La piel del cielo (7 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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Al regresar a la buhardilla en Lucerna se sintió dueño de la calle, las casas cómplices le cerraban el ojo, las aceras bajo sus pies ligeros le repetían a cada paso: «Tú eres dueño y señor, dueño y señor, dueño y señor». El aparato entre sus piernas, agresivo y muy bien hecho, había llevado al orgasmo a esa mujer probablemente experimentada. Gracias a esa arma perfecta que hacía de él un hombre, tenía bajo su poder a una vieja veinte o más años mayor que él. Lucía se hincaría a sus pies, cada juego de bridge terminaría en una orgía de dos, qué faena la suya, tenía curiosidad de saber qué diría Diego cuando se lo contara.

Expresarse a través del deseo era para Lorenzo totalmente nuevo. Ahora sí quería hacer el amor, poseer, volverse Jonás, perderse dentro de la gran ballena rosada, la sola idea lo hechizaba. Los jueves se volvieron el punto más alto de la semana. Sin embargo, al siguiente jueves, después de caminar las cinco calles que separaban ambas casas, Lucía se despidió, sin darle un vistazo siquiera a su erección:

—Buenas noches, muchachito, que duermas con los angelitos.

El rechazo lo hundió en la humillación pero ella seguía intrigándolo, ¿por qué unas veces sí, otras no? El grito de su tía: «Lorencito, baja por favor a acompañar a Lucía a su casa», se volvió un canto de sirenas.

Lucía tomaba familiarmente su brazo y él intentaba adivinar qué sucedería. Algunas veces era horriblemente distante, otras, horriblemente apasionada. Ella lo poseía, lo montaba, se transformaba en un macho cabrío. Él era su cosa, su amante y su hijo a la vez. Lo mecía como a un niño en esa cama de dosel con florecitas. Lo único que Lucía no hacía era caminar desnuda por la recámara, a diferencia de Cocorito, la mesera. Su orden fue terminante: «No prendas la luz», y esa oscuridad la volvía más tierra promisoria, el jugar a las escondidas burlaba la realidad. «¡Lucía, Lucía, no me dejes nunca!», se sorprendió gritándole una noche y se preguntó cómo era posible no haber sentido nunca algo semejante. Perderse en Lucía, perderse por Lucía. Jamás imaginó perderse por una amiga de Cayetana, a quien consideraba prácticamente una anciana. ¡Qué falta de respeto a sí mismo y a ellas! A partir de Lucía miró a su tía con nuevos ojos. ¿Quién era? ¿Qué hacía en su recámara? ¿Don Manuel, tan desabrido, la alcanzaba en la noche entre las sábanas? ¿Y la buena de Tila, qué hacía cuando iba a su pueblo? ¡Las mujeres, qué misterio insondable y qué pantano! Sin embargo no podía sino aguardar enfebrecido en su buhardilla el grito de la tía Tana abriéndole las puertas del paraíso con su agudo: «Lorencito, haznos el favor de acompañar a Lucía», que lo hacía aventarse por la escalera y llegar las mejillas enrojecidas a la sala, lo cual hacía exclamar a doña Cayetana:

—Míralo, parece una manzanita.

A esa manzanita le hincaría los dientes la yegua salvaje de Lucía, ¿o lo mandaría sin recompensa de vuelta a casa? Una noche, Lorenzo decidió ganar la partida. Apenas abrió Lucía, despidiéndolo, metió su pierna en la puerta.

