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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (6 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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—Yo también voy —dijo.

—¿Richie? —preguntó, como si apenas le importase su respuesta.

—De todos modos, nunca quise tener nada que ver con este colegio para niños pijos —gruñó Richie Coker, lo que los demás interpretaron como un «sí».

—De acuerdo. —Mel caminó con decisión hasta la puerta del dormitorio—. En ese caso, no tenemos tiempo que perder.

—Espera —dijo Tilo—. No puedo largarme así como así y abandonar a Enebrina y a los demás. Otra vez no. —El recuerdo de su huida del campamento de los Hijos de la Naturaleza, dejando atrás a los niños, todavía la avergonzaba.

—No nos conviene retrasarnos por un montón de críos llorones —protestó Richie—. No soy un puñetero canguro.

—Seguro que los niños de todo el mundo se alegran de ello —dijo Mel—. Recogeremos a Brina por el camino, Tilo. Ahora, en…

Mel abrió la puerta del dormitorio. Leo Milton se encontraba en el pasillo que se extendía ante ellos, acompañado por varios estudiantes de Harrington. Llevaban los uniformes del colegio. Y escopetas.

—¿Y adónde creéis que vais, exactamente? —preguntó Leo.

La nave del rayo tractor partió casi inmediatamente después de abducir el cuerpo de Giles. Travis y Antony, recogidos todo lo posible en aquel escondrijo provisional, temían que las vainas siguiesen buscándolos o, peor aún, que continuasen destrozando el bosque. Por suerte, resultó ser un miedo infundado. No volvieron a disparar aquellos rayos amarillos. Las puertas del tren de aterrizaje de la nave grande se abrieron y las vainas regresaron al interior. Después, la nave en forma de luna creciente aceleró hasta perderse de vista. Parecía que los alienígenas tenían asuntos más importantes que atender en otro lugar. Travis deseó que ese «otro lugar» fuese Marte.

Aun así, los dos adolescentes esperaron hasta que se hizo de noche antes de abandonar su refugio. Las largas horas de inmovilidad les pasaron factura: los miembros de los muchachos estaban agarrotados y sus músculos, débiles hasta quedar casi inválidos. También notaron que no habían comido o bebido nada desde que abandonaron Harrington, y aún tenían una caminata de quince kilómetros por delante para volver al colegio.

—Cuanto antes nos pongamos en marcha… —dijo Antony.

—Sí —continuó Travis, apenado—. Antes podremos decirles a los demás que estamos acabados.

Porque aquella era la única conclusión a la que podía llegar después de haber vivido el que era, sin duda, el día más catastrófico desde la llegada de la enfermedad. Sus consecuencias prometían ser tan vastas y devastadoras como las de la pandemia. Puede que incluso más, consideró Travis. El virus solo llegó a infectar a los adultos, mientras que todos los menores de dieciocho años eran inmunes, inexplicablemente, a sus estragos, pero aquella invulnerabilidad no se extendía al armamento alienígena. Dado que su capacidad de defensa se basaba en unas cuantas escopetas y fusiles de tres al cuarto, la amarga realidad era que la comunidad de Harrington (y lo más seguro es que cualquier otra comunidad de supervivientes en el mundo) estaba a la entera merced de los alienígenas. Y, a juzgar por los actos que habían tenido lugar hasta entonces, los extraterrestres parecían andar algo justos de misericordia. Todo aquello no significaba que Travis fuese a claudicar dirigiéndose hacia la nave nodriza con las manos en alto o lanzándose contra una vaina… no, rindiéndose no haría justicia al espíritu de su padre, o a su propio sentido de lo que era lo correcto; pero tampoco se hacía ilusiones con respecto al resultado de cualquier resistencia contra aquellos invasores. Estaba más preparado que nunca para plantar batalla, pero lo más seguro era que, de tener lugar, se tratase de la última.

Era probable que Antony estuviese pensando lo mismo. Desde luego, permaneció encerrado en sí mismo (lo cual no era habitual en él) durante todo el trayecto de regreso a casa. Los dos caminaron en el más absoluto silencio.

Cuando al fin alcanzaron a ver el colegio Harrington, ya debía de haber pasado la medianoche. El corazón de Travis latió con fuerza, no solo por el hecho de ver aquel familiar edificio almenado, cuya silueta bañada por la luz de la luna se asemejaba más que nunca a la de un castillo, sino al recordar quiénes estaban en su interior. Se moría de ganas de volver a ver a las chicas, de volver a ver a Tilo. Siguió caminando, esta vez a mayor velocidad.

—Aquí pasa algo raro. —El preocupado tono de Antony hizo que se detuviese en seco.

—¿Qué…?

—No hay luces encendidas. —Y era cierto. Harrington no era más que una enorme masa de oscuridad, como una mancha de tinta—. Siempre dejamos algunas luces encendidas para montar guardia. Y de hecho, ¿dónde están los guardias?

