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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (9 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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—Travis, ¿cómo puedes estar seguro?

—Confía en mí.

—Los prisioneros deben estar desnudos para la siguiente fase de procesamiento —repetía la voz de los cosechadores—. Deben quitarse los sombreros. Deben quitarse las gafas.

—Pueden vernos —observó Travis, mirando alrededor por instinto. Los muros, lisos, no le proporcionaron ninguna pista—. Nos están observando.

—¿Quieren que me quite la gorra? —protestó Richie—. Qué cabrones.

Pero había oído a Travis intentando animar a Simon. Eso de no pasarse de la raya era un buen consejo. Se despidió de su gorra de béisbol a regañadientes.

—No, me niego —se resistió Simon—. No puedo quitarme las gafas… no puedo apañármelas sin las gafas. No veré nada.

No era el único chico con gafas, por supuesto, pero la orden de quitárselas le había afectado mucho más que al resto, hasta el punto de dejarlo paralizado. Desnudo y prácticamente ciego, Simon sería completamente vulnerable, estaría más desamparado que nunca.

—Tienes que hacerlo, Simon. Ahora —lo apremió Travis con todo el tacto posible. Su paciencia no era tan ilimitada como a él le gustaría—. Nos están observando.

—Pero no podré ver nada. No sabré qué hacer.

—Yo te lo diré. Quédate a mi lado. Te guiaré.

Simon se llevó la mano a las gafas lentamente, entre sollozos.

—Vale, Travis, pero no… no es… esto no está bien.

—Eso no te lo voy a discutir —dijo Travis.

Los ojos de Simon estaban hinchados y enrojecidos. Dejó las gafas junto a su ropa.

—Prométeme que no me dejarás atrás, Travis.

—Nunca lo he hecho hasta ahora, ¿verdad?

—Travis —le advirtió Antony. En la pared más alejada empezó a aparecer una puerta—. ¿Cómo de profunda es esta maldita nave?

—Continúa el procesamiento. Los prisioneros entrarán en el pasillo.

Y es que, por primera vez, el umbral no conducía a otra celda. El pasillo era largo, estrecho, completamente desprovisto de cualquier adorno, y parecía terminar en una pared despejada. Los chicos se adentraron en el pasadizo con inquietud.

—Quédate conmigo, Simon —le dijo Travis. Richie tampoco estaba muy lejos.

En cuanto todos hubieron entrado en el pasillo, la puerta tras ellos siguió el ejemplo de sus iguales y desapareció, reemplazada por metal pulido e inmaculado. Al mismo tiempo, docenas de puertas se abrieron a ambos lados del corredor, separadas entre ellas por una distancia mínima.

—Continúa el procesamiento. Los prisioneros escogerán una puerta y permanecerán ante ella.

—No. —Simon volvió a entrar en pánico—. También van a separarnos. No se lo permitas, Travis. No puedo quedarme solo.

—Simon, cálmate. Tranquilo. Estás asustando a Río y a Zorro. —Estos miraban a Simon con ansiedad—. No pasa nada, chicos. Mirad, lo único que tenemos que hacer es entrar ahí dentro durante un rato. Elegid una puerta —dijo mientras conducía a los pequeños al fondo del pasillo—. Simon, cuanto antes pasemos por el procesamiento, antes nos reunirán con el resto en las celdas. Incluidas las chicas, creo. —Hizo una pausa—. ¿Te gusta esa puerta, Zorro? Muy bien, Río, tú quédate a su lado. Venga, es un juego divertido. Simon, tú ven a la que está a mi otro lado.

Los chicos tomaron posiciones hasta que todos se encontraron de cara a una puerta, tal y como les indicaron. Richie optó por una adyacente a la de Simon y Antony permaneció a su lado.

—Están acostumbrados a manejar cifras altas —le dijo este último a Travis, al fijarse en que sobraban una docena de puertas, y eso que en el pasillo había unos treinta prisioneros—. Como mínimo debe de haber otra zona idéntica a esta en la nave… para las chicas. Asumiendo que el procesamiento sea igual para todo el mundo.