—Óyeme, muchachito…

Lorenzo se le echó encima en el corredor mismo, antes de subir la escalera, y ella rió halagada, los labios un poco hinchados y ese ademán lento del cuerpo que se dispone a la entrega. Lorenzo recordó el consejo de Diego: «Tú hazles la lucha, podrán decirte que no pero siempre te lo agradecerán». Pinches viejas, pinche Lucía. Esa noche la poseyó como nunca y él fue la voz de mando: la hizo como se le dio la gana, en un momento dado prendió la luz y la vio. Sus pechos llenos tenían la belleza de las frutas, la miel escurría, se expandía sobre todo su cuerpo armonioso y dulcísimo, era más bella que Cocorito, esta mujer era la Tierra misma con sus axilas un poquito flojas y sus ingles a punto de la entrega. Ella se cubría el rostro y él la miraba arrobado, amándola, sin escuchar su aleteo desesperado. Qué hermosa, Dios mío, qué hermosa. El que ella no lo creyera sólo la hacía más deseable. Tonta, tontita, linda tontita, si eres lo más bello que he visto, Iztaccíhuatl, Popocatépetl, Pico de Orizaba, Nevado de Toluca, cráter de miel y uvas negras. Ninguna mujer de cincuenta años debería avergonzarse de su cuerpo, él lo recibiría como una lluvia largamente esperada. Lucía se dio cuenta de la rendición en sus ojos, el mocoso le devolvía su confianza en sí misma, aunque a lo mejor no tenía con quién compararla, qué bueno, se volvería cada día más ferviente, ella sabría verter el aceite, mantener la llama en la veladora, alimentar su devoción. Lucía impondría las reglas, no, no, que él las impusiera, dejarse ir, asirse al torso de Lorenzo, a la anchura de sus hombros y a su don de mando, a su cabello que se enchinaba en la nuca y a la sabiduría en sus ojos, a su fogosidad y sobre todo a su audacia que nunca nadie habría sospechado. Por primera vez desde su juventud no sentía vergüenza de su desnudez frente a un hombre. «Lorenzo debería haber sido el primero», pensó con ternura. Era él quien merecía haber hecho correr la sangre por sus muslos. ¿Era todavía lo suficientemente estrecha? Las convulsiones de su amante, sus piernas que temblaban hasta los talones lo demostraban. Él la había sacado a ella de su propio cuerpo. Qué hombre tierno y violento a la vez. Había conocido a hombres atrevidos pero como este muchachito, ninguno. Al tener a semejante pariente, doña Cayetana de Tena subía en su estima.

6.

Las actividades de Lucía, consignadas en una diminuta agenda de Hermès, llenaban a Lorenzo de asombro, sus
affaires d’argent
como las llamaba, le parecían insólitas. Tenía varias
maisons de rapport
en el centro de la ciudad, en Donceles y en Isabel la Católica, y su
homme d’affaires
cobraba rentas que a ella le permitían viajar a España tres o cuatro veces al año para cultivar su amistad con Alfonso XIII. En su casa reinaban los grandes de España aunque Lorenzo estuviera a punto de desbancarlos. No vivía ya sólo en función de «los reyes» aunque la inercia de la costumbre inmovilizara sobre el piano la fotografía en marco de plata de Alfonso XIII con su dedicatoria: «A Lucía, mi cariño». Para ser digna del rey, iba con frecuencia a la Casa Armand, a renovar el
trousseau
destinado al Palacio de Oriente en Madrid, donde no podía repetirse. El rey, la reina, los príncipes, la Corte tenían en la pupila sus anteriores modelos. Renovarse o desaparecer. El desfile de modas se iniciaba a bordo del
Queen Elizabeth
, donde el capitán la requería a su mesa desde la primera noche. Entre tanto solía invitar a su casa a los diplomáticos europeos porque viajaban constantemente y podían ser invitados a su vez a la Corte y allí mencionarla, afirmar que recibía como reina y que su salón era el más exclusivo de México.

