La señal de la cruz (56 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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¿Cómo era posible?

¿Cómo algo tan importante podía ser ignorado por el mundo occidental?

Payne no entendía por qué eso nunca había sido puesto en cuestión públicamente. Por qué nadie había sido lo bastante curioso para investigar. Payne pensaba que era una pena que Oliver Stone no hubiera dirigido
La Pasión de Cristo
, porque le hubiese puesto un final muy diferente: hubiera añadido algo de conspiración al final. O quizá Mel Gibson estuviera planeando una secuela.

También encontraron varios hechos interesantes sobre Poncio Pilatos. El mas sorprendente fue la fuerte amistad que tenía con José de Arimatea, un hombre que jugó un papel muy importante en la crucifixión y en la elección del sitio donde debía descansar el cuerpo de Cristo. Los cuatro Evangelios explican que el cuerpo de Cristo fue sellado en una tumba propiedad privada de José de Arimatea, aunque las leyes romanas prohibieran que los crucificados fueran enterrados. En esa época, las víctimas permanecían durante cuatro días en la cruz, donde con el tiempo eran devorados por las aves. Por otra parte, los romanos eran tan firmes con esa ley que, de hecho, los guardias se quedaban allí vigilando, para asegurarse de que ni los amigos ni los familiares de la víctima tocaban el cadáver.

Pilatos estaba dispuesto a saltarse esas normas y dio permiso a José de Arimatea para retirar el cuerpo de Jesús. ¿Estaba pasando algo entre bastidores y Pilatos y José eran cómplices en el engaño?

También es muy extraño cómo formula el texto el Evangelio de Marcos. En la versión original griega, cuando José le pide a Pilatos el cuerpo de Cristo, utiliza la palabra
soma
, que se refiere a un «cuerpo vivo», y no
ptoma
, que significa «un cadáver». En pocas palabras, José la pide a Pilatos el cuerpo vivo de alguien. Aquellas líneas de la Biblia finalmente fueron cambiadas en las traducciones al latín y a otras lenguas porque los traductores se encontraban con palabras no específicas que no explicaban si Cristo estaba vivo o muerto cuando lo bajaron de la cruz. Sin embargo, en la versión original, Marcos dice que Cristo estaba vivo cuando se lo entregaron a José.

Payne y Jones llegaron a docenas de conclusiones como ésa, rumores que no eran mencionados en muchas iglesias, pese a que habían sido verificados por expertos. Payne no estaba seguro de cuál era la causa: ¿Conspiración? ¿Ignorancia? ¿O algo más…?, pero quería continuar su investigación hasta quedarse satisfecho. De hecho, ésa fue una de las razones por las que regresaron a los Archivos: para obtener las respuestas que estaban buscando.

Tan pronto como Payne y Jones aterrizaron, Petr Ulster les dio la bienvenida con un abrazo. El estrés que había acumulado en Viena ya había desaparecido, y había sido reemplazado por un brillo en los ojos y una sonrisa cálida. En general, se veía más feliz que cuando lo conocieron. Y eso era mucho decir, porque Ulster era uno de los hombres más felices que se habían cruzado en el camino de Payne.

—¡Jonathon! ¡D. J.! ¡Qué agradable sorpresa volver a veros! Qué bien que hayáis regresado.

—No nos lo perderíamos por nada del mundo —le contestó Jones.

Payne asintió y le dijo:

—Parece que has estado ocupado.

—¡Mucho! —contestó Ulster—. Pero ha sido maravilloso.

Siempre me había sentido tentado de ampliar los Archivos, y ahora tengo la excusa perfecta. Si las donaciones continúan llegando, podremos doblar el tamaño.

Payne silbó, impresionado:

—¿Y qué hay de tus objetos de valor? ¿Se perdió algo durante el incendio?

—Nada de valor. Hubo objetos personales, cosas de valor sentimental que no se pudieron salvar. Como la colección de fotografías de mi abuelo.

Payne lamentó la pérdida.

—¿Te refieres a las del pasillo? Joder, me gustaban mucho.

—A mí también. Pero gracias a ti, todavía conservo una.

—¿En serio?

—La fotografía con los caballos Lipizzaner. ¿Recuerdas aquella que descolgaste de la pared para mostrarnos al hombre riéndose? Gracias a eso, la fotografía se salvó.

—Eres como aquel americano —dijo una voz áspera detrás de ellos—. ¡Has salvado de nuevo a nuestros caballos!

Payne se volvió y vio a Franz:

—¡Sí! ¡Sí! —insistió éste—. Es verdad. Los soldados siempre estáis presumiendo.

Payne sonrió y le dio la mano:

—¿Qué ha estado haciendo, Franz? ¿Descansar de nuestra pequeña aventura?