—Ya se lo preguntaremos… —contestó Travis—, cuando las veamos. —Se negó a formular la frase con un «si».

—Continúa el procesamiento. Cuando las puertas de las celdas de evaluación se abran, los prisioneros entrarán inmediatamente en las mismas y seguirán las instrucciones de los evaluadores.

Travis sintió su corazón latir con fuerza cuando todas las puertas del pasillo se abrieron al mismo tiempo. Le revolvió el pelo a Río.

—Portaos bien. —Su animosa sonrisa también iba dirigida a Zorro—. Os veré pronto.

—Buena suerte a todos —dijo Antony, como un capitán de la gran guerra a punto de enviar a sus hombres a tomar una colina—. Travis…

—Igualmente —contestó Travis—. Richie. Simon.

—Travis, por favor…

Y el lloroso ruego de Simon fue lo último que oyó antes de cruzar la puerta. Se adentró en una habitación mucho más pequeña que cualquiera de las que había visto hasta entonces en la nave de los cosechadores. La estancia tenía forma de cono, disminuyendo gradualmente de tamaño hasta llegar al techo, de donde colgaban cables parecidos a telas de araña, y vibraba con una electricidad que Travis podía sentir a través de las plantas de sus pies. Estaba llena de ordenadores, escáneres y pantallas en las que se veían siluetas asexuadas de seres humanos, y ocupada por dos cosechadores masculinos, vestidos con la misma armadura que los alienígenas que había visto en el hangar.

—Avanza, esclavo —gritó uno de ellos, con tono irritado.

El alienígena que había hablado, uno de los «evaluadores», lo miraba con evidentes aires de superioridad, casi con repulsa.
Pues deberías mirarte al espejo de vez en cuando
, pensó Travis. Su colega parecía más divertido por la desnudez de Travis y los detalles de su cuerpo.

—Quédate aquí, esclavo —dijo—. Coloca aquí los pies.

Se refería a dos depresiones en el suelo ubicadas en el centro exacto de la habitación, justo debajo de su punto más alto. Los pies de Travis encajaron fácilmente en ellas, aunque hubiese preferido que no le dejasen las piernas tan separadas.

—Estira los brazos, esclavo. Levántalos hasta que queden a la altura de tus hombros.

Travis se puso colorado por la humillación, pero no le quedaba otra opción que obedecer. Los evaluadores se pusieron a trabajar. Uno ante él, el otro detrás, le colocaron unas correas parecidas a cables en torno a los brazos para que no pudiese bajarlos a los lados aunque quisiese. Cayendo desde el techo, las correas parecían los hilos de un titiritero; y Travis, la marioneta. Sus tobillos estaban firmemente sujetos allí donde había puesto los pies. A continuación, los alienígenas pegaron finos cables a su cuerpo, brillantes hilos de metal terminados en discos adhesivos que colocaron sobre sus sienes y garganta, sobre su corazón, sus pulmones y otros órganos vitales, las palmas de sus manos, sus músculos, sus bíceps, sus pectorales, sus gemelos, sus muslos. Y en otras partes, también. Le dolió pensar que Tilo, Mel y Jessica estarían recibiendo el mismo trato. Los alienígenas lo manejaban como si no tuviese dignidad o personalidad, como si no fuese nada. Como si fuese un esclavo.

Con los cables a su alrededor, Travis parecía un insecto atrapado en el corazón de una tela de araña.

Supuso que le estaban colocando sensores de algún tipo. Se atrevió a preguntar para asegurarse.

—¿Qué vais a hacerme?

—Silencio, esclavo —ordenó el primer evaluador.

—Serás sometido a ciertos estímulos. —Su colega resultó ser más amable—. Nuestros instrumentos pueden diagnosticar fácilmente tu estado físico, pero antes de invertir recursos en transportarte a nuestro mundo natal para ponerte a la venta, también necesitamos evaluar tu estado mental y emocional. Debemos asegurarnos de que estás capacitado tanto a nivel físico como psicológico para soportar las condiciones que te esperan. Esclavo.

