La travesía del Explorador del Amanecer (22 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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—Mi lord —dijo Caspian a Drinian un día—, ¿qué ves allá adelante?

—Señor —respondió Drinian—, veo blancura. Por todo el horizonte de norte a sur, hasta donde pueden ver mis ojos.

—Eso es lo mismo que veo yo —dijo Caspian—, y no puedo imaginarme qué será.

—De estar en latitudes más altas, su Majestad —dijo Drinian—, diría que se trata de hielo. Pero no puede ser, no en este lugar. De todas formas, creo que es preferible poner a los hombres a los remos y que tratemos de frenar un poco el barco contra la corriente. ¡ Sea lo que fuere, no me gustaría estrellarme contra eso a esta velocidad!

Hicieron lo que decía Drinian y de ese modo siguieron avanzando cada vez más lento. La blancura no se hizo menos misteriosa a medida que se acercaban a ella. Si era tierra, debía ser una tierra sumamente extraña, ya que se veía tan suave como el agua y parecía estar exactamente al mismo nivel del mar. Cuando ya estuvieron muy cerca, Drinian dio un fuerte vuelco al timón e hizo girar el
Explorador del Amanecer
hacia el sur, de modo que quedó dando el costado a la corriente, y comenzaron a remar un poco en esa dirección, por el borde de la blancura. Mientras lo hacían, por casualidad descubrieron algo muy importante: la corriente medía cerca de ciento veinte metros de ancho, y el resto del mar estaba tranquilo como una taza de leche. Esta era una excelente noticia para la tripulación, que empezaba a pensar que un viaje de regreso a la isla de Ramandú, remando contra la corriente todo el camino, sería algo bastante poco deportivo. (Esto explicaba también por qué la pastora había desaparecido tan rápidamente a popa. No estaba en la corriente, ya que de haber estado, se habría movido al este a igual velocidad que el barco).

Pero aún nadie lograba descubrir qué era eso blanco. Entonces bajaron el bote y lo enviaron a investigar. Aquellos que permanecieron a bordo del barco pudieron ver cómo el bote se internaba entre la blancura. Luego oyeron las voces de los tripulantes del bote (se oía claramente a través del agua en calma) hablando en tono agudo y sorprendido. Después hubo una pausa mientras Rynelf sondeaba el fondo desde la proa del bote, y después, cuando el bote volvió parecía estar lleno de la cosa blanca en su interior. Todos se amontonaron en las barandas para oír las noticias.

—¡Nenúfares, su Majestad! —gritó Rynelf, parado en la proa del bote.

—¿Qué dijiste? —preguntó Caspian.

—Son lirios de agua en flor, su Majestad —dijo Rynelf—, igual que en un estanque en el jardín de su casa.

—Miren —gritó Lucía, que estaba en la popa del bote, y levantó sus brazos mojados llenos de pétalos blancos y hojas planas y tiesas.

—¿Qué profundidad tiene, Rynelf? —preguntó Drinian.

—Eso es lo curioso, Capitán —contestó Rynelf—, aún es profundo. Fácilmente, unas tres y medias brazas.

—No pueden ser nenúfares verdaderos; no lo que nosotros llamamos nenúfares —dijo Eustaquio.

Posiblemente no lo eran, pero eran muy semejantes a los lirios de agua. Y cuando, después de algunas consultas, el
Explorador del Amanecer
volvió a la corriente y comenzó a deslizarse hacia el este por el Lago de Lirios o el Mar de Plata (probaron ambos nombres, pero el que más gustó fue Mar de Plata, y así figura hoy en día en el mapa de Caspian), la parte más extraña del viaje comenzó. Muy pronto el mar abierto que dejaban atrás se transformó en una delgada línea azul en el horizonte occidental. La blancura jaspeada con tenues visos dorados se extendía alrededor del barco, menos a popa, donde, a su paso, el
Explorador del Amanecer
apartaba las flores y abría un sendero de agua que relucía como un oscuro espejo verde. Por su aspecto, este último mar era muy similar al Artico; y si los ojos de los navegantes no se hubieran ahora vuelto fuertes como los del águila, difícilmente habrían podido soportar la luz del sol en toda esa blancura, especialmente al amanecer, cuando el sol era tan inmenso. Y cada tarde esta misma blancura prolongaba más la