Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga
—¿Deberíamos…? —Jessica señaló aquella indumentaria.
—Los trajes de protección sirven para protegernos del virus de la enfermedad en caso de que el aislamiento del Enclave se vea comprometido —dijo la doctora Mowatt—, así que no tenéis que preocuparos por ello. Y me temo que no detendrán un rayo de los cosechadores.
—No, pero puede que un subyugador sí lo haga —dijo Mel—. ¿Dónde los guardáis? Venga, dejádnoslos. Jessie y yo haremos nuestra parte.
—Vuestra «parte» —dijo la doctora Mowatt—, es quedaros aquí… de momento, al menos. —Se dirigió a su compañero—. Capitán Taber.
El militar estaba mirando las pantallas como si lo hubiesen hipnotizado, con la mirada perdida. No podía creer lo que retransmitían las imágenes. Una nave alienígena pulverizó la entrada del Enclave. Los cosechadores cruzaron el umbral en masa y avanzaron túnel abajo hacia la primera escotilla.
Estaban bajo asedio. El enemigo estaba allí. El enemigo iba a por él.
—Taber, espabile. No debería estar aquí. Sus hombres lo necesitan.
—Tanto como un tiro en la cabeza —murmuró Mel.
La alarma sonó con una nueva nota y una luz roja intermitente brilló sobre la puerta del centro de seguimiento y comunicaciones.
—¿Un incendio? —preguntó Jessica, preocupada.
—Peor —dijo la doctora Mowatt—. Un incendio puede apagarse. Significa que han atravesado el sistema de aislamiento. El Enclave está abierto al exterior. Tengo que ponerme… esto —añadió mientras forcejeaba por entrar en el traje de protección.
—El enemigo está aquí —advirtió el capitán Taber.
—Así es. —Mel dividió su mirada entre el oficial y las pantallas. Los soldados estaban enfrentándose a los cosechadores en las escotillas. Los primeros disparaban sus ametralladoras, los segundos, rayos láser. Los gritos y los alaridos eran universales—. ¿Ves eso? Abre esos ojos de viejo, Taber. Echa un buen vistazo. El enemigo está llegando en masa, ¿qué piensas hacer al respecto?
Cayó en la cuenta de que iba a por él. El enemigo. La muerte. La había evitado durante medio siglo mientras otros caían; al principio, antes de ascender de rango, quienes morían eran siempre mayores, pero durante mucho tiempo los muertos habían sido más jóvenes que él, chicos casi demasiado jóvenes como para afeitarse, adolescentes que prácticamente acababan de salir del colegio. Los había visto morir a manos del enemigo, y el hecho de que los jóvenes muriesen mientras los ancianos se sentaban en sus bases de mando, o en sus casas, o en los clubes de caballeros o en el Congreso, enviando a inocentes a las líneas del frente sin reconocer el coste, le parecía terrible, antinatural. Quizá por ello la enfermedad solo había afectado a los adultos y salvado a los jóvenes, para corregir el desequilibrio de la historia. Y entonces, al fin, el enemigo iba a por él. Solo podía enfrentarse a él como un hombre.
—¿Que qué pienso hacer, señorita Patrick? —dijo mientras extraía la pistola de su funda—. Voy a enfrentarme al enemigo y a combatir. Buenos días.
Saludó, se volvió sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.
—¡Capitán Taber! —lo llamó la doctora Mowatt—. Póngase un traje de protección.
Taber se detuvo y miró hacia atrás.
—No, gracias, doctora Mowatt —dijo.
Un trueno lejano. La alarma. La luz intermitente sobre la puerta. Simon había sido encerrado en su habitación con un guardia fuera de la estancia, pero aun así sabía lo que estaba sucediendo.
Los cosechadores estaban invadiendo el Enclave.
Rió con nerviosismo, apretó los puños y los sacudió arriba y abajo, como un hincha de fútbol celebrando un tanto de su equipo. Se dirigió hasta la puerta.
