La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (15 page)

Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
2.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Que nadie se pare —dijo Travis—. Ya casi hemos llegado.

Pero Tilo no confiaba en los «casis». ¿Cuántas veces, a lo largo de su vida, había estado su madre «casi» segura de que habían encontrado un lugar adecuado en el que quedarse, cuántas veces se había sentido «casi» integrada en esta o aquella comunidad
new age
? ¿En cuántas ocasiones había decidido, antes o después, que aquel lugar no era exactamente lo que andaba buscando, que tenía que marcharse llevándose a Tilo con ella, dejando atrás a los amigos que estaba haciendo, conduciendo a su hija a la incertidumbre y la soledad? ¿Cuántas veces había estado «casi» a punto de confiar en alguien solo para perderlo de un modo u otro?

Odiaba los malditos «casis».

Y los técnicos cosechadores tampoco iban a dejarlos escapar. Abandonaron la nave, no para perseguirlos, sino para seguir disparando sus armas. Al no tener que correr podían escoger sus objetivos y apuntar con más precisión.

Un miembro de Harrington gritó y se quedó rígido al ser alcanzado por el haz de un subyugador. La última chica que no formaba parte del grupo de Travis sufrió el mismo destino; su brazo paralizado quedó extendido hacia el bosque que ya jamás alcanzaría.

Y Tilo había sido una tonta. Tenía que haber pensado en ello. Dejar que la pequeña Sauce, la más joven de los niños a su cargo (¿Cuántos años tenía? ¿Cinco? ¿Seis?) estuviese en uno de los extremos del grupo era una invitación al desastre. Sus piernas eran muy pequeñas. Apenas podía mantener el ritmo de los demás.

Fue tan inevitable como trágico: al final, Sauce tropezó. Cayó. Rosa soltó la mano de Enebrina para no dejar de estrechar la de Sauce. Enebrina chilló como si le hubiesen arrancado el brazo de cuajo. Tilo frenó, no sabiendo qué hacer.

—¡Sauce! ¡Rosa!

Los subyugadores dejaron a las dos niñas dormidas.

—Dios mío.

—Tilo, no puedes… —Travis no tenía por qué decirle lo que no podía hacer. Ya lo sabía.

No podía salvar a los niños. Solo podía «casi» salvarlos.

Las manos de Río y Enebrina se escurrieron de las suyas, por lo que se encontró agarrando aire. Los niños echaron a correr hacia las pequeñas, hacia las armas. Y fueron abatidos antes de haber recorrido diez metros. Sin embargo, Enebrina lo consiguió, y parecía a punto de arrodillarse al lado de los cuerpos inconscientes de su hermana y de la pequeña Sauce antes de que el impacto de un subyugador la cubriese de luz blanca, tras lo cual se desplomó sobre el resto.

Alguien cogió la mano de Tilo. Era Travis.

—No podemos hacer nada por ellos. Pero aún podemos salvarnos.

Y Travis tuvo que guiarla, ya que los ojos de Tilo estaban tan llenos de lágrimas que apenas podía distinguir aquello que la rodeaba. Solo podía ver a Enebrina, a Rosa, a Sauce, a Río y a Zorro postrados en el suelo, desamparados, perdidos. Y dudó que los volviese a ver.

—Vamos, ¡vamos! —gritaban Jessica y Mel a pleno pulmón desde la protección de los árboles, como si aquella fuga fuese una carrera y el bosque, la línea de meta. Pese a ello, Tilo no se sintió una ganadora cuando ella y Travis entraron como una exhalación en la arboleda, siendo recibidos por los brazos de las chicas. Antony no iba muy rezagado. Tras él, Richie Coker. Y eso era todo. Los seis. Todos con un subyugador, salvo Jess y ella.

—Estamos fuera de su alcance —observó Mel, sin aliento—. Y no vienen a por nosotros.

—Puede que de momento no —dijo Travis entre jadeos—, pero ¿y si envían un recolector o nos echan encima esas vainas? Será mejor que sigamos en marcha.

