Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online
Authors: Andrew Butcher
Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga
—No lo sé. Gracias a Dios, no soy uno de esos monstruos. No sé cómo piensan.
—Puede que Simoncete y el resto aún estén en procesamiento. —La aportación de Richie fue dubitativa y sorprendentemente empática.
Travis la respaldó.
—Es verdad. Puede que así sea. Estoy seguro de que enseguida los meterán aquí, con el resto. Lo que será una buena noticia, porque no os vais a creer dónde he estado y por qué.
—No nos hagas adivinarlo, Trav —dijo Mel con impaciencia—. No está la cosa para juegos. Estamos en una celda.
—No por mucho tiempo —dijo Travis—. Sé adónde llevan los pasillos que hay más allá de estas cuatro paredes. Sé dónde hay una escalera que nos conducirá a la planta baja de la nave y cómo salir de ella.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Antony.
—¿Y qué más da? —gruñó Richie.
—He conocido a alguien. He encontrado un aliado, un cosechador en el que podemos confiar.
—¿Y cómo se llama ese alienígena? —quiso saber Antony.
—Lo siento, Antony, pero eso sí que no te lo puedo decir. —Y mientras Travis compartía, entusiasmado, los detalles de su plan de fuga, no se fijó en cómo los rasgos del muchacho rubio se tornaban graves y amargos.
A decir verdad, Darion prefería pasar su tiempo a bordo de la nave recluido en sus aposentos, rodeado por las obras de arte de una docena de planetas, a confraternizar con su gente. Por lo menos su actitud distante no solo entraba dentro de lo esperable debido a su rango, sino que hasta contaba con el beneplácito de los demás, lo que reducía la necesidad de socializar al mínimo. Pero aun así estaba obligado a dejarse caer de vez en cuando por el comedor de oficiales o el puente de la nave, hacia donde le conducía el ascensor en aquel momento. Su condición aún le exigía mantenerse en contacto con el comandante de la nave.
Shurion estaba sentado en su silla de mando y vestido, como siempre, con su uniforme completo, compuesto por una armadura negra ornamentada y una toga del color del ébano con incrustaciones de oro. El puente tenía forma de hoz para reflejar el diseño general de la nave, de modo que la ventana que se extendía desde el suelo hasta el techo ofrecía una vista panorámica del valle que se encontraba ante ellos, rodeado por colinas. El personal técnico, vestido de rojo, se ocupaba de los ordenadores; varios guerreros ataviados de negro aguardaban expectantes, listos para ejecutar cualquier orden procedente del comandante Shurion. El sillón de mando se encontraba en el centro mismo del puente, y podía, cuando era necesario, elevarse gracias a un sistema hidráulico para que el comandante disfrutase de una mejor perspectiva de las operaciones que allí se llevaban a cabo. Solo se hacía uso de aquella función durante las batallas o en momentos clave del vuelo. Sin embargo, Shurion mantenía el sillón a su máxima altura prácticamente en todo momento, incluyendo aquel preciso instante. Darion sospechaba que lo hacía porque le gustaba mirar a la gente por encima del hombro.
—¡Ah, lord Darion! —exclamó desde su privilegiada posición en cuanto apareció el alienólogo—. ¡Ya está aquí!
—Así es, comandante Shurion. Aquí estoy.
—Veo que ha conseguido despegarse de esos artefactos toscos y primitivos, esos torpes intentos de cultura alienígena, ¿verdad? —Lanzó una mirada maliciosa hacia abajo en dirección a los guerreros—. Cultura alienígena… términos contradictorios, desde luego. —Los soldados respondieron a la ocurrencia de su superior con una sonrisa.
—De hecho, he estado traduciendo un manuscrito del filósofo Tyreetes del planeta Gamelon —le informó Darion—. En concreto, un pasaje particularmente difícil en el que se lee: «Oh, recipiente del mayor de los ruidos, qué escaso es tu saber, qué vacuo hasta tu más jactancioso clamor».
—¿Se supone que eso tiene algún significado, lord Darion? —preguntó Shurion, desdeñoso.
—Por supuesto que no, comandante Shurion —contestó Darion con tono inocente—. No tiene sentido. Ya está usted familiarizado con los sinsentidos, ¿no es así? Y qué afortunados somos de que la mayoría de las obras de Tyreetes ardiesen durante la cruzada de nuestro ejército cosechador, en la que las bibliotecas de Gamelon ardieron hasta los cimientos. Y hablando de ello… —Darion miró sin disimulo desde el sillón de mando hasta el suelo.
