Además, impulsar por la noche el notable talento de Juan para las matemáticas y otro más insuperable aún para el pensamiento abstracto, lo edificaba. Era casi una comunicación con Dios. Raimundo esperaba la llegada de Juan, siempre en la calle, con emoción. Ese muchacho callado y escurridizo conocía todas las respuestas. «Puede ser un inventor —le dijo a la tía Tana—, tiene una capacidad extraordinaria». «¿Inventor de qué? ¿De maldades? Porque se me han desaparecido varias cosas y Juan es el único que siempre tiene dinero». «Doña Tana, se lo aseguro, se trata de un cerebro privilegiado». La tía Tana sorprendió a Leticia al responder. «Pero no más que Lorenzo, de eso estoy segura».
La presencia de Raimundo resultó benéfica en Lucerna porque la familia entera vivía a la merced de los acontecimientos, y como don Joaquín era incapaz de tomar una decisión, Raimundo vino a suplir la figura paterna. Vivían «a lo que Dios mande, lo que Dios diga», y rezaban, vacíos de toda voluntad. Cualquiera con agallas que llegara a Lucerna 177 podía volverse capitán de navío sin proponérselo siquiera. «Lo que diga Raimundo, Raimundo es el que sabe, Raimundo manda».
Raimundo decidió llevar de excursión hasta al más pequeño, Santiago, al que cargaba con facilidad. «Que conozcan el campo, vean el atardecer, escuchen el tañido de las campanas y estudien el barroco en manos indias en las iglesias de pueblo. Vamos a salir de la ciudad a respirar el buen aire de montaña de los grandes volcanes, el Izta y el Popo». La proposición fue del gusto de todos, hasta de Lorenzo, que los habría acompañado si sus sábados y domingos no estuvieran requeridos por los Beristáin.
Preparar la mochila, ¡qué alegría!, sobre todo porque Ray (como ya lo llamaban) advertía a doña Tana:
—Si no volvemos el sábado en la noche, es que pernoctamos en alguna granja.
Regresaban con los brazos llenos de fruta y ramos de flores silvestres, hablando de estípites y de estilo mudéjar, de capillas abiertas y capillas posas, de vírgenes traídas de España y vestidas de seda por beatas de pueblo. Sabían distinguir el cordón de San Francisco en lo alto de las iglesias y cuál orden había construido qué y en qué sitio. Santi coleccionaba mariposas, piedras de río, idolitos encontrados en los sitios arqueológicos. En el autobús entonaban canciones de España guiados por Raimundo, que les había pedido que ya no le dijeran padre, ni hermano, sólo Ray; incluso les enseñó algunas rimas poco ortodoxas, como la de la Virgen de Begonia: «Virgen de Begonia, / dame otro marido, / porque el que yo tengo, / porque el que yo tengo, / no duerme conmigo».
Nadie se dio cuenta del impacto que el preceptor ejercía en Leticia, salvo quizá su hermano Juan, tan abstracto como la física por la que sentía especial inclinación. Quizá pensó que en eso no hay nada que hacer. A los quince años las mujeres son bonitas por el sólo hecho de ser jóvenes, pero Leticia lo era porque quería serlo y que todos se dieran cuenta. El único que hubiera podido moderar los impulsos de su naturaleza era su hermano mayor y Lorenzo se la pasaba en Bucareli, en Tribunales, en la redacción de
Milenio
, en la biblioteca del doctor Beristáin o quién sabe dónde diablos. Su tiempo era de él, no de sus hermanos. Quería pensar, reflexionar, vivir en el mundo de las ideas, y gracias a la presencia del futuro sacerdote podía dedicarse a sí mismo, tranquilo porque el futuro de sus hermanos estaba en las manos de un encaminador de almas, un hombre de Iglesia.
