Read La reina descalza Online

Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (69 page)

BOOK: La reina descalza
4.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Por qué? —preguntó ingenuamente, con un hilo de voz.

Alcaide y portero soltaron una risotada.

—Porque así lo ha ordenando la Sala de Alcaldes, morena —contestó el primero en tono burlón—. Sus señorías se han apiadado de nosotros y nos libran de tus bailes y cantos de negros.

No le permitieron que se despidiera de Frasquita. El portero volvió a utilizar su vara para impedírselo.

—Suerte, Cachita —oyó no obstante que le gritaba aquella desde el cepo—. Nos veremos.

—Nos veremos —contestó Caridad cruzando el patio camino de las escaleras.

Volvió la cabeza pero el portero, a sus espaldas, le tapó la visión. Quizá no la había oído, dudó Caridad.

—¡Nos veremos, Frasquita! —repitió.

La vara que golpeó sobre uno de sus costados le impidió continuar mirando hacia atrás. Ascendió las escaleras con el estómago encogido y lágrimas en los ojos, porque sabía que aquel era un deseo que difícilmente se vería cumplido. Después de más de dos años en aquella cárcel, ¿qué sabía en realidad de Frasquita? ¿Cómo podrían encontrarse de nuevo?

—¿Quién…? —carraspeó—. ¿Quién se ha hecho cargo de mí? —preguntó al portero antes de cruzar la puerta de acceso a la galería.

—¿Y yo qué sé? —contestó este—. Un hombre casi tan moreno como tú. A mí no me interesa quién es. Trae el oficio de la Sala de Alcaldes; eso es lo único que tengo que saber.

¿Casi tan moreno como ella? Un único nombre le vino a la cabeza: Melchor. Solo conocía al gitano, pensó Caridad al tiempo que obedecía a la vara y entraba en la sala. La atención de las reclusas, que dejaron de coser sorprendidas al verla libre del cepo, distrajo sus pensamientos. No supo cómo responder; frunció los labios, como si se sintiera culpable, y recorrió la galería con la mirada. Muchas otras que no se habían dado cuenta de la situación abandonaron también sus labores. Algunas se levantaron pese a las órdenes de las celadoras.

—No te entretengas —la apremió el portero—. Tengo mucho que hacer. Recoge tus cosas.

—¿Te vas?

Fue Jacinta quien lanzó la pregunta. Caridad asintió con una triste sonrisa. La muchacha no había querido ceder a las pretensiones de don Bernabé y buscar un perdón que ahora, marchitada, probablemente no conseguiría.

—¿Libre, libre?

Caridad asintió de nuevo. Las tenía a todas frente a ella, apelotonadas a una distancia que parecían no atreverse a superar.

—Tus cosas —insistió el portero.

Caridad no le hizo caso. Tenía los ojos fijos en aquellas mujeres que la habían acompañado durante más de dos años: algunas viejas y desdentadas, otras jóvenes, defendiendo su lozanía con ingenuidad, todas sucias y desharrapadas.

—Morena… —quiso advertirle el hombre.

—¿De verdad soy libre? —inquirió ella.

—¿Acaso no te lo he dicho ya?

Caridad dejó atrás al portero, su vara y sus exigencias, y cruzó aquel par de pasos que simbolizaban el abismo que se abría entre la libertad y quienes, en su mayoría injustamente, continuarían sometiéndose a la vara que en aquel momento se alzó amenazadora tras ella. Caridad lo percibió en los semblantes atemorizados de sus compañeras.

—Cachita es libre —se escuchó de entre las reclusas una voz escondida—. ¿Nos castigará a todas? ¿Igual que en un motín?

Caridad supo que la vara se rendía cuando la que estaba frente a ella abrió sus brazos. Con la garganta agarrotada y las lágrimas brotando de sus ojos, se lanzó a ellos. La rodearon. Palmearon su espalda, ya curada. La abrazaron y estrujaron. La felicitaron. La besaron. Le desearon suerte. Caridad no quiso enardecer a un portero que contenía su furia, por lo que recogió una manta deshilachada y los restos todavía más deteriorados de su ropa de esclava, que todavía conservaba y que había ido logrando sustituir por otras, y descendió las escaleras de la galería entre los ensordecedores aplausos y vítores de las que quedaban atrás.