—¿Oyes eso, soldadito? —le gritó al guardia—. ¿Sabes lo que es, lo que significa? Significa que si me dejas salir igual le hablo bien de ti al comandante Shurion. Cuando mis amigos lleguen aquí, me liberarán de todos modos. Vienen a por mí.
Sin embargo, Simon no pudo ocultar su sorpresa cuando el soldado abrió la puerta.
—No te emociones —dijo el militar mientras accedía al interior—. Tú no vas a ninguna parte. Atrás. Contra la pared. —Simon obedeció, llevándose las manos a la cabeza por si acaso y alejándose a una distancia prudencial del carcelero. Porque el soldado no era mucho mayor que él y no parecía muy estable, por no decir que el fusil automático con el que le apuntaba temblaba en sus manos—. Quiero… —Y pulsó un interruptor en el que Simon no había reparado hasta entonces, abriendo un compartimento en el que colgaban una especie de trajes protectores.
Para prevenir el contagio de la enfermedad. Lo que significaba que el Enclave ya no era seguro. Los aliados de Simon ya estaban dentro.
En ese caso, tenía que irse. No tenía más que identificarse ante ellos y todo iría bien. Comenzaría una nueva vida.
—Está bien, está bien —le dijo Simon al soldado, con calma—. Coge lo que quieras.
La puerta solo estaba a unos metros de distancia. El soldado no lo perseguiría sin el traje puesto.
—No te muevas.
—No me estoy moviendo.
Y no lo hizo hasta que el guardia fue a por el traje protector, bajando su arma durante un segundo, volviendo su atención de Simon al compartimento por un instante. Fue entonces cuando se movió. Corrió hacia la puerta a toda velocidad.
El soldado maldijo y puede que volviese a apuntar con su fusil, incluso quizá disparase. Pero Simon no lo supo. No le importaba. Nadie era mejor que Simon Satchwell a la hora de correr al sentirse amenazado. Cruzó la puerta, se adentró en el pasillo y acertó con respecto a las prioridades del guardia.
Simon era libre.
La situación pintaba tan mal como el capitán Taber esperaba. El puñado de hombres bajo su mando se afanaba en mantener la línea en el nivel superior, pero los cosechadores habían asegurado una cabeza de puente en las escotillas y su número era abrumador. El aire corrupto por la enfermedad se adentró en el Enclave, pero los soldados bien podrían haber seguido el ejemplo de su oficial y deshacerse de los trajes protectores. No era la enfermedad lo que iba a matarlos.
De las armas alienígenas brotaban rayos de energía que atravesaban con idéntica eficacia carne, ropa e incluso el metal de la maquinaria y los equipos electrónicos tras los cuales intentaban parapetarse los defensores. Las consolas explotaron en nubes de chispas; los cables cortados se retorcieron en todas direcciones. Taber vio un brazo amputado en el suelo, cuya herida había sido cauterizada y de la cual apenas manaba sangre, mientras la mano continuaba asiendo un fusil. El dueño de aquel miembro se encontraba a poca distancia, con un humeante agujero que le atravesaba el corazón.
Taber comprobó su pistola. Le quedaban seis balas. Esperó poder dispararlas todas.
Varios jóvenes soldados gritaron palabras incomprensibles y pasaron corriendo a su lado, batiéndose en retirada. Sus ojos cubiertos por los visores no registraron la presencia de Taber, solo la del enemigo. Un rayo de energía pasó a la derecha de Taber y partió en dos la columna de un soldado que huía. Tras el impacto, no pudo correr mucho más.
Hasta el último hombre había abandonado la posición. Las tropas del Enclave se dispersaron, huyendo en desbandada.
Pero el capitán Taber no huyó. Siguió avanzando. Apuntó con su pistola y se sorprendió. Qué firme era su mano. Qué seguro su caminar. Qué tranquilo se sentía. Como un soldado ha de sentirse cuando todas sus campañas han terminado.
