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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (70 page)

BOOK: La reina descalza
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—¿Quieres entrar? —invitó Herminia.

Caridad permanecía absorta en la hilera de cuevas que se abrían bajo las gradas de San Felipe. También existían covachuelas bajo el atrio de la iglesia del Carmen y en algunos otros lugares de aquel Madrid construido sobre cerros, pero las más conocidas eran las de la Puerta del Sol. En alguna se vendía ropa usada, pero la mayoría estaba destinada a la venta de juguetes, artículos que los comerciantes exponían al público amontonados junto a las puertas o colgando de sus dinteles en una atractiva y colorida feria capaz de captar la atención de cuantos pasaban.

—¿Podemos?

Herminia sonrió ante la ingenuidad que se reflejó en el rostro redondo de Caridad.

—Por supuesto que podemos… siempre y cuando no rompas nada. Marcial todavía tardará un rato.

Entraron en una de las cuevas, estrecha y alargada, lóbrega, oscura, sin más luz natural que la que se colaba por la puerta. Los juguetes aparecían desparramados hasta por los suelos: carrozas, calesas, caballos, muñecas, pitos, cajas de música, espadas y fusiles, tambores… Las dos se asustaron como niñas cuando una culebra saltó del interior de una caja para picar el dedo de la mujer que la estaba toqueteando. La vieja gorda que llevaba el negocio soltó una carcajada mientras volvía a forzar la culebra hacia el interior. La mujer se repuso de la sorpresa y preguntó cuánto costaba, ya dispuesta a comprarla. Mientras las dos negociaban el precio, Caridad y Herminia se distrajeron entre las cuatro o cinco personas que se apelotonaban dentro, algunas peleándose con los niños que las acompañaban y que reclamaban la tienda entera.

—Mira esto, Cachita. —Herminia señaló una muñeca rubia—. ¿Cachita? —insistió ante su falta de respuesta.

Se volvió hacia Caridad y la descubrió hechizada ante un juguete mecánico que descansaba encima de una balda: sobre una pequeña plataforma pintada de verde y ocre, varias figurillas de hombres, mujeres y niños negros, algunos cargados con corachas, otros con palos largos de los que colgaban las hojas del tabaco, y un capataz blanco con un látigo en su mano que cerraba la composición, se disponían alrededor de lo que representaba una ceiba y varias plantas de tabaco.

—¿Te gusta? —inquirió Herminia.

Caridad no respondió.

—Espera, ya verás.

Herminia giró repetidamente una diminuta llave que sobresalía de la base del juguete, la soltó al llegar al tope y empezó a sonar una musiquilla metálica al tiempo que la negrada giraba alrededor de la ceiba y las plantas de tabaco, y el capataz blanco levantaba y bajaba el brazo en el que sostenía el látigo.

Caridad no dijo nada; una de sus manos estaba extendida, como si dudase en tocar o no aquel juguete. Herminia no se percató del estado casi de trance en que se hallaba su amiga.

—Voy a preguntar el precio —dijo por el contrario, exultante, animada, dirigiéndose a la vieja que las vigilaba desde el mostrador ahora que la mujer de la caja y la culebra ya habían salido de la cueva—. ¡Ni que ahorrásemos todo el dinero ganado en varios años! —se lamentó de vuelta—. ¡Ven a ver la muñeca!

Marcial tuvo que recorrer varias covachuelas antes de dar con ellas. Su rostro, contraído, fue suficiente para que Herminia tirara de Caridad. Sabía lo que había sucedido: las regatonas le habían comprado los melones por menos de la mitad de lo que habría podido conseguir. Siguieron al carretón vacío a través de la plaza de la Puerta del Sol, lentamente, por más juramentos que lanzara Marcial a la multitud para que les dejara el paso libre.