No era Melchor. Por un momento había llegado a imaginar… pero no conocía al hombre que, papeles en mano, visiblemente incómodo, esperaba junto al cubículo del portero emplazado más allá de las puertas de entrada de la Galera. Era más bajo que ella, delgado, fibroso, negro el cabello que se entreveía bajo la montera de la que no se había destocado. Negra se veía también su barba descuidada, en un semblante adusto y de piel atezada, curtida por el sol. Vestía como un agricultor: abarcas de cuero atadas a los tobillos, calzones pardos de bayeta sin medias y una sencilla camisa que quizá algún día había sido blanca. El hombre la inspeccionó de arriba abajo sin disimulo alguno.

—Aquí la tienes —anunció el portero.

El otro asintió.

—Vamos, pues —ordenó resolutivo.

Caridad dudó. ¿Por qué tenía que fiar su persona a ese extraño? Se disponía a preguntar, pero los rayos del sol que iluminaron la lúgubre estancia carcelaria a medida que el portero les franqueaba la salida confundieron su visión y hasta su voluntad. Inconscientemente siguió al agricultor y traspasó el umbral para dejar atrás más de dos años de su vida. Se detuvo tan pronto como puso el pie en la calle de Atocha y cerró los ojos deslumbrada por un sol de julio que percibió diferente a aquel que se colaba por las altas ventanas de las galerías o en el patio de la cárcel: este era más limpio, vital, tangible incluso. Respiró hondo; lo hizo de forma espontánea, una, dos, tres veces. Luego abrió los ojos y descubrió la sonrisa de la menuda Herminia parada al otro lado de la calle, como si tuviera miedo de acercarse a la Galera. Corrió hacia ella sin pensarlo. Muchos se quejaron a su paso. Caridad no los oyó. Abrazó a su amiga, con la respiración acelerada, mil preguntas atascadas en su garganta, mientras las lágrimas de una y otra se mezclaban en sus mejillas.

—¡Tú…! ¿Aquí? Herminia… ¿Por qué…?

No pudo continuar. Se sintió desfallecer. La larga noche en el cepo, la despedida de Frasquita y de las demás reclusas, los abrazos, los aplausos, los llantos, la libertad… Herminia agarró a Caridad justo cuando le cedían las rodillas.

—Ven, Cachita. Vamos —le dijo mientras la sostenía de la cintura y la acompañaba hasta un carretón de mano de dos ruedas cargado con melones—. Agárrate de aquí —añadió llevando la mano de su amiga a uno de los tablones de madera de los laterales del carro.

—¿Ya estamos? —preguntó no sin cierta acritud el agricultor.

—Sí, sí —contestó Herminia. Luego se volvió hacia Caridad, aferrada al tablón de madera—. Ahora tengo que ayudar a Marcial a empujar el carro. Tú no te sueltes. Iremos a la plaza Mayor para vender los melones y…

—Vamos muy tarde, Herminia —la apremió el otro.

—No te sueltes —repitió esta, ya corriendo hacia una de las varas del carretón para empujarlo junto a Marcial por la empinada cuesta de la calle de Atocha.

Agarrada al madero, Caridad se dejó arrastrar. El bullicio del gentío y los carros que iban y venían eran como un zumbido en sus oídos. Entrevió lugares por los que había pasado: hospitales e iglesias, la fuente de los peces coronada por un ángel donde la habían detenido, el inmenso edificio de la cárcel. Más de dos años en Madrid y era el único lugar que conocía de la ciudad: la calle de Atocha. De la fuente del angelito a la Galera, de la Galera a la Sala de Alcaldes y vuelta a la cárcel de mujeres.

Nunca había estado en la plaza Mayor de Madrid, de la que tanto había oído en boca de las demás reclusas. Despertó de su confusión en un lugar que le pareció inmenso, con cajones y tinglados para el mercado dispuestos en su centro, rodeados en sus cuatro costados por los edificios más altos que nunca había visto: de seis pisos y cubiertas, estrechos todos ellos, de ladrillo colorado, rejas labradas en sus balcones, negros y dorados en sus fachadas. Le sedujo la armonía y uniformidad de las construcciones, solo quebrada por dos suntuosos edificios enfrentados en sus lienzos, aunque sabía que el interior de todas aquellas casas desmerecía su majestuosidad. Había oído que se trataba de viviendas pequeñas, estrechas y lúgubres, destinadas al alquiler o habitadas por los comerciantes que regentaban los negocios de los soportales de la plaza: el portal de paños, el de cáñamos y el de sedas, hilos y quincallería que abarcaba dos lienzos enteros y que fue por el que accedieron a ella.

—¿Mejor? —inquirió Herminia cuando Marcial las dejó solas y se internó entre los tinglados para vender los melones.

—Sí —contestó Caridad.

La gente no cesaba de pasar junto a ellas. El sol de julio empezaba a quemar y se refugiaron en las sombras de los soportales.

—¿Por qué…?

—Porque te aprecio, Cachita —se adelantó la otra—. ¿Cómo iba a dejarte ahí dentro?

«Te aprecio.» Caridad sintió un escalofrío; todos aquellos que decían haberla apreciado, querido o amado, habían ido desapareciendo de su vida.

—Me ha costado mucho —interrumpió Herminia sus pensamientos— encontrar un ciudadano serio y solvente que quisiera prestarse a responder por ti ante la Sala de Alcaldes. ¿Fumamos? —Sonrió y rebuscó en una bolsa que llevaba hasta extraer un cigarro.

Pidió lumbre a un hombre que pasaba por allí. El silencio se hizo entre ambas mientras aquel encendía la yesca y la acercaba a la punta del cigarro. Herminia chupó con fuerza y el tabaco prendió.

—Toma —ofreció a su amiga.

Caridad cogió el cigarro, delgado y mal torcido, extremadamente oscuro y sin aroma. Chupó de él: tabaco fuerte y agrio de lenta y difícil combustión. Tosió.

—¡Era mejor el de la Galera! —protestó—. Ni siquiera allí dentro se fuma tabaco tan malo como este.

Sonrió la una. Lo hizo también la otra. No se atrevieron a fundirse en un abrazo a la vista de la gente, pero en un solo segundo se dijeron mil cosas en silencio.

—Pues es a este tabaco asqueroso al que debes tu libertad —dijo Herminia rompiendo el hechizo.

Caridad miró el cigarro. Una pequeña plantación de tabaco clandestina, de eso se trataba, le explicó Herminia. El cura de Torrejón de Ardoz mantenía unas cuantas plantas en unas tierras propias de la parroquia. Hasta entonces, con la ayuda de Marcial, que tenía arrendadas a la parroquia las vides tras las que se escondía el tabacal, el sacerdote las había explotado por medio del sacristán, pero el hombre era ya demasiado viejo para continuar con ello. «Tengo una amiga…», aprovechó Herminia la casualidad al enterarse de la situación. Le costó convencer a Marcial y a don Valerio, el párroco, pero poco a poco los recelos de ambos se atenuaron con la falta de una alternativa. ¿A quién podían contratar para una actividad tan severamente castigada por las leyes? Aceptaron, y don Valerio utilizó viejos contactos en la Sala de Alcaldes para que atendieran a Marcial y le otorgasen la custodia de la reclusa. No hubo problema: Caridad había cumplido sus dos años de reclusión y el agricultor acreditaba medios de vida y buena conducta. Un día les avisaron de que ya disponían de los documentos.

Marcial regresó a los pórticos con el carretón todavía cargado de melones.

—¡Hemos llegado tarde! —se quejó en tono severo, culpando a Herminia.

El retraso originado por las gestiones en la Sala de Alcaldes y en la Galera le había impedido vender su mercancía.

—Ninguno de los puestos quiere melones a estas horas de la mañana. —Luego examinó a Caridad igual que había hecho en la cárcel y negó con la cabeza—. No me habías advertido de que era tan negra —recriminó a Herminia.

—De noche no se nota tanto —saltó Caridad.

Herminia estalló en una carcajada. El agricultor enarcó las cejas.

—No pretendo pasar las noches contigo.

—Tú te lo pierdes —terció Herminia al tiempo que guiñaba un ojo a su amiga.

No. Marcial no era su esposo, ni su amante, ni siquiera pariente, satisfizo Herminia la curiosidad de Caridad mientras caminaban tras el agricultor con su carretón cargado de melones. Era solo un vecino. La casa de los tíos de Herminia, donde ella vivía y donde también lo haría la morena, lindaba pared con pared con la de Marcial, y pese a que lo del tabaco debía ser un secreto, medio pueblo lo sabía. Había prometido a sus tíos una pequeña renta a cambio de acoger a Caridad.

—Pero no tengo dinero —se quejó ella.

—Da igual. Lo conseguirás con lo del tabaco. ¡Seguro! Te darán una parte de lo producido. Ya decidirá el párroco lo que te corresponde a la vista de los resultados —explicó Herminia—. Aunque tu parte siempre será sobre lo manufacturado… Porque sabes trabajar la hoja y los cigarros, ¿no? Eso me dijiste.

—Es lo único que sé hacer —contestó ella cuando accedían a una plaza irregular en la que se acumulaba tanta o más gente que en la Mayor—, aunque ahora también me han enseñado a coser.

—La Puerta del Sol —le explicó Herminia al notar que la otra aminoraba el paso.

—Esperad aquí —gritó Marcial a las dos mujeres.

Herminia se apartó en silencio del camino del carretón; sabía lo que iba a hacer el agricultor, que torció por una de las callejuelas que desembocaban en la plaza. En Madrid había diez puestos autorizados por la Sala de Alcaldes para la venta de melones y era allí donde se debían vender bajo el control de las autoridades, que fiscalizaban su calidad, su peso y su precio, pero también existían numerosas regatonas que, sin puesto fijo ni autorización, arriesgándose a ser detenidas y acabar en la Galera, compraban y revendían frutas y verduras a espaldas de la ley. Las meloneras se diseminaban por los alrededores de la Puerta del Sol, y Marcial, renegando por lo bajo, fue en su busca.

«¿Esta es la famosa Puerta del Sol?», se preguntó Caridad. También había oído hablar de ese sitio en la Galera: mentidero en el que las gentes charlaban hasta llegar a convencerse de la certeza de los rumores que ellos mismos concebían; lugar de reunión de ociosos y holgazanes, de albañiles sin trabajo o de músicos soberbios e impertinentes en espera de que algún madrileño —con posibles o sin ellos pero decidido a emular a quienes los tenían— les contratase para alegrar alguna de las tertulias que acostumbraban a celebrar por las tardes en sus casas.

Ambas mujeres se quedaron paradas junto al convento conocido por las gentes como de San Felipe el Real, al inicio de la plaza. Debido al desnivel de la calle Mayor, el atrio de la iglesia, una gran lonja que desde siempre había sido centro de reunión y esparcimiento de los madrileños, se elevaba por encima de las cabezas de Herminia y Caridad. Ninguna de ellas, sin embargo, prestó atención a las risas y los comentarios que surgían del mentidero.

BOOK: La reina descalza
4.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Finding Amy by Joseph K. Loughlin, Kate Clark Flora
Invisible Man by Ralph Ellison
Small Town Spin by Walker, LynDee
Under the Volcano by Malcolm Lowry
Alice-Miranda In New York 5 by Jacqueline Harvey
The Lie by Michael Weaver
Vandal Love by D. Y. Bechard