—¿Aventura? ¡Eso no fue nada! Mi reciente viaje a Amsterdam sí que fue una aventura. ¿Y qué hacéis por aquí? ¿Venís a ayudarnos? Podríamos ocupar a dos hombres más sin problemas.

—¡Franz! —lo regaño Ulster, riéndose—. Son nuestros invitados, y como tales debemos tratarlos.

Franz hizo un gesto de desprecio con la mano.

—No empecemos, Petr. ¡Hasta la mujer está trabajando!

—¿Qué mujer? —preguntó Jones.

—Tu mujer —dijo Franz—. ¡Sí, sí! Llegó ayer con el doctor Boyd.

—¿Mi mujer? ¿Se refiere a María? ¿Está aquí?

Payne estaba encantado de ver la cara de Jones. Una mezcla de felicidad, confusión y conmoción total.

—¡Vaya! —dijo Payne—. Olvidé mencionarte eso, ¿verdad? Lo siento.

—¡Espera un segundo! ¿Tú lo sabías?

—¡Idiota! Era la única manera de planearlo.

—Pero pensaba que estaba en Italia, cuidando de su hermano y de sus bienes familiares.

—Pues no es así —dijo Payne—. Por cierto, ¿desde cuándo María es tu mujer? ¿Ella sabe algo sobre eso?

—No, pero…

—Pero ¿qué? Las mujeres no son propiedad de nadie, ¿sabes? No puedes ir diciendo eso por ahí ni reclamándolas como tuyas.

—Ya lo sé, pero…

—Tal vez tendrías más suerte con las chicas si las trataras con el respeto que se merecen. Además, antes de que corras a ponerle tu bandera a María o cualquier otra cosa que hagas para reclamarla, tenemos un asunto del que tenemos que encargarnos.

—¿Asunto? —Miró a Payne confundido, hasta que se dio cuenta de a qué se estaba refiriendo Payne—. ¡Ah, es verdad! Nuestro asunto. Casi olvido nuestro asunto.

Ulster y Franz miraron fijamente a Payne y a Jones como si estuvieran locos. Y claro que lo estaban. No les llamaban MANIAC por nada.

Payne le dijo a Ulster:

—Cuando D. J. y yo estábamos en Italia, encontramos una cosa que pensamos que encajaría perfectamente en tus Archivos. Es uno de esos objetos que creemos que todo el mundo merece tener la oportunidad de estudiar, y no sólo unos cuantos viejos sacerdotes del Vaticano.

Jones agregó:

—Claro que, si no lo quieres, nosotros lo entenderíamos. Quiero decir, es algo muy pesado. Pero como estás agregando una nueva sala al edificio y todo eso, pensamos que tendrías espacio suficiente.

—¿Y qué es?

—Te lo podemos enseñar si quieres. Lo hemos traído con nosotros.

—¿Lo habéis traído?

Payne asintió mientras abría la puerta trasera del helicóptero. Ulster y Franz vieron un sarcófago de piedra, herméticamente sellado con plástico de alta calidad.

—No queríamos exponerlo a todas esas partículas, por eso el doctor Boyd nos enseño cómo protegerlo. Con suerte, podrás encontrar una solución permanente para preservarlo.

—Es posible que lo consiga, pero necesito saber qué es lo que estoy viendo… Por favor, decidme que no hay un cuerpo ahí dentro.

Jones se rió:

—Yo también estaba preocupado por lo mismo cuando lo abrimos. Pero la suerte es impredecible y dentro había algo más, digamos… impactante.

—¿Impactante? —repitió Ulster.

En lugar de contestarle, Payne sacó unas fotografías del bolsillo de la camisa y se las entregó a Ulster. Mostraban el sarcófago, abierto y cerrado, desde distintos ángulos. Las últimas fotos enfocaban el objeto que se encontraba en el interior, algo que había sobrevivido intacto los últimos dos mil años. La prueba que había sido preservada por Pilatos para contarnos su versión de la historia. Al menos una parte. La otra iba a ser explicada en otro documento.

Ulster se sofocó cuando miró la foto.

—¿Estos maderos pertenecen a la cruz?

Asintieron. El
stipes
estaba cortado en dos, pero el
patibuum
todavía estaba intacto.

—Y lo mejor de todo, unos científicos de Pittsburgh analizaron una astilla de la madera, y confirmaron que era roble africano del siglo primero.

—¿Quieres decir —tartamudeó Ulster—… que ésta es la cruz?

—Eso es lo que esperamos que tú nos confirmes. Si es que tienes tiempo.

—Sí —dijo sofocado—. Tengo tiempo.

—Pero eso no es todo. —Payne fue al helicóptero y sacó una pequeña caja—. Había algo más dentro del sarcófago, algo que ni siquiera hemos abierto. Pensamos que lo mejor seria dejarlo para ti, para Boyd y para María.