—Oh, por supuesto. Perdóneme, lord Darion —se disculpó Shurion con frialdad. Tocó un botón ubicado en uno de los reposabrazos y la silla descendió hasta una posición más convencional. Según la tradición de los cosechadores, nadie, ni siquiera un comandante de alto rango como Shurion, tenía permiso para mirar por encima del hombro a un miembro de las Mil Familias—. Pero, dígame, ¿dónde se encuentra ahora ese tal Tyreetes?
—Murió hace dos siglos.
—Ah, ¿sí? Qué pena. Me hubiese gustado compartir con él una reflexión filosófica de mi cosecha. —Shurion se puso en pie—. El único alienígena bueno es el alienígena esclavizado.
Los guerreros no disimularon su risa. A los Corazones Negros, como les gustaba llamarse a los soldados cosechadores más combativos, les encantaba el comandante Shurion. Lo cual era una de las razones por las que Darion los despreciaba. Los Corazones Negros lo adoraban por su crueldad, su insensibilidad y su absoluto desprecio por toda vida alienígena, los mismos aspectos por los que Darion lo odiaba. Pero nunca había revelado sus verdaderos sentimientos y jamás podría hacerlo. Si bien era el superior social de Shurion, en el contexto de una operación esclavista el comandante superaba en rango hasta a un miembro de las Mil Familias. Cada nave de la flota de los cosechadores portaba el nombre de un héroe del pasado, escogido por el comandante designado. Shurion optó por llamar «Furion» a la suya. Furion, que condujo a su gente en el primer asalto interplanetario en busca de esclavos, poniendo la primera piedra de los siguientes mil años de historia de los cosechadores. Ese detalle lo decía todo del comandante Shurion. Y Darion siempre fue consciente de ello. La callada enemistad entre él y el comandante era completamente recíproca.
—Supongo que ha estado… ocupado, lord Darion, con uno de los esclavos terrícolas —afirmó Shurion.
—Efectivamente —admitió el cosechador más joven, con toda la calma de la que consiguió hacer acopio, a la vez que evitaba la inquisidora mirada del comandante—. Quiero entrevistar a todos los prisioneros posibles, comandante, antes de que los destine a los criotubos. Lo que aprenda de ellos me ayudará en mi investigación sobre la cultura terrícola.
—Alienología —gruñó Shurion—. Ah, sí. Vuestro padre debe de estar orgulloso.
—Mi padre, el comandante de la flota Gyrion de las Mil Familias —dijo Darion, casi por accidente—, lo está. Hay muchas formas de servir a nuestra raza.
—Eso he oído. Pero ¿no le preocupa, lord Darion, que de tanto verse inmerso en productos de culturas impuras e inferiores, al asociarse voluntariamente con gentes primitivas e ignorantes, quede usted mismo, con el paso del tiempo, corrupto por sus ridículos dogmas y sus desacreditadas creencias? ¿No corre riesgo el alienólogo de acabar mancillado por el alienígena?
Darion esbozó una fugaz sonrisa.
—Somos lo que somos por nacimiento, comandante Shurion, aunque estoy seguro de que no necesita que se lo recuerde. Nada puede alterar eso. Aquellos con los que entro en contacto… —Y en aquella ocasión sí miró a Shurion cara a cara—. No pueden influir en nuestra naturaleza. Pero gracias por interesarse en mi trabajo. Supongo que sus quehaceres también marchan sin complicaciones.
—Así es. —El orgullo que Shurion sentía por sus propios logros era muy superior al placer que obtenía al burlarse de Darion. Ya que el tema había salido a colación, se dirigió altanero hasta la ventana y miró al exterior, sabiéndose el amo de todo cuanto abarcaba la vista—. Los exámenes y barridos preliminares ya están completos. Mañana a esta misma hora los recolectores funcionarán a plena potencia. Todo marcha según el plan.
—Bien —dijo Darion—. Espero que siga siendo así. —Pero no era el plan de Shurion el que tenía en mente.
No durmieron mucho, por supuesto, pero Travis insistió en que lo hiciesen. Ocurrió lo mismo con la comida: aunque la situación de los jóvenes no invitaba al apetito, cuando les trajeron comida, distribuida por unos cosechadores vestidos con armaduras azules, acompañados por guardias ataviados de negro que portaban subyugadores en sus manos, Travis animó a todos a comer todo lo que pudiesen. Necesitarían contar con todas sus fuerzas cuando llegase el momento.
Les habían quitado los relojes, al igual que toda la ropa que llevaban al entrar en la nave, y no había nada parecido en la celda. No obstante, dedujeron que era de noche, o al menos la hora de dormir, cuando las luces se apagaron. La única iluminación pasó a ser la fantasmal luz blanca de unas hileras que delimitaban el contorno de la celda.
Simon y los demás chicos que no aparecieron tras el procesamiento seguían desaparecidos. Travis intentó descubrir su paradero consultando a los guardias. De haberle hecho la pregunta a una pared, hubiese obtenido el mismo resultado.