Travis sintió que su pulso se aceleraba todavía más, y no por un buen motivo precisamente. Antony, por supuesto, tenía razón. Prácticamente se encontraban a las puertas del colegio y hasta entonces nadie les había llamado la atención. ¿Dónde estaban los guardias? Desde luego, Leo no habría prescindido de los guardias aquella noche en particular.

—Dios mío, Travis, ¿y si los alienígenas han estado aquí?

Pero Travis ya había echado a correr. Se acordó de las vainas de antes. ¿Para qué perder el tiempo peinando una colina en busca de dos humanos extraviados habiendo presas mucho más fáciles a poca distancia? Abandonó la arboleda a la carrera hasta llegar a la sombra proyectada por el edificio principal, cuya negrura parecía advertir del peligro. Pudo oír a Antony tras él.

—Travis, ten cuidado. No sabemos qué encontraremos. Deberíamos pensar antes de…

Pero solo podía pensar en una cosa: ¿dónde estaban sus amigos?

Travis cruzó a toda prisa el arco que separaba los dos recintos de Harrington. Todas y cada una de las puertas que conducían al interior del edificio estaban abiertas como bocas aterrorizadas. Entró corriendo y gritó:

—¿Hola? ¿Puede oírme alguien? ¡Contestad! ¡Soy yo, Travis!

—¿Leo? ¿Hay alguien? —continuó Antony—. ¿Hay alguien aquí?

No, al parecer. Los gritos de los chicos reverberaron entre los muros de piedra. En los pasillos del edificio solo había oscuridad, silencio y desolación.

—Travis, tenemos que ir a la sala.

—Ve tú. Yo voy a los dormitorios. —Si sus amigos se encontraban en algún sitio, sería allí. Se dirigió hacia la escalera.

—Vale. Espérame, Travis. No debemos separarnos.

—No tengo tiempo para esperar —dijo una única vez, volviendo la cabeza por encima del hombro—. Así que date prisa. —Y echó a correr por el pasillo hacia el dormitorio de las chicas. Las puertas estaban cerradas, como si la estancia albergase un secreto. Pero lo único que tenía que hacer era abrirlas y se vería recompensado con la presencia de Tilo, Jessie y Mel dormidas en sus camas, porque el único problema sería que el generador había dejado de funcionar y que Leo Milton no solo no lo había arreglado, sino que el muy incompetente había olvidado apostar guardias en el colegio. Eso sería todo. Un fallo mecánico y otro humano. Nada relacionado con los alienígenas. De ningún modo. No lo permitiría.

Las chicas habían desaparecido. Nadie había pasado la noche en aquellas camas.

—No, no, no… —Travis accionó el interruptor de la luz: nada. Pero era una buena señal, ¿cierto? Quizá el generador se hubiese averiado, después de todo. Y si había acertado en eso, aún había esperanza de…—. Antony, tenemos que comprobar las otras…

Pero Antony no se encontraba tras él. No había podido dejarlo tan atrás. Travis se detuvo en seco.

—¿Antony?

Regresó al pasillo, volviendo sobre sus pasos, envuelto por una oscuridad casi absoluta.

Había alguien allí, a unos metros de distancia, como si la oscuridad de la noche se hubiese solidificado hasta tomar forma.

No era Antony.

Porque los alienígenas habían visitado Harrington. Y al menos uno de ellos seguía allí.

Se trataba de una figura cubierta por una armadura del color del azabache y el petróleo, con la cabeza de una bestia salvaje y feroz, avanzando implacable hacia él. Una figura con un arma en la mano derecha, tan oscura como la armadura de su propietario, parecida a una pistola con el cañón hexagonal. Apuntada hacia Travis.

—¿Qué has hecho con la gente que había aquí? —La ira se impuso al miedo—. ¿Puedes entenderme? ¿Qué les has hecho?

El alienígena disparó su pistola, un acto que podía considerarse tanto una acción como una respuesta. Travis solo tuvo tiempo de comprobar el color del rayo de energía que lo golpeó. Blanco. Y no era en absoluto caliente sino frío, gélido, tanto que hizo que Travis dejase de sentir su cuerpo hasta el punto de no notar siquiera las baldosas del suelo al caer. No podía sentir nada a medida que se sumergía en una oscuridad más intensa que la de la noche.

Pelea
, se apremió a sí mismo.
No te rindas. No cierres los ojos.

El alienígena se alzó ante él. El modo en el que ladeó la cabeza denotaba curiosidad hacia el hecho de que Travis permaneciese consciente.

—¿Qué… miras…?

El alienígena tocó un botón situado en su cuello. Entonces, las fluidas y orgánicas líneas de su casco se endurecieron, aplanaron, y por último se retrajeron desde su garganta hacia arriba, como una persiana levantándose, deslizándose sobre su cráneo hasta quedar echadas sobre la nuca como una capucha.

Travis agradeció tener el cuerpo dormido hasta el punto de no poder estremecerse al contemplar el aspecto de aquel ser.