Leticia comenzó por tomar la mano de Ray en los senderos abruptos y guardarla más de la cuenta. Luego, con la inconsciencia y la fogosidad de la juventud que provoca sin proponérselo, se echó en sus brazos hasta que él la abrazó también en el abrazo definitivo, el de un hombre y una mujer que se desean. La tía Tana se dio cuenta de que algo sucedía: Leticia, los ojos demasiado brillantes o llorosos, se encontraba siempre en el camino del instructor. Como la tía Tana había leído en francés a Stendhal y
La cartuja de Parma
le pareció el más descarado de los libertinajes, devolvió al seminarista a su orden y en consejo de familia le advirtió a Lorenzo, azorado, que su hermana era una descocada y que de ahora en adelante él se haría responsable de su futuro. «Me lavo las manos, hice todo por ustedes, huér-fa-nos, pero nada me ha salido como lo había pensado. Tú huyes de la casa, Juan me robó y ahora Leticia pierde la cabeza. No puedo más».
Lorenzo miró a Leticia con verdadero horror. Quería racionalizar su odio por «el pinche curita» —que así llamaba al desaparecido—, pero de hallarlo lo habría matado a golpes. También la debilidad de Leticia le era repugnante. Claro, los hombres son unos aprovechados, nadie había sabido cuidar a la hermana menor, incluyéndolo a él, pero Leticia era un gusano. Le reclamó a Juan que se aparecía de vez en cuando y éste se limitó a reponer secamente:
—Tú que tanto estudias, ¿no has leído nada acerca de la naturaleza humana?
Resulta que Juan sabía mucho más de la vida que Lorenzo, entraba a los tugurios de mala muerte, a la plaza Garibaldi y a la calle del Órgano; las prostitutas no tenían secretos para él, era su cuate del alma, les hacía favores, ejercía poder sobre ellas y lo buscaban para que les guardara su dinero porque quién sabe por qué artes, Juan se los duplicaba. A Lorenzo se le abrió el mundo. No sólo Leticia era una perdida; Juan, el hermano con tantas disposiciones para el pensamiento abstracto, se dedicaba a algo muy concreto: a los antros de vicio. Casi un padrote, sus amigos malvivientes lo habían jalado a los bajos fondos mientras él, Lorenzo, leía
Los hermanos Karamazov
y
Crimen y castigo
a la sombra del doctor Beristáin.
—Tena, usted no está dando una conferencia, está haciendo demagogia.
—¿Demagogo yo? —se atragantó Lorenzo.
—Sí, señor De Tena, sí, ab-so-lu-ta-men-te. Los conocimientos heredados hace siglos son verdades absolutas. Poner todo en entredicho es una provocación. Baje usted por favor del podio y regrese a su lugar. El respeto a creencias milenarias es algo que todos exigimos en esta institución.
—Los demagogos y los acomodaticios son ustedes —interrumpió Lorenzo en el colmo de la indignación—. ¡Éste es un semillero de puestos públicos, nadie discute nada porque todos aspiran al poder y temen no llegar si se insubordinan! Un puesto en el gobierno es una fuente de enriquecimiento y para conseguirlo es indispensable el servilismo y la corrupción. El poder en México denigra al individuo. No discutir ni investigar es obstruir el progreso de la ciencia. Hay que volver a cuestionarlo todo. Ustedes son unos arribistas, unos acomodaticios, unos políticos de quinta.
—Señor De Tena, le ordené que bajara.
—Si no pensamos con nuestra propia cabeza —vociferó— nunca vamos a progresar. Si nos dejamos no sabremos aplicar nuestras deducciones a la realidad del país. Lo único que quiero es utilizar mi cabeza…
El profesor levantó la mano en el aire.
—Señor De Tena, voy a tener que llamar al director.
Definitivamente, Lorenzo no se acoplaba a la Libre de Derecho. En la Universidad jamás le hubiera pasado algo semejante. Allá había libertad de cátedra, cada maestro podía enseñar lo que quería. Ya había provocado otra disputa al afirmar que el conocimiento y la fe eran distintos. «Si sus compañeros tienen fe, no veo por qué los somete a interrogatorios que no le corresponden. Sembrar la duda parece ser una de sus metas, señor De Tena, y aquí estamos para aprender, no para errar el camino. Además, en lo que dice hay un acento de prepotencia que a muchos maestros nos disgusta particularmente… En fin, la vida, estoy seguro, se encargará de bajarle los humos».