Disparó una bala, y dos, mientras los hombres se cruzaban con él entre gritos de terror.
Disparó una tercera, una cuarta bala, sin apuntar, sin preocuparse por acertar a los cosechadores o no. Lo importante era disparar. Marchar hacia el enemigo. Enfrentarse al miedo.
Un quinto disparo. Ya casi estaba solo, y ante él se extendía una jauría de fieras.
Un sexto. El enemigo había venido a por el capitán Taber.
Se había quedado sin munición, pero no importaba. De todos modos, no iba a tener tiempo de recargar.
Los soldados también se retiraban en las laderas de la colina Vernham.
La ofensiva de los Josués había sido bien planeada y ejecutada, con los vehículos de asalto avanzando al unísono. Pero entonces se habían visto reducidos a una desbandada confusa, caótica y desesperada, y uno tras otro caían bajo las armas de energía de los cosechadores. Antony pensó que si el papel de Brandon no estaba siendo muy espectacular, era fácil adivinar por qué.
El operario del Josué 9 estaba a punto de caer presa del pánico más absoluto: tanteaba los instrumentos con la mirada confusa, yendo de uno a otro como si no los hubiese visto en su vida y maldiciendo los controles como si conspirasen contra él. Parecía que estaba perdiendo la fe en la máquina a marchas forzadas.
Antony concluyó que Brandon no hubiese destacado en Harrington.
—Cálmate, hombre —trató de consolarlo—. Céntrate en lo que estás haciendo. Danos algo de fuego de cobertura.
—¿A qué demonios te refieres con eso del fuego de cobertura, chaval?
—Que gires la torreta. Las armas pueden disparar hacia delante y hacia atrás, ¿no es así?
—Sí, sí. —Aquella característica parecía habérsele olvidado por completo a Brandon—. Pero ¿para qué demonios quieres disparar? Los misiles no van a atravesar esos escudos.
—Pero podemos intentarlo —propuso Antony.
Y así fue. Richie vio a través de la pantalla como la torreta giraba sobre sí misma y lanzaba una nueva salva hacia la Furion. Pensó que era como escupirle al viento. Una acción inútil. A Tony Clive le encantaban las acciones inútiles, por lo visto. Como a Naughton. Todo aquel rollo de hacer siempre lo correcto era la acción más inútil sobre la faz de la Tierra. Richie prefería apretar los dientes y los puños y rogarle a Dios que los alejase del alcance de aquellos malditos rayos de energía antes de que redujesen a uno de aquellos pobres cabrones a cenizas.
Y el Josué 12, mutilado, pese a tener la oruga izquierda hecha trizas e inutilizada, disparó las dos armas de la torreta antes de que las de los cosechadores lo alcanzasen. El Josué 5 ardía en llamas mientras sus dos operarios abandonaban el vehículo a través de las escotillas y saltaban a tierra, cubriéndose la cara con los brazos y maldiciendo la situación a gritos antes de que los rayos de energía los obliterasen.
En el Josué 7, la táctica de Travis era la misma que la de Richie, sin que él lo supiese. La arboleda próxima a la cima de la colina no ofrecería mucha protección, posiblemente, pero cuanta más tierra por medio pusiesen, mejor. Los disparos de la Furion empezaban a quedarse cortos. El crujido de los árboles arrancados de raíz cuando el Josué los embistió era casi reconfortante.
—Maldita sea —gruñó Parry—. Hemos perdido el contacto con Taber y Mowatt. El sistema de comunicaciones ha debido de estropearse.
—No te preocupes por eso —lo tranquilizó Travis—. Enseguida estaremos de vuelta en el Enclave.
—¿Estás seguro, Travis? —preguntó Tilo, esperanzada ante aquella perspectiva.
Claro que lo estaba.
