La piel del cielo (14 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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Pensar en la bóveda celeste lo salvaba. Hacía cálculos mentales, comparaba el brillo de los astros, recordaba que Copérnico había rebatido las teorías de Aristóteles. De eso tendría que hablar con Revueltas.

Parecía como si la vida se escapara, goteando, dejando grietas y un pavimento seco, resquebrajado, en donde los baches eran cráteres a ras del suelo. Había cosas que lo hacían pensar, un hombre fuerte, de mirada desafiante, avanzaba en la calle con la cojera que suele darle a los niños que nacen con los pies para adentro y ningún aparato ortopédico corrige hasta que terminan pisando sobre sus tobillos y los vencen. De no ser por esos tobillos vueltos muñones a ras de suelo, el hombre sería un atlante. Al no poder contar con sus piernas había desarrollado un tórax poderoso, pero lo más fuerte era su mirada. Lorenzo concluía que un pobre vence el infortunio con mayor voluntad que los demás. Cualquiera de la pandilla, envuelto entre algodones, se habría dejado ir. Este hombre sabía de su propia fragilidad y de la frialdad del universo. Y sin embargo no se sentía inferior, su contacto con la tierra le había enseñado que el gorrión es más rápido que él, el perro oye mejor, el insecto detecta la miel mucho antes que él la bondad en los otros, pero él no iba a dejar que una cochina enfermedad lo venciera.

A veces los rostros se abrían en una sonrisa reconfortante que ignoraba su propia seducción y por eso mismo ganaba en gracia. Esa sonrisa de encías rojas como los jitomates volcados en la carretera tenía mucho de herida.

Hasta que Lorenzo optó por el silencio. Era su coraza pero también un arma que más tarde se volvería peligrosa. En los años por venir guardaría un reprobatorio silencio cuando todos ansiaban escucharlo. En el futuro, los rostros se levantarían hacia el
presidium
y él escatimaría su juicio.

De regreso a la calle República del Salvador 25, hacía partícipes a las infanterías de sus dudas. Habría querido tener acceso a los señores del consejo de redacción, Martínez Adame, Mesa Andraca, Villaseñor, Zevada, pero ellos entraban presurosos a ver a don Chicho y apenas saludaban. El caricaturista Chon, José Chávez Morado, llegaba derrapando con su cartón en la mano. Villaseñor, peinado con glostora, le parecía displicente. ¿Cómo iban a escribir si no entraban en contacto con la realidad de los cinturones de miseria? ¿Con qué fundamentos daban directivas si no salían al campo a ver lo que él, Lorenzo, había padecido?
Combate
se enfrentaba a Manuel Ávila Camacho, católico, creyente y anticomunista declarado, y al mercantilismo de la gran prensa, pero ¿cómo podía hablar
Combate
de los mineros de San Luis Potosí sin haber bajado al socavón? Es cierto, apoyaban la huelga de Nueva Rosita, Coahuila, contra la American Smelting, pero faltaban reportajes directos y confiables.
Combate
criticaba acremente a los Estados Unidos y las exigencias yanquis de pago de El Chamizal.

—No sólo debemos buscar otra forma de repartir
Combate
, tenemos que cambiar su concepción —le dijo Lorenzo a Revueltas—. ¿A quién nos dirigimos? Este país no es Rusia. Tenemos que escribir en términos inteligibles para los campesinos.

—Díselo a don Chicho, yo te acompaño.

De los camaradas, el único que lo comprendía era Revueltas; había que leer a José María Luis Mora,
México y sus revoluciones
, a Bertrand Russell, a Barbusse, a Romain Rolland. «¡Qué época la nuestra, los héroes legendarios viven entre nosotros y son nuestros contemporáneos!».

—¿Sabes lo que pidió Mora en 1824? Que desapareciera la palabra indio del lenguaje oficial, para que sólo se hablara de mexicanos pobres y mexicanos ricos y cuando se recibieran denuncias de comunidades tlaxcaltecas por despojo, Mora les recordó a los diputados que como habían acordado que los indios no existían, tampoco podían exigir derechos agrarios. ¡Él debería ser nuestro ideólogo hoy en día!