Su cabeza carecía completamente de pelo y era de un color blanco enfermizo, como si fuese un cráneo desprovisto de carne; cubierta por una piel de un tono tan fantasmal que parecía que le hubiesen extraído toda la sangre y tan estirada sobre el hueso que podría decirse que en el planeta de los alienígenas anduviesen cortos de piel y tuviesen que aprovechar la que había al máximo. Una densa protuberancia se extendía por la frente de lado a lado, acentuando su aspecto agresivo y ensombreciendo sus profundos ojos. De hecho, parecía que era a los ojos adonde se había trasladado toda la sangre de la criatura: eran de un color rojo intenso, como burbujas carmesíes, sin pupilas, iris ni, irónicamente dada la ausencia de pigmentación de los alienígenas, blanco. Aquel color recordó a Travis las cicatrices rojas y circulares que aparecían en los cuerpos humanos, la marca de la enfermedad. Los restantes rasgos eran igual de desagradables. Las orejas eran poco más que muñones de cartílago situados a ambos lados de la cabeza con un corte creciente, la nariz podría ser la de un boxeador de los pesos pesados con más peleas de las recomendables en su haber y la boca carente de labios parecía una herida que no hubiese llegado a curarse.

—Puedo… verte… —jadeó Travis.

El alienígena abrió la boca hasta formar algo parecido a una sonrisa.

—No por mucho tiempo —dijo en perfecto inglés.

Lo cual hubiese provocado alguna reacción por parte de Travis, de haberse mantenido consciente por más tiempo.

El hecho de no sentir dolor era una mejoría. Travis esperaba sufrir una agonía atroz a medida que recuperara sus sentidos, pero no notó ningún efecto a consecuencia del ataque del alienígena.

Salvo por el hecho de que ya no se encontraba donde antes.

—Travis, ¿estás bien? —Antony estaba arrodillado a su lado, observándolo con preocupación.

—Así que nos han cogido a los dos…

—Eso me temo.

—Por lo menos tenías razón en lo del rayo blanco. Y en cuanto a si estoy bien… —Travis se sentó en el suelo sobre el que había estado tendido—. Bueno, «bien» es un concepto relativo.

Dedujo su ubicación con solo echar un vistazo. Estaba en una habitación rectangular sin ningún tipo de adorno, del tamaño de un salón grande, con las paredes cubiertas de aquel metal argento que tanto parecía gustar a los alienígenas. Un breve zumbido resonaba en la estancia y sentía tenues movimientos bajo sus dedos apoyados en el suelo. Estaban a bordo de una nave alienígena, probablemente la del rayo tractor, y estaban volando. El contexto de su viaje, así como lo espartano de su estancia, evidenciaban su nueva condición. La habitación en la que se encontraban podía describirse acertadamente como una celda. Eran prisioneros.

Y eso significaba, casi con total seguridad, que los demás también lo eran. Significaba que Tilo, Jessica, Mel y todos los demás estaban vivos, hasta Hinkley-Jones y el pequeño Giles. Travis se puso en pie. Se sintió fortalecido, para su sorpresa. Pero con sentirse vivo le bastaba.

—¿No sabrás cuánto tiempo llevo fuera de combate?

—Supongo que unas horas. Mira ahí. —Antony dirigió la atención de Travis hacia una línea ubicada en una de las paredes de la celda. Desde lejos, el panel parecía formado por el mismo metal que el resto de la estancia, pero al mirarlo de cerca descubrió que era transparente. Fuera brillaba la luz del sol; de hecho, estaban sobrevolando las colinas y el bosque que rodeaban el colegio Harrington—. Yo tampoco llevo mucho tiempo consciente. Cuando recuperé el sentido, todavía estábamos en tierra.

—Me temo que no hay premio por adivinar adónde nos dirigimos —dijo Travis, sombrío.

—Si nos llevan a la nave nodriza, eso podría jugar a nuestro favor. —Un tímido entusiasmo se adivinaba en el rostro de Antony.

—¿Quieres decir que el resto también puede encontrarse ahí? Así debería ser. —Travis reconoció la colina Vernham ante ellos—. Una vez juntos, podríamos fugarnos o algo así, encontrar un arma que podamos utilizar contra las criaturas. Vi a una de ellas, Antony, a la que me disparó. Sin el casco. Deben de ser nativos del planeta de los feos.

—No quería decir eso. Quiero decir que si nos llevan a la nave nodriza, puede que tengamos la oportunidad de hablar con su líder, su capitán, su comandante, intentar que entre en razón, explicarle…

Travis se dirigió a su amigo con descarnada incredulidad.

—¿Explicarle qué, Antony?

—Que todo esto es un malentendido…

—¿Crees que cazarnos a todos con esas vainas, quemar la mitad de la colina Vernham, puede que secuestrar a toda la población de Harrington… ha sido fruto de un malentendido? —Travis negó con la cabeza, incrédulo—. Creo que saben lo que hacen, Antony, y por qué, y eso no es nada bueno.

—¡Y no es necesario! —gritó Antony—. Podemos convivir con esta gente…

—No son gente, Antony, no como nosotros.

—No les suponemos ninguna amenaza.

—En eso tienes razón.

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