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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (68 page)

BOOK: La reina descalza
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Una a una, el centenar y medio de reclusas fue agrupado en el patio de la cárcel, unas cojeando, otras doliéndose de los riñones, el pecho o la espalda, con la nariz rota y los labios sangrantes. La mayoría cabizbajas, derrotadas. Silenciosas.

Un par de horas fueron suficientes para que el alcaide volviera a tomar posesión de la cárcel de mujeres de Madrid. Sofocado el motín, se prometió a las presas revisar caso por caso todas aquellas sentencias que no establecían plazo de condena; también se les advirtió de las duras penas que padecerían las instigadoras de la revuelta.

Caridad, la negra de la estaca que se había enfrentado a los dos probos ciudadanos, fue la primera en ser señalada. Cincuenta latigazos, tal era el castigo que recibiría en el patio de la Galera, en presencia de las demás, junto a otras tres reclusas delatadas como incitadoras del motín por una regatona traidora que fue recompensada con la libertad.

Los latigazos fueron inmisericordes, restallando sobre las espaldas de las mujeres después de un silbido que cortaba el aire. El verdugo siguió las estrictas instrucciones de las autoridades; ¿cómo acabar si no con un motín en la Galera cuando se enviaba precisamente allí como castigo a las mujeres que se amotinaban en otras cárceles?

El último recuerdo de Caridad fueron los gritos de sus compañeras cuando el alcaide puso fin al tremendo castigo y la arrastraron fuera de la cárcel. «¡Aguanta, Cachita!» «¡Te esperamos de vuelta!» «¡Ánimo, morena!» «¡Te guardaré un cigarro!»

—Alégrate y da gracias, pecadora. Nuestro señor Jesucristo y la santísima Virgen de Atocha no desean tu muerte.

Oyó esas palabras sin entender que se referían a ella. Caridad, después de permanecer varios días inconsciente, acababa de abrir los ojos. Tumbada boca abajo en un camastro, con el mentón apoyado sobre la almohada, su visión fue aclarándose hasta llegar a percibir la presencia de un sacerdote a su cabecera, sentado en una silla y con un libro de oraciones en sus manos.

—Recemos —llegó a escuchar que le ordenaba el capellán de agonizantes antes de lanzarse a una letanía.

Lo único que brotó de labios de Caridad fue un largo y sordo quejido: el simple aliento del religioso sobre su espalda despellejada le causó tanto dolor como los latigazos. Sin atreverse a mover la cabeza, giró los ojos: estaba en una gran sala abovedada con camas alineadas; el aire viciado, difícil de respirar; los lamentos de las enfermas entremezclándose con la cantinela en latín del sacerdote. Se hallaba en el hospital de la Pasión, pared con pared con la Galera, para el que las presas cosían la ropa blanca.

—De momento… tu alma no requiere de mí —le comunicó el capellán cuando terminó sus oraciones—. Reza por que no tenga que volver a velar tu agonía. Una de tus compañeras ya ha pasado a mejor vida. Que Dios se apiade de ella.

Tan pronto como el capellán de agonizantes se plantó en medio de la sala paseando la mirada en busca de alguna otra moribunda, apareció otro sacerdote, este empeñado en confesarla. Caridad ni siquiera podía hablar.

—Agua —logró articular ante la insistencia del religioso.

—Mujer —replicó el confesor—, la salud de tu alma está por encima de la de tu cuerpo. Esa es nuestra misión y el objetivo de este hospital: el cuidado de las almas. No debes perder un instante en alcanzar la paz con Dios. Ya beberás después.

Confesiones, comuniones, misas diarias por las ánimas en las mismas salas; lecturas de las sagradas escrituras; sermones y más sermones para procurar la salvación de las enfermas y su arrepentimiento, todos en tono enérgico, alzándose por encima de las toses, los gritos de dolor, los lamentos de las mujeres… y sus muertes. Así transcurrió el mes en que Caridad permaneció en el hospital. Después de que el capellán de agonizantes hubo perdido una vida y de que el confesor quedara complacido con su balbuciente y ronca confesión, uno de los cirujanos se esforzó en coser sus heridas, remedando con torpeza aquella masa sanguinolenta en que se había convertido su espalda. Caridad aulló de dolor hasta desmayarse. De vez en cuando, el médico y sus practicantes, siempre bajo el atento control de un sacerdote, le aplicaban en la espalda un ungüento que lograba que su espalda ardiese como si la hubieran vuelto a azotar con un hierro candente. Más a menudo, sin embargo, aparecía el sangrador, uno de los varios practicantes adelantados que iban de cama en cama por ambos hospitales —el General y el de la Pasión— robando la sangre de los enfermos. Aquel le perforaba la vena con una cánula mientras ella, impotente, la veía escapar de su cuerpo y gotear en una bacía. Presenció cómo fallecía la segunda de las presas castigadas, a dos camas de la suya. Debilitada, pálida y macilenta, murió entre rezos y santos óleos después de que uno de los adelantados le practicase dos sangrías: una en el brazo izquierdo y otra en el derecho. «Para igualar la sangre», le oyó decir Caridad en tono jactancioso. La tercera presa decidió fugarse aprovechando el alboroto en torno a un grupo de mujeres nobles y adineradas que cada domingo, ataviadas con bastas prendas de hilo de estambre para la ocasión, acudían a la Pasión para ayudar a las enfermas en su higiene y llevarles dulces y chocolate. Con el rabillo del ojo, Caridad la vio levantarse y escapar, tambaleante, mientras ella, postrada en la cama, asentía una y otra vez, prometiendo corregir su conducta, ante aquella gran dama, tan humildemente vestida como costoso era el perfume que desprendía, que le recriminaba sus faltas como si de una chiquilla se tratase, para luego premiar su contrición con algunos dulces o con unos sorbos de las jícaras de chocolate que portaban. Al menos, el chocolate era delicioso.

De la fugada, Sebastiana creía recordar que se llamaba, no supo más, ni siquiera en la Galera cuando los médicos decidieron devolverla allí. Se interesó por ella, pero nadie le dio razón. «¡Suerte, Sebastiana!», repitió para sí, como la noche de aquel domingo en que la hermana que ejercía de celadora se percató de la ausencia y dio la voz de alarma. La envidiaba. A medida que mejoraba llegó incluso a considerar huir ella también, pero no sabía adónde ir, qué hacer… Se le escaparon las lágrimas al reencontrarse con Frasquita y con el resto de las reclusas, que la recibieron con ternura, compadeciéndose de quien había sufrido en sus carnes un castigo que correspondía a todas por igual. Buscó a Herminia con la mirada y la reconoció un tanto apartada, escondida entre las demás. Caridad esbozó una sonrisa. Muchas de las reclusas volvieron la cabeza hacia la pequeña rubia y abrieron un pasillo entre ellas. Tras unos instantes de silencio, algunas las animaron; otras, las que se encontraban detrás de Herminia, la empujaron con ternura; todas aplaudieron en el momento en que se encontraron frente a frente. La rubia fue a abrazarla, pero Caridad se lo impidió, no habría podido soportar que le tocase la espalda; en su lugar se besaron entre las lágrimas y la emoción de muchas de ellas.

«¿Qué iba a hacer yo fuera de aquí?», se preguntó en aquel momento Caridad. La Galera continuaba siendo su casa y las reclusas su familia. Hasta el portero y el siempre malcarado alcaide la trataron con cierta bondad recordando el reguero de sangre que había dejado al ser trasladada al hospital. Caridad no había instigado el motín ni participado en él más que las otras, ambos lo sabían. Aquella condescendencia se tradujo en la dispensa de los trabajos más duros y en cierta tolerancia cuando las reclusas pagaron con sus propios dineros unos cuartos de aceite y hierbas de romero para preparar un ungüento con el que aliviar la deforme y todavía maltrecha espalda de Caridad.

Herminia fue quien se ofreció para masajear a su amiga después de que las celadoras apagasen las escasas y humeantes velas de sebo que pugnaban por iluminar la galería de las mujeres.

No le dolieron las cicatrices que cruzaban su espalda, le dolieron las manos de su amiga deslizándose con suavidad por su espalda: la dulzura con que lo hacía le traía al recuerdo sensaciones que ya creía olvidadas. «¡Gitano! —pensaba noche tras noche—, ¿qué habrá sido de ti?»

—No es necesario que continúes —le comunicó una noche Caridad—. Las heridas están cicatrizadas; el aceite y las hierbas cuestan dinero y ya no noto mejoría.

—Pero… —objetó Herminia.

—Te lo ruego.

Un día Herminia fue puesta en libertad. Alguien que dijo ser su primo fue a buscarla tan pronto como cumplió su pena. Caridad sabía quién era aquel primo, el mismo que le había proporcionado las ristras de ajos por las que la habían detenido y condenado. Ella también había cumplido los dos años de condena, pero no tenía primos que pudieran sacarla de allí. Algunas hermandades que se ocupaban de la suerte de aquellas desgraciadas se interesaron en colocarla como criada, mas Caridad se mantenía en un silencio pertinaz, cabizbaja, cuando le preguntaban por sus habilidades domésticas, preguntándose qué sentido tenía salir de allí para caer en manos de algún otro blanco que la maltratase. «No es más que una negra necia», terminaban diciendo quienes se habían ofrecido a ayudarla.

Herminia también la había abandonado.

—Baila para nosotras, Cachita —le rogó Frasquita una noche, preocupada por el estado de abatimiento en que había caído su compañera desde hacía un par de meses.

Caridad se negó, pero Frasquita insistía, coreada por muchas otras. Sentada en su jergón, continuó meneando la cabeza. Frasquita la zarandeó del hombro; ella se zafó. Otra le revolvió el cabello. «Canta», le pidió. Una tercera le pellizcó en el costado. «¡Baila!» Caridad trató de apartar con torpes manotazos a las mujeres que la rodeaban, pero dos reclusas se abalanzaron sobre ella y empezaron a hacerle cosquillas.

—Hazlo, por favor —insistió Frasquita, contemplando cómo se revolcaban las otras tres encima del jergón.

Hasta que no consiguieron que Caridad dejase de pelear y se sumase a sus risas, jadeante y con los andrajos con que vestía revueltos, las dos mujeres no cejaron en su empeño.

—Por favor —repitió entonces Frasquita.

Desde aquel día, Caridad decidió buscar a sus dioses a través de danzas frenéticas y voluptuosas que amedrentaban incluso a las reclusas más curtidas. ¿A quién más podía encomendarse? A veces creía que efectivamente sus dioses la montaban, y entonces caía al suelo, trastornada, pateando y gritando. El portero la advirtió una, dos, tres veces. El cepo, tal fue el castigo que al final se vio obligado a imponerle el alcaide ante los escándalos que organizaba. Sin embargo, ella reincidía.

«Y la negrita lo hizo», cantó entonces Caridad con voz monótona, arrodillada, el cuello y las muñecas apresadas entre los maderos del cepo instalado en el patio de la prisión en la última de las ocasiones en que había sido castigada por el alcaide, rememorando la noche en que cedió a los ruegos de Frasquita y las demás. Igual que hacían los esclavos en la vega, cantaba sus penas cuando la castigaban al cepo. «La negrita bailó para sus amigas.» Inmóvil en el patio en aquellas noches interminables, sus lamentos rompían el silencio y se colaban en las galerías superiores, meciendo los sueños de sus compañeras.

—¡Calla, morena —gritó el portero desde la entrada—, o terminaré azotándote!

—Y llegó el portero —continuó ella en un susurro—, ¡malo el portero! Y agarró a la negrita del brazo…

El amanecer la sorprendió derrotada, la cabeza colgando por detrás de los maderos en incómoda duermevela. Le dolía la espalda. Le dolían las rodillas, despellejadas, y el cuello, y las muñecas… ¡Le dolía cada segundo que transcurría de aquella malhadada vida que le acercaba a la felicidad para después negársela! Aletargada, creía escuchar los primeros movimientos en la Galera: el caminar de las reclusas dirigiéndose a misa, el desayuno. Cuando las demás subieron a la galería para trabajar, Frasquita le llevó agua y un mendrugo de pan que desmigó para introducírselo con cariño, pacientemente, en la boca. «No deberías desafiar al portero», le aconsejó.

Caridad había vuelto a elevar la voz en la noche; lo hizo al recuerdo de Melchor, de Milagros, de Herminia. Caridad no contestó; masticaba con desgana.

—No vuelvas a bailar —continuó la otra con sus consejos—. ¿Quieres agua?

Caridad asintió.

Frasquita buscó la mejor manera de acercarle el cazo a los labios, aunque derramó la mayor parte en el suelo.

—No lo hagas te lo pida quien te lo pida. ¿Entiendes? Siento haber sido yo…

—¿Qué es lo que sientes, Frasquita?

La mujer se volvió. Caridad trató de alzar la cabeza. Portero y alcaide se hallaban tras Frasquita.

—Nada —contestó la reclusa.

—Ese es el problema de todas vosotras: nunca os arrepentís de nada de lo que habéis hecho —replicó el alcaide de malos modos—. Aparta —añadió al tiempo que hacía una indicación al portero.

El hombre se acercó a uno de los extremos del cepo y trasteó con la vieja cerradura que mantenía firmes los maderos. Frasquita lo observó extrañada; a Caridad le quedaban aún dos días de castigo. Un repentino sudor enfrió su cuerpo mientras el portero alzaba sobre sus goznes el madero superior y la liberaba. ¿Y si habían decidido azotarla por cantar durante la noche? Caridad no lo resistiría.

—No… —empezó a decir.

—¡Silencio! —ordenó el alcaide.

Caridad se levantó lentamente, entumecida, apoyándose en los maderos que la habían mantenido cautiva.

—Pero… —insistió Frasquita.

—Vete a trabajar.

En esta ocasión fue el portero el que la interrumpió, golpeándole las piernas con la vara, que había vuelto a sus manos tan pronto como terminó con el cepo.

—No la azote vuestra merced —suplicó Frasquita hincándose de rodillas frente al alcaide—. Yo tengo la culpa de sus bailes. Yo soy la culpable.

El alcaide, hierático, mantuvo la mirada un buen rato sobre la mujer, luego la desvió hacia el portero.

—En tal caso —ordenó a este—, que sea ella quien cumpla los dos días de cepo que le quedaban a la morena.

—No es cierto —acertó a decir Caridad—. No ha sido ella…

El alcaide golpeó el aire con una mano y, mientras Caridad continuaba tartamudeando, presenció cómo el portero indicaba con la vara a su amiga que se arrodillase y encajase cuello y muñecas en los huecos del madero inferior. Los goznes volvieron a chirriar y la tabla superior cayó sobre Frasquita.

—Y tú —anunció entonces el alcaide dirigiéndose a Caridad—, recoge tus cosas y vete. Quedas en libertad.

Frasquita se arañó el cuello al volver la cabeza instintivamente hacia su amiga. Caridad dio un respingo.

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