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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (28 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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—¿Pero qué…? —gritó Mel.

Algunas de las vainas se desviaron del objetivo principal de los cosechadores para contraatacar al enemigo. Los rayos de energía se precipitaron sobre los vehículos sin llegar a alcanzarlos, ya que aquellos blancos eran más difíciles de acertar. Las motos zigzagueaban a toda velocidad entre los haces.

Avanzaron hacia los niños que huían, yendo en su misma dirección, y siempre que podían los moteros frenaban, cogían a algunos de los chicos y los subían al asiento trasero de sus motos antes de volver a ponerse en marcha, acelerando hasta que las ruedas chirriaban sobre la hierba. Los coches intentaron la misma maniobra, aminorando la marcha mientras sus ocupantes apremiaban a los chicos a subir. Los aterrados jóvenes se apelotonaron en los asientos traseros.

—Es una misión de rescate —dijo Travis al caer en la cuenta.

Un trío de Harleys se detuvo a su lado, con un asiento libre para cada uno de ellos.

—No me lo puedo creer —dijo boquiabierto.

—Pues será mejor que te lo creas. Volvemos a vernos, chaval —dijo Rev.

10

Era él, sin ninguna duda. Aquella piel de aspecto insalubre y llena de granos, aquellos rasgos vagamente lupinos, eran suyos.

—Subid, que estáis perdiendo el tiempo. —Rev señaló con el pulgar el asiento que tenía tras él—. A no ser que queráis que esas malditas cosas os den una buena descarga.

—¿Trav? —Los compañeros de Rev habían hecho la misma oferta a Mel y a Antony.

Aquel no era el momento de explicar que de hecho, sí, querían que los cosechadores los abdujesen. Sin embargo, cada segundo que los tres motoristas permanecían a la espera de su grupo los ponía en peligro. Y Travis no podía permitirlo.

—En marcha —dijo.

—Así me gusta. —Rev asintió mientras Travis se colocaba tras él; Mel y Antony se subieron a las otras dos motos—. A mover el culo. —Y puso en marcha el motor.

La Harley aceleró tanto que Travis sintió el tirón en el asiento trasero y tuvo que asir la chaqueta de cuero de Rev para sujetarse. Rev le gritó que se agarrase fuerte. En un pasado no muy lejano, Travis hubiese esperado que el motero aprovechase la oportunidad no solo para provocar que saliera despedido de la moto, sino para hacerla pasar sobre su cabeza mientras estaba tendido en el suelo. Desde el peaje en el que se encontraron por primera vez a su enfrentamiento en el colegio Harrington, no se podía decir que Travis y Rev fuesen íntimos amigos.

Quizá las cosas habían cambiado.

Mientras Rev avanzaba como un experto a través de los muchachos que corrían y lloraban, Travis miró hacia atrás. El chico del lanzacohetes seguía a lo suyo, solo que las vainas de batalla, conscientes de la presencia de aquella arma, volaban más allá del alcance de los proyectiles. Las impotentes trayectorias de los cohetes concluían en la tierra, donde su detonación no tenía el menor efecto.

El adolescente que los disparaba debió de caer en la cuenta de que la situación no pintaba bien. Le gritó algo al conductor de uno de los cuatro por cuatro, posiblemente algo en la línea de «Vamos a largarnos de aquí echando leches», dado el súbito acelerón al que sometió el conductor al vehículo. Sin embargo, hubiesen necesitado la velocidad de un avión para huir de las vainas de batalla. Media docena de rayos de energía amarillos aparecieron desde el cielo. Solo uno de ellos tenía la capacidad de destrozar un coche y todo cuando contuviese, pero impactaron todos a la vez.

La explosión supuso el fin de cualquier resistencia. Las fuerzas de Rev se retiraron en bloque, llevando consigo a todos los niños que podían transportar a bordo de los vehículos. Los desamparados chicos que aún huían a pie tuvieron que buscar refugio como buenamente pudieron. Solo unos pocos llegaron a los árboles que se encontraban a su alrededor. Los rayos de los cosechadores los abatían sin esfuerzo ni piedad.

Y los recolectores también entraron en acción, flotando por encima de la tierra sobre la que descansaban los niños, activando sus rayos tractores. Los jóvenes flotaron lentamente, abrazados por aquella luz blanca que los atraía con un gesto casi paternal hacia el interior de la nave. Docenas de ellos se elevaron al unísono, como almas ascendiendo al cielo. Solo que no sería allí donde despertarían, sino en las celdas de las naves esclavistas.

—Pobres cabrones, ¿eh, chaval? —preguntó Rev, haciéndose oír por encima del rugido del motor—. Bueno, ya les daremos lo suyo a estos alienígenas.