—No tienen nada con lo que perseguirnos, Tilo. —Una vez lejos del alcance de la nave esclavista podían regresar a la base, elaborar un nuevo plan y atacar de nuevo. No rendirse jamás.
Entonces escuchó el ensordecedor y desafiante rugido de los motores. La tierra tembló bajo las orugas del Josué.
¿Y ahora qué? ¿Qué demonios pasaba?
Lo vieron en las pantallas. Jamás estarían fuera de su alcance.
Tras ellos, la Furion despegó desde el valle.
Lord Darion no hacía más que protestar. Clyrion, el guardia apostado fuera de la celda, podía oír cada una de las incendiarias palabras del alienológo, y cada una de ellas le preocupaba sobremanera. Los padres de Clyrion habían sido unos ciudadanos obedientes y respetuosos con la ley; su hijo había sido educado en la obediencia absoluta hacia las Mil Familias de los cosechadores.
—¿Cómo te atreves a encarcelar a un miembro de las Mil Familias? ¿Cómo osas tratar a un superior como si fuese un delincuente cualquiera? Pagarás por este ultraje, ¿te enteras, guerrero? —le espetó, dirigiéndose a él personalmente a través de la puerta de metal—. Shurion pagará y tú también lo harás, pero no solo tú. Tu linaje también. ¿Me oyes, guerrero? ¿Entiendes lo que digo? Tu maldito linaje sufrirá por haber afrentado, como hoy lo estás haciendo, al descendiente de Ayrion.
Lord Darion dijo más cosas, muchas más, afirmando tener la absoluta certeza de que sería absuelto del execrable delito de traición del que se le acusaba y que, después, el linaje de Ayrion desataría su terrible venganza sobre los implicados en su detención. Clyrion encontró la primera afirmación de Darion perfectamente posible. El hecho de que un miembro de la élite de los cosechadores hubiese sido puesto entre rejas no tenía precedente; que lo encontrasen culpable de un delito era simplemente inconcebible, lo cual significaba que las amenazas vertidas sobre el linaje de Clyrion también debían ser tomadas en serio. Sintió que el pánico empezaba a atenazarlo.
—Lo que me ocurra pesará sobre tu cabeza. ¿Me oyes, guerrero? Sobre tu…
Silencio. Súbito. Absoluto.
Tenía que investigar. Clyrion activó la pantalla que mostraba el interior de la celda. El cuerpo de Darion de las Mil Familias yacía inmóvil en el suelo. ¿Respiraba? Clyrion estuvo a punto de dejar de hacerlo, desde luego. ¿Había sufrido un infarto su prisionero? ¿Se habría suicidado para ahorrarse futuras desgracias mientras él, Clyrion, debía estar vigilándolo? De haber sido así, sería su fin.
Clyrion guardó su subyugador en la funda y pulsó con rapidez el mecanismo de la puerta. En un instante se encontraba en el interior de la celda, arrodillado al lado del prisionero, levantando la cabeza de lord Darion para comprobar sus signos vitales.
Encontró varios. Unos ojos que se abrieron de golpe. Una boca que esbozó una sonrisa de satisfacción.
Una mano que salió disparada hacia el subyugador del guerrero, y lo extrajo de su funda.
—¿Qué…? —Clyrion había sido engañado, pero incluso entonces podía haberse salvado. Si hubiese forcejeado con Darion, si hubiese luchado con él. Debería haber reunido fuerzas para ello. Quizá la deferencia que le había sido inculcada hacia todo miembro de las Mil Familias jugó en su contra. Porque dudó.
Y Darion le disparó.
El guardia se desplomó sobre su propio prisionero, muerto (era evidente que el arma se encontraba en modo letal). Darion apartó el cuerpo, asqueado, y se puso en pie. Parecía que después de todo era capaz de matar; quizá sí fuese un digno descendiente de Ayrion. Aunque sentía las piernas débiles, incluso le temblaban. Pero no había tiempo para preocuparse por eso.