Lorenzo asestaba golpes a diestra y siniestra. Vivía la muerte de Lucía en carne propia; la carne descompuesta de su amante lo cubría de inmundicia. También inmundo, el embarazo de Leticia, y más sucios aún los comentarios de la gente en torno al crimen de la casa de Insurgentes. La intimidad de esta mujer «de la alta» fascinaba a la llamada aristocracia.
Boccato di cardinale
, dijo el tío Manuel introduciéndose en la bocaza un
petit-four
a la hora del bridge, y ese ademán prosaico en un hombre recatado sumió a Lorenzo en la perplejidad. «¡Qué asco!». Si así reaccionaba él, cómo serían los demás. Ahora que ya no estaba viva para defenderse, sus más inocuos ademanes eran desmenuzados y lo que Lorenzo tenía que oír en la calle, en Tribunales, en la redacción de
Milenio
, cargada de malos olores, lo sumía en el estupor. Sentía su cuerpo manchado y el de los demás también. Si alguien acercaba su rostro afeado por el chisme al suyo se echaba para atrás, como si de pronto hubiera descubierto que los hombres sudan, defecan, se vuelven masas informes y sanguinolentas. El pavimento también hedía a orines, el horror de la muerte de Lucía lo acompañaba y se preguntaba, espantándose moscas inexistentes, si no se volvería loco.
A unas cuantas cuadras de la casa de Lucerna, en un edificio en la calle de Marsella que se venía abajo cada vez que alguno jalaba la cadena del excusado, Lorenzo se instaló con su hermana. Tres piezas mezquinas por sus proporciones y sus ventanas al muro de enfrente hicieron que Lorenzo de Tena se sumiera en el abatimiento. Ya no asistía a la Libre de Derecho y aunque lo sacara de quicio tener que acudir al bufete de Rosendo Pérez Vargas, que lo explotaba, el sueldo le era indispensable sobre todo ahora que tenía que pagar renta y mantener a su hermana.
En Mesones 35 compró una Smith Corona con doble tabulador para que los márgenes quedaran alineados verticalmente, y con ayuda de otro pasante, José Sotomayor, que dominaba la mecanografía, hacía los escritos de demanda.
—De Tena, cóbreme hoy lo de Fletes El Rápido, que ya me reclamó la compañía de seguros.
—Esas cuentas son incobrables por pequeñas y por viejas —protestó Lorenzo.
—Vaya hoy mismo. ¿Ya tiene escritas las demandas?
—No, no hay nada peor que escribir estas demandas —se desesperó Lorenzo.
José Sotomayor lo sacó del atolladero. «Preséntalas en el Juzgado Segundo de lo Civil porque allí trabajan rápido y no piden gran cosa de propina».
—Desde que entré al despacho, las únicas dos palabras que oigo son propina y mordida —se encolerizó Lorenzo, a quien el bufete ponía de pésimo humor. Entraba en ebullición en las antesalas y rumiaba su rencor durante las largas horas de espera a que firmara el juez.
Acompañado por el actuario, acuerdo en mano, notificó la demanda de Fletes El Rápido en Moneda 64. No encontró el número pero lo esperaba una sorpresa. En la acera de enfrente salían notas de piano y violín de las ventanas de la academia de música del maestro José Montes de Oca en la Casa de los Siete Príncipes. «¡Cómo no estudié música! De haber aprendido a tocar el violín estaría allá adentro y no aquí cobrando unas méndigas facturas». Varios camiones aguardaban estacionados. «Ese número no existe, jovenazo, pero a lo mejor Saúl el de los fletes de la esquina sabe». Los fletes de Saúl eran los Mercurio y más adelante La Flecha. Nunca habían oído hablar de El Rápido. Los dueños de los camiones mandan hacer facturas con un nombre mítico, Fletes Pegaso, Transportes Veloz, Mudanzas La Confiable, Fletes Cóndor, Galgo, Trueno, que desaparecen a la velocidad de la luz. El actuario miraba a Lorenzo, que apenado lo invitaba a comer las garnachas blancas y vaporosas de una quesadillera en la esquina de Moneda, donde choferes y cargadores se relamían. Lorenzo bañaba su garnacha en salsa verde, el actuario prefería la roja.