Ulster abrió la caja con manos temblorosas y vio un cilindro de bronce parecido al que había sido hallado en las Catacumbas. Aunque, en lugar de exhibir el sello de Tiberio, el cilindro tenía el símbolo oficial de Poncio Pilatos, un emblema que no se había utilizado desde los días de Cristo.

—No tengo ni idea de lo que puede haber dentro, pero con suerte, podría decirnos lo que verdaderamente sucedió.

Y hubo suerte, porque exactamente eso fue lo que sucedió.

Por lo que Payne sabía, sólo seis de ellos (Dante, María, Boyd, Ulster, Jones y él mismo) lo sabían todo. Y con «todo». Payne se refería a la verdad sobre las Catacumbas y a la identidad del hombre riéndose. Otros (desde Franz hasta Nick Dial y Randy Raskin, pasando por los tipos del Pentágono que vigilaban las llamadas de Raskin) conocían tan sólo pedazos de la historia. Pero Payne sabía que era casi imposible que alguno de ellos fuese capaz de reconstruir toda la historia. De manera que, para Payne, sólo seis personas estaban al corriente del secreto que el cardenal Rose trató de sellar para siempre asesinando a Benito Pelati. Por suerte, Rose era un mal detective, porque si no Payne habría tenido ya noticias de los jefes del cardenal, en uno u otro sentido.

Tampoco estaba muy seguro de lo que el Vaticano sabía (y no sabía) de su aventura. Y no tenía ninguna intención de ir a preguntarles. Nunca.

¿Por qué? Existe un viejo adagio que dice que no hay una sola pregunta que pueda calificarse de estúpida. Bueno, puede que sea cierto, pero Payne sabía que sí existían las preguntas peligrosas.

Sobre todo si quien está buscando una respuesta es la persona menos indicada para conocerla.

Aunque estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa para mantener el secreto.

EPÍLOGO

E
l manuscrito estaba en excelente estado si consideramos que fue escrito por Poncio Pilatos en su lecho de muerte. Enterrado en las colinas de Vindobona, el pergamino se mantuvo intacto casi durante 2.000 años, protegido por un cilindro de bronce, un sarcófago de piedra y una familia celosa de conservar un secreto que pertenecía al pasado.

Generación tras generación los Pelati se fueron a la tumba pensando que su antepasado, Poncio Pilatos, era un héroe. Que él había sido el fundador de la fe cristiana. Que Tiberio había apelado a su noble siervo para pedirle que representara una farsa: la muerte de Cristo, y mejorar así las condiciones de vida de Roma. Que Tiberio estaba tan satisfecho con su heroico acto que honró su hazaña erigiendo una estatua en las Catacumbas de Orvieto, que inmortalizaba la imagen y la hazaña de Pilatos. Aunque ninguno de los Pelati (ni Benito ni Roberto ni Dante ni ningún otro de sus antepasados excepto Poncio), supieron en realidad la historia completa de la crucifixión hasta que María rompió el sello del cilindro.

Mientras traducía las últimas palabras de Pilatos, se asombraba de lo que leía, porque el documento confirmaba lo que siempre había sospechado: Dios trabaja de forma misteriosa.

Poncio Pilatos a mis hijos y herederos.

Me hallo a las puertas de la muerte, dispuesto a ser juzgado por las cosas que he hecho y por aquellas que quise hacer, aunque eso no signifique que no haya visto ya la gloria de Dios. Soy testigo directo de ella, y su magnificencia me ha convertido en el hombre que soy ahora.

Tuve noticias sobre el nazareno mucho antes de verlo a él en persona. Sus palabras y sus milagros se difundían a través del desierto como una plaga, una plaga que amenazaba la paz y la prosperidad de la tierra que habían puesto a mi cargo. Yo sabía que, con el tiempo, sus palabras se extenderían a través del océano, y se me pediría que me deshiciese de él antes de que sus seguidores se convirtieran en una multitud difícil de aplastar por Roma.

Pero ocurrió lo contrario, cuando tuve noticias de mi superior, me habló en secreto y me pidió que avivase las llamas del fuego hasta que pudiéramos utilizar su calor para mejorar nuestra situación. No entendía lo que quería decirme pero permití que el fuego ardiera hasta calentar las paredes de Jerusalén. En ese momento, advertí lo que antes se me había pasado por alto, y era que las instrucciones que había recibido habían sido dispuestas por el mismo Tiberio.

Yo debía poner al nazareno en un pedestal, por encima de los falsos Mesías que lo precedieron, y darles a los judíos la prueba que necesitaban de que aquél era el verdadero Dios que esperaban.

El plan era matarlo, o mejor dicho, simular su muerte, para conseguir así un milagro imposible de copiar por el resto de aspirantes a Mesías, y capaz de convencer a los más escépticos.