Caridad vio a los aguadores, asturianos todos ellos, reunidos alrededor de la fuente a la que llamaban la Mariblanca, con sus cántaros dispuestos para transportar el agua allí donde los requirieran. Jacinta era asturiana y le había hablado de ellos. ¿Sería uno de aquellos hombres el pariente que la había traído a Madrid y al que no quiso defraudar cuando su primer embarazo? Los observó; gente brava y dura, le había asegurado, la mayoría dedicada a trabajos tan severos como los de aguador, apeador de carbón o mozo de cuerda. Los viernes, desde un púlpito instalado en la plaza, entre la iglesia del Buen Suceso y la Mariblanca, curas y frailes los sermoneaban. Por lo visto lo necesitaban: las rencillas entre los aguadores y los vecinos que pretendían surtirse en las fuentes eran constantes, tanto como las que ellos mismos mantenían entre sí cuando alguno intentaba cargar en su turno más de un «viaje»: un cántaro grande, dos medianos o cuatro pequeños; aquello era lo máximo que se permitía cargar por vez. También, le había contado Jacinta, no sin cierta añoranza, que los asturianos se reunían en el prado del Corregidor a bailar la «danza prima» de su tierra. Acudían todos y bailaban unidos, pero siempre terminaban peleándose a palos o pedradas, agrupados en bandos correspondientes a sus pueblos de origen.

Como en la plaza Mayor, alrededor de la fuente de la Mariblanca se alzaban tinglados y cajones para la venta de carnes y frutas, pero al contrario de la uniformidad y gran altura de los edificios de la plaza, la Puerta del Sol solo tenía unas pocas construcciones importantes: el convento de San Felipe el Real y una gran casa que ocupaba toda una manzana con una torre esquinera que acreditaba la nobleza de su propietario, el señor de la villa de Humera, en su acceso por la calle Mayor; la iglesia y el hospital del Buen Suceso, enfrentado a la torre en el otro extremo; en uno de los lienzos estaba la inclusa para los niños huérfanos, y algo más allá, al otro lado de la calle del hospital, el convento de la Victoria, cuyo atrio también servía de punto de reunión a los petimetres afrancesados. El resto de las construcciones no eran más que casas bajas, la mayoría de un solo piso, estrechas, viejas y apelotonadas, en cuyas fachadas se aireaban las ropas, puestas a secar, y la intimidad de sus habitantes. Las basuras se acumulaban en los portales, y los excrementos que no habían sido lanzados despreocupadamente por las ventanas permanecían frente a sus puertas, en los bacines, a la espera de que pasase el carro de las letrinas… si llegaba a hacerlo.

Entre las gentes y un bullicio que le resultaba extraño después de dos años de reclusión, Caridad tuvo que llevar cuidado para no perder el paso con que Marcial tiraba del carretón. Pasaron la Puerta del Sol y se adentraron en la calle de Alcalá, con su tráfago de carrozas y carros arriba y abajo de la calle, cruzándose, deteniéndose para que sus ilustres ocupantes charlaran unos instantes, se saludaran o simplemente exhibieran sus riquezas. Caridad trató de imaginar qué la esperaba. ¿Torrejón de qué? No recordaba el nombre del pueblo mencionado por Herminia; lo olvidó tan pronto como la otra le habló del tabaco, unas cuantas plantas tan solo, un sacerdote y un sacristán ya viejo. «Mal tabaco», añadió para sí. Las prisas, los coches, las órdenes e insultos que proferían los cocheros y los criados de librea que los acompañaban a pie, obligaron a Caridad a olvidarse de sus cuitas y hasta le impidieron prestar atención a los ostentosos edificios erigidos por todo tipo de ricos y de órdenes religiosas en la más noble de las vías de Madrid, que finalizaba en su puerta oriental, la de Alcalá. Por su único arco, flanqueado por dos torrecillas, Caridad abandonó la ciudad tan solo unos pocos meses después de que Milagros hubiera entrado en ella.

