La piel del cielo (15 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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—No veo ninguna osa.

—La vieron los griegos, amigo, y eso nos basta.

—Creí que Andrómeda era una muchacha.

—Y lo es, joven De Tena, lo es, use usted su imaginación. Muy pocas constelaciones se parecen a su nombre.

Lorenzo se dio cuenta de que Erro tenía otra vida además de la política. «Pertenezco a la Sociedad Astronómica —le dijo—. Si quiere lo invito». El joven había pasado meses entre la depresión y la exaltación y ahora, como un don inesperado, se le abría el cielo. Respiraba mejor. «Si quiere, usted puede ser mi ayudante, trabajar aquí en la noche. Yo le daría una llave de la puerta principal y tendría acceso directo al telescopio en la azotea. El trabajo consiste en tomar las placas durante la noche y revelarlas al día siguiente, aquí mismo tengo un cuarto oscuro. Usted me entregaría las placas y si quiere, le enseño a estudiarlas».

Luis Enrique Erro no se dio cuenta de que cambiaba la vida del muchacho.

—El nuestro es un país de criados, Tena, los indígenas están al servicio de los blancos; los pobres, de los ricos. Si no revertimos el sitio de cada quien, este país se va a ir a la mierda.

«Con hombres así, se puede construir otro país», pensó Lorenzo.

Su caballito de batalla era la educación socialista: «Por su propia naturaleza la escuela primaria no tiene sustituto. Su utilidad es fundamental por la acción de igualamiento que ejerce». Insistía en la escuela técnica dirigida a la producción, no al individuo.

Erro se lanzó a hablar mal de las profesiones liberales, los licenciados oportunistas, los empresarios mareados por su prosperidad y hasta de los revolucionarios que se oponen al cambio de la sociedad. «Mi héroe es Zapata, la tierra es de quien la trabaja. Tierra y libertad». El país iría a pique en manos de los catrincitos que pululan en las secretarías de Estado. «Somos un país pobre, De Tena, aparentemente el sistema da oportunidades a todos pero en la práctica favorece a los ya privilegiados. Nuestra sociedad desprecia la mecánica, la electricidad, la química, la contabilidad y cualquier diploma de obrero calificado. Hay que eliminar la idea de que lo único que vale es la carrera universitaria. Vea usted adónde nos llevan los liberales, a la venta del país».

—Luisín —interrumpía una mujer de nombre Margarita—, vamos a cenar. ¿Va a quedarse tu joven amigo?

Margarita Salazar Mallén vivía sólo para su marido y añadía un escalón a su biografía cada vez que informaba: «¿Sabía usted, jovencito, que Luisín estudió contabilidad por correspondencia para sobrevivir en La Habana y aumentó las ventas de los comerciantes?».

«Mujer, ya deja eso», pedía Erro fastidiado, pero Margarita insistía. La sordera había alejado a Erro de la Cámara de Diputados, de la que fue presidente. Al no poder rebatir, su sordera le hizo volver la cabeza y mirar a las estrellas que lo fascinaron aún más que la política. Antes Luisín, al regresar de la Cámara, le comentaba los sucesos como lo hacía en
El Universal
, pero ahora sólo hablaba con las estrellas.

—El presidente Cárdenas, quien lo tiene en gran estima, lo envió a París en 1937 para que un especialista operara su oído derecho —siguió hablando doña Margarita—. De algo sirvió la intervención, aunque habría que pensar en una segunda operación. Cárdenas insistió en ella y la pagó por anticipado. A mi marido, ya ve usted cómo es, se le hizo inútil gastar en una probabilidad y lo invirtió en un reflector Zeiss de 25 centímetros. Es el que tiene instalado en la azotea en espera de que se cumpla su gran sueño: trasladarlo al nuevo observatorio, donde se hará ciencia moderna.

