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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (16 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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La puerta se abrió. Entraron dos guardias cosechadores con las armas desenfundadas.

Simon dejó escapar un quejido de terror, se puso en pie y se alejó junto al resto de los cautivos hasta que sus espaldas tocaron la pared más alejada de la celda, que les impedía seguir huyendo. Había llegado. El último instante de sus vidas. Pensó en sus abuelos, a quienes había dejado muertos en sus camas; en sus padres, a los que nunca conoció; en el sufrimiento y la soledad que había padecido durante años. Simon sollozó.

Quizá lo mejor fuese que los cosechadores disparasen y…

—Tú. —Uno de los guardias estaba señalándolo a él—. Tú, esclavo.

—¿Yo? —Simon apenas podía hablar.

—Ven con nosotros.

Iban a matarlos uno a uno. Y en otro lugar. Quizá tenían una celda diseñada para ese propósito. No tardaría en descubrirlo.

Simon avanzó a duras penas, con las piernas atenazadas por el miedo hasta casi quedar inmóviles. Sus sollozos casi se habían convertido en una lúgubre risa nerviosa. La primera vez que lo elegían el primero para algo e iba a ser para acabar con su vida. Con eso estaba todo dicho.

No miró atrás cuando los guardias lo condujeron al pasillo. No conocía a la gente con la que compartía celda.

—¿Adónde… adónde me lleváis? —Su voz temblaba tanto como su cuerpo.

Los cosechadores ni se dignaron a contestar. Quizá pensaron que le harían un favor permaneciendo en silencio. Quizá pensaron que aún no había deducido que lo conducían a su muerte.

Pese a verlo todo borroso por no llevar las gafas puestas, Simon se fijó en que los pasillos habían pasado a ser de color azul, distintos a los de la zona en la que se encontraban las celdas. Lo metieron en un ascensor, que los condujo hasta una planta superior. Por algún motivo, sin saber muy bien por qué, imaginó que las ejecuciones tendrían lugar en las plantas inferiores. Otro pasillo, algo distinto. Una puerta ante la que detuvieron a Simon.

¿Le aguardaría la muerte al otro lado?

—Guerreros Myrion y Varion con el esclavo terrícola, señor —anunció uno de los guardias, y la puerta se abrió.

Al otro lado no había ningún instrumento de ejecución. No había horcas, sillas eléctricas ni rayos desintegradores. Era una habitación, amueblada y decorada con un estilo minimalista, como si sus ocupantes rechazaran el concepto de esparcimiento. Simon creyó reconocer al cosechador de la túnica que se encontraba en aquella estancia. Su corazón se saltó un latido.

—Pasa, muchacho —le dijo el comandante Shurion, acompañando sus palabras con un gesto.

Una invitación a la que, evidentemente, Simon no se podía negar. Los guardias no lo acompañaron al interior. La puerta se cerró, dejándolo solo con el comandante de los cosechadores.

—¿Sabes quién soy? —preguntó este con naturalidad.

—Com… eres el… comandante Shurion.

—Exacto. —Y, por extraño que fuese, el cosechador sonrió, separando los labios hasta revelar un surco carmesí—. Pero yo no sé quién eres.

—Soy… soy Simon. Simon Satchwell.

—Simon Satchwell. Bien —dijo el comandante Shurion con aprobación—. Y esto es tuyo, ¿verdad, Simon Satchwell? —Sujetaba las gafas de Simon—. Por favor, póntelas. —Esperó mientras el adolescente obedecía—. Quiero que, de ahora en adelante, lo veas todo con claridad.

—No sé… —Simon estaba confundido, pero confundido era mejor que muerto.

—Crees que soy tu enemigo, ¿verdad, Simon? —dijo Shurion con un gesto de decepción.

—No… no…

—Me temes, ¿verdad? Pero no tienes que tenerme miedo. —Volvió a sonreír, mostrando su boca escarlata—. No soy tu enemigo, Simon. Soy tu amigo.

Los cosechadores habían vuelto a visitar el colegio Harrington. Tenían que haber sido ellos. ¿Quién si no hubiese sido capaz de reducirlo a escombros?

Vieron las columnas de humo desde la lejanía, brotando de un espacio vacío en el que antes se erigían sólidas rocas hasta formar la imagen de un castillo, una figura que proclamaba la intención del colegio de resistir el asedio del cambio y sobrevivir, prevalecer, mantener intactos los valores que se transmitían en el interior de sus muros. Pero esos muros habían caído. La roca había sido hecha pedazos. El sol se ponía tras las colinas.

Antony profirió un grito indefinido, a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad.

—No. ¡No! —Y echó a correr hacia lo que en el pasado fueron los terrenos del colegio.

—¡Antony, espera! —le gritó Travis—. Puede que aún haya cosechadores…

Pero al muchacho rubio no le importó. No tenía otra opción que hacer exactamente lo que estaba haciendo. Los demás podían quedarse donde estaban o seguirlo.

Optaron por lo segundo.

Y encontraron el colegio reducido a humeantes ruinas, saqueado de arriba abajo. Su tejado había cedido, doblándose en los extremos, bajo la tremenda presión que tuvo que soportar. Sus orgullosas ventanas estaban hechas añicos. El arco de la entrada, de poderosa presencia, estaba roto y desmoronado. Los libros de la biblioteca habían sido incinerados, las camas de los dormitorios hechas astillas, las escaleras machacadas, la sala de fiestas devastada. En el despacho del director, los retratos de quienes ocuparon el cargo en el pasado estaban esparcidos por el suelo, dañados más allá de cualquier posible restauración. En todo el colegio Harrington no quedaba nada que se pudiese salvar.

Antony Clive, su último delegado, cayó de rodillas ante los escombros, desolado, asestando puñetazos al montón de grava en el que se había convertido la carretera. Travis y los demás se detuvieron a poca distancia de él. Travis pudo oírlo gemir, como si estuviese de duelo por la muerte de un padre. Quizá, de algún modo, así fuese. Echó a andar hacia su amigo. Jessica lo detuvo.

—Déjame a mí —dijo ella.

—¿Jess? —Mel frunció el ceño sin moverse de su sitio.

Pero Jessica había visto a Travis consolando a Tilo mientras los demás descansaban. Entonces quiso ir con Antony, abrazarlo, pero temía que pudiese parecer presuntuoso y le preocupaba hacer algo mal. En aquel momento, nada de eso le parecía importante. Y aunque así fuese, en su interior bullían sentimientos que nunca antes había experimentado, sentimientos a los que no podía resistirse, que la apremiaban a ir con Antony.

Se arrodilló a su lado, lo abrazó, oprimió su mejilla contra la suya, sus cabellos rubios a juego.

—Antony, lo siento muchísimo.

—Se acabó, Jess —dijo el chico con frialdad—. Se acabó. Lo han destruido todo.

—Antony…

—Harrington no era solo un colegio para mí. No era solo un edificio. Era algo más. Era… —A Antony le costaba encontrar las palabras—. Era lo que significaba, lo que defendía. Un modo de vida íntegro. Certeza. Moralidad. Decencia. Una visión de cómo tenían que ser las cosas. Y me lo han arrebatado, me han quitado todo aquello en lo que creía. No me queda nada. —Suspiró—. No espero que lo entiendas.

—Pero te entiendo, Antony. Más de lo que piensas. Yo me sentí igual cuando vi a mi madre y a mi padre tumbados en su… cuando vi lo que les había hecho la enfermedad. La enfermedad violó mi casa y los mató, a mi madre y a mi padre, y me robó la vida que ellos me habían proporcionado y me sentí como si no pudiese seguir adelante. Sentí que no me quedaba nada. Me sentí como tú.

—¿Sí? —Antony miró a Jessica, suplicante.

—Si Travis y Mel no hubiesen estado a mi lado, no sé qué hubiese… pero lo estuvieron. Y ahora soy yo la que está a tu lado, Antony. Quiero ayudarte. Deja que te ayude. —Extendió su mano abierta. Antony la tomó, la estrechó. Le gustó sentirla—. Porque ahora creo que nada de lo que tenemos puede perderse del todo. Mis padres están muertos, pero al mismo tiempo siguen conmigo. Aquí. —Y oprimió las dos manos sobre su corazón.

—Hablas de gente, Jessie —dijo Antony con prudencia—, y de recuerdos.

—Es más que eso. Quiero vivir de acuerdo con lo que mis padres me enseñaron. Me enseñaron un buen camino. Y si tú vives de acuerdo con lo que te enseñaron en Harrington, entonces Harrington tampoco se habrá perdido, ¿verdad que no?

Antony esbozó una débil sonrisa.

—Eres muy especial, Jessica Lane, ¿lo sabías?

Mel los observaba mientras pensaba:
¿Qué?
Jessie estaba abrazando a Antony Clive. Pero bueno, solo lo estaba consolando. Nada más. Consolarlo entraba dentro de lo aceptable. Al menos no se estaban besando. Todavía.

Richie negaba con la cabeza, perplejo. Nunca le había gustado aquel colegio para niños pijos, críos de papá con sus americanas grises, pero ahora que se encontraba en ruinas sentía una especie de vergüenza, como si hubiese contribuido a su destrucción. Sobre lo que antaño fue el patio de juegos yacían los cadáveres del ganado de la comunidad, ennegrecidos y quemados. Aquello no era necesario. Cabrones alienígenas. ¿Y los patos que nadaban en el estanque del patio interior, Romeo y Julieta, y sus amigos palmípedos, con aquellos nombres pomposos que les habían puesto los niños pijos? Tenían que estar calcinados. Richie había bromeado acerca de comérselos en el pasado. Entonces deseó no haberlo hecho.

—No tenemos nada que hacer aquí —dijo Travis, apesadumbrado, con Tilo a su lado. Pensó en todas las películas de invasiones alienígenas que había visto en el cine, en las que la Casa Blanca, el Big Ben, el parlamento y la torre Eiffel eran destruidos. Escogidos por el director del film por su valor simbólico, evidentemente. Pero una invasión alienígena de verdad no era cuestión de símbolos, sino de sufrimiento y pérdida, de contemplar la devastación de aquellos lugares que conoces y amas, lugares en los que podías sentirte seguro. De no volver a casa, de no volver a casa jamás—. Antony, no podemos quedarnos…

—No tenemos que quedarnos aquí, Travis. —Antony se puso en pie con renovadas fuerzas y Jessica a su lado—. Podemos llevarnos este lugar con nosotros.

—¿Por qué no vamos a Willowstock? —propuso Tilo, mirando al horizonte en busca de la dirección adecuada—. Travis, podríamos escondernos en casa de tus abuelos hasta que… —Pero sus palabras se vieron interrumpidas por un súbito alarido.

—¿Tilo? —Travis siguió su mirada. Todos los hicieron.

Tilo no mentía acerca del globo volador con forma de ojo. Todos podían verlo.

Flotaba a unos cuatro metros de distancia de Tilo y a algo más de dos del suelo. Era una esfera metálica del tamaño aproximado de una pelota de fútbol y brillaba con los últimos rayos de sol. La lente circular devolvió la confundida mirada a los adolescentes, tal como Tilo había descrito.

Travis le debía una disculpa a su amiga. Pero tendría que esperar.

—Esta unidad ha sido enviada para convocaros —dijo el ojo con una voz robótica femenina—. Venid conmigo si queréis sobrevivir.

6

Era extraño. Tras haber demostrado que tenía la capacidad de hablar, hasta entonces insospechada por Tilo, el ojo volvió a permanecer en silencio y no dijo ni media palabra. Parecía como si pensase que alejarse de los adolescentes y dirigirse hacia el bosque para luego detenerse, expectante, era un acto que hablaba por sí solo.

—¿Qué hacemos, Trav? —preguntó Mel—. ¿Lo seguimos?

—Sí, claro. Derechitos a la trampa de los alienígenas —gruñó Richie.

—No sabemos si es de los cosechadores. Si saben dónde estamos, ¿por qué iban a molestarse en tendernos una trampa pudiendo atacarnos? —Tilo estaba atónita—. Cuando lo vi por primera vez, no sé si a este o a otro igual, cuando lo vieron Brina y los demás niños, no atacó. Solo se quedó mirando.

—¿Tú qué piensas, Antony? —intervino Jessica.

—No lo sé.

—Pues yo sí —decidió Travis—. Cuando le hablé de ojos voladores a nuestro aliado cosechador, parecía no tener ni idea de lo que le estaba diciendo. No creo que supiese nada. Ese ojo no es alienígena. Deberíamos hacer lo que quiere y seguirlo.

—Si tú lo dices, Trav —dijo Mel—. Pero vamos a tener los subyugadores estos a mano, ¿verdad?

El grupo se acercó con precaución a la esfera y en cuanto lo hizo, esta siguió avanzando, atrayéndolos. Los adolescentes permanecieron en un silencio absoluto mientras el ojo los conducía a través del bosque, lejos de las ruinas del colegio Harrington y, por suerte, en la dirección opuesta a la colina Vernham. Pasó el tiempo. Cayó la noche. Los árboles se convirtieron en figuras siniestras y amenazadoras en la oscuridad, pero el orbe brilló con una intensa luz verde, como una estrella de guía.

Tras varias horas, e incluso más kilómetros de extenuante caminata, el globo de metal se detuvo ante una colina despejada. Al no verse bloqueada por follaje alguno, la luz de la luna bastaba para revelar que no había nada de extraordinario en aquella ubicación…

—¿Para qué demonios se ha parado? —protestó Richie.

—Igual se ha quedado sin gasolina —dijo Mel.

Hasta que la propia colina empezó a dividirse en dos.

—Dios mío. —Travis dio un involuntario paso atrás. Le vinieron a la mente imágenes de tumbas y del día del Juicio Final, en el que la tierra se abriría de par en par para liberar a los muertos por el mundo. En el interior de la colina había una abrumadora oscuridad y, por un momento, le inspiró miedo.

Tilo le estrechó la mano con fuerza mientras la tierra temblaba. Ella pensó en el rey Arturo. Su madre le había contado aquella leyenda en muchas ocasiones, narrándole que Arturo y los gloriosos caballeros de la Mesa Redonda no estaban muertos ni perdidos, sino dormidos, vagando bajo una colina como la que tenían ante ellos, esperando a que tuviese lugar la hora más oscura de Albión para despertar y cabalgar juntos, brillando con la luz de la Justicia, para derrotar a todos los enemigos de Inglaterra. Por cómo se lo contaba su madre, Arturo y sus nobles compañeros regresarían como guerreros de la Madre Naturaleza, para librar a los hombres de la corrupción del materialismo y reunirlos con la pureza de la tierra, y la luz que irradiarían sería verde como el alma del bosque.

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