Cuatro leguas por el camino real les separaban de Torrejón de Ardoz. Las cumplieron en igual número de horas, abrasados por un sol estival que se ensañó con ellos mientras cruzaban entre extensos trigales. «¿Aquí cultivan tabaco?», se preguntó Caridad recordando la fértil vega cubana. Tuvo oportunidad de recordar su viejo sombrero de paja: no lo había necesitado en la Galera, pero en ese camino, bajo el sol ardiente, lo echó de menos. Debió de quedar abandonado en la habitación de la posada secreta, junto a su vestido colorado, los documentos y el dinero. «Curiosa libertad», se dijo. En dos años no había echado de menos su vestido colorado, ni siquiera cuando tenía que pagar algo de dinero por una de las viejas camisas ajadas de las que las surtía la demandadera, y sin embargo había respirado solo cuatro bocanadas de libertad y ya los recuerdos se abrían paso en su memoria.

Tras un irritado y silencioso Marcial, que tiraba de ellas sin compasión después de haber culpado a gritos a Herminia del quebranto sufrido en la venta de sus melones, las dos mujeres tuvieron tiempo suficiente para explicarse la una a la otra qué había sido de ellas.

—¿Cómo está tu espalda? —se interesó Herminia justo cuando cruzaban un puente—. El río Jarama —anunció moviendo el mentón hacia el cauce casi seco.

Caridad fue a responder acerca del estado de su espalda, pero la otra no le dio oportunidad.

—Tendremos que conseguirte unos zapatos —dijo señalando sus pies descalzos.

—No sé andar con zapatos —replicó ella.

Dejaron atrás el puente de Viveros. Quedaba una legua para llegar a Torrejón de Ardoz y Caridad ya sabía de toda la familia con la que iba a vivir: los tíos de Herminia, Germán y Margarita. Él era agricultor, como la casi totalidad de los habitantes del pueblo, y su esposa le ayudaba cuando podía.

—El tío es un buen hombre —murmuró Herminia—, como mi padre, aunque él era algo tozudo. Me acogió de niña, cuando mi madre no pudo hacerse cargo de sus hijos y nos repartió por ahí.

Caridad conocía la historia, sabía también que Herminia no había vuelto a tener noticias de su madre, igual que ella. Recordó que aquella noche las dos habían llorado.

—La tía Margarita ya es vieja —le explicó—, cuando no está enferma por una cosa lo está por otra, pero te tratará bien.

También estaban Antón y Rosario. Caridad percibió cierto nerviosismo en su amiga cuando se explayó en elogios hacia su primo Antón, que labraba con su padre las tierras que tenían en arriendo, aunque a menudo también ayudaba en la fabricación de tejas o acarreaba paja hasta Madrid.

—Si tus parientes son agricultores —interrumpió su discurso Caridad—, ¿por qué no se ocupan ellos del tabaco?

—No se atreven —contestó.

Anduvieron unos pasos en silencio.

—Porque tú sabes que lo del tabaco es peligroso, ¿no? —preguntó Herminia.

—Sí.

Caridad lo sabía. Había conversado con una reclusa condenada por traficar con él.

—Con Rosario hay que llevar cuidado —advirtió Herminia un rato después—. Es engreída, rencorosa y mandona.

La esposa de su primo no ayudaba en los campos. Tenía cuatro hijos cuyos nombres Caridad ni siquiera intentó retener en la memoria, y desde hacía años venía obteniendo unos buenos dineros quitándoles la leche que les correspondía para venderla a los hijos de los madrileños adinerados. Según le contó Herminia, desde hacía cerca de seis meses vivía con ellos el hijo de un fiscal del Consejo de Guerra al que sus padres habían llevado recién nacido a Torrejón para que Rosario lo amamantase.

—¿Y tú? —preguntó Caridad.

—Yo, ¿qué?

—¿Qué haces allí, en casa de tus tíos?

Herminia suspiró. Marcial escapó unos pasos cuando Caridad se detuvo; no le había contado la razón por la que continuaba en casa de sus tíos.