La primera noche en que Lorenzo quedó a solas con él sintió que había llegado a su casa espiritual: «Ya sabe manejarlo, amigo —le dijo Erro—. No olvide cubrirlo y cerrar la puerta con llave cuando se vaya». Sí, esa inmensidad frente a sus ojos era suya, correspondía a la que él llevaba dentro. Millones de criaturas se movían y apresuraban, así como dentro de su cuerpo tejían una red de circuitos que retenía su vida sobre la Tierra, la textura de su cuerpo. Él era su propio universo y mucho más. La ciudad desierta, nada se movía sobre la Tierra. El silencio venía de las estrellas. ¿Dónde estoy? Lorenzo respiró hondo. ¿Y si al cerrar la pequeña cúpula ya no viviera nadie, sólo las estrellas, como era su deseo? A escala cósmica, en la bóveda celeste, los objetos luminosos fotografiados que examinaría mañana bajo el microscopio eran otro cuerpo que latía como él. Las partículas tenían radiación, energía, magnetismo. Lorenzo apuntó el telescopio hacia Orión y sólo dejó de observar cuando vio la luz blanca del alba. Mientras cubría amorosamente el Zeiss, lo invadió un inmenso agradecimiento por Luis Enrique Erro y por esa noche.

Plantearle a Erro dudas sobre la luminosidad de ciertas estrellas se volvió una necesidad urgente. Generoso, Erro le señaló que pasara su luz por un prisma para exhibir su espectro. Cuando una fuente de luz se aleja, sus líneas espectrales se desplazan hacia el lado rojo, o sea, el de las longitudes de onda más largas; de modo inverso, si la fuente se acerca, sus líneas espectrales se mueven hacia el violeta. El desplazamiento es proporcional a la velocidad de la fuente luminosa. Lo mismo sucede con las ondas sonoras. Cuando una ambulancia se acerca, el sonido de su sirena se oye más agudo y cuando se aleja, es más grave.

A Lorenzo también le intrigaron los filtros. Un problema llevaba a otro y Erro acogía las propuestas de su alumno con verdadera curiosidad; ahora sí contaba con un colaborador de primera, un poseído como él.

«¡Ah, hermano, creo que has encontrado aquello sin lo cual no podrás vivir!», le dijo Revueltas al escucharlo. «Tu vida se va a convertir en lo mejor y más grande del mundo; la cotidianidad se te hará tolerable. Ahora sí vas a cumplir tu destino».

«Edwin Powell Hubble», repetía Lorenzo con reverencia, y en la noche levantaba la cabeza para ver ese universo en expansión donde todo se aleja de todo y nadie ni nada es el centro. ¡Qué asombro le causaba esta bóveda celeste sin fin, sin fondo, ilimitada, que lo lanzaba al abismo! Si la Tierra en la que estaba parado apenas era un puntito, ¿qué era él, con sus vueltas y revueltas y sus absurdas congojas? Sentía una gran simpatía por Humason, el asistente de Hubble, que sólo había cursado la primaria y en California arreaba dos mulitas para llevarles agua a los constructores del Observatorio de Monte Wilson hasta que, impresionados por su inteligencia natural, lo contrataron como conserje. Humason se atrevía a preguntarlo todo, la curiosidad era más fuerte que él, y logró aprender el manejo de los instrumentos, reveló y fijó las placas hasta que Hubble lo hizo su asistente. ¡Qué proeza! ¡Entonces la ciencia no era tan inaccesible, no importaba la pobreza ni el retraso, era posible investigar, todos podían tener acceso al estudio del universo! ¡Bastaba la inteligencia y él la tenía!

A las cinco de la mañana, encontraba su camino en la inmensidad del vacío que parecía continuarse sobre la Tierra y descendía como un autómata de la azotea hasta la calle. Todavía en la acera alzaba la mirada para ver lo que en el telescopio le había parecido tan asombroso: la insondable negrura de esa inmensidad sobre nuestra cabeza. Sin embargo, allí en la acera, le parecía más familiar, quizá porque prendía un cigarro, cosa que no había tenido deseo de hacer arriba.

Largas noches de vigilia empezaron a tragar su vida.

