La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (24 page)

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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—Oh, nunca olvido mi lugar, lord Darion —dijo Shurion, críptico—. Y disculpe mis especulaciones. No tenía intención de acusarlo a usted personalmente, por supuesto. Sé perfectamente que las Mil Familias están más allá de toda crítica.

—Sí, bueno, acepto sus disculpas. Pero, por favor, comandante, si pudiese soltar el yelmo de los recuerdos…

—¿Esto? ¿Que lo suelte? Por supuesto, lord Darion —dijo Shurion, complaciente, antes de liberar el yelmo de sus manos.

—¡No! —gritó Darion.

Pero las leyes de la gravedad no obedecieron siquiera a la orden de un descendiente del gran Ayrion. El yelmo de los recuerdos de Lacrima cayó sobre el suelo de metal con un estrépito, convirtiéndose en mil añicos, mil esquirlas de cristal, como lágrimas de jade.

—¡No! —protestó Darion.

—Oh, qué patoso soy. —Shurion negó con la cabeza, fingiendo arrepentimiento—. Pero al menos ya tiene algo con lo que entretenerse hasta que llegue su visita, lord Darion: volverlo a juntar. Disculpe.

El comandante se marchó, pero Darion apenas se dio cuenta. Adoraba el yelmo de los recuerdos. Se lo había puesto en muchas ocasiones, esperando que las almas de los lacrimeses muertos hablasen con él a través de su brillante cristal. Hasta entonces, nunca lo habían hecho. Ya nunca lo harían.

Cayó al suelo de rodillas. Sintió que temblaba de forma incontrolable, poseído por una furia desmedida hacia la insolencia e ignorancia de Shurion, aterrado ante la hostilidad y sed de venganza del comandante. No podía haber el menor atisbo de duda. Shurion jamás se hubiese atrevido a hablarle del modo en el que lo había hecho a menos que tuviese serias sospechas de que Darion era el traidor. Solo su rango protegía al joven cosechador de un interrogatorio formal. Pero su antagonista no tenía pruebas. Mientras todo siguiese así, Darion estaba a salvo. Aunque tampoco es que se sintiese seguro en aquel momento, postrado en el suelo de sus aposentos con los fragmentos del yelmo de los recuerdos esparcidos a su alrededor.

El intercomunicador volvió a sonar. Había alguien fuera. ¿Sería Shurion, que habría regresado con pruebas, guardias y una orden de arresto? ¿Habría estado jugando con él antes?

Darion se puso en pie tambaleándose. Tenía la garganta seca.

—Puerta, abrir. —Y cuando la puerta obedeció, gritó. Pero no de miedo. De alegría. Porque la silueta que estaba en el umbral no era la del comandante Shurion sino la de otra persona, aquella a la que esperaba ver.

Dyona.

En el Enclave, la respuesta de Jessica al encontrar a Mel en la puerta fue menos entusiasta.

—Oh. Eres tú. No esperaba… Después de lo de ayer… ¿Qué quieres?

—Hablar. Explicarme, a poder ser. —Había buenas noticias y malas noticias. Buenas noticias: Antony no estaba en la habitación de Jessica con ella; estaba sola. Malas noticias: la expresión en el rostro de Jessica, sombría, cerrada, a la defensiva. Mel apenas podía soportar aquel gesto—. ¿Por favor?

—No tenemos tiempo. Mowatt y Taber quieren que vayamos a la sala de reuniones.

—En media hora. Creo que es tiempo suficiente.

—Puede que sí, pero la verdad es que últimamente crees unas cosas rarísimas sobre según qué cosas, ¿no te parece, Mel? Como sobre la amistad, por ejemplo.

—Por favor, Jessie. Precisamente porque somos amigas.

—O lo éramos —la corrigió Jessie. Suspiró—. Vale, puedes pasar, pero será mejor que merezca la pena, Mel.

Al menos sería la verdad. Se acabó tramar y engañar. Mel le había dado muchas vueltas, pero sentía que en aquel momento solo le quedaba ser honesta. Completamente honesta. Sin importar las consecuencias.

