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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (71 page)

BOOK: La reina descalza
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Ana soltó la mano del pequeño, acarició con ternura su cabeza rapada y lo atrajo hacia sí. Zaragoza se abría ante ellos; el más de medio millar de gitanas contemplaba la ciudad en silencio, cada vez más cercana. La mayoría de aquellas mujeres, demacradas, consumidas, enfermas, muchas de ellas desnudas, sin un mal harapo con el que tapar sus vergüenzas, ignoraban qué les depararía el destino a partir de ese momento. ¿Qué otros tormentos pensaba ofrecerles su majestad Fernando VI?

El marqués de la Ensenada tenía la respuesta. El noble no cedía en su obsesión por el extermino de la raza gitana. Muchos de los detenidos en la Carraca habían sido llevados desde Cádiz hasta el arsenal del Ferrol, en el otro extremo de España, al norte. En cuanto a las gitanas, el marqués tuvo que pugnar con la junta que gobernaba la Casa de la Misericordia para trasladarlas allí. La Misericordia había nacido como establecimiento asistencial para los pobres y vagabundos que poblaban la capital del reino de Aragón. Se les privaba de libertad, se les obligaba a trabajar para ser útiles a la sociedad y hasta en ciertos casos se admitía el castigo corporal, pero aun así la junta no quería ver convertida su obra en una cárcel para malhechores. Desde siempre, Zaragoza se había considerado una ciudad extremadamente caritativa, virtud que no conseguía sino atraer a mayor número de indigentes a sus calles. El «padre de huérfanos» velaba por los niños desprotegidos y, de vez en cuando, organizaba las rondas del «carro de pobres»: una galera enrejada que recorría la ciudad con el fin de detener a los mendigos y vagabundos que haraganeaban o limosneaban, y que eran encerrados en la Casa de la Misericordia. ¿Cómo iban a admitir a esas quinientas desahuciadas, más otros doscientos gitanos aragoneses que permanecían detenidos en la cárcel del castillo de la Aljafería y que el marqués también pretendía destinar a la institución, cuando tenía ya casi seiscientos mendigos que la abarrotaban?

La pugna entre la junta y Ensenada se inclinó a favor del marqués: el Estado se haría cargo de la manutención de las gitanas. Asimismo, se construiría una nueva nave para su alojamiento, se cuidaría de que estuvieran siempre separadas del resto de los internos y el capitán general destinaría a veinte soldados de guardia para su vigilancia.

La larga fila de mujeres sucias y desnudas, escoltadas por soldados, levantó tal expectación que una multitud se sumó a la comitiva que se dirigió hasta la puerta del Portillo, frente al castillo, por donde accedieron a la ciudad. No muy lejos de esa entrada se hallaba el campo del Toro, al que se abría el huerto de la Casa de la Misericordia. Largas naves de ladrillo y madera de uno o dos pisos, con cubiertas a dos aguas y ventanas sin rejas dispuestas sin orden aparente, componían el conjunto. Diseminadas entre ellas, patios y espacios libres, pequeñas construcciones para servicios y, en uno de sus extremos, una humilde iglesia de una sola nave, también de ladrillo y madera.

El regidor de la Misericordia negó con la cabeza a la vista de las mujeres y los niños que cruzaban la puerta escoltados por los soldados. El sacerdote, a su lado, se santiguó en repetidas ocasiones ante los cuerpos desnudos, los rostros demacrados, el hambre destacando los huesos, los pechos lacios mostrándose sin recato; brazos, piernas y nalgas escuálidos.

Tal y como entraban, eran empujados a la nave expresamente construida para ellos. Ana y Salvador, agarrados de la mano, accedieron confundidos entre el resto de las mujeres y los niños. Un simple vistazo bastó para que las gitanas se cerciorasen de que no cabrían. El lugar era lóbrego y angosto. El suelo de tierra estaba húmedo por aguas estancadas, y el hedor malsano que resultaba de aquellas aguas en el calor de septiembre y en un lugar carente de ventilación resultaba insoportable.

Las quejas empezaron a elevarse de boca de las mujeres.

—¡No pueden meternos aquí!

—¡Hasta los establos de los animales están mejor!

—¡Enfermaremos!

Muchas de las gitanas desviaron la mirada hacia Ana Vega. Salvador le apretó la mano para infundirle ánimos.

—No nos quedaremos —afirmó ella. El niño le premió con una sonrisa esplendorosa—. ¡Salgamos!

La gitana dio media vuelta y encabezó la salida. Las gitanas que todavía estaban accediendo al interior, retrocedieron al toparse con Ana Vega. Pocos minutos después estaban todas otra vez en la explanada que se abría frente a la nave, quejándose, gritando, maldiciendo su suerte, retando a unos soldados que interrogaban a su capitán. El oficial se volvió hacia el regidor, que de nuevo negó con la cabeza: lo sabía, preveía aquel problema. No hacía ni dos meses que la junta de gobierno había advertido al marqués de la Ensenada de la insalubridad de la nueva construcción: las aguas de la Misericordia no corrían y se pudrían en la nave de las gitanas. No podía haber un comienzo peor.