—Me llamo Travis —declaró.

—Tú no tienes nombre —dijo el cosechador.

Aquello no sonaba nada bien. Travis hubiese cerrado los puños si los sensores que habían colocado en las palmas de sus manos no se lo impidiesen. Se dio cuenta de que su respiración se había vuelto más entrecortada a causa de los nervios. Las siluetas humanas de las paredes empezaron a parpadear, como si estuviesen cobrando vida. Los ordenadores comenzaron a reunir lecturas, midiendo la aceleración de su ritmo cardíaco y el aumento de actividad de sus glándulas sudoríparas a medida que el miedo empezaba a manifestarse a nivel físico, manando de cada uno de sus poros. Se sentía como un experimento. Pero no como un esclavo. Había jurado no sentirse así jamás.

—Prepárate para la evaluación. —El cosechador más hablador de los dos colocó un visor ante los ojos de Travis y lo ciñó a su nuca. Era negro, pero el adolescente podía ver todo a su alrededor, con la misma claridad y los mismos colores que antes. Pudo ver que su desdeñoso evaluador se había dirigido hacia un panel de instrumentos en la pared y que estaba introduciendo información a través de este. Su colega hizo lo mismo.

El zumbido que sonaba por encima de Travis fue ganando intensidad. Miró hacia arriba y gritó. Era como si acabasen de abrir el grifo de una ducha y lo estuviesen rociando con sangre. No era sangre, por supuesto. Ni siquiera era un líquido, aunque le picaba al contacto con la piel. Una especie de foco había descendido desde el techo y estaba bañando a Travis con una macabra luz carmesí. Pero solo a él. La nueva fuente de luz creó un cono dentro del cono, y el mundo de Travis se volvió de color rojo.

Por un momento.

Después se encontró a sí mismo en un hospital, en la sala de espera. Identificó el lugar al ver a los médicos, las enfermeras y los celadores, así como a varios pacientes.

Estaban todos muertos.

Se encontraban amontonados en los asientos, o apilados contra las paredes, o hechos un ovillo en el suelo, todos ellos con la carne marcada por los letales círculos de la enfermedad. Todos muertos. El corazón de Travis se encogió de terror y angustia. Era como el hospital de Wayvale, adonde había ido cuando su madre aún estaba viva. De hecho, era el hospital de Wayvale. De algún modo, los cosechadores lo habían transportado de vuelta a casa.

¿Y atrás en el tiempo? No. Dudó que viajar en el tiempo fuese posible, incluso con tecnología alienígena.

Se desplazó a través de salas cuyas camas estaban ocupadas por cadáveres y pasillos tan atestados de muertos que se estrechaban.

No entendía nada. ¿Cómo podía estar allí? ¿Cómo…? Miró hacia abajo para poder verse. Seguía desnudo, y sus pies, aunque parecían libres de nuevo, no podían moverse y seguían a la misma distancia el uno del otro que en la celda de evaluación. Sus brazos seguían extendidos a la altura de los hombros. No había ni rastro de los sensores en su cuerpo y el visor había desaparecido. Mientras flotaba sobre los muertos como un ángel sin alas, Travis intentó mover los miembros. No pudo. Aunque no fuese capaz de verlas, seguía firmemente atado con correas. Porque no había ido a ninguna parte. Seguía a bordo de la nave de los cosechadores. Y aquel lugar no era el hospital de Wayvale. Era un hospital genérico, un entorno de realidad virtual, un entorno holográfico diseñado para evaluar su respuesta al daño emocional. Estaban analizando su respuesta al genocidio de su especie. Estaban midiendo su reacción frente al asesinato. Y mientras Travis continuaba su forzosa inspección por aquella morgue en la que se había convertido el hospital, los alienígenas estarían infligiendo el mismo sufrimiento a los demás.