El nazareno fue llevado ante el sanedrín y yo completé el engaño lavándome las manos ante los hechos futuros, como si no hubiera tomado parte en la intriga. Esto enfadó a mi Claudia, pues creía ella que yo debía utilizar mi poder para proteger al hombre sagrado que ella había visto en sus sueños. Pero no fui capaz de hacer nada, tenía miedo de decepcionar al emperador romano, que había dispuesto y animado el engaño.

Para garantizar la ilusión de la resurrección, el nazareno fue obligado a soportar la brutalidad en el escenario público, de modo que, al terminar el día, nadie tuviese dudas de que aquel hombre había estado en el infierno, aunque después resucitara para reinar en el cielo.

Me mantuve informado a cierta distancia, ya que mi lugar no estaba en la escena de la crucifixión. A un hombre de mi estatus no podía importarle un criminal común, uno de tantos ajusticiados a diario por mi justicia. En cambio, algunos de mis guardias de elite fueron enviados a vigilar, y se les ordenó que cumplieran con la misión encomendada, aunque nunca llegaron a disfrutar de su recompensa, pues su silencio sólo podía garantizarse con la punta de mi espada.

A Cristo se le dio una droga que simulaba los signos de la muerte mientras en realidad se le inducía a un profundo sueño del que podía despertar; pero la dosis fue muy grande o su estado de salud demasiado débil.

Yo mismo fui a la tumba del nazareno, con la esperanza de ver que se tratara de un sueño profundo y temporal, y no, como me habían dicho, que aquel hombre efectivamente había abandonado el mundo de los vivos.

Lejos de los ojos de Tiberio, pero cerca de su alcance, comprendí lo que debía hacer si no quería seguir el mismo camino que Cristo. Aunque, en mi caso, el fin me llegaría sin la paz de la mandrágora ni la gloria que se consigue en la batalla.

Mis aliados eran pocos y mis opciones limitadas; así, después de una noche en vela comprendí que debía huir, que ésa era la única oportunidad que tenía de seguir viviendo. Empecé sin dilación mis preparativos, no le dije nada a Claudia, sabía que las palabras podían filtrarse y terminaría por saberse que estaba tratando de abandonar mi puesto. Al tercer día, justo cuando tenía previsto huir, me visitó uno de mis hombres, uno de los hombres en los que más confiaba, uno de los más fieles cuando los tiempos se vuelven difíciles y lo que me dijo fue algo increíble. La noticia me obligó a abrir los ojos a una nueva forma de vida. El nazareno se había levantado y había salido de su tumba por su pie, vivo.

No sabía cómo había sido posible. Ningún hombre puede despertar del sueño de la muerte. Y yo mismo fui testigo de esa muerte: sentí la frialdad de su piel, vi que la sangre no supuraba de sus heridas y no oí ningún sonido cuando acerqué mi oreja a su pecho. Dos días después, el hombre santo de Nazaret, el hombre al que yo asesiné por el bien de Roma, encontró la fuerza divina necesaria para deshacerse del yugo de la muerte y emerger de su tumba.

Cuando observo el pasado con la sabiduría que me ha brindado la edad, veo que he pasado los últimos años arrepintiéndome por no haberlo buscado por las calles de Jerusalén, haberme postrado a sus pies y haberle implorado perdón por lo que hice. Me desprecio a mí mismo por no haberme unido a sus seguidores y difundir su palabra, pues si, en mi condición de romano, hubiera atestiguado que él había vencido a la muerte, seguramente habría ganado adeptos para su causa y hubiese contribuido a salvar la vida de muchos de sus discípulos.

En cambio, hice lo peor y la cosa más cobarde posible: envié mensajes a Roma asegurando que todo se había cumplido según el plan, que su muerte había sido simulada, y que su resurrección había sido revelada a varios de sus fieles, aunque varios imprevistos evitaron que eso fuera el gran acontecimiento que Tiberio esperaba. De haberse cumplido sus planes, la religión de Cristo se habría convertido inmediatamente en la oficial de Roma, el mundo hubiera creído de inmediato en su resurrección y todas las tierras dominadas por los romanos se hubieran unido proporcionando unos beneficios inmensos al imperio.

Algunos se preguntarán por qué escribo esto ahora, por qué he tardado tanto tiempo en compartir mi historia con aquellos que debían oírla. Mi respuesta no me proporciona ningún placer, sino que me confirma que he vivido toda mi vida como un cobarde y no como el héroe que Tiberio llegó a pensar que yo era: la muerte se acerca y me ha dado el valor que no tuve en vida, y con este coraje, ruego a mis hijos, y a los hijos de sus hijos, que honren la vida de Cristo, porque él era el verdadero Mesías.

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