—¡Adentro con ellas! —ordenó entonces por encima del alboroto.

El rugido no había dejado de resonar cuando Ana Vega se lanzó a golpes y dentelladas contra un sargento que tenía al lado. El pequeño Salvador atacó a otro soldado, que se libró de él de un bofetón antes de enfrentarse a muchas de las gitanas que siguieron a Ana. Otras, incapaces de pelear, animaban a sus compañeras. Tras unos instantes de desconcierto, los soldados retrocedieron, se reagruparon y sus disparos al aire consiguieron frenar la ira de las mujeres.

La solución que ofrecía la revuelta satisfizo al regidor: demostraría su autoridad y resolvería lo del alojamiento. Ana Vega y otras cinco mujeres que fueron identificadas como revoltosas serían azotadas y después inmovilizadas en el cepo durante dos días; los demás podrían dormir fuera de la nave, a la intemperie, en los patios y en la huerta, al menos mientras durase el calor que pudría las aguas estancadas. Al fin y al cabo, estaban ya en septiembre, la situación no podía prolongarse demasiado.

En presencia de las mujeres y sus hijos, Ana presentó su espalda desnuda al portero; los omoplatos, la columna vertebral y las clavículas que sobresalían no lograban esconder las cicatrices de otros muchos castigos recibidos en Málaga. El látigo silbó en el aire y la gitana apretó los dientes. Entre azote y azote volvió la mirada hacia Salvador, en primera fila, como siempre. El pequeño, puños y boca apretados, cerraba los ojos cada vez que el cuero hería la espalda de la gitana. Ana trató de dirigirle una sonrisa, para tranquilizarlo, pero solo consiguió dibujar en sus labios una mueca forzada.

Las lágrimas que vio correr por las mejillas del pequeño le dolieron más que cualquier latigazo. Salvador la había tomado como sustituta de su madre muerta y Ana se había refugiado en el pequeño para volcar en él unos sentimientos que todos parecían querer robarle. Dos veces llegó a renegar de su propia hija. Se enteró de los sucesos del callejón de San Miguel: bien se ocupó la Trianera de ponerlos en su conocimiento. La boda de Milagros con el nieto de Rafael García, aquel joven pendenciero al que había abofeteado, la sumió en la desdicha. ¡Su niña entregada a un García! Por otra parte, su propia indiferencia ante la noticia del asesinato de su esposo, no sentir nada después de tantos años de vida en común, le extrañó y le preocupó, pero concluyó que José no merecía otro final: había consentido ese matrimonio. Y en cuanto a la sentencia de muerte contra su padre…

—¿Tienes algo que decir?

El recuerdo de la conversación con el soldado de Málaga interrumpió sus pensamientos.

—¿Esperan respuesta? —preguntó ella a su vez.

El hombre se encogió de hombros.

—El gitano me ha dicho que volviese una vez hubiera hablado contigo.

—Que le diga a mi hija que ha dejado de pertenecer a los Vega.

—¿Eso es todo?

Ana entornó los ojos.

—Sí. Eso es todo.

Tiempo después Milagros insistió a través del Camacho. «Dile que ya no la tengo por hija mía», afirmó. ¿Era cierto?, se preguntaba Ana muchas noches, ¿en verdad eran esos sus sentimientos? En ocasiones, cuando la rabia al pensar en Milagros en brazos de uno de los García afloraba, el odio de familia, el orgullo de raza gitana la llevaba a contestarse que sí, que ya no era su hija; en muchas otras, las más, lo que se abría paso en su interior no era sino un amor de madre infinito, indulgente, ciego ante los errores. ¿Por qué había dicho tal barbaridad?, se martirizaba entonces. La rabia y la pena se alternaban o llegaban a entremezclarse en la oscuridad de las largas noches de cautiverio consiguiendo siempre, sin embargo, que Ana tuviera que esconder a sus compañeras el llanto y los sollozos que la asaltaban en tales momentos.

33

Los edificios en los que vivía la aristocracia madrileña no se parecían a las casas nobles sevillanas, erigidas al impulso del auge comercial con las Indias, con sus luminosos y floridos patios centrales circundados de columnas como eje y alma de la construcción. Salvo algunas excepciones, la multitud de nobles que se acumulaba en la Villa y Corte, algunos con títulos que se enraizaban en la historia de España, los más encumbrados por la nueva dinastía borbónica, habitaban casas señoriales cuyo aspecto exterior era severo y en poco difería de muchas otras que componían el Madrid del setecientos.

