Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga
El cielo lucía la tonalidad de una piedra, iluminado por un amanecer parsimonioso, tan lento, pesado y gris como una capa de granito que sepultase la Tierra. En sus aposentos, Darion, insomne, pensó en la luna que orbitaba en torno al mundo natal de los cosechadores, reservada para las tumbas de las Mil Familias, ya que las élites de su sociedad se diferenciaban del vulgo tanto en la vida como en la muerte. Kilómetros y kilómetros de mausoleos, un satélite habitado solo por los guardianes de las criptas y visitado de vez en cuando por los afligidos familiares de un linaje que hubiese perdido a un miembro, el cual pasaría a estar bajo la custodia de los centinelas. Un complejo de tumbas dedicado a los herederos de Ayrion se extendía sobre una superficie del tamaño de una ciudad. Darion pasaría a engrosar su población el día de mañana.
Si es que sobrevivía para entonces.
Activó con una palabra la pantalla de sus aposentos y su tono de voz, seco y vacilante, le sorprendió. Contempló sus manos: sus dedos temblaban como los de un anciano. En la cultura terrícola, por lo que sabía, el color blanco solía asociarse a la cobardía y el miedo. Aquella mañana, Darion sintió que su piel lucía un tono adecuadamente simbólico. Cerró los dedos hasta formar dos puños. Aquel no era el momento de sentir miedo.
Sería mejor no cavilar acerca de los sepulcros de sus ancestros y quitarse de encima aquellos morbosos pensamientos. Su gente tenía un dicho: «La muerte visita a quienes piensan en ella». Se planteó pensar en Dyona, un motivo para vivir. O mejor todavía, no pensar en nadie, sino centrarse en cuerpo y alma en la tarea que tenía que llevar a cabo.
En la pantalla, Darion vio al último recolector que quedaba a bordo de la Furion despegar y abandonar la nave. Shurion había mordido el anzuelo. Para cuando los recolectores llegasen a Otterham y no encontrasen ni a Travis Naughton ni al espía de los cosechadores, ya sería demasiado tarde. Los terrícolas ya habrían lanzado su ataque.
Sin embargo, buena parte de su éxito estaba aún en sus temblorosas manos.
Darion se sentó ante el ordenador. La costumbre de los cosechadores era invocar a los espíritus del ancestro y el valor del tótem del animal antes de emprender cualquier tarea en la que la vida corriese peligro. Pese a ello, Darion dudó que fuese lo más adecuado, dada la naturaleza de su misión.
—Que lo que es justo me haga fuerte —murmuró, en su lugar.
Pese a no ser un guerrero nato, Darion se preparó para acabar con la Furion.
A varias cubiertas de distancia, el comandante Shurion también contemplaba cómo los recolectores despegaban hasta surcar el cielo gris. Su corazón, o lo que quedaba de él, estaba embriagado de emoción. Su momento de redención, de reivindicación, estaba al alcance de su mano. La costumbre de Shurion de vestirse con el traje ceremonial completo le pareció especialmente adecuada aquel día. Negro y dorado. Su sumisión y su ambición, cara a cara en un dramático contraste.
Se sentó inclinándose hacia delante en su sillón de mando, impaciente, y aunque no lo supiese en aquel preciso instante, sus puños estaban tan apretados como los de Darion. Si los recolectores tenían éxito en su misión, si aquel repugnante esclavo que se había rebajado a traicionar a su propia especie había dicho la verdad (cosa que Shurion no dudaba), entonces tendría al traidor en cuestión de horas.
E incluso si los recolectores fracasaban por cualquier motivo, Shurion no habría fracasado. Un buen comandante siempre tiene un plan de emergencia.
Si el renegado trataba de traicionar a los suyos una vez más, su intentona lo haría caer de una vez por todas…
Las escotillas de los Josués giraron hasta cerrarse del todo.
—Cabina de control sellada —informó Parry, un hombre en la treintena, de cabello moreno, con la cabeza cónica y unos ojos que no parecían pestañear nunca—. Activando sistemas ambientales. —En el panel ante el que se encontraba se encendió una luz verde—. Sistemas ambientales operativos. Comprobando los sistemas de propulsión, supervisión y armamento por última vez.
Travis pensó que por lo menos el tal Parry parecía saber lo que hacía, lo cual resultaba alentador si tenía en cuenta que tanto su vida como la de Tilo dependían de él. Le daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde la última vez en la que fue capaz de depositar su confianza (menos aún de forma voluntaria) en un adulto.
Pero no le quitó el ojo de encima a Parry y estudió sus maniobras, absorbiendo, memorizando. La enfermedad y los cosechadores le habían enseñado a no dar nada por hecho.
Tilo le estrechó la mano.
—¿Estás bien? —Él sonrió y se volvió hacia ella, bañado por la gélida luz azul del interior de la cabina—. No es demasiado tarde para quedarse con Jessie y con Mel, ¿sabes?
—Me temo que sí que es demasiado tarde —dijo Parry, que no parecía molestarse en resultar comprensivo—. Todos los sistemas están completamente operativos. Estamos listos para ponernos en marcha.
—No pasa nada. Estoy bien. De verdad, Travis. Quiero estar aquí. —Y le apretó la mano con fuerza.
—¿Hmm? —Parry hizo una mueca—. Nada de intimidades en el vehículo, por favor. ¿Os habéis abrochado los cinturones? —preguntó, como si sospechase que de no ser así los adolescentes se echarían uno encima del otro en cualquier momento.
De hecho, el cinturón de seguridad era tan firme que Tilo apenas podía moverse. La cabina de control de los Josués era circular y cónica, con el techo justo debajo de la torreta de cañones gemelos, tan bajo que provocaba claustrofobia. Tanto este como las paredes estaban cubiertos de luces, interruptores, medidores y otros instrumentos, hasta el último centímetro. En torno al perímetro de la cabina, a idéntica distancia unas de otras, había tres consolas con un abanico de pantallas que proporcionaban información visual del entorno inmediato del vehículo de asalto, que en aquel momento consistía en otros Josués y algunos ajetreados técnicos. Tilo supuso que la idea, en caso de disponer de un equipo completo de personal entrenado, era que cada consola estuviese manejada por un operario. De todos modos, las sillas estaban ancladas a un riel circular, por lo que podían deslizarse a la izquierda o a la derecha de ser necesario. Ella acercó la suya a la de Travis todo lo posible. O por lo menos, eso intentó.
Pero aunque el sistema ambiental hacía que el aire permaneciese purificado y fresco, Tilo sintió que sudaba, que sus manos estaban húmedas. Los espacios cerrados no le molestaban especialmente, pero estaba tan acostumbrada a vivir al aire libre («¿Para qué necesitamos tejas y escayola?», solía decir Roble. «El cielo es el tejado de la Naturaleza.») que encontrarse metida en la cabina del Josué, del tamaño de un ataúd, le resultaba un tanto chocante.
—A todo el personal de los Josués, últimas comprobaciones completadas —anunció la doctora Mowatt a través del comunicador—. Estamos abriendo la escotilla primaria de salida. Procedan en formación y buena suerte a todos.
—¿Estáis listos? —preguntó Parry.
—Porque aquí —dijo Brandon en el Josué 9— ya estamos en marcha.
Y a Richie le sorprendió con qué silencio. Apenas podía oír el motor del vehículo.
—Es magnético —le recordó Antony—. ¿No estabas prestando atención a lo que acaba de decir Brandon?
El operario del Josué, más cercano a los cuarenta que a los treinta, calvo en buena parte de la cabeza, miró por encima del hombro a Richie y se echó a reír.
—Creo que Coker tiene la cabeza en otra cosa que no son las unidades de propulsión de esta monada, ¿verdad, Coker?
Más o menos. Por ejemplo, pensaba en el hecho de que en aquel momento estaba más asustado que nunca antes en toda su vida, más asustado de lo que nadie podía llegar a soportar antes de convertirse en un guiñapo tembloroso y balbuceante. Acojonado, hablando claro. Aunque Richie no lo reconocería ante Antony Clive. Y tampoco le impediría seguir formando parte del equipo de asalto.
—¿No te parece —dijo, tartamudeando— que sería mejor que te fijases hacia donde vas?
Brandon rió de nuevo.
—Aquí dentro no hay váter, Coker, así que como te mees en los pantalones te va a tocar dejártelos puestos. A menos que apuntes al enemigo antes.
—Vale, un humorista —refunfuñó Richie—. Nos han encasquetado a un humorista.
—Esto… Richie —dijo Antony—. ¿No estarás pensando en vomitar, verdad?
En el centro de seguimiento y comunicaciones, una docena de pantallas retransmitían el avance de los Josués. El capitán Taber y la doctora Mowatt dividían su atención entre los doce vehículos.
Jessica y Mel solo estaban interesadas en dos de ellos.
Los vehículos de asalto habían salido del túnel, dejando atrás la colina bajo la que se ocultaba el Enclave. Sus carcasas grises de molibdeno se dirigieron hacia el bosque como una especie más rápida, más grande y más agresiva de tortuga, con su brillante metal resplandeciendo bajo la luz del alba. Formaron una extensa línea. Cuando llegase el momento, el plan era rodear la nave de los cosechadores y disparar desde todas las direcciones.
Jessica pensó que parecían muy poderosos. Por sí mismos, en cualquier caso. Al verlos adentrarse en el bosque, reduciendo a astillas los árboles que cometieron la necedad de interponerse en su camino, podía llegarse a pensar que los Josués aplastarían cualquier resistencia, que arrollarían sin piedad a cualquier enemigo. Pero ¿cómo se las apañarían contra la colosal nave esclavista de los cosechadores, aquel rascacielos conocido como la Furion? ¿Qué aspecto tendrían en comparación con su objetivo cuando este se encontrase a la vista? Como Gulliver en el país de los gigantes, imaginó. Como pequeños insectos a los que aplastar.
Antony. Travis. La habían vuelto a dejar sola y…
Una mano estrechó la suya. Furtiva. Culpable.
No estaba sola. No del todo. No, si no quería estarlo.
—Todo va a ir bien, Jess —dijo Mel, con una débil sonrisa de disculpa.
Y Jessica no rechazó su mano, aunque ese cruel gesto fuese su primer impulso. No podía hacer daño a Mel, tal y como estaban las cosas. De hecho, cayó en la cuenta de que después de todo se alegraba de contar con ella a su lado, y aquella certeza llenó su corazón de alegría.
Cuando Mel se atrevió a apretar la mano de su amiga, Jessica le devolvió el gesto.
En el puente de la Furion, el técnico de los cosechadores no podía creer lo que indicaban los instrumentos, sin hacer saltar las alarmas. Su respuesta fue bastante más ansiosa, sobre todo porque era su deber comunicar aquella inexplicable información al comandante Shurion.
—¿Comandante, señor?
—Técnico. —Shurion miró al operario desde su silla elevada, con la generosa tolerancia de un dios.
—Parece… parece que estamos experimentando un fallo de los sistemas, comandante.
—¿Ah, sí? —Shurion hizo descender la silla, con una expresión inescrutable en su rostro.
—Las armas. Los escudos. Las comunicaciones. Incluso nuestros sistemas de vuelo. Parecen… eh, temporalmente fuera de servicio.
—¿Qué pretende decirme, técnico? —preguntó Shurion con calma—. ¿Acaso mi nave ha dejado de funcionar, a todos los efectos?
—Eh… —Una gota de sudor se formó en la huesuda frente del cosechador.
—¿Sabe a qué se debe esta imperdonable situación?
—En… en este momento, no, comandante Shurion, señor. —Ya casi esperaba que lo enviase a la celda de despojos.
Pero la boca de Shurion formó una sonrisa escarlata. Echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Entonces será mejor que lo descubra yo mismo. Corazones Negros, conmigo. —Los numerosos guerreros cosechadores que se encontraban en el puente obedecieron a toda prisa. Shurion se irguió, imponente, y su rostro ya no transmitía buen humor sino odio, reflejado en su ardiente mirada—. Por fin. Por fin. El traidor es nuestro.
Los Josués avanzaron a través del bosque como apisonadoras. Su armadura apartaba cualquier obstáculo sin el menor esfuerzo y sus orugas avanzaban imparables, compensando de forma automática los desniveles del terreno para que los vehículos de asalto no aminorasen su velocidad. Las máquinas avanzaban como guerreros hacia su destino.
En el interior del Josué 9, Richie pudo ver a través de la pantalla que el vehículo arrancaba troncos de árboles como si fuesen cerillas en su camino hacia la colina Vernham, pero el impacto de la colisión no se transmitía al interior de la cabina. Richie no llegó a percibir ni un movimiento ni un ruido desde la silla en la que se encontraba, paralizado de miedo. Lo cual estaba bien. Si el viaje estuviese siendo más movido, su estómago, que ya estaba bastante revuelto, hubiese tirado la toalla y expulsado el desayuno. De pronto, cayó en la cuenta de que estaba aferrándose a los reposabrazos de la silla con tanta fuerza que sus nudillos empezaban a parecer tan prominentes como el belineo de los cosechadores. Miró a los lados. Tony Clive también se había dado cuenta… ¿y cómo era posible que el niño pijo pareciese tan tranquilo, como si estuviese dando una vuelta en el yate de papá un domingo por la tarde?
—¿Y a ti qué te pasa? —gruñó Richie, a la defensiva.
—Nada —dijo Antony—. ¿Y a ti?
—Nada.
—Bien. Entonces estamos igual.
Aunque Antony era consciente del evidente terror que sentía su compañero, no desprestigió a Richie Coker por ello. Por algún extraño motivo, empezaba a admirar al antiguo matón, a desarrollar empatía hacia él. Allí estaba Richie, muerto de miedo, pero esforzándose por contener aquella emoción y superarla. Independientemente de que lo consiguiese o no, el hecho de que lo intentase ya era digno de elogio. Y lo que resultaba más admirable de aquel esfuerzo, reflexionó Antony, era que venía de un gamberro irresponsable al que seguramente le hubiesen diagnosticado un desorden antisocial antes de la enfermedad.
Antony también estaba asustado, pero la educación que había recibido tanto en el colegio como en su casa le había enseñado a controlar sus sentimientos, a ocultarlos como si fuesen secretos. Lo importante era la razón, no las emociones. Y sin embargo, en muchas ocasiones, Antony rondaba bajo el pergamino del honor en la sala de Harrington, contemplando los nombres en él inmortalizados, que rendían homenaje a los caídos en el barro de Passchendaele o el Somme, en los desiertos del norte de África o en las junglas de Birmania, o en la larga y sangrienta marcha hacia Berlín. «Dedicado a la memoria de aquellos miembros de Harrington que pagaron el más alto sacrificio luchando por la justicia y la verdad en las dos guerras mundiales. Que descansen en paz y sean recordados con gloria». Adoraba los nombres de aquellos hombres muertos desde hacía tiempo, quienes siendo jóvenes se encontraron en el mismo lugar que él, vestidos con idéntico uniforme, y los recitaba como si fuesen parte de una oración, y se preguntaba cómo se habrían sentido cuando llegó la hora, cuando los obuses gritaban y las balas chillaban; cómo se sentiría él en esa situación letal, en el fragor de la batalla, en una guerra.