A Travis le hubiese gustado preguntar qué quería decir exactamente con eso, pero el motero se vio obligado, de improviso, a llevar a cabo una maniobra evasiva extrema. Las vainas de batalla los sobrevolaban a ambos lados, creando un fuego cruzado de rayos de energía hacia el que se dirigían de cabeza. Rev hizo virar la moto de izquierda a derecha y esta obedeció como si fuese parte de él, pero las ruedas se deslizaban peligrosamente sobre la hierba. Un patinazo pronunciado, un pequeño error por parte de Rev o un lapso en su concentración y los recolectores tendrían dos esclavos más para cosechar. Uno de los rayos pasó a escasos centímetros del hombro de Travis. Otros impactaron a la izquierda, como si los quisiesen cercar en el interior de una verja letal. Pero Rev no se amilanó. Rev aullaba de puro placer, desafiante y temerario.

Cuando la Harley se adentró entre los árboles del extremo más alejado de la explanada, Rev golpeó el aire con el puño e hizo un corte de manga a las vainas de batalla. La mayoría de las motos también lo habían conseguido. Travis vio, aliviado, a Mel y a Antony. Las vainas de batalla se elevaron sobre el bosque y parecieron regresar para capturar a los niños que aún no se habían puesto a cubierto.

Travis volvió a respirar con normalidad. No era la primera vez que el bosque les salvaba la vida.

—¿Qué queréis decir con que los habéis perdido? —Tilo se levantó de su asiento en el centro de seguimiento y comunicaciones con incredulidad—. ¿Qué pasa, al ojo vigía se le metió algo en la lente o qué?

—El ojo vigía funciona perfectamente —replicó la doctora Mowatt, como si sugerir lo contrario fuese una especie de insulto—. Se ve claramente, ¿verdad?

Desde luego, Tilo veía claramente. Al igual que todo el mundo en el centro de seguimiento y comunicaciones: Jessica, Simon y Richie, la doctora Mowatt y el capitán Taber y un cuarteto de técnicos que trabajaban en los paneles de control y las pantallas. Estas retransmitían todo lo que el ojo vigía captaba; desde una ubicación segura entre los árboles, una explanada cubierta de chicos inconscientes, conducidos por el rayo tractor de los recolectores hacia su cautiverio.

—Por desgracia —admitió la directora científica—, solo podemos ver lo que capta el ojo vigía.

—Bueno, si se acercase más —protestó Jessica—, podríamos ver un poco mejor.

—Aumente el zoom al máximo, Stephen —ordenó la doctora Mowatt a uno de los técnicos—. Esto es todo cuanto podemos hacer. No podemos permitir que los cosechadores avisten el ojo vigía y se apoderen de él. Podría conducirlos hasta nosotros.

—Menudo espíritu de sacrificio se respira en este lugar, ¿eh? —murmuró Tilo.

Al menos entonces pudo ver los rostros de los caídos, chicos y chicas que deberían estar dormidos en sus camas, en sus casas, no tirados en la hierba bajo la despiadada mirada de guerreros alienígenas. Tilo observó los rostros, demasiados, pero no reconoció a ninguno de ellos. Travis no se encontraba entre las víctimas (tampoco Antony ni Mel). No estaba segura de si aquello era motivo de alegría o de abatimiento.

—Puede que los recolectores ya los hayan capturado —observó Simon con frialdad.

—Quizá, pero me pareció ver a Mel subida a una moto —dijo Jessica. Desde luego se habían llevado a una chica, cuyo pelo moreno flotaba tras ella. Podría tratarse de Mel—. No puedo estar segura. Dios mío, cuántos niños…

—El plan era que los capturasen —dijo Simon—. ¿Por qué iban a querer huir?

—Si no los hubiésemos perdido de vista entre la multitud… —protestó Jessica.

—No te preocupes por eso, Tilo. —La voz que la tranquilizaba provenía de una inesperada fuente: Richie—. Naughton sabe lo que hace. Estará bien. Confía en mí.

—¿Que confíe en ti? —preguntó Tilo.

—Pongamos que no están entre las bajas —asumió Jessica—. Pongamos que se han ido con esos motoristas…

—No creo que nuestro viejo colega Rev estuviese entre ellos —murmuró Richie—. Perdedor.

—¿No podríamos enviar el ojo vigía en su busca, doctora Mowatt?

—Podríamos —dijo la directora científica.

—Pero no lo haremos —replicó el capitán Taber—. Hay demasiada actividad alienígena como para asumir el riesgo que supondría para nuestra propia seguridad el hecho de perder un ojo vigía, como ya ha apuntado la doctora Mowatt. Programe la unidad para su retorno al Enclave, señor Macy. El señor Naughton, el señor Clive y la señorita Patrick comprendían los riesgos de la misión cuando la aceptaron. Ahora no tenemos otra alternativa que esperar a que se pongan en contacto con nosotros y rogar por poder escucharlos. Sean prisioneros de los cosechadores o no…

—De ahora en adelante —rememoró Jessica las palabras de Taber—, están solos.