La preocupación por su destino, por el destino de Simon, fue uno de los factores que lo mantuvieron en vela. Otro era la presencia de Tilo compartiendo cama con él.
—Por favor —le rogó—. No tenemos que… no estaría bien hacer algo aquí, pero precisamente porque estamos aquí no quiero pasar esta noche sin ti, Travis. ¿Podemos, no sé, solamente estar juntos? ¿Podrías abrazarme? ¿Te parece mal?
—Tilo. —Susurró su nombre con suavidad—. No se me ocurre una idea mejor.
Y ni siquiera se desvistieron… nadie lo hizo. Y la abrazó y besó hasta que se quedó dormida y cuando en sueños gimió y lloró en varias ocasiones, él estaba ahí para consolarla y acariciarla para que no se despertase. Y pensó en Tilo, en Jessica y en Mel, que tenían que haber pasado por el procesamiento, lo cual ya era bastante humillante para un chico, pero para una chica… Le ponía enfermo que las chicas hubiesen tenido que pasar por semejante experiencia, no haberlo podido impedir le hacía hervir la sangre. Esos cabrones de los cosechadores tenían mucho de lo que responder.
Apagaron las luces para indicar que era de noche. Así que cuando estas regresaron, supuso que era de día.
Todos salieron de la cama de un salto y se dirigieron precipitadamente hacia Travis y Antony en busca de liderazgo.
—Solo tenemos que conservar la calma —aconsejó Antony—. Cuando los guardias vengan a traernos el desayuno, no sospecharán nada.
—Recordad lo que os he dicho —añadió Travis—. Mi contacto me dijo que después del desayuno de los prisioneros hay un cambio de guardia. Con suerte, los nuevos guardias no estarán tan preparados y organizados como en otras ocasiones. Entonces será cuando bloquee los sistemas de seguridad. Y nosotros tendremos que estar listos.
Tilo estaba arrodillada al lado de Enebrina y de los otros cuatro niños a su cargo.
—Cuando yo os avise —les explicó con seriedad—, quiero que os cojáis de la mano y que os agarréis muy fuerte pase lo que pase, ¿me habéis entendido?
—Sí, Tilo —dijeron los niños, obedientes.
—Bajo ningún concepto os separéis de mí. Yo no os soltaré. Os lo prometo.
El desayuno, unas gachas insípidas e incoloras, fue visto y no visto. Travis pensó que la comida era muchísimo mejor en la habitación de Darion, que era donde rogaba que se encontrase el descendiente de Ayrion en aquel instante, sentado ante su ordenador, preparado para traicionar el recuerdo de su ilustre antepasado.
La celda pasó a estar ocupada únicamente por los prisioneros una vez más. El cambio de guardia era inminente. Todo el mundo permaneció quieto, congregado en torno a la puerta. La tensión crepitaba en el aire como electricidad.
Y Antony escuchó a Travis exhortando a todos a mantenerse unidos, a seguirlo. Sabía cómo salir. Su nuevo y anónimo aliado cosechador le había mostrado una ruta a través de la cual huir. Solo a él. Travis iba a dirigirlos a todos y era una situación que no debería molestar al delegado del colegio Harrington porque era por el bien de todos. Pero le molestaba. Un poco. Chicos a los que conocía desde hacía años caían a los pies del recién llegado. En tiempos de necesidad, las lealtades cambian. Leo Milton intercambió una mirada con él y le lanzó una débil y amarga sonrisa.
—Naughton. —Era Richie—. Cuando salgamos… cuando se abra la puerta, tú no te pares. No te preocupes por nada. Te cubriré las espaldas. Si quieres. Puedo ocuparme de eso.
—Gracias, Richie. —Travis asintió, agradeciendo el gesto—. Asegúrate de cubrirte también la tuya.
—Jessie —dijo Mel mientras estrechaba la mano de su amiga con urgencia—, hay algo que tengo que decirte.
—Cuando hayamos salido de aquí, Mel —le contestó Jessica—. Cuando estemos a salvo. Entonces podrás contarme cualquier cosa.
—Te tomo la palabra. —La chica morena abrazó a la rubia, estrechándola con fuerza.
Travis no le quitó la mirada de encima a la puerta, esperando a que se abriese, mientras murmuraba:
—Listos. Listos.
Tenía que ocurrir en aquel momento. Tenía que ocurrir. Darion tenía que haber accedido al ordenador de la nave si podía, si era todo lo que afirmaba ser, si decía en serio lo que prometió. Porque siempre estaba ese peligro, ese miedo a que en el último minuto, en el último segundo, el cosechador no fuese capaz de reunir el valor para…
La puerta se abrió, tan silenciosa como un secreto.
—Trav —dijo Mel.
Y la alarma se disparó.