Felipe V, nieto del Rey Sol y primer monarca Borbón, culto y refinado, tímido y melancólico, piadoso, educado en la sumisión que correspondía al segundón de la casa real francesa, se expresaba en latín con fluidez pero tardó años en hablar español. Nunca le gustó el alcázar que hasta su llegada había sido la residencia de sus antecesores en el trono: los Habsburgo. ¿Cómo comparar aquella sobria fortaleza castellana encajonada en un cerrillo de Madrid con los palacios en los que el joven Felipe había vivido su infancia y juventud? Versalles, Fontainebleau, Marly, Meudon, rodeados todos de inmensos y cuidados bosques, jardines, fuentes o laberintos. El Gran Canal construido en Versalles, donde el joven Felipe navegaba y pescaba en una flotilla real servida por trescientos remeros, disponía de mayor caudal que el mísero río Manzanares que serpenteaba al pie del alcázar. Rodeado de cortesanos y criados franceses, el rey alternó sus estancias en la fortaleza castellana con el palacio del Buen Retiro, hasta que en la Nochebuena del año 1734 un incendio que prendió en los cortinajes de la habitación de su pintor de cámara devoró la totalidad del alcázar y propició el traslado definitivo de los reyes al Retiro. Pese a que el propio Felipe V había ordenado que sobre el solar del alcázar se construyese un nuevo palacio acorde con sus gustos, algunos acaudalados siguieron los pasos de los monarcas hasta el entorno del palacio del Buen Retiro y a los paseos que se urbanizaban en los prados adyacentes. Con todo, la gran mayoría de los nobles continuaba viviendo en lo que había sido el centro neurálgico de la ciudad: los alrededores del nuevo palacio real que ya mostraba su colosal fábrica aquel año de 1753.

No era la primera vez que Milagros acudía a una de aquellas casas señoriales los últimos meses. Durante mucho tiempo había rechazado cuantas invitaciones le hacían, diciéndose que esos dineros solo servirían para las diversiones y amoríos de su esposo, hasta que llegó una que no pudo rechazar: el marqués de Rafal, corregidor de Madrid y juez protector de los teatros, ordenó que cantase y bailase en un sarao que organizaba para unos amigos.

—Esta no la podrás rehusar, gitana —le advirtió don José, el director de la compañía, después de comunicarle los deseos del marqués.

—¿Por qué? —preguntó ella con soberbia.

—Terminarías en la cárcel.

—No he hecho nada malo. Negarse a…

El director la interrumpió con un manotazo al aire.

—Siempre hay algo que se hace mal, muchacha, siempre, y más cuando dependes de que un noble al que has desdeñado tenga que decidirlo. Primero serán unos días de cárcel por algo sin importancia…, un desplante al público o una expresión que consideren inapropiada. En cuanto salgas de la cárcel, volverán a invitarte, y si continúas en tu negativa, será un mes.

Las facciones de Milagros mudaron del desdén inicial a un temor intenso.

—E insistirán en cuanto vuelvan a liberarte; los nobles no olvidan. Para ellos será como un juego. Tu obligación es cantar y bailar en el Príncipe. Si no lo haces o si lo haces mal a voluntad, te encarcelan; si lo haces bien, encontrarán algo que no les guste…

—Y me enviarán a la cárcel —se le adelantó Milagros.

—Sí. No te compliques la vida. Terminarás cantando y bailando para ellos, Milagros. Tienes una hija pequeña, ¿me equivoco?

—¿Qué pasa con ella? —saltó la gitana, indignada—. ¡No se meta usted…!

—Las cárceles están llenas de mujeres con sus pequeños —le interrumpió el otro—. No es civilizado separar a un hijo de su madre.

Milagros aceptó, no tenía alternativa. La mera posibilidad de que su niña entrase en la cárcel la horrorizaba. Los ojos de Pedro chispearon cuando recibió la noticia.

—Te acompañaré —afirmó.

Ella quiso oponerse:

—Don José…

—Ya hablaré yo con ese hombre; además, ¿no eras tú la que decías que necesitabas protección? Encontraré guitarristas y mujeres gitanas; los músicos del Príncipe no entienden lo que quiere esa gente, no tienen salero.

Don José consultó con el marqués, que no solo consintió sino que acogió la propuesta de Pedro con entusiasmo. Don Antonio, el corregidor, recordaba cómo Milagros enardeció a la audiencia reunida en el palacio sevillano de los condes de Fuentevieja, y eso era precisamente lo que quería de ella: los voluptuosos bailes gitanos que los censores prohibían en el Príncipe, las lascivas zarabandas tan denostadas por beatos y puritanos, y aquellos otros ritmos que Caridad le había enseñado a comprender y sobre todo a sentir, bailes guineos, bailes de negros, atrevidos y provocadores, que celebraban la fertilidad: chaconas, cumbés y zarambeques. Ningún miembro de la compañía de cómicos formó parte de aquel grupo, ni siquiera Marina, pese a la insistencia de Milagros, o la gran Celeste, con quien Pedro había roto los últimos lazos. Salvo Marina, que aceptó sus excusas, esa decisión granjeó a Milagros la antipatía del resto de la compañía, pero Pedro no atendió sus quejas. «Es a ti a quien aclama el público del Príncipe», arguyó.

Y era cierto: por ella acudía la gente al teatro, de modo que cuando finalizaban las tonadillas y aparecían Celeste y los demás para representar el tercer y último acto de la comedia, la mayor parte lo había abandonado y los cómicos se topaban con un coliseo medio vacío y distraído.

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