Se preguntó si sería racional o perdonable el hecho de odiar a una raza entera.

No muy lejos de allí, Jessica estaba llorando. No podía resistirlo y no podía parar. No tanto por lo que estaba presenciando, los grandes fosos llenos a rebosar de cuerpos, los soldados con trajes protectores y máscaras rociándolos con gasolina como si estuviesen regando el jardín, prendiendo el combustible, incinerándolos a cielo abierto. No lloraba por eso, por muy insoportable que fuese. Sabía que aquel grotesco panorama no era real. Puede que lo fuese semanas atrás, pero había quedado atrás. Sin embargo, los cadáveres de hombres y mujeres arrojados desde camiones del Ejército hasta las fosas comunes no hacían más que recordarle la pérdida de sus seres queridos. Veía el rostro de su padre en el de cada hombre; el de su madre en cada mujer. Había visto a sus padres muertos, juntos y marcados por los repugnantes anillos rojos de la enfermedad. Y ahí estaba ella entonces, abierta de piernas, desnuda y desvalida. Una esclava, como dijeron aquellos asquerosos alienígenas albinos. Obligada a recordar, forzada a revivir una pérdida abrumadora. Y no estaba segura de poder soportarlo.

Los hologramas empezaron a cambiar hasta mostrar una nueva imagen. Las grandes ciudades del mundo se desdibujaban ante los ojos de Antony. Londres, Nueva York, París. En llamas. La catedral de Saint Paul era un infierno, al igual que el Empire State y el Louvre. La estatua de la Libertad exhalaba fuego por la boca y de sus ojos brotaban llamas. Las naves extraterrestres, las guadañas que habían cortado los días de la humanidad como si fuesen espigas de trigo, sobrevolaban las ciudades. Los vehículos de los cosechadores. Los heraldos de la muerte. Antony lloró de impotencia y rabia. No solo habían arrebatado vidas, habían acabado con su contexto: con el orden, la estructura, seguridad y estabilidad de las cosas. Gobiernos. Instituciones. Leyes. El pegamento de la sociedad. Erradicados en semanas. Todo lo que quedaba para los supervivientes era la anarquía, el caos, el salvajismo, la esclavitud. Quería recuperar su colegio. Quería recuperar las normas. Hubiese hecho cualquier cosa por disfrutar de la seguridad que proporcionaban.

Richie siempre había despreciado las normas y a aquellos que se adherían a ellas. Había que hacer lo que a uno le apeteciese, y si eras fuerte, podías hacer un montón de cosas. Los cosechadores eran fuertes. Los vio emerger de sus naves nodrizas, volando a bordo de aquellas vainas como un enjambre de langostas tan numeroso que llegaba a oscurecer el cielo, y a pie, marchando en implacables formaciones de batalla, dejando las huellas de sus botas sobre el débil suelo terráqueo. Filas de soldados rodearon a Richie, que a su vez era incapaz de escapar. Lo aplastarían sin titubeos, lo destrozarían sin vacilar. Llevaba toda la vida engañándose a sí mismo, creyéndose fuerte. No lo era. Nunca lo había sido. Y Richie Coker sintió miedo.

Simon, que había dejado la Tierra atrás, también lo sintió. Había sido arrojado al espacio sin nave, sin traje y sin ningún aparato con el que respirar, pero en la realidad virtual nada de aquello parecía necesario. A su alrededor se extendía la inabarcable oscuridad del espacio. A distancias incalculables, a años luz, las estrellas nacían de erupciones de hidrógeno, las galaxias se esparcían como polvo, como granos de arena. La inmensidad del universo lo intimidaba, lo desmoralizaba. Su propia insignificancia lo aterraba. No era nada, una mota, un punto en el ojo del cosmos, incluso menos. Nunca había importado, para nadie. Vivo, nadie lo quería. Muerto, nadie lo echaría de menos. La noche infinita del espacio era la oscuridad de su propia desesperación, y Simon lloró.

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