta y arma a la vez. Cuando Kino lo vio, sus ojos se iluminaron y acarició la hoja probando el filo con la yema del pulgar.
El viento rugía sobre el Golfo, pintando de blanco la superficie del agua, los mangles erizaban su follaje como gatos asustados, y un polvo arenoso se levantaba del suelo para ir a formar nubes sobre el mar.
Al acercarse la noche, Juan Tomás tuvo una larga conversación con su hermano.
—¿Adónde irás?