A diferencia de Revueltas, la cotidianidad se le hizo intolerable a la luz del día y la lectura de
Combate
lo fue enfureciendo a cada cierre de número. «Estamos a la zaga de los acontecimientos, hay que plantear de otro modo lo de El Chamizal, esa tierra que es nuestra según lo quieren las aguas del río». Nadie parecía escuchar sus enérgicos gritos de protesta. La militancia se volvía monótona y los camaradas le caían mal, por rutinarios. «No, compañero Lorenzo, la fracción 17 dice…». «¡A volar la fracción, no la necesitamos, podemos hacerlo sin consultarla!» «Compañero, disciplina ante todo». El ambiente en torno a ellos era desolador. Perseguidos como ratas, vivían en la clandestinidad. La prensa los situaba en la página roja, entre violadores y asesinos, y sus desgracias no los volvían más entrañables. Lorenzo tenía ganas de agarrarlos a patadas. «Es normal tu crisis —le aseguró Revueltas—, yo también llegué a sentir una incompatibilidad orgánica con el ambiente». «Son unas bestias peludas, Revueltas, cuando tú no estás, no tengo con quién hablar». «De Tena, cuando se tiene una misión que cumplir, nadie puede detenerte». «¡Sí, pero qué difícil!». Lorenzo se aterró. ¿Iba a pasarle con este grupo de amigos lo mismo que con el de Diego Beristáin? De ser así, el desadaptado era él. ¿Dónde estaría su hermano Juan? Intuía que él, sin decirlo, había vivido todo lo que él apenas comenzaba a vivir y como él se preguntaba: «¿Para qué?». «Entrégate a la causa, lo que sucede es que no has leído a Marx», sonreía Revueltas.

¡Qué extraños los hombres que iban y venían con infinita complacencia, dedicados a sus pequeños asuntos, sin interrogarse acerca de lo que sucedía en el cielo!

Cada día Erro le parecía más fascinante. Quizá lo asociaba con la ubicación de la Tierra en el universo físico que ahora descubría. Lorenzo permanecía las noches enteras prendido al Zeiss, del que dependía como de una droga. A las tres de la mañana el frío macheteaba su rostro y sus manos, pero no desistía en su empeño, entraba a un mundo desconocido y paralelo al de la bóveda celeste: el de la astronomía.

A través de las observaciones de las magnitudes de estrellas variables que hacía en su azotea, Luis Enrique Erro entró en contacto con León Campbell, de Harvard, quien empleaba los datos de observadores amateurs en la Asociación Americana de Observadores de Estrellas Variables, que adiestraba a innumerables amantes de la astronomía en la medición de las magnitudes de las estrellas variables y aprovechaba los datos en la construcción de las curvas de luz de los astros. Los aficionados —algunos tan escrupulosos o más que los profesionales— enviaban sus resultados a Harvard y suplían su falla académica por una devoción sin límites al Observatorio que les permitía contribuir al descubrimiento del cielo. Tenían tanto miedo de equivocarse que se excedían en su cuidado y entregaban resultados asombrosos por su exactitud.

Erro también hizo amistad con Cecilia Payne y su esposo Sergei Illiarionovich Gaposchkin, dos grandes estímulos en su vida. La correspondencia con ellos lo alentó a ir a Harvard y así lo hizo, gracias a que Lázaro Cárdenas lo nombró cónsul de México en Boston.

En Harvard conoció a Harlow Shapley, al que llamaban el Copérnico moderno porque le quitó al Sol el privilegio de ser el centro del universo al descubrir que estaba en un borde de la Vía Láctea, a raíz de sus trabajos con un telescopio con un espejo de dos metros y medio de diámetro en Monte Nilson.

Shapley coincidía con Kant: si a la Vía Láctea la conformaban millones de estrellas en forma de disco, a lo mejor existían otras vías lácteas parecidas a la nuestra y tan lejanas de ella como las estrellas de los planetas. Ni la Tierra, ni el Sol, ni nuestra galaxia podían ser el centro del universo. «Sólo somos una basurita dentro de la inmensidad de un universo que además está expandiéndose», le dijo a Lorenzo.

Shapley fue el primero en medir distancias extragalácticas usando para ello las estrellas variables de tipo cefeida en los cúmulos globulares y dedujo que estaban situados en una esfera imaginaria alrededor del centro galáctico. Según él, las cefeidas variaban debido a cambios diametrales del Sol.

Harlow Shapley recibió con simpatía a este mexicano entusiasta, por supuesto diletante, recomendado por los Gaposchkin, que había trabajado con mucho empeño en la Asociación Americana de Observadores de Estrellas Variables.

¿Cómo no sentirse atraído por su elocuencia y su interés en montar un nuevo observatorio en México? Antes de la guerra, el Observatorio Astronómico de Tacubaya dio buenos resultados con un antiguo telescopio refractor de cinco metros de distancia focal y una lente de 38 centímetros, pero la guerra suspendió todo posible rendimiento. Antes de la Revolución, en 1874, los mexicanos salían de expedición e instalaban sus campamentos y habían hecho muy buen papel, pero con la Revolución se habían rezagado quizá más de cincuenta años y hoy se dedicaban a la
Carte du Ciel
y a las efemérides.

Aunque Shapley conocía el Calendario Azteca, Luis Enrique Erro le dio cátedra. Si algún pueblo del continente tenía un antiguo conocimiento del cielo, era el mexicano y la tradición no debía perderse. Mucho antes del descubrimiento de América, los mayas, pequeños y cabezones, subieron a El Caracol en Chichén-Itzá a observar el cielo y apuntaron en sus códices sus novedosas hipótesis. Estudiaban a Marte, a Saturno, a Venus. Si antes sabían descifrar y predecir fenómenos naturales, seguramente harían nuevas aportaciones a la astronomía mundial.

Shapley tomó tan en serio la propuesta que lo invitó a una de las reuniones de The Hollow Square para analizar el proyecto. «Vamos a hablar informalmente, pero les adelanto que este mexicano excepcional me ha convencido». Se reunieron el subdirector Donald Menzel, Bart Jan Bok, Sergei y Cecilia Payne Gaposchkin, George Dimitroff, Fred Whipple y Annie Jump Cannon, quien clasificaba los espectros estelares, el teórico Stern, el diseñador de telescopios Baker y el joven Carlos Graef Fernández, que le daba peso al proyecto con su doctorado en física en MIT, su beca Guggenheim y su original teoría sobre los fenómenos gravitacionales.

Si los jóvenes científicos mexicanos eran de ese calibre, lo que sucedía más allá de la frontera no podía ignorarse. Volver los ojos hacia el vecino, ese desconocido, era indispensable ahora que Europa se debatía en la incertidumbre.

Sería magnífico impulsar un nuevo observatorio mexicano. Si la política norteamericana había fracasado en América Latina, a lo mejor la de cooperación científica daría resultado.

Harlow Shapley miró con detenimiento el Anuario del Observatorio de Tacubaya, cuyos ejemplares Erro puso en sus manos. Rió de buena gana cuando éste le contó el problema de la unificación de la hora a raíz de la Revolución Mexicana. Telégrafos Nacionales tenía una hora, Ferrocarriles, la hora de Estados Unidos; la del meridiano 105 y la hora de California completaban la danza del tiempo. «¡Qué país más fantasioso, cada quien con su hora!». Confirmaba la proverbial impuntualidad mexicana, las horas flotaban en el aire sin que alguien lograra capturarlas. Una de las tareas del Observatorio consistió en unificarlas. El mecánico José Alva de la Canal adaptó a toda velocidad, ahora sí que a contratiempo, un antiguo reloj en Tacubaya para hacer contactos eléctricos cada sesenta minutos con Estados Unidos. Tacubaya dio la hora telefónicamente y la demanda fue tan grande que dos telefonistas recibían ochenta llamadas por minuto y casi se vuelven locas. La hora radiada por la XEQR alivió la tarea del Observatorio. «¿Cree usted, doctor Shapley, que dar la hora es la misión de un científico?». Imitó la voz de un locutor: «Son las 2.33 de la tarde, hora del Observatorio Nacional».

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