Alicaído, Lorenzo acompañaba al actuario hasta Donceles y lo despedía en la puerta de Tribunales. «Apenas sepa algo le aviso, disculpe la pérdida de tiempo». ¡Cuánta inexperiencia la suya y cuánta corrupción la de los fleteros y qué desesperante esta vida de amanuense, tinterillo, pasante, cagatintas! ¿Cómo le hacían Diego Beristáin y el resto de la pandilla para aguantarla?
Sin embargo, a Lorenzo lo resarcían Madero y San Juan de Letrán. Frente al edificio Guardiola, en la esquina de 5 de Mayo, un gordito de sombrero de fieltro había montado un telescopio e interceptaba a los transeúntes:
—Hábleles de tú a las estrellas.
Lorenzo ajustaba el telescopio, afocaba con cuidado y en la lente aparecía la Luna, mientras el merolico seguía pregonando:
—Pasen a ver la Luna, pásenle que hay para todos.
A veces tres o cuatro personas y un perro hacían cola, bueno, el perro ya la tenía hecha. Entonces el astrónomo del asfalto se daba vuelo con sus conocimientos.
—Vea la Luna por cincuenta centavos, visítela, conózcala, hágala suya. ¡A lo mejor, de pasadita, ve a Dios!
La idea de un dios biológico que interviene en la vida diaria y dirige la evolución orgánica permeaba la esquina de 5 de Mayo. Lorenzo estaba por contradecirlo y afirmarle que la biología, la astrofísica y otras ciencias demostraban lo contrario, pero el merolico se resistiría a esa explicación como los cuates de la pandilla, los compañeros en la Libre de Derecho, la tía Tana. Cuando el mundo real del espacio, el tiempo y la materia se descubriera, ¿qué les pasaría a los hombres genéticamente entrenados para aceptar una verdad al descubrir otra? Él, Lorenzo, le daba un significado cósmico a casi todo, incluyendo los eventos más comunes de la vida diaria. A lo mejor el loco era él; muchas veces había pensado que le gustaría disolverse en algo más grande que él mismo, quizá en el cosmos atisbado por ese deficiente telescopio. A lo mejor en eso consistía la felicidad.
A la cuarta vez, el astrónomo de banqueta reconoció a Lorenzo:
—A usted, jovenazo, sí que le gusta andar en la Luna.
La presencia de Leticia y el volumen de su vientre en nada ayudaban a su estado de ánimo. Leticia lo lastraba, le pesaba cada vez más, lo engordaba a él también. Tropezaban en el corredor, en el baño, perdón, discúlpame, no sabía yo, es que esto no tiene llave, lo siento. Leticia ya no cantaba, su humanidad los confrontaba a cada instante; ya no eran los hermanos alados y transparentes frente al espejo sino dos bultos sudorosos y apenados que se ensanchaban impidiendo la circulación del aire. Escuchaban las pisadas, uno de otro, con aprensión. «Ya viene, ya se va, ya cerró la puerta». Anticipaban con resentimiento las frases que entrecruzarían. Lorenzo permanecía en la calle el mayor tiempo posible, a veces, sentado en una banca en la avenida Álvaro Obregón con tal de no ver a su hermana.
En la cocina, sobre una diminuta mesa de palo traída de La Merced, Leticia le servía de almorzar y, a diferencia de la bendita Tila, lo hacía mal. Además, le producía náusea. Una mañana, Lorenzo interrumpió su larga retahíla de comentarios acerca del funcionamiento del edificio: «Leticia, cállate, no me dejas pensar», y cuando la escuchó llorar detrás de la puerta de su recámara, sintió tanta rabia que le espetó, inmisericorde, dispuesto a acabar con ella: