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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (3 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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Travis extendió la mano y le acarició la melena rubia.

—Lo prometo —dijo.

Acariciar el pelo de una chica estaba empezando a convertirse en un hábito para él. El de Tilo era mucho más corto que el de Jessica (le contó que se lo dejó así cuando ella y su madre se unieron por primera vez al campamento de los Hijos de la Naturaleza en el bosque). También era de distinto color, de un tono rojizo que a Travis le recordaba al de las hojas de otoño… aunque la diferencia con dichas hojas era que Tilo estaba viva. Puede que sus ojos estuviesen cerrados, pero tenía los labios entreabiertos y su pecho subía y bajaba plácidamente mientras dormía. Quizá el sueño fuese el único estado en el que encontrar paz en aquella pesadilla recurrente en la que se había convertido el mundo.

Quizá, después de todo, no debiese molestarla.

Pero tenía que verla antes de partir hacia la nave alienígena. Fuera, amanecía; cuando el sol se volviese a poner sabrían algo más acerca de lo que les deparaba el destino. Para bien o para mal. Travis cayó entonces en la cuenta de que, antes de la enfermedad, podían transcurrir meses enteros de su vida en la más absoluta normalidad, sin salirse ni un ápice de sus rutinas diarias, sin ningún cambio, meses que apenas podía recordar porque en ellos jamás tuvo lugar un acontecimiento destacable. Quizá debería haberse esforzado más en hacer de su vida algo especial, que esta contase para algo en aquel mundo que habían dejado atrás. Pero ya no tenía opción. Entonces, en aquel mundo posterior a la enfermedad, un solo día podía concentrar una vida entera y nada permanecía inmutable, de modo que cada precioso instante de vida tenía un significado.

Se preguntó si aquella sería la última ocasión en la que vería a Tilo.

Si así fuese, sería un buen recuerdo. Tilo había juntado dos camas del dormitorio para que los niños pequeños tuviesen sitio para dormir con ella. Enebrina, Sauce, Rosa, Río, Zorro, todos ellos apiñados bajo las mantas. La boca de Travis esbozó una pícara sonrisa.
Había seis en la cama, y el más pequeño dijo…
[1]
No. Mejor no decir nada. No hacía falta. Volvería. Había hecho una promesa y su padre le había enseñado a cumplirlas.

Se inclinó hacia delante y besó a Tilo con suavidad y delicadeza en los labios. Ella suspiró, sin llegar a despertarse. Cuando lo hizo, hacía tiempo que Travis se había marchado.

No cogieron ninguno de los coches. Antony pensó que acercarse por carretera llamaría demasiado la atención y que lo más sensato sería pasar desapercibidos a ojos de los alienígenas («Tengan el número de ojos que tengan», añadió el pequeño Giles), siempre y cuando tuviesen la posibilidad de ocultarse… al menos hasta que se les presentase la oportunidad de inspeccionar de cerca la nave; entonces decidirían qué hacer a continuación. De modo que viajaron a pie y campo a través. No obstante, todos ellos se hicieron con sendas escopetas (salvo Giles, que al ser estudiante de primer curso solo tenía doce años y por lo tanto era demasiado joven para llevar un arma de fuego, aun en la presente crisis) y un montón de munición, que transportaron en bandoleras. No se molestaron en coger los arcos que tan bien les sirvieron para hacer frente a Rev y su banda: lo más probable era que una flecha no tuviese mucho efecto en una nave espacial tan alta como un edificio de veinte plantas. A decir verdad, tampoco es que las escopetas fuesen a provocarles un nudo en la garganta a los alienígenas («Si es que tienen garganta», añadió Giles, «o si tienen cuello»), pero aquellas armas tranquilizaban a los jóvenes, los reconfortaban. Puede que Hinkley-Jones fuese el mejor tirador de Harrington, pero Tolliver y Shearsby le andaban cerca, o eso le aseguraron a Travis.

Antony mantuvo desde el principio un paso brioso. Por una vez, su ropa no consistía en el uniforme de Harrington y su corbata de delegado, sino en una sudadera y unos pantalones vaqueros como los del resto, de colores oscuros para conseguir algo parecido al camuflaje. Tras haber recorrido cinco kilómetros, Travis descubrió que a duras penas podía seguir el ritmo de los estudiantes de Harrington.

—Eh, Antony —le dijo—, ya sé que estáis acostumbrados a vuestras carreras campo a través por este camino, pero ahora no estamos en una.

—Ah, un alumno de la pública —dijo Antony con una sonrisa—. No estás en forma. Te han faltado oportunidades de participar en competiciones deportivas. Seguro que el Gobierno vendió todos vuestros patios para hacer urbanizaciones.

—Vaya, hombre, pues muchas gracias.

—Perdón, la costumbre de discutir. Supongo que ahora la política ya no es tan importante.

—En eso te equivocas. —Travis consiguió sacar fuerzas, sin saber muy bien de dónde, para alcanzar a Antony y poder seguir el ritmo del alumno de colegio privado—. Es tan importante como siempre, especialmente hoy. Cuando nos encontremos cara a cara con los alienígenas…

—Si es que tienen cara —contribuyó Giles, trotando al lado de sus compañeros mayores.

—Cuando nos encontremos con ellos —continuó Travis—, no será como individuos. Seremos los representantes de la raza humana.

—Como embajadores —afirmó Antony—. A mi padre le hubiese gustado la idea. —Esbozó una sonrisa melancólica—. Ya te he contado que era diplomático, ¿verdad?

—Pero lo que quiero saber… —volvió a interrumpir Giles. Travis pensó que sus profesores debían de estar encantados con él—. Lo que quiero saber es qué aspecto tendrán los alienígenas. Si serán como nosotros, como humanos, con una cabeza más o menos, o si serán monstruos con tentáculos, o si serán robots sin una pizca de carne ni de sangre.

—Creo que podemos ignorar todos esos clichés baratos de películas de ciencia ficción, Giles —dijo Travis.
Aunque ojalá a quien pudiésemos ignorar fuese a ti.

Antony asintió.

—El meollo de la cuestión no es su aspecto, sino la comunicación. ¿Cómo vamos a comunicarnos con una especie completamente distinta a la nuestra? Piensa en la barrera del idioma. Mi padre una vez me dijo que si puedes entender el idioma de otra persona, puedes entender su forma de pensar. Si compartes palabras, empiezas a compartir ideas, a establecer un área de entendimiento, a forjar una confianza, una cooperación mutua.

—En ese caso, esperemos que hablen inglés —dijo Travis.

—Y si no lo hablan, buscaremos otro modo. —Antony miró con serenidad al despejado cielo del alba—. Sé que hemos tomado precauciones, pero cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que no serán necesarias. Independientemente del idioma que hablen los alienígenas, son una raza civilizada. Tienen que serlo. Solo una cultura avanzada puede desarrollar una tecnología como la de sus naves. Y creo que dichas sociedades abrazan, por su propia naturaleza, los mismos principios: libertad, igualdad, la dignidad de la vida. Compartimos valores, ¿no es así? Con eso bastará para empezar a establecer una relación.

—Suena bien, Antony… —admitió Travis, queriendo insinuar un rotundo «pero»—. Parece fácil.

—Todo irá bien, de eso estoy seguro. Mi padre siempre creyó en el entendimiento y la negociación. Puedes comunicarte con cualquiera a través de la razón. Respeta a los demás y te respetarán.

A menos que no lo hagan, claro,
pensó Travis, pesimista, pero optó por guardarse sus dudas para sí. Pensó en su propio padre. Keith Naughton había sido agente de policía, pero no vivió lo bastante para morir víctima de la enfermedad, como los padres de todos los demás. El suyo había muerto apuñalado en la calle por un matón drogado. No le cabía la menor duda de que primero intentó razonar con aquel yonqui, de que intentó hacerse entender. Pero no funcionó. Discutir y negociar estaba muy bien; todo lo que había dicho Antony acerca del mutuo esto, el común aquello, asumiendo constantemente que todo el mundo era como él, sonaba de fábula, en serio… en un mundo ideal. Travis dejó de creer en un mundo ideal cuando lo sacaron de clase con diez años y lo acompañaron a la oficina del director, donde le comunicaron que su padre había muerto. La enfermedad no hizo más que confirmarle aquello en lo que creía. Que el mundo era imperfecto. Que la vida era una lucha constante. Que aunque esperes lo mejor, aunque lo desees, tienes que estar preparado para llevarte una decepción. Tienes que estar listo para enfrentarte a aquellos que no te respetan a ti ni a nada de lo que amas, que te odian, que no van a molestarse en escucharte cuando hablas, que no tienen ningún interés en tus palabras. Travis creía que cuando te enfrentas a ese enemigo irreconciliable, tienes que plantarte. Tienes que pelear.

Sujetando su escopeta cada vez más fuerte, Travis siguió aproximándose inexorablemente hacia la colina Vernham.

—Debería haberme despertado —dijo Tilo, buscando una explicación en Jessica y Mel—, ¿por qué no me despertó?

—No querría hacerte sufrir, Tilo —sugirió Jessica.

—Bueno, pues no ha funcionado, ¿verdad que no? —Tilo tenía los ojos rojos, como si hubiese estado llorando.

—Travis siempre hace lo que él cree que es lo correcto —suspiró Mel—. A veces es un rollo, pero Trav es así. Nunca cambiará.

—No quiero que cambie —dijo Tilo—. Quiero que esté aquí.

Y que Antony Clive lo acompañe
, pensó Jessica.

Las chicas se encontraban fuera del edificio, en los terrenos del colegio, mirando en la dirección en la que Travis y sus compañeros se habían marchado. Los chicos llevaban fuera dos horas. Mel se acordó de un póster de la gran guerra que vio en una ocasión, en el que una mujer vestida de blanco con el pelo largo y negro (como el suyo, aunque ella nunca vestía de blanco) mantenía una pose dramática en la orilla, esperando, no cabía duda, el retorno de su amante, novio o marido del frente. En el pasado, Mel se había burlado sin piedad de aquella pobre mujer. «Malgastando su tiempo a la espera de que vuelva su hombre», recordó haber dicho. «La muy pava debería buscarse algo que hacer en la vida.» Pensó que eso sí que era irónico.

No obstante, Mel no estaba allí afuera solo por Travis. Ella iba allí donde fuese Jessica.

—¿Cuánto tardarán en llegar? —preguntó Jessica.

—No sé yo si quiero que lleguen cuanto antes —dijo Tilo—, o que ni siquiera lleguen.

—Así que aquí es donde os escondíais —dijo una voz familiar tras ellas. Simon caminaba bajo el arco que conducía al patio interior.

—Sí, escondidas, Simon —contestó Mel, señalando al espacio abierto a su alrededor—. Del todo.

—No estáis dentro —dijo Simon con el ceño fruncido—, que es donde tenemos que estar todos.

—¿Por qué? —El corazón de Tilo se aceleró—. ¿Ha pasado algo?

Simon miró con nerviosismo al cielo, como si tuviese la firme sospecha de que, efectivamente, algo iba a pasar, y que ese algo iba a ser una nave alienígena apareciendo sobre sus cabezas para reducir el colegio Harrington a polvo. La realidad era que Leo Milton había convocado en la sala de fiestas una reunión de asistencia obligatoria para todos los miembros de la comunidad.

—Parece que al pelirrojito le ha faltado tiempo para empezar a mandar —dijo Mel, ácida. Pese a todo, siguió al resto hacia la sala de fiestas.

Jessica, compasiva, puso su mano en el hombro del chico de las gafas.

—¿Cómo lo llevas, Simon?

—Bien —respondió este, lacónico. No quería que Jessica Lane lo tratase con condescendencia. No se preocupaba por él. Si realmente lo hiciese, hubiese votado en contra de que Richie Coker se uniese al grupo. Oh, pero no podía, ¿verdad que no? Jessica Lane no había estado en condiciones de votar desde que abandonaron Wayvale porque estaba completamente fuera de sí, convertida en un zombi, arrastrada por Mel, incapaz de comer por sí misma. De no ser por ellos, Jessica ni siquiera estaría ahí. Se habría perdido y estaría sola en algún lugar (si es que las chicas rubias con un buen cuerpo están solas por mucho tiempo), desesperada. Y sin embargo, se permitía el lujo de preguntarle cómo lo llevaba él, fingiendo interés con gestitos amables y todas esas chorradas. Seguro que en el pasado solo lo invitaba a sus fiestas porque sus padres conocían (habían conocido) a sus abuelos y se apiadaban de él. Como si fuese un perro callejero o algo así.

En cualquier caso, era una pregunta estúpida. Merecía recibir una mentira por respuesta. Claro que no lo estaba llevando bien. ¿Cómo iba a llevarlo bien? ¿Cómo iba a llevar bien nadie vivir en un mundo tomado por una flota alienígena? Para eso habían venido los ocupantes de aquellas naves, independientemente de lo que dijesen los demás: para convertirlos a todos en víctimas. Simon era todo un experto en la materia. Llevaba siendo una víctima toda su vida.

Y ahí estaba su torturador jefe. Richie Coker, apoyado contra la pared al fondo de la sala de fiestas.

—¿Manteniéndote al margen por si Leo estuviese buscando voluntarios, Richie? —le preguntó Mel con sorna al pasar. Richie Coker, de rasgos duros y hoscos… rasgos de criminal, feos, embrutecidos, tocado con aquella estúpida gorra de béisbol. Richie Coker, quien había acosado y atormentado a Simon durante casi todos sus días de vida escolar, quien la noche anterior le había dejado bien claro, de forma violenta, que en adelante iba a recibir el mismo trato que hasta entonces, aunque su colegio hubiese desaparecido y todos los profesores estuviesen muertos. Si la llegada de los alienígenas cambiase de algún modo aquella situación, les estaría muy agradecido.

Entonces se fijó en que Jessica lo seguía mirando con el ceño fruncido, confundida.

—Simon, ¿seguro que estás bien?

—Seguro —dijo él.

—Pero mira esto —dijo Mel, con desaprobación—. Fíjate. Cuando el gato no está…

Leo Milton estaba rondando por la plataforma desde la que Antony solía hablar como si estuviese delimitando su nuevo territorio. Mel, Jessica, Tilo y Simon se quedaron unos metros por detrás de la primera fila de la comunidad allí reunida; quizá Richie estuviese haciendo lo correcto al mantener las distancias.

—¿Ya está todo el mundo? —Leo echó un vistazo de lado a lado de la estancia—. Bien. Tenemos mucho trabajo por delante, así que seré breve e iré al grano. Creo que Clive se equivocó al buscar activamente establecer contacto con estos alienígenas. —El público irrumpió en murmullos—. Quiero que sepáis que esta noche me opuse a esa decisión y me sigo oponiendo. Nuestra prioridad fundamental debe ser nuestra propia seguridad. Lo que tenemos que hacer es reforzar nuestra posición aquí, tras los muros de Harrington, construir barricadas, no puentes, y esperar a que los alienígenas vengan a nosotros si es que deciden hacerlo, pero debemos estar en condiciones de defendernos si fuese necesario. Por lo tanto, voy a llevar a cabo los siguientes cambios en los turnos de trabajo…

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