Una tarde, Revueltas entró al privado de Bassols acompañado por De Tena, dispuesto a desafiar la severa mirada del jefe.

—Vengo a pedirle permiso de ausentarme en la tarde, mi mujer Olivia está a punto de dar a luz.

—¡Qué contrariedad, amigo Revueltas, ahora que lo necesitamos en un asunto inaplazable! ¿No podría parir más tarde?

Lorenzo no supo si reír o llorar.

—Compañero De Tena, recuerde que viaja usted mañana.

—¿Qué caso tiene? ¿De qué sirve lo que estamos haciendo? —había angustia en su voz.

—¿Qué dice, compañero?

—Este país está condenado, licenciado Bassols, no hay nada que hacer.

—Recuerde, compañero, que el sentimiento de derrota es reaccionario, le está usted haciendo el juego al enemigo.

—Soy realista, el camino es otro. Hay que sacar a la gente de la ignorancia y de la miseria. Lo primero es alimentar, luego enseñar a leer, educar. Nadie puede pensar con el estómago vacío.

—Pues guárdese sus certezas. Es su origen reaccionario el que le hace hablar así, camarada.

—Es mi convicción después de repartir
Combate
.

—Si todos tuvieran esa misma certeza, adónde iría a dar nuestro país, compañerito. En
Combate
criticamos las acciones del gobierno. Le he tenido mucha paciencia, De Tena, y le ordeno que salga mañana a cumplir su cometido.

—No se preocupe, licenciado, saldré pero lo que estamos haciendo vale un carajo. En fin, me consuelo pensando que hace mil millones de años, las bacterias formaban la vida en la Tierra y dentro de mil millones de años, es muy probable que desaparezca la Tierra con todo y la especie humana…

—No se pase de listo, Tena.

—Perdóneme, licenciado, pero advertir los riesgos de no tomar medidas a tiempo para evitar daños irreversibles es una obligación moral de
Combate
.

—Ya sé que le interesa la ciencia pero por ahora no tengo tiempo de escucharlo, Tena. Mañana se va usted a Puebla y no me vaya a decir que es un pueblo perdido donde
Combate
nada tiene que hacer.

En Puebla, Lorenzo buscó al Bloque de Estudiantes Socialistas que defendieron a la República Española y recibieron a los niños enviados a Morelia. Según Bassols, le ayudarían a distribuir
Combate
. Se suscribieron Gastón García Cantú y Antonio Moreno. Lograr dos suscripciones era una proeza inaudita. No sólo eso, lo invitaron a tomar café y menos desanimado, Lorenzo la emprendió hacia Punta Xicalango, cerca de Ciudad del Carmen. En Villahermosa, Tabasco, haría contacto con seguidores de Garrido Canabal.

Cuando el aire por la ventanilla del autobús empezó a despedir vapores más calientes que los del motor, Lorenzo se reconcilió con su viaje. Las espesas matas de los cafetales con sus frutitos rojos se apretaban en contra de la carretera y la vegetación se hizo desorbitada y lujuriosa. Las ceibas parecían alcanzar el cielo. Una tormenta pasaba oscureciéndolo y Lorenzo pensó que los ejemplares de
Combate
se mojarían a pesar de la manga de hule. Definitivamente le gustaba más ir al sur que al norte y Bassols lo había enviado al Estado más esplendoroso de México, Veracruz.

El espíritu de Lorenzo descansó cuando llegó a un pueblo de pescadores sobre el mar, muy pobre, dentro de una bahía protegida y rodeada de palmeras. Apenas sintió que algo líquido venía del horizonte se reconcilió con el calor infernal y el olor a gasolina del autobús. «Allá junto a la playa hay donde se quede», le dijo el chofer. Unas cuantas mesas de metal con sillas cortesía de la cervecería Corona y cuatro o cinco cuartitos conformaban el hotel, que no valía nada, pero la presencia de una mujer vestida de negro y con medias negras le llamó la atención. El negro la espigaba y las piernas bien moldeadas sobre tacones altos lo intrigaron. La acechó tanto como al mar y a los alacranes (contra los cuales no tenía antídoto) y la vio abanicarse, lánguida, para después tirarse con todo y tacones-aguja en la única hamaca. «La va a romper». ¿O sería la dueña? Sólo la dueña se atrevería a una acción semejante.