Aunque jamás echaba la casa por la ventana, Lucía abría sus salones varias veces al mes. Para no gastar en servicio, acudía a Tana: «¿No podría Leticia ayudarme el viernes para el coctel que tengo que darle al embajador de Inglaterra? Es una gran oportunidad que le brindo, relacionarse con gente bien». Lo mismo hacía con otras amigas. Allá iba Leticia con su vestido de fiesta y la elasticidad de su talle y le contaba después a Lorenzo que Lucía era de una tacañería suprema. «Los sandwichitos de berro para los diplomáticos», la arremedaba. No podía pasar la charola de plata entre los nacionales. El whisky Old Parr también lo reservaba a los diplomáticos. A los mexicanos les servía un brebaje infame disimulado en garrafas de cristal cortado. Leticia, Elsie, Inés, Concha y Mercedes reían a carcajadas en la cocina mientras se atiborraban con los delgadísimos emparedados que el chef del University Club había entregado dos horas antes y los
petits-four
de El Globo, «sólo para los diplomáticos». Ese día, Lucía deslumbraba a todos con su histrionismo, chispas de oro en su piel y en su cabello. «¿Qué te has hecho que te ves cada vez más joven?», exclamaban a su paso. De vez en cuando sorprendía la mirada húmeda de Lorenzo sobre sus muslos, o ella misma la buscaba. A ojos vistas Lorenzo se aburría, el único sentido que tenían esas reuniones era llegar al mutuo destino final: amarse. «¿Cuándo acabarán de despedirse?». Hablaban de los huevos de Pascua enjoyados de Fabergé, el del Tricentenario de la dinastía de los Romanoff. En México, eran coleccionistas de huevos de piedra semipreciosa como el lapislázuli, el topacio irisado, la serpentina, la turquesa, el ónix. El ópalo jamás, trae mala suerte. ¿Por qué tanta fijación en los huevos? El destino de Anastasia era otro tema inagotable. La palabra zar les llenaba la boca. La edad de la pintura de la Virgen de Guadalupe en La Villa, su autenticidad cien-tí-fi-ca-men-te comprobada, era el tema mexicano. Para apresurarlos, Lorenzo entregaba a la salida estolas de piel, abrigos negros, sombreros, bastones de empuñadura de plata y marfil y paraguas de Harrods. Leticia solía meterle un pellizco a la pasada. Cuando a Lucía le comentaban: «¡Qué buena facha la de tu ayudante!», respondía con frenesí: «Es un De Tena, el sobrino de Cayetana, no tienes idea, una verdadera monada». De escucharla, Lorenzo la habría ahorcado allí mismo y cuando Leticia se lo contó haciéndole toda la mímica, monísimo, oye, monísimo pero monísimo, la persiguió vengativo.

Como Colette con Gigi, Lucía lo aleccionaba acerca de la función de la ropa, la pureza de esmeraldas con y sin jardín, la del perfume. El sueño de Lorenzo era comprarle alguna vez un Shalimar de Guerlain. Entretanto, asistía a su baño: su tina rodeada de esponjas, talcos y cremas humectantes. «Soy mi mejor inversión», repetía coqueta: «Si yo no me cuido, ¿quién?». Para ella misma no era tacaña. Lorenzo le tallaba la espalda: «Ay, no tan fuerte», secaba con devoción cada miembro de su cuerpo, su sexo sobre todo, le pasaba el
peignoir
y la veía ponerse perfume tras del lóbulo de la oreja, entre sus pechos, en la muñeca derecha y en el doblez de sus brazos. ¡Con qué devoción acariciaba Lucía sus largos muslos al cubrirlos de crema! «Lo hago por ti, mi amor, y esto es para ti, corazón», solía decir en un gritito.

Aunque Diego se habría azorado ante la proeza sexual de su amigo, éste no se lo confió. No entraba dentro de su código de caballero. Además, no festinarlo lo descansaba. Podía volver sin estorbo a lo que más le importaba: el estudio. «No te he visto con frecuencia en la biblioteca en estos últimos meses», comentó el doctor Beristáin, y a pesar de sus diecisiete años Lorenzo se ruborizó: «Es que me dan mucho trabajo en el bufete». Era cierto. Lo que no le dijo al doctor Beristáin fue hasta qué punto odiaba ir a los juzgados de la calle de Donceles y lo repugnantes que le parecían los lanzamientos. Nada peor que recibir en la acera muebles patas para arriba y sillones desfundados. ¡Qué desgracia la suya exhibir la miseria humana!

