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Authors: John Steinbeck

Tags: #Drama, Relato, otros

La perla (2 page)

BOOK: La perla
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—El doctor —pedía—. Id a buscar al doctor.

La demanda pasó de boca en boca entre los que se amontonaban al exterior, que repitieron: «Juana pide un doctor». Asombroso, memorable, pedir la presencia del doctor, y conseguirla, más asombroso aún. El doctor no se acercaba jamás a las cabañas. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía más trabajo del que podía atender entre los ricos que vivían en las casas de piedra y cemento de la ciudad?

—No vendrá —exclamaron los vecinos.

—No vendrá —repitieron los parientes desde la puerta.

—El doctor no vendrá —dijo Kino a Juana.

Ella lo miró con ojos tan fijos como los de una leona. Era el primer hijo de Juana, casi todo lo que había en el mundo para ella. Kino se dio cuenta de su determinación y la música familiar sonó en su cerebro con tono acerado.

—Entonces iremos a él —decidió Juana. Con una mano dispuso el chal azul sobre su cabeza haciendo que un extremo envolviera a la llorosa criatura y con el otro cubrió sus ojos para protegerlos de la luz. Los de la puerta empujaron a los de atrás para abrir paso. Kino la siguió y acompañados por todos emprendieron el camino.

Era ya un problema de toda la comunidad.

Formaban una acelerada y silenciosa procesión dirigiéndose al centro de la ciudad, delante Juana y Kino, tras ellos Juan Tomás y Apolonia, bailándole el enorme vientre por efecto de la apresurada marcha, y luego todos los vecinos con los niños corriendo a ambos lados. El sol amarillo proyectaba sus sombras negras hacia adelante, de modo que andaban persiguiéndolas.

Llegaron al lugar en que cesaban las cabañas y empezaba la ciudad de piedra y mampostería, la ciudad de grandes muros exteriores y frescos jardines interiores donde las fuentes murmuraban y la buganvilla purpúrea, cárdena y blanca trepaba por las paredes. De los ocultos jardines oían los trinos de pájaros enjaulados y el salpicar del agua fresca sobre los mosaicos recalentados. La procesión atravesó la iluminada plaza y cruzó por delante de la iglesia. Había crecido mucho y los recién llegados eran rápidamente informados sobre la marcha de cómo el pequeño había sido picado por un escorpión y su padre y su madre lo llevaban al doctor.

Y los recién llegados, en particular los mendigos de la entrada de la iglesia que eran grandes expertos en análisis financiero, miraban rápidamente la vieja falda azul de Juana, veían los rotos de su chal, evaluaban las cintas verdes en su pelo, leían la edad en la manta de Kino y el millar de lavados de sus ropas, los clasificaban al momento como gente mísera y seguían tras ellos para ver qué clase de drama se iba a representar. Los cuatro mendigos de la puerta de la iglesia conocían todo lo existente en la ciudad. Estudiaban la expresión de las jóvenes en el confesionario, las miraban al salir y sabían la naturaleza del pecado. Estaban enterados de todos los pequeños escándalos y de algunos grandes crímenes. Dormían en los mismos escalones de la puerta de la iglesia así nadie podía entrar en el templo a buscar consuelo sin que ellos se enterasen. Y conocían al doctor. Sabían de su ignorancia, su crueldad, su avaricia, sus apetitos, sus pecados. Conocían sus feas intervenciones en abortos y los pocos centavos que daba alguna vez como limosnas. Habían visto entrar en la iglesia los cadáveres de todas sus víctimas, y ahora como que la misa había terminado y no era toda la hora mejor de su negocio, seguían a la procesión procurando aprender nuevas cosas sobre sus congéneres, dispuestos a ver lo que iba a hacer el obeso e indolente doctor con una criatura indigente mordida por un escorpión. La apresurada procesión llegó por fin a la gran verja de la casa del doctor. Oían allí también el jugueteo del agua, el canto de lo pájaros y el ruido de escobas sobre las losas de la avenidas sombreadas. Y olían también el tocino frito en la cocina del doctor.