Seguir en marcha
, pensó Tilo con amargura.
Ya casi estamos
. Era la historia de su vida.

Al principio Darion pensó que lo más sensato sería permanecer en sus aposentos durante la alerta defensiva, fuera del camino de Shurion; podía comprobar a través de la pantalla si Travis Naughton se encontraba entre los terrícolas que habían vuelto a capturar, y eso es lo que se disponía a hacer. Sin embargo, después de pensarlo, concluyó que sería más seguro, más apropiado para un miembro de las Mil Familias sin nada que ocultar, dirigirse derecho al puente y exigirle al comandante Shurion una explicación por aquel imperdonable e insólito fallo en la seguridad que había resultado en la pérdida de valiosa mercancía.

—Mi padre recibirá estas noticias con gran consternación —añadió cuando, poco después, se encontraba cara a cara con Shurion en el puente. No estaría de más recordarle al comandante su intachable linaje.

—Remitiré mi informe al comandante de la flota Gyrion en su debido momento, lord Darion —gruñó Shurion—. Delo por hecho.

—¿Incluirá garantías de que se están dando todos los pasos necesarios para recuperar a los terrícolas que aún están en libertad? —Entre los cuales, como comprobó Darion con gran alivio, se encontraba Travis Naughton.

—Solo nos queda por capturar a media docena de fugitivos —dijo Shurion, dirigiéndose al alienólogo con condescendencia—. Mi prioridad es garantizar la seguridad a bordo de la Furion.

—Me alegra oírlo —dijo Darion con sorna—. Asumo, por lo tanto, que en el futuro no tendrá lugar ninguna otra fuga en masa.

—Eso depende, lord Darion.

—¿Ah, sí? ¿De qué, comandante Shurion?

—La tecnología de los cosechadores no falla así como así —aseveró el comandante—. Se hicieron las pruebas pertinentes en los sistemas de seguridad de las celdas: funcionan a la perfección, lo que significa que fueron deshabilitados de forma temporal e intencionada por alguien a bordo de esta nave. Además, el hecho de que los esclavos hayan encontrado el camino hasta el área de mantenimiento por sí mismos, fruto del azar, resulta del todo increíble, ¿no es así, lord Darion?

—Puede —admitió Darion, sintiéndose a la defensiva.

—Lo que implica que contaron con ayuda. Lo que a su vez significa que hay un traidor en mi nave, lord Darion, un cosechador que ha optado por ponerse del lado de esos sucios y apestosos esclavos contra su propia gente, contra su propia raza. —Los ojos carmesíes del comandante brillaban de rabia—. ¿Quién podrá ser, me pregunto?

—No tengo ni idea, comandante Shurion —dijo Darion, intentando aparentar calma. El corazón le latía con fuerza. Con miedo, sí, pero por extraño que fuese, con renovadas fuerzas, con orgullo—. Pero estoy seguro de que no tardará en encontrar al villano.

—Puede contar con ello, lord Darion. —Y Shurion se volvió—. Y cuando descubra la identidad del traidor —añadió mientras miraba hacia atrás—, deseará no haber nacido.

Al final, acabaron por no poder correr más. La adrenalina podía retrasar los efectos de la fatiga, pero no anularlos.

—No hay señales de ellos…, no creo que nos estén siguiendo —jadeó Antony, lo que el resto del grupo interpretó como un permiso para desplomarse sobre el suelo a coger aire. Ni siquiera Travis se opuso.

—Descansaremos aquí. —Se encontraban en una exuberante floresta que, en las circunstancias previas a la enfermedad, hubiesen encontrado preciosa. La luz del sol se reflejaba en los abatidos rostros de los adolescentes; los insectos se afanaban en los quehaceres de sus cortas vidas, inconscientes de que la Tierra había pasado a tener nuevos amos—. Vamos a hacer… una pausita de nada. Solo unos minutos. Luego tenemos que ponernos otra vez en marcha.

—¿Adónde, Trav? —Mel estaba tumbada bocarriba con las piernas separadas—. ¿Adónde vamos a ir, si se puede saber?

—De vuelta a Harrington, por supuesto. —Apoyado en un árbol como un soldado herido, Antony aún tenía fuerzas para sostener su convicción—. ¿Adónde si no?

—No hay nadie en Harrington, Antony —observó Mel—. Salvo nosotros, todo el mundo está… —No pudo completar la frase. Nadie lo hizo por ella.

—Harrington es el último lugar al que esperarían que fuéramos después de haber sido capturados allí —dijo Antony, más para sí que para los demás—. Así que ahí es adonde iremos. Estaremos a salvo en Harrington. Podemos tomar decisiones, reagruparnos…

Travis estaba más ocupado pensando en el lugar del que venía el exhausto grupo que en cualquiera al que se fuese a dirigir. El recuerdo de aquellos a quienes había dejado atrás lo perseguía. Vio que Tilo se sentía igual. La pelirroja se había hecho un ovillo sobre el lecho del bosque.
Como un animal frágil y asustado
, pensó Travis. Sintió una inyección de ternura hacia ella, quizá incluso de algo más que ternura. Se arrastró hasta la chica y se tumbó a su lado, pegando su cuerpo al suyo, ajustándose a la curvatura de su espalda y envolviéndola con sus brazos. Tilo se acurrucó en él. Sus mejillas estaban cubiertas por rastros de lágrimas. Sin embargo, Travis seguía queriendo besarla.

—Siento lo que les ha pasado a Enebrina y al resto, Tilo —la consoló—. Sé lo mucho que significan para ti. No podías haber hecho más.

—Eso no hace que me sienta mejor, Travis —dijo, afligida, aunque agradecía tanto la compasión como el contacto físico—. Solo hace que sea más consciente de lo inútil que soy.

—Eso no es cierto. Para nada. Pero no podemos hacer milagros, por mucho que nos esforcemos. Solo podemos intentarlo. Puede que no ganemos, pero al menos no tiraremos la toalla. Seis de nosotros hemos conseguido escapar. Seis más de los que parecía al principio.

—¿Y qué les pasará a Brina, a Rosa y a Sauce, Travis? —Tilo tembló, no queriendo pensar en ello—. Las meterán en esos criotubos de los que nos hablaste, ¿verdad? Si no ahora, pronto. Y luego las llevarán al espacio, las condenarán a la esclavitud…

—No, Tilo. —Travis intentó consolarla.

—Puede que ni siquiera los mantengan juntos. Puede que despierten totalmente solos. Y todo porque no pude sujetarlos.

—No.

—Sí. Porque dejé que se soltaran. —El sufrimiento de Tilo la estaba destrozando—. Travis, no me sueltes nunca, ¿vale? Nunca.

—No lo haré —prometió. Y lo dijo en serio. Pero claro, eso también se lo había prometido a Simon.

—¿Qué crees que les habrá pasado a Simoncete y al resto? —dijo Richie, como si le hubiese leído la mente a Travis.

—Como si te importase —gruñó Mel sin levantarse—. No soportabas a Simon, Richie. En el colegio, abusabas de él día sí y día también.

Richie se puso colorado.

—Sí, pero… —Debería haberle dado una bofetada a Morticia por faltarle al respeto en público de esa manera, recordándoles a todos lo que había sido. Los demás lo miraron con asco, como si fuese un pedazo de mierda o algo parecido, como si no quisiesen tenerlo cerca. Por una vez, hasta Naughton.

—Es un poco tarde para hacerse la Madre Teresa, grandullón —se burló Mel—. Para empezar, eres del sexo opuesto.

—Cállate, Morticia. —Se puso en pie de golpe. No era un pedazo de mierda. No lo sería—. Cierra esa bocaza o… —Y no lo hizo a propósito, pero lanzó su mano derecha hacia ella, como si quisiese apuntarle con el dedo índice o algo por el estilo. Aún sostenía el subyugador.

—¿O qué? —Mel se incorporó hasta quedar sentada, enfrentándose a él—. ¿Vas a hacerles el trabajo a los cosechadores y dispararme? Qué bien. Eh, ¿y si tiro mi arma y pongo las manos en alto para ponértelo más fácil?

—Mel, no seas tonta —dijo Jessica de pronto, para desilusión de la chica morena.

—Jessie tiene razón —añadió Travis—. Nada de broncas. No creo que Richie quisiese…

—Eh, Naughton —replicó Richie—. No hace falta que me defiendas.

Y se marchó sin mediar palabra, enrabietado y con el ceño fruncido. ¿Por qué estaba saliendo todo mal? Pensaba que había hecho un buen papel durante la fuga. Había cogido un arma cuando podía haberse limitado a huir. Había contenido a los cosechadores junto a Naughton y ese niño pijo de Clive. Había ayudado. Y pensaba que lo mínimo que podían hacer los demás era mostrar un poco de agradecimiento, mostrar algo de gratitud hacia Richie Coker, algo de respeto. Había pensado que hasta Travis le daría las gracias. Pero, por algún motivo, las cosas no habían salido según lo previsto. Todas las buenas acciones de las últimas horas no conseguían compensar los últimos años de Richie Coker. Era culpa de Satchwell. Estuviese donde estuviese en aquel momento, el bueno de Simoncete se las estaba cobrando todas juntas.

Simon escuchó la alarma, por supuesto, pero no tenía ningún modo de saber qué estaba ocurriendo fuera de la celda… aunque seguramente fuese algo malo. Varios de sus compañeros empezaron a gemir o a llorar como mascotas asustadas por unos fuegos artificiales; el gordito de Digby se tapó las orejas. Simon no se hubiese sentido más abandonado ni aunque se encontrase solo en la celda.

¿Y si aquella incesante cacofonía no era una alarma, después de todo? ¿Y si era la señal que daba comienzo a la ejecución de los ocupantes de aquella celda, a la que los cosechadores habían condenado a Simon el día anterior? ¿Y si era eso? Simon no había dormido ni un minuto desde que apagaron las luces, no atreviéndose siquiera a cerrar los ojos por si los alienígenas escogían aquel momento para entrar en la celda con intención de ejecutarlo. Pero entonces no apareció ningún cosechador, como tampoco apareció en aquella ocasión. Quizá se habían pensado dos veces el destino de los fracasados. Pero el hecho de que no les hubiesen dado ni comida ni agua desde el procesamiento parecía indicar lo contrario.

Aún no estaban muertos. Simon tenía la certeza de que, si Travis estuviese con él, hubiese sacado alguna conclusión inspiradora de ello. Seguían vivos y mientras hay vida, hay esperanza, o algo parecido. Travis hubiese creído en aquella afirmación y hubiese actuado en consonancia, pero la vida de Simon había sido un poco diferente. Él nunca había tenido esperanza.

¿Y dónde estaba Travis? Debería estar de camino, al rescate. Lo había prometido…

Al cabo de un rato, la alarma cambió de tono y pasó a sonar con menos frecuencia. Después, se detuvo por completo. De algún modo, el silencio era peor que el ruido. Inspiraba terror y desesperación, y proyectaba sobre ellos la sombra de la muerte.

Simon se sentó con la espalda apoyada contra la pared, con las rodillas flexionadas y los brazos rodeándolas, agachando la cabeza, desconsolado. ¿Cuánto tiempo les quedaba? ¿Los matarían en grupo o uno a uno, mientras el resto miraba y esperaba su turno? Quizá los cosechadores fuesen tacaños y quisiesen ahorrar munición y comida matando de hambre a sus indeseados prisioneros.
En algunos casos
, pensó Simon con crudeza mientras miraba a las dos chicas delgadas,
no pasará mucho tiempo hasta que suceda.

Other books

THE 18TH FLOOR by Margie Church
Unforgettable Lover by Rosalie Redd
Say it Louder by Heidi Joy Tretheway
The Devil and Deep Space by Susan R. Matthews
Dirty by Debra Webb
Hell Bound by Alina Ray