—Ayudo —se limitó a responder.

Caridad entrecerró los ojos con la silueta de su amiga recortada contra los campos mientras aquel sol tan diferente del de la Galera acariciaba su figura.

—¿Nunca te has casado?

Herminia le impulsó a seguir adelante.

—Falta poco para… —trató de zafarse.

—¿Por qué? —insistió Caridad interrumpiéndola.

—Una criatura —confesó al fin Herminia—. Hace varios años, antes de lo de la cárcel. Nadie en Torrejón se casará conmigo. Y en Madrid…, en Madrid los hombres tienen miedo de contraer matrimonio.

—No me contaste nada de eso.

Herminia evitó mirarla y continuaron en silencio. Caridad sabía que los hombres no querían casarse. Muchas de las reclusas de la Galera se quejaban de lo mismo, de que en aquel Madrid de la civilidad y del lujo desaforado los hombres tenían miedo a casarse. El número de matrimonios descendía año tras año y con él una natalidad que se reemplazaba con gentes venidas de todos los rincones de España. La razón no era otra que la imposibilidad de hacer frente a los gastos suntuarios, principalmente vestidos, a los que las mujeres se lanzaban en vehemente competición en cuanto se casaban, tanto las nobles como las humildes, cada cual en su medida. Muchos hombres se habían arruinado; otros trabajaban sin descanso por complacer a sus esposas.

Torrejón de Ardoz era un pueblo de algo más de mil habitantes que se hallaba al pie del camino real que llevaba a Zaragoza. Pasaron ante el hospital de Santa María, a la entrada, y sortearon a un par de mendigos que los acosaron. Otra manzana y se adentraron por la calle de Enmedio hasta llegar a la plaza Mayor. En la calle del Hospital, entre la iglesia de San Juan y el hospital de San Sebastián, se detuvieron ante unas casas bajas de adobe, con huertos traseros que lindaban ya con las eras. Todavía brillaba el sol.

Marcial emitió un gruñido a modo de despedida, entregó a Caridad los papeles que acreditaban su libertad, arrimó el carretón a la fachada de una de las casas y entró en ella. Caridad siguió los pasos de Herminia hacia la que lindaba con aquella.

—Ave María Purísima —saludó esta en voz alta tras cruzar el umbral.

32

El 13 de septiembre de 1752, tres años después de que se hubiera perpetrado la gran redada de gitanos, llegaban a la Real Casa de la Misericordia de Zaragoza quinientas cincuenta y una gitanas más un centenar largo de niños. Todos ellos habían sido embarcados en el puerto de Málaga con destino al de Tortosa, en Tarragona, en la desembocadura del río Ebro, desde donde remontaron el río en barcazas hasta Zaragoza, siempre custodiadas por un regimiento de soldados.

Ana Vega apretó la mano del pequeño Salvador a la vista del caserío de la ciudad y de las torres que sobresalían por encima de él. El niño, de casi nueve años, respondió a la presión de su tía con igual fuerza, como si fuera él quien pretendiese infundirle valor. Ana dejó escapar una triste sonrisa. Salvador pertenecía a la familia de los Vega y Ana lo había ahijado hacía poco más de un año, tras la muerte de su madre en la epidemia de tabardillo que asoló Málaga. El tifus había causado estragos entre la población de la ciudad costera y las gitanas encarceladas en la calle del Arrebolado no se libraron de la catástrofe. Los muertos se contaron por millares, más de seis mil se decía, tantos que el obispo prohibió el toque de campanas a la salida del viático y en los entierros. Los sacerdotes repartían raciones de carnero en las casas de los enfermos, pero ninguna fue para las gitanas y sus hijos pequeños. Luego, pasada la epidemia, llegó la hambruna de 1751 debida a las malas cosechas. Ninguna de las numerosas rogativas y procesiones de penitencia que convocaron frailes y sacerdotes a lo ancho y largo de Andalucía lograron poner fin a la terrible sequía.

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