—Gracias, Jessie —dijo mientras entraba en el cuarto de su amiga. ¿Cómo iba a empeorar las cosas todavía más de lo que ya estaban? Quizá si Jessica supiese cuáles eran sus verdaderos sentimientos…

—¿Y bien?

—Perdón. Por lo de ayer. Por lo de Antony y yo. No tiene… no tiene nada que ver con él. Lo que dijo era todo cierto. Lo engañé para que me acompañase a mi cuarto. Le dije que viniese. Y lo preparé todo para que cuando llegases, nos pillases juntos.

Aquella confesión confundió a Jessica, más que sorprenderla. Pensaba que conocía a Mel mejor que a nadie, con la posible excepción de Travis, pero a la chica a la que había visto el día anterior con Antony, la chica que se encontraba ante ella rogándole, tenía el cuerpo de Mel, pero lo que estaba diciendo, cómo se estaba comportando… eso Jessica no lo podía entender.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Es que te gusta Antony, después de todo?

Mel rió sin ganas.

—Daría igual si me gustase. No estaba interesado en mí. Y la única chica en la que está interesado, Jess, se encuentra en esta habitación. Pero no, no me gusta. Lo que ocurrió no tiene que ver con Antony y conmigo. Es entre tú y yo.

—¿Entre nosotras? —Jessica empezó a sentirse alarmada. Un poco.

—Sí, quería que Antony y tú os separaseis antes de empezar como pareja.

—¿Porque pensabas que me haría daño? Eso es lo que dijiste…

Y ojalá fuese así de sencillo, un deseo de sobreprotección mal entendido por parte de Mel y nada más; si solo fuese eso quizá podrían superarlo, pasar página, olvidar aquella escena de mal gusto que tuvo lugar el día anterior. Jessica así lo deseó, pero…

—Eso es lo que dije, sí, y lo decía en serio —reconoció Mel—. Pero esa no es la razón principal por la que no soportase veros a Antony y a ti juntos, Jessie, o pensar en vosotros como novio y novia. Con él, o con cualquiera. Con cualquier chico.

—No… no te sigo.

—¿No? Seguro que sí. —Estaba a punto de tener lugar el momento crítico. Mel sabía que en el próximo minuto, su vida cambiaría para siempre—. Estoy celosa, Jessie. Celosa de pensar en ti con cualquier otra persona.

—¿Por qué? —No es que quisiese saberlo, pero tenía que saberlo.

—¿No es obvio? ¿No lo has sabido siempre, en el fondo…? Porque quiero estar contigo, Jessie. Porque no puedo quitarte de mi cabeza. Siempre estoy pensando en ti. Porque mientras duermo, sueño contigo. Porque te adoro. Porque te quiero. Porque… no quiero conformarme con ser tu amiga, Jess, ni siquiera tu mejor amiga. Quiero ser algo más que eso. Quiero… —Y dio un tentativo paso al frente.

Jessica dio dos hacia atrás.

—¿Jessie?

—No, Mel.

—Mel.

Y Jessica recordó cuando vivía en su casa, en los días en los que la gente aún tenía casa, y padres, y tardes en familia enfrente de la tele. Y en el programa que estaban viendo había dos chicas besándose, y papá negó con la cabeza, desaprobando la escena y diciendo que aquello no debería estar permitido, que estaba mal, que no era natural. Lo llamó lesbianismo, lo llamó homosexualidad, y dijo que hoy en día no podías poner la televisión sin que los productores televisivos liberales (que no creían en los valores familiares y que seguramente fuesen homosexuales) te lo pusiesen en las narices para presentar aquella inmoralidad sexual como normal, como algo de lo que enorgullecerse. Pues bien, pues no lo era, dijo papá. Las parejas del mismo sexo, las relaciones del mismo sexo, eran algo de lo que avergonzarse; y la gente implicada en ellas también debería hacerlo. Mamá añadió que era una política intencionada del Gobierno para corromper las mentes de los jóvenes, para erosionar los estándares morales y para atacar el concepto de decencia, ¿y no sería mejor cambiar de canal para que Jessica no tuviese que ver eso?

—No digas que no, Jessie. —En el presente, Mel seguía rogando—. Te quiero.