Como ella.

Habían salido hace poco del centro de seguimiento y comunicaciones con el mensaje de que en caso de que hubiese noticias, los informarían inmediatamente, sin importar la hora. Tilo parecía deseosa de tener compañía y no le quitó el ojo de encima a Jessica ni por un momento, pero la chica rubia se excusó. Por el momento, prefería estar sola.

Quizá se tuviese que ir acostumbrando.

Las tres personas que más unidas estaban a ella, las tres personas que más significaban para ella en el mundo, se habían ido. Estaba por ver si su ausencia resultaría tan dolorosa y permanente como la de sus padres; rogó a Dios que no fuese así, pero no tenía ninguna garantía. Cabía la posibilidad de que no volviese a ver a Travis o a Antony nunca más. O a Mel. Mientras vagaba por los pasillos vacíos del Enclave, Jessica tuvo que asumir aquella posibilidad, preparar su mente y su cuerpo para ello.

Le vino a la cabeza una vieja frase que recordaba. Pensó que quizá perteneciese a un filósofo, a ese del nombre alemán que sonaba como si alguien hubiese estornudado: «Lo que no nos mata, nos hace más fuertes». Ya, bueno, pero ese filósofo alemán no había tenido que pasar por la enfermedad e, inmediatamente después, la llegada de los cosechadores. Pero tenía razón. Le asombraba lo mucho que una persona era capaz de soportar después de todo, era casi irracional, hasta el punto de dar miedo. Incluso ella pudo sobrellevarlo, ella, la princesita de Ken Lane, la pequeña Jessica con lazos en el pelo que cuando fuese mayor iba a casarse con un príncipe con un vestido rosa (ella, no el príncipe) para vivir felices y comer perdices… en un mundo que ya no existía. Estuvo a punto de no conseguirlo, por supuesto. La muerte de sus padres casi quebró su espíritu. Pero gracias a Travis (y a Mel), gracias al amor que sentían por ella, sobrevivió. Y sobreviviría. Y su espíritu era fuerte en su interior, quizá más fuerte de lo que nunca antes había sido.

Pero ¿podría seguir adelante sin aquellos a los que había amado? Sería muy duro. ¿Quién lucharía por ella entonces?

Tendría que defenderse sola.

El sonido de los disparos la alertó de adónde la habían conducido sus pasos. Quizá, después de todo, no hubiese llegado a aquel sitio por azar. Se encontraba en el campo de tiro del piso superior. Un puñado de soldados uniformados practicaban sus habilidades con las armas, imaginando sin lugar a dudas que sus objetivos no eran humanos de madera pintada, sino cosechadores de carne y hueso.

Uno de los soldados, un hombre joven que parecía haber nacido sin cuello, la llamó:

—Eh, nena, ¿quieres tocar mi arma? —Parecía que lo que le faltaba de cuello le sobraba de chulería.

Jessica hizo una pausa y consideró la propuesta. En el pasado se hubiese sentido cohibida o se hubiese ruborizado al oír las palabras del chico, se hubiese avergonzado. Entonces, sin embargo…

—Si lo que quieres decir es que vas a enseñarme a disparar el fusil que tienes entre las manos, creo que podría.

—Así me gusta —rió el soldado—. Ven aquí. ¿Cómo te llamas?

—Jessica —dijo ella mientras cogía el arma que le ofrecía y comprobaba el peso con sus manos, como si la estuviese evaluando.

Tendría que defenderse sola.

Se incorporaron a una carretera y siguieron por ella durante varios kilómetros antes de detenerse en un área de descanso en la que, en el pasado, las familias hubiesen parado para almorzar.
Se acabó eso de los almuerzos
, pensó Travis,
al igual que las familias
. Sin embargo, seguía habiendo enemigos… Por lo menos no parecía que los cosechadores los hubiesen seguido.

—Bueno, ¿cómo te va, chaval? —preguntó Rev, afable, después de bajarse de la moto.

—He estado peor —respondió Travis con cautela—, aunque también he estado mejor.

—Como todos, ¿no? —dijo Rev con una carcajada—. Cabrones alienígenas. —Echó un vistazo al área de descanso—. Pero bueno, no ha salido mal la cosa. Hemos perdido a unos y hemos ganado otros. —Las fuerzas originales del pandillero habían sufrido bajas, aunque las motos más pequeñas y maniobrables, aparcadas junto a la del líder, habían conseguido evadir los rayos de las vainas de batalla al igual que dos de los coches, de los cuales salían niños pequeños que aún seguían sollozando—. Así que hemos salido… ¿cómo se dice…? —Miró alrededor, como si esperase que alguien lo ayudara con su vocabulario, pero nadie lo hizo—. Bueno, ¿qué más da? Les hemos dado una patada en el culo a los aliens, ¿que no?

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