Los desalojos le hacían concebir un odio aún más acendrado contra los propietarios. Bola de ratas. «No me envíen a otro desahucio, me niego, prefiero renunciar», advirtió en el despacho, y conociendo su carácter y con tal de liberarse del tremendo sermón en contra de la burguesía, Lorenzo fue eximido de ejecución de sentencias. ¿Sabían acaso los señores abogados lo que significaba entrar al cuarto oscuro de uno de los barrios más insalubres del submundo de México para ordenarle a una mujer rechazada de antemano, perdedora de antemano, condenada desde su entrada al almacén, que devolviera la Singer que el abonero sabía a ciencia cierta que no podría pagar? La sola apariencia del cliente bastaba para evaluar sus finanzas. El día de la incautación él, Lorenzo de Tena, tenía que enfrentarse a una criatura que al perder su máquina perdía también su centro de gravedad. Así era la sociedad cris-tia-na, la sociedad me-xi-ca-na y el joven, por lo tanto, renunciaba desde ahora al asqueroso bufete, a la inicua moralidad de la jurisprudencia mexicana.

Curiosamente cualquier agente que visitara de nuevo a la deudora la habría encontrado cosiendo en la misma máquina, Lorenzo saldaba la deuda y de haber podido sacar a la costurera de su tugurio lo habría hecho, ya se lo sugeriría a Lucía pero dudaba de que su amante renunciara alguna vez a la colección de cajitas, cucharitas, elefantes, ranas, rosas de Redouté y otros talismanes a los que atribuía un valor sentimental.

—Es el alegato perfecto. En realidad, los ricos justifican la acumulación de bienes con un sacrificado: «Lo hago por mis hijos».

—Tú tienes padre, Lorenzo.

—Yo soy un hecho aislado. No sé de dónde vengo ni adónde voy. Solo me basto y obedezco mis propias leyes, aunque a lo mejor estoy mintiendo, Lucía de mi alma, porque ahora te sigo a ti.

«Ni modo, así es ella», se repetía al hacer el recuento de sus fallas que desaparecían apenas la veía. Esa mujer que él embadurnaba y chorreaba era su sed y su alivio; a través de ella, de su cuerpo tibio, llegaba al predio exclusivo de su hombría, después vendrían la perplejidad, la justificación, la búsqueda de explicaciones que darse a sí mismo, pero entre tanto no quería impedimentos. Algún día tendría que reflexionar sobre su relación con Lucía, porque la vida que a él le importaba no era la sentimental sino la de las ideas, aunque por ahora su enlace lo había tirado de cabeza al mundo de las sensaciones, un torbellino del cual le era imposible salir. Vivía en trance, le había hecho a Lucía la insensata entrega de sí mismo.

En algún momento pensó confiarse al doctor Beristáin, preguntarle, doctor, qué hago, me estoy hundiendo, doctor, amo a esta mujer, la amo como un bárbaro. O mejor, en un tono razonado y autorreflexivo más adecuado a la edad y a la experiencia del médico, decirle que él, Lorenzo, comprendía muy bien que estaba enculado, perdóneme la vulgaridad, doctor, y que si creía que había algún remedio, bromuro o como se llame lo que le dan a los soldados, le proporcionara, por favor, una dosis regular y que si él, Beristáin, podía informarle cuánto duran este tipo de fenómenos, digo, la pasión, digo, el enamoramiento, claro que lo de Lucía, lo sabía bien, no iba a durarle toda la vida, eso sí que no, entre tanto si él, Carlos Beristáin, tenía un remedio, le rogaba que se lo diera para bajar la alta fiebre de su concupiscencia y así volver a ser el de antes.

Una noche, Lorenzo le preguntó a Lucía por Felipa, la muchacha a su servicio. Demasiado joven, trabajaba para sostener a una retahíla de hermanos.

—La corrí porque me robó mi broche de dos zafiros y dos diamantes —respondió Lucía.

—No es posible. ¿Ya lo buscaste?

—En todas partes, corazón, debajo de la cama, en la sala, en la cocina y en el cuarto de servicio. Además, tengo la prueba de que es culpable.

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