—Deberías… —Dieciséis años de educación hicieron valer su autoridad—. Debería darte vergüenza, Mel.

—¿Qué? —Mel pareció doblarse, a punto de venirse abajo como si le hubiesen clavado un cuchillo en el corazón y lo hubiesen retorcido.

Jessica, sin embargo, se mantuvo firme.

—¿Por qué dices esas cosas? ¿Por qué tienes que decirlas?

—Porque son la verdad, Jessie.

—Eso es irrelevante. Me da igual. No lo sabía y estaba mejor así. Porque ahora que me has obligado a oír esas cosas no puedo olvidarlas y nos han cambiado, Mel. Nos cambian a las dos. Ahora tengo que tomar decisiones al respecto. Ya no podemos ser lo que siempre fuimos. Ojalá no hubieses abierto la boca.

—Por favor, no… no me mires así.

—¿Y cómo quieres que te mire? —objetó Jessica—. ¿Cómo voy a mirarte después de lo que me has dicho?

—No estoy avergonzada, Jessie. —Aunque, bueno, durante algunas noches oscuras que pasó despierta y sola…—. ¿Por qué iba a estarlo? Lo que siento por ti es maravilloso, es emocionante, es…

—Aberrante —concluyó Jessica por ella—. Es aberrante, Mel. —Aunque la verdad es que, vistas las cosas en su conjunto si es que tal cosa era posible, ¿sería un crimen si…?—. Me cuidaste, ¿verdad que sí? Mientras estaba en esa especie de trance.

—Por supuesto que lo hice. Jess, escúchame…

—Travis dijo que no me dejaste sola ni un momento, que no permitías que nadie más… ¿Por qué, Mel? ¿Me querías exclusivamente para ti? ¿Como una muñeca? ¿Como si fuese un juego?

—Jess, no fue así…

—Nunca había pensado en ello, pero después de esta pequeña revelación, tengo motivos para ver la situación de un modo muy distinto, ¿no te parece, Mel? Le da una nueva perspectiva. ¿Me dabas de comer, verdad? Atendías todas mis necesidades. ¿Me metías en la cama por las noches? A tu lado.

—Jessie, por favor…

—¿Me quitaste la ropa?

—Jess…

—No, no quiero saberlo. No quiero pensar en ello. Es… sucio.

—No es sucio.

—Pues yo creo que sí. —Y por un momento, en el rostro de Jess se dibujó una gran tristeza—. ¿Por qué has tenido que arruinar nuestra amistad, Mel? La has arruinado justo cuando más nos necesitábamos la una a la otra. Serás… imbécil.

—No. Jess. Escucha. —Le entró pánico. La situación empezaba a escapársele de las manos—. Siento que me hayas… Lo siento. No… escucha, olvida lo que he dicho. No he dicho nada. No quería… era una broma. Me alegra que te guste Antony. A mí también me gustan los chicos. No volveré a hablar de ello. Por favor… no me odies, Jessie. No me odies.

Pero, sin tener en cuenta los sentimientos de Mel, Jessie se dio media vuelta, protegiéndose de ella. Su voz era fría como la piedra.

—Ahora mismo no puedo mirarte. Me voy a la reunión. —Se dirigió hacia la puerta.

—Por favor, Jessie, no te vayas así. No me dejes…

Sola. En el silencio de la habitación de Jessica. Mel cerró los ojos, pero aun así las lágrimas encontraron el modo de salir. Sintió que le dolía el corazón. Cada respiración le suponía un esfuerzo que, en aquel momento, no estaba segura de que mereciese la pena. Había terminado. Del todo. Había hecho que Jessica se largase a la sala de reuniones cuando lo que quería era que cayese en sus brazos, algo que ya no ocurriría. Jamás. Si no podía estar con Jessie, no estaría con nadie.

Quizá no reinase el silencio en la habitación, después de todo. Porque Mel estaba segura de poder oír, desde algún lugar, la risa de su padre muerto.

Cuando Mel no apareció en la sala de reuniones a tiempo y el mensaje del capitán Taber a través del sistema de comunicaciones no obtuvo respuesta, Jessica dijo que quizá se había ido a dormir. Según ella, Mel no tenía muy buen aspecto la última vez que la vio. Estaría estresada. O sería «ese día del mes».