En la noche Lorenzo salió a caminar y levantó los ojos al cielo. ¡Qué suerte, la Vía Láctea! ¿De qué estaría compuesta? Al regreso, la mujer de negro seguía en la hamaca. Lorenzo decidió abordarla. «¿Le puedo ofrecer una copa?». Ella accedió con la misma languidez con la que se había mecido. «Está bueno, pero aquí mismo. Yo no frecuento las cantinas». «¿Hay muchas?» «Es lo que más hay», sonrió una media sonrisa. Lorenzo le sonrió abiertamente y ella no tuvo más remedio que responder a su encanto. «Tienes una sonrisa irresistible, niño». «¿Niño? —se molestó—. Ni tanto». Ese «niño» era un desafío. Quizá sin él Lorenzo no se habría propuesto demostrarle a la patrona lo hombre que era. Cuando se quitó las medias, surgieron sus piernas más blancas que la leche. Hasta burbujeaban. «Nunca me da el sol. Nunca salgo de día. No me gusta. Quemarme me hace daño. Sólo camino en la noche a la luz de la Luna y las estrellas». La palabra
estrellas
lo hizo aceptar su pelo largo y negro a lo María Félix, demasiado abundante, y su falta de imaginación, a pesar de que ella la sugiriera a un grado superlativo.

—¿Cómo te llamas?

—¡Qué importa!

—Necesito saberlo.

—Soy Lucrecia.

—¿De veras? Vente, vamos al mar.

—¿A esta hora?

—La mejor hora es entre las tres y las cuatro de la mañana.

Seguro de que ella lo seguiría —no habían dormido en toda la noche—, se echó a andar. Tras él, Lucrecia caminaba sobre la arena fría y un poco dura: «Es que tiene conchas». Cuando la arena empezó a humedecerse, Lucrecia se quitó el vestido y entró al agua de mar más negra que la tinta. Él dejó en la playa su único par de pantalones y la siguió desnudo. Dentro del agua, Lucrecia lo abrazó, se repegó a su cuerpo, vientre contra vientre, piernas entreveradas, su pecho en el suyo. Eran de la misma estatura. Oyó su respiración que parecía ser la del agua negra. Así de pie, el uno frente al otro, la poseyó. Luego ella se puso de espaldas y llevó sus dos brazos hacia su cintura, ahora sí, así, empálame, sácame del agua, así, por tu sola fuerza. Recubierta por el agua y la noche, la mujer se volvió inmensa y para él la esencia misma del misterio. En sus flancos el agua de las olas resbalaba dulcemente. Ni un sonido. La suya era una larga navegación a través de las paredes salinas de esta mujer portentosa. Un silencio inmenso caía desde la bóveda celeste. La mujer lo envolvió en un largo movimiento de oscuridad, como si lo cobijara. Allí del otro lado debía estar la playa, porque Lorenzo ya no sentía el movimiento de las olas, no sabía ya si iban a morir, la mujer desaparecía, aparecía más rotunda en cada resurgimiento, era un coloso, se movía tan poderosamente que temió que en una de ésas se ahogarían los dos. Un estremecimiento continuo parecía venir del agua y de su peso. «No me importaría morir ahora», pensó Lorenzo, pero de inmediato se reconvino. «Tengo demasiados
Combates
que repartir». Siempre eran demasiados. Envuelto en sus largos muslos líquidos, Lorenzo ya casi no oía el mar, o el agua era esta mujer a la que él le había llovido adentro y que ahora le llovía encima. El sonido de las aguas se ensanchó y tuvo algo de taconeo. Lorenzo sintió que él estaba cavando un surco en el mar-cuerpo de la mujer. De pronto ya no la sintió y empezó a buscarla con ademanes de ciego hasta que oyó su voz:

—Ven —le dijo, y salió de la noche y del agua.

Sobre la arena imaginó su blancura fulgurante. Recogió su vestido abandonado y le señaló: «¡Aquí está tu pantalón!». «Bruja, ¡cómo puedes saberlo si todo aquí es invisible!». Caminaron sin titubeos hacia la palapa. En la puerta, la mujer se inmovilizó. «Ahora vete a tu cuarto». «No quiero dejarte». «Entonces ven al mío».

Cuando Lorenzo despertó, lo deslumbró la luz del día. Eran las dos de la tarde. En el hotel no había nadie. Oyó un ruido que le pareció de trastes y se dirigió a lo que supuso la cocina. «¿Podrían regalarme un cafecito?». Era infame. «¿Y la señora?», le preguntó Lorenzo a la muchacha. «Se fue». «¿Adónde?» «A Oaxaca». «¿Cuándo salió?» «Esta mañana temprano». «Ah». Lorenzo decidió marcharse a la mañana siguiente y pidió la cuenta. «La señora Lucrecia dejó dicho que no le cobráramos y que regresara cuando quisiera, que ésta es su casa».

En la Liga de Acción Política, a Lorenzo le atrajo un hombre de expresión inteligente que escuchaba con intensidad las intervenciones de Bassols. Además de un ostentoso aparato de sordera en la oreja izquierda, hacía una mampara con la mano sobre la derecha para no perder la voz de don Chicho.

Cuando le tocó su turno, lo deslumbró. Era un extraordinario orador, incluso más persuasivo que Bassols.

—¿Quién es? —le preguntó a Revueltas.

—Se llama Luis Enrique Erro, no sabes qué revolcada acaba de darle a Ezequiel Padilla en la convención en Querétaro a propósito de un plan de financiamiento de escuelas rurales. La gradería protestaba airadamente con gritos, chiflidos y pataleos, Erro comenzó a hablar sin que lo escucharan, pero en un momento dado el público guardó silencio. Transformado por la brillante exposición de Erro acabó ovacionándolo. Su estilo es el de los ironistas ingleses, no hay otro como él, es de los que quieren cambiar la educación y hacerla extensiva a todos. Fue jefe de enseñanza técnica con Bassols en la Secretaría de Educación Pública y creó el Consejo Nacional de Educación Superior e Investigación Científica.

—¿Científica?

—Sí, es radical, de los fundadores del Politécnico, todos de extrema izquierda. Es de los que creen en la educación socialista, de allí su interés en las escuelas técnicas.

Lo que nunca supo Lorenzo es que también Erro notó su fogosidad.

11.

Cuando Luis Enrique Erro lo invitó a su departamento en la calle de Pilares en la colonia del Valle, aceptó halagado. «Voy a ir a casa del viejo», le dijo a Revueltas. «¡Qué honor, es un tipazo!». Al igual que Revueltas, De Tena vivía en pugna consigo mismo. «¿Tú crees que está bien que no asista hoy en la noche a la Liga?» «Claro, no seas tonto, no estás de guardia, ¿o sí? En cambio yo tengo que quedarme en Mesones hasta tarde, porque si no Rafael Carrillo me echa la viga».

Para su sorpresa, en casa de Erro no lo invadió la zozobra de la política. Por un momento cesó la exaltación de las misiones callejeras que emprendían con Revueltas casi desde la madrugada. Nadie avizoró catástrofes. La conversación se alargó y a eso de las nueve de la noche Erro preguntó con la particular mirada inquisitiva de los sordos, como quien comparte un secreto: «Tengo un telescopio instalado en la azotea, ¿le gustaría verlo?». Claro que Lorenzo quería. Erro maniobró su telescopio Zeiss y apuntó hacia Sirio, la estrella más brillante del cielo, y se la señaló, luego localizó la Osa Mayor y de nuevo lo llamó: «Mire usted, esta noche se ve mejor que nunca».

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