Kino vaciló un momento. Este doctor no era compatriota suyo. Este doctor era de una raza que casi durante cuatrocientos años había despreciado a la raza de Kino, llenándola de terror, de modo que el indígena se acercó a la puerta lleno de humildad y como siempre que se acercaba a un miembro de aquella casta, Kino se sentía débil, asustado y furioso a la vez. La ira y el terror se mezclaban en él. Le sería más fácil matar al doctor que hablarle, pues los de la estirpe del doctor hablaban a los compatriotas de Kino como si fueran simples bestias de carga. Cuando levantó su mano derecha para coger el aldabón de la verja la rabia se había apoderado de él, en sus oídos sonaba intensamente la música del enemigo y sus labios se contraían fuertemente sobre sus dientes; pero con la mano izquierda se quitaba el sombrero. El metálico aldabón resonó contra la verja. Kino acabó de destocarse y esperó. Coyotito gemía en brazos de Juana, que le hablaba dulcemente. La procesión se apiñó más para ver y oír más de cerca.

Al cabo de un momento la gran verja se abrió unas pulgadas. Kino pudo ver el verde frescor del jardín y los juegos del agua en la fuente. El hombre que lo miraba era de su propia raza. Kino le habló en la lengua ancestral

—Mi pequeño, mi primogénito, ha sido envenenado por un escorpión —explicó—. Necesita que lo curen

La verja se cerró un poco y el criado se negó a emplear el viejo idioma.

—Un momentito —dijo—. Voy a informarme.

Cerró la verja y echó el cerrojo. El sol proyectaba las negras siluetas del grupo sobre los blancos muros.

En su alcoba el doctor estaba sentado en la cama. Llevaba puesto el batín de seda roja tornasolada que se había hecho traer de París, algo justo sobre su pecho cuando se lo abrochaba. En su regazo tenía una bandeja de plata con una chocolatera del mismo metal y una tacita de porcelana china; tan delicada que parecía una insignificancia cuando la levantaba en su mano gigantesca, sosteniéndola entre índice y pulgar y apartando los otros tres dedos.

Sus ojos descansaban sobre bolsas de carne fláccida y su boca tenía un rictus de desagrado. Se estaba poniendo muy gordo y su voz era ronca por la grasa que oprimía su garganta. Junto a él, en una mesita, había un gong oriental y una caja de cigarrillos. El mobiliario del cuarto era enorme, oscuro y tristón. Los cuadros eran religiosos, incluso la gran fotografía en colores de su difunta esposa que, sin duda, gracias a las misas pagadas con su dinero, estaba en la Gloria. El doctor había sido en otro tiempo —muy breve— un miembro del gran mundo y el resto de su vida habla sido una eterna añoranza de su Francia. «Aquello —decía— era vida civilizada», con lo que se refería a ingresos suficientes para mantener una querida y comer en restaurantes. Vació la segunda taza de chocolate y mordisqueó un bizcocho.

El criado llegó desde el jardín hasta su puerta y esperó que su presencia fuera observada.

—¿Qué hay? —preguntó el doctor.

—Un indio con una criatura. Dice que le ha picado un escorpión.

El doctor bajó la taza con cuidado antes de dejar su ira en libertad.

—¿No tengo nada que hacer más que curar mordeduras de insectos a los indios? Soy un doctor, no un veterinario.

—Sí, patrón —dijo el criado.

—¿Tiene dinero? —preguntó el doctor—. No, nunca tienen dinero. Yo, sólo yo en el mundo tengo que trabajar por nada, y estoy harto ya. ¡Ve a ver si tiene dinero!

El criado abrió la verja. Un poquito y miró a los que esperaban. Esta vez habló en el antiguo idioma.

—Tenéis dinero para pagar el tratamiento?

Kino hurgó en algún escondite secreto debajo de su manta y sacó un papel muy doblado.

Pliegue a pliegue fue desdoblándolo, hasta que al fin aparecieron ocho perlas deformes, feas y grisáceas como úlceras, aplastadas y casi sin valor.

El criado cogió el papel y volvió a cerrar la puerta, pero esta vez no tardó en reaparecer. Abrió la verja el espacio suficiente para devolver el papel.

—El doctor ha salido —explicó—. Lo han llamado desde un caserío. —Y cerró apresuradamente.

Una ola de vergüenza recorrió todo el grupo. Se separaron. Los mendigos volvieron a los escalones de la iglesia, los curiosos huyeron, los vecinos se apartaron para no ver la vergüenza de Kino.

Durante largo rato Kino permaneció frente a la verja con Juana a su lado.

Lentamente devolvió a su cabeza el sombrero de peticionario. Y entonces, impulsivo, golpeó la verja con el puño. Bajó la mirada y contempló casi con asombro sus nudillos despellejados y la sangre que corría por entre sus dedos.

II

La ciudad ocupaba un ancho estuario, alineando sus edificios de fachadas amarillentas a lo largo de la playa, sobre la que yacían las canoas blancas y azules que procedían de Nayarit, embarcaciones que durante siglos se venían recubriendo con una materia impermeable cuyo secreto de fabricación había estado siempre en poder de la gente pescadora. Eran barquitas esbeltas y de alto bordo, con la proa muy curvada, lo mismo que la popa, y un soporte en el centro donde podía emplazarse un mástil para izar una pequeña vela latina.

La playa era de arena dorada, pero al borde del agua se veía sustituida por un amontonamiento de algas y conchas. Los cangrejos desprendían burbujas y removían el fondo moviéndose en sus agujeros de arena y, entre las rocas, pequeñas langostas entraban y salían continuamente de sus cavernas. El fondo del mar abundaba en seres que nadaban, se arrastraban o simplemente vegetaban. Las parduscas algas oscilaban a impulsos de débiles corrientes y las verdes hierbas submarinas se alzaban como cabelleras mientras pequeños caballos de mar se adherían a sus largas hebras. Manchados botetes, lo peces venenosos, se escondían en el fondo de aquel césped, y los polícromos cangrejos nadadores pasaban sobre ellos una y otra vez.

En la playa los perros y cerdos hambrientos de la ciudad buscaban incansables algún pez muerto o algún pájaro marino que hubiera arribado con la pleamar.

Aunque la mañana estaba tan sólo iniciada, ya se había levantado la bruma engañosa. El aire incierto aumentaba algunas cosas y levantaba otras sobre el horizonte del Golfo de tal manera que todos los panoramas eran irreales y no podía darse crédito a la vista; mar y tierra tenían las firmes claridades y la vaguedad confusa de un sueño. A esto podría deberse que la gente del Golfo creyese en las cosas del espíritu y de la imaginación pero no confiase en sus ojos acerca de distancias, trazado de contornos o cualquier exactitud óptica. Al otro lado del estuario se veía clara y telescópicamente definido un bosquecillo de mangles, mientras que otro igual a su lado no era más que una difusa mancha verdinegra. Parte de la playa opuesta desaparecía tras un telón brillante con aspecto de agua. No había certeza en la visión ni prueba de que lo visto estuviese allí o no. La gente del Golfo suponía que en todas partes ocurría igual, y no les parecía extraño. Una bruma cobriza se apoyaba en el agua y el cálido sol matutino martilleaba sobre ella y la hacía vibrar, cegadora. Las chozas de los pescadores estaban a la derecha de la ciudad, y las canoas abordaban la playa frente a esta zona.

Kino y Juana descendieron lentamente hasta la playa y la canoa de Kino, la única cosa de valor que poseía en el mundo. Era muy vieja. Su abuelo la había comprado en Nayarit, se la había legado al padre de Kino y así habla llegado hasta sus manos. Era a la vez su única propiedad y su único medio de vida, pues un hombre que tenga una embarcación puede garantizar a una mujer que algo comerá. Es como un seguro contra el hambre. Cada año Kino repasaba su canoa con la materia cuyo secreto también le venía de su padre. Al llegar a la canoa acarició su proa con ternura como hacía siempre.

Depositó en la arena su piedra de inmersión, su canasta y las dos cuerdas.

Dobló su manta y la colocó sobre la proa.

Juana puso a Coyotito sobre la manta y lo cubrió con su chal para que no le diera el sol. Estaba muy quietecito ahora, pero la inflamación de su hombro había proseguido cuello arriba hasta la oreja y tenía toda la cara enrojecida y con aspecto febril.

Juana entró unos pasos en el agua y recogió un puñado de broza submarina, hizo con ella una pelota y la aplicó en el hombro de su hijo, remedio tan bueno como cualquier otro y probablemente mejor que el que el doctor había prescrito. Sólo tenía el inconveniente de ser demasiado sencillo y de no costar nada. Los dolores de estómago no habían empezado aún. Acaso Juana había sorbido el veneno a tiempo, pero no así sus preocupaciones por su primogénito. Mas no había rogado por la curación directa de su hijo, sino porque le fuera posible halla una perla con la que pagar al doctor por la curación del niño, ya que la mentalidad del pueblo es tan insustancial como los espejismos del Golfo.

Kino y Juana empujaron la canoa hacia el agua y cuando la proa flotó, Juana se embarcó, mientras Kino empujaba por la popa andando tras ella hasta que flotó por entero y se estremeció al primer embate de las olas. Luego, con ritmo coordinado, Juana y Kino movieron sus remos de doble pala y la canoa hendió el agua con un persistente susurro.

Hacía largo rato que habían salido los otros pescadores de perlas. Al cabo de pocos momentos Kino los distinguió bajo la bruma, navegando sobre el banco de ostras.

La luz se filtraba a través de las aguas hasta el lecho en que yacían las rugosas ostras perlíferas; un lecho pedregoso y tapizado de conchas destrozadas. Este mismo banco había hecho del Rey de España un gran poder europeo en años pretéritos ayudándole a costear sus guerras y a ornar las iglesias en provecho de su alma. Ostras grises con pliegues como faldas femeninas, ostras recubiertas de impávidos peces de roca y escondidas entre largos tallos vegetales, y, por encima, pequeños cangrejos pululando incesantemente. A un accidente estaban expuestas estas ostras: que un grano de arena cayese entre los pliegues de sus músculos e irritase su carne hasta que ésta, para protegerse, recubriera el grano con una capa de suave cemento. Pero una vez empezada, el organismo no podría detener esta secreción sobre el cuerpo extraño, hasta que se desprendiera en una bajamar o la ostra fuese destruida.

Durante siglos los hombres habían buceado para arrancar las ostras de sus lechos y abrirlas, en busca de granos de arena recubiertos. Nubes de peces vivían desde entonces con las ostras devueltas rotas al mar. Pero las perlas eran meros accidentes y hallar una era suerte; un golpecito amistoso de un dios en el hombro del escogido.

Kino tenía dos cuerdas, una ligada a una pesada piedra y la otra a un cesto.

Se quitó camisa y pantalones y dejó el sombrero en el fondo de la canoa. El 10 agua parecía oleaginosa. Cogió la piedra con una mano y la canasta con la otra, se sentó en la borda con los pies en el agua y la piedra lo arrastró al fondo. Se alzó tras él un torbellino de burbujas y poco después el agua se aclaró y pudo ver. Por encima, la superficie del agua era fuliginoso y ondulante espejo, roto aquí y allá por las quillas de las canoas.

BOOK: La perla
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