Taber carraspeó. Independientemente del paradero de la señorita Patrick y del motivo de su ausencia, deberían continuar sin ella. Él y la doctora Mowatt tenían algo que mostrar a los jóvenes, algo en lo que el señor Naughton, dada su impaciencia por devolverles el golpe a los cosechadores, estaría particularmente interesado.

Los Josués.

—Quizá debería ir a comprobar que Mel se encuentra bien —le propuso Travis a Jessica mientras se dirigían a la planta superior.

—Seguro que no le pasa nada —dijo la chica, enfadada porque la confesión de Mel (que era, sin duda, el motivo de su ausencia) la hubiese empujado a mentir a sus amigos. Mel tenía mucho de lo que responder—. Vamos a ver qué son esos Josués.

—¡Tanques! —Richie se mostró pletórico al verlos—. ¡Son puñeteros tanques, de los de verdad!

Los seis adolescentes se detuvieron, junto a Mowatt y Taber, cerca de dos hileras de vehículos idénticos.

—El vehículo de asalto Josué —declaró el capitán Taber con orgullo—, es mucho más que cualquier otro tanque con el que esté familiarizado, señor Coker.

—¡Joder, cómo mola! —exclamó Richie, entusiasmado—. Vamos a darles una buena a esos puñeteros alienígenas.

—¿Por qué se llaman «vehículo de asalto Josué», capitán Taber? —preguntó Antony con educación.

—¿Han leído la Biblia, no es así? —contestó el militar—. Con la ayuda de Dios, Josué derribó las murallas de Jericó. Gracias a la tecnología armamentística británica, nuestros Josués pueden derribar los muros de cualquier lugar, destrozar cualquier defensa, destruir cualquier barrera y derrotar a cualquier oposición, incluyendo a esas malditas naves de los cosechadores.

¿De verdad?
, pensó Simon. Más información interesante para el comandante Shurion.

—¿Incluyendo los escudos que protegen las naves de los cosechadores? —preguntó Travis deliberadamente.

Taber ignoró la pregunta, también intencionadamente. Y Travis solo contó doce Josués, que deberían enfrentarse a cientos de naves esclavistas. ¿Cómo iban a suponer la menor diferencia aquellos tanques con ínfulas? Taber se estaba engañando a sí mismo si imaginaba que derrotaría a los cosechadores con unas cuantas escopetas de feria de mayor calibre. Pero entonces Travis recordó otro pasaje de la Biblia. El de David y Goliat. Quizá debería tener un poco de fe. Quizá los Josués serían sus hondas.

—Se habrán fijado —dijo Taber, enfrascado en su papel de comercial—, que los VAJ se desplazan sobre orugas, como otros modelos de tanques, aunque también habrán observado que las ruedas están ocultas bajo los faldones de acero reforzado del vehículo, por lo que son menos vulnerables. Las placas de la oruga tienen puntas de diamante retráctiles para que el Josué se aferre al terreno, independientemente de lo difícil o peligroso que este sea. El cuerpo —continuó, mientras le daba unas palmadas tan afectuosas que parecía estar mimando a un cachorro— está hecho de una aleación de acero al molibdeno, prácticamente imposible de penetrar con armamento convencional.

Travis se preguntó si resistiría igual de bien los letales rayos amarillos de las vainas de batalla, o los misiles o láseres que habían arrasado Harrington, o cualquier otra desagradable y potencialmente definitiva sorpresa que los alienígenas tuviesen guardada en su arsenal. La inmaculada y brillante armadura gris de los Josués tenía un aspecto formidable, el diseño de aquellos vehículos de asalto era más aerodinámico, menos anguloso que las máquinas que había visto arrasar Francia en las viejas películas bélicas, y cada torreta en forma de cúpula estaba equipada con armas duales de gran calibre y considerable diámetro, una montada encima de la otra. Pero, aun así, ¿cómo respondería el orgullo de Taber en el campo de batalla? Travis supuso que, al final, solo había un modo de comprobarlo.

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