La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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La enfermedad ha concluido, pero para Travis y su nueva comunidad la lucha por la supervivencia está a punto de entrar en una fase aún más ardua. Por fin se sabe quiénes son los responsables de la muerte de todos los adultos del mundo. Si los adolescentes quieren seguir siendo libres, deberán pelear… pero, ¿cómo? Su causa parece perdida de antemano contra un enemigo implacable; sin embargo, deben encontrar el modo de contraatacar, y rápido, antes de que sea demasiado tarde. Antes de que todos caigan víctimas de la cosecha de esclavos.

Andrew Butcher

Cosecha de esclavos

La tierra heredada - 2

ePUB v1.0

AlexAinhoa
02.07.12

Título original:
Slave Harvest

@Andrew Butcher, 2012.

Traducción: Alberto Morán Roa

Diseño/retoque portada: © Calderón Studio

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.0

Para la gente de Paradox Comics.

¡Me temo que aquí no hay dibujos, pero sí un montón de palabras!

1

NO DEBERÍA ESTAR ALLÍ

Jessica Lane lo sintió con intensidad. Lo sintió en cuanto vio al muchacho, uno de los estudiantes de Harrington que, en teoría, estaba en el turno de guardia, entrar a la carrera en la sala; en cuanto lo escuchó gritar un desgarrador: «¡Fuera, fuera!». Lo sintió cuando todo el mundo olvidó la fiesta de improviso, dejó de bailar o de beber y se dirigió rápidamente hacia el patio interior con expresión de preocupación, ansiedad y miedo en sus rostros, arrastrándola con ellos como si fuese un pelele. Lo sintió cuando se asomó, confundida y con los ojos entrecerrados, a una noche que había dejado de ser oscura.

Pero cuando lo sintió con más fuerza fue cuando descubrió el motivo.

El cielo estaba lleno a rebosar de naves. Naves alienígenas. A Jessica no le hizo falta ningún curso exprés de tecnología extraterrestre para reconocer su origen. La raza humana jamás había construido algo semejante. Vastas, colosales, atravesando la noche como cuchillas de brillante plata. Su diseño le recordó, dentro de lo que su embotado cerebro era capaz de recordar en aquel instante, a las hoces y guadañas que los granjeros utilizaban para cosechar sus campos dorados. Aquellas naves tenían forma de luna creciente y, por lo que parecía, prácticamente el mismo tamaño, con sus puntiagudos e idénticos extremos separados entre sí por cientos de metros. Eran como cumbres de montañas, como icebergs plateados flotando en un mar celeste, manteniendo su rumbo con absoluto desdén hacia el diminuto grupo de adolescentes que las observaban, apiñados, desde abajo. Tantas naves, innumerables, idénticas. Y los cielos temblaban con el resonar de sus motores y la tierra se estremecía ante su presencia.

De pronto, Jessica cayó en la cuenta de que la mano de Mel estaba estrechando la suya con tanta fuerza que las uñas de su amiga casi le atravesaban la piel. Mel miraba hacia el cielo con los ojos abiertos de par en par y su cabello negro ondeando; la luz alienígena procedente de las naves acentuaba su natural palidez hasta conferirle una blancura fantasmal. A su alrededor se encontraban los amigos y compañeros de Jessica. Tilo se aferraba a Travis como si pensase que los extraterrestres iban a arrebatárselo de su lado. Travis miraba hacia la flota con la boca abierta, pero con una mirada aún desafiante, decidida, como dos esquirlas de acero azul. Antony, cuyo cabello también era rubio pero con unos rizos que recordaban a los de las estatuas de mármol que había visto en Grecia, se cubría el rostro con el brazo para protegerse del brillo cegador de los motores. Richie Coker parpadeaba con incredulidad mientras abría y cerraba la boca como un pez confundido. Las gafas de Simon Satchwell devolvían el brillante reflejo argento de las naves que los sobrevolaban.

Algunos miembros de la comunidad estaban en silencio, otros no. Se oían gritos de terror, aullidos de pavor y desesperación procedentes de los mayores, y chillidos y agudos alaridos por parte de los pequeños. Las habían visto en el cine. Habían visto naves alienígenas reducir los lugares más representativos del mundo a átomos. Sabían lo que les esperaba.

Y Jessica también. Y por eso no debía estar allí. Quizá no necesitase estar allí. Quizá pudiese cerrar los ojos y aislarse del amenazador y traicionero presente para viajar a otro lugar, a un lugar silencioso, secreto y seguro. Ya lo había hecho antes.

En aquella ocasión, la causa fue la enfermedad. La misteriosa plaga que había barrido el planeta entero, extendiendo una mortal pandemia. Sobre todos los adultos, por los menos. Los adolescentes, los bebés y todos los menores de dieciocho años parecían, sin que hubiese ninguna explicación, inmunes. El Gobierno aseguró que curaría la enfermedad pero no pudo, aunque Jessica ignoraba si debido a que tiraron la toalla o a la muerte de todos sus miembros. El primer ministro, el ministro de Economía, los miembros de la secretaría de Interior y Asuntos Exteriores, todos ellos respiraron aquel aire cargado con el veneno de la plaga. Todas sus distinguidas señorías, acostumbradas al poder, tan complacidas de su autoridad, respirando a duras penas sus últimas bocanadas mientras la enfermedad grababa sus característicos círculos escarlata en su carne como con un cuchillo.

Sin embargo, por muy horribles que hubiesen sido los acontecimientos de aquellos días (había sido testigo de las muertes de quienes solo conocía a través de la televisión, de los fallecimientos de personas de países lejanos y ciudades que nunca había visitado, de vecinos con los que nunca había hablado, muertes que, al fin y al cabo, siempre tenían lugar en la distancia), Jessica estaba convencida de que podía sobreponerse. Podía soportarlo. Siempre y cuando su familia estuviese ahí para protegerla. Siempre y cuando sus padres sobreviviesen.

Pero no fue así.

Descubrir sus cuerpos fue más de lo que pudo tolerar. Jessica no podía soportarlo. Entonces le ocurrió algo, aunque no estaba segura de si tuvo lugar contra su voluntad o con su pleno consentimiento. Solo supo, tras haberse recuperado y después de que Travis y Mel se lo contasen, que se había retraído a su interior, que se había aislado de la realidad bloqueando cualquier pensamiento consciente y sumergiéndose en lo que Travis llamó un trance catatónico. Recordaba vagamente la oscuridad y la sensación de aislamiento, como si estuviese escondida en un armario durante un juego infantil. Su cuerpo siguió funcionando pero sus sentidos se quedaron en aquella casa; y cuando despertó, cuando regresó al mundo real, había dejado la casa, a sus padres, a Wayvale, allí donde había vivido hasta entonces, atrás. Se encontró en aquel lugar, un colegio privado masculino construido como un castillo en el campo. Harrington. Sus amigos la habían llevado allí. Travis y Mel (descubrió que la idea había sido suya) podían haberla dejado atrás, pero optaron por no hacerlo. Jessica pensó que debía agradecérselo. Y una parte de ella así lo deseaba. Significaba que la querían. Sin embargo, a medida que la flota alienígena continuaba llenando el cielo hasta extenderse en el horizonte, como si hubiese echado una red sobre el mundo, la mayor parte de ella seguía pensando que no debía estar allí.

Jessica cerró los ojos como debió haberlo hecho anteriormente, refugiándose una vez más en aquel lugar secreto, pequeño, inconsciente.

Y no pasó nada.

Por mucho que cerrase los ojos, el centelleante brillo de las naves le quemaba a través de los párpados y la obligaba a mirar. La realidad de los alienígenas no podía negarse ni ignorarse. Jessica Lane no tenía escapatoria. No tenía ningún lugar al que huir.

No debía estar allí, pero lo estaba. Y hubiese sido injusto esperar que sus amigos se preocupasen por ella una vez más. Jessica ya no podía permitirse seguir siendo una niña. De algún modo, iba a tener que apañárselas por sí sola.

Al fin, terminó. La última nave los sobrevoló hasta desaparecer, igual que sus predecesoras, hasta que las perdieron a todas de vista y la luz que traían consigo se desvaneció como un espejismo. La noche volvió a su ser, recuperando su fría y apacible oscuridad. El aire volvió a quedar en silencio. La tierra dejó de temblar.

—Trav. —Tilo estaba tan cerca de su rostro que, al susurrar, sus labios le rozaron las mejillas. Sintió cómo temblaba bajo el fino vestido blanco que había escogido de entre la ropa de la comunidad para aquella noche y observó que sus brazos desnudos tenían la piel de gallina—. ¿Qué eran? ¿Qué son?

—Naves espaciales. Parece que tenemos compañía.

—¿Alienígenas? —No es que Tilo necesitase una explicación, sino que apenas podía creer que aquella deducción fuese real—. Pero no… los alienígenas no existen, Trav.

—Pues, a juzgar por los hechos, parece que alguien olvidó comunicárselo, Tilo. —Antony volvió sus verdes ojos, preocupado, hacia Travis—: ¿Te has fijado en que una de las naves ha aterrizado?

Travis asintió, tenso. Al principio pensó que la flota entera iba a aterrizar, pero era obvio que solo estaba ajustando su altitud, por algún motivo. La única nave que había llegado a descender hasta tomar tierra se había ocultado tras las colinas al sur del colegio Harrington. Una distancia prudencial por el momento, pensó Travis, pero no lo bastante lejana.

—La colina Vernham se encuentra a quince kilómetros exactamente —apuntó Antony—. Antes de la enfermedad solíamos celebrar carreras campo a través hasta allí, ida y vuelta. Aunque puede que la nave haya aterrizado unos kilómetros más lejos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Travis.

—Que no tardaríamos mucho en llegar allí.

Ni los alienígenas en llegar aquí
, pensó Travis. Intercambió una mirada nerviosa con Antony.

—Lo primero es lo primero. Necesitamos al delegado al mando.

La comunidad al completo se reunió en torno a Antony Clive, alumnos de Harrington y foráneos por igual. Más de sesenta rostros asustados se volvieron hacia él en busca de guía, de apoyo, de decisión. Los niños más pequeños lloraban mientras algunas de las chicas intentaban tranquilizarlos y consolarlos.
Una respuesta más que comprensible
, pensó Antony,
dada la situación
. La responsabilidad del liderazgo recayó sobre él como nunca antes, como una losa. Pero tenía que reunir las fuerzas para soportarla, sacarlas de sí mismo y de aquello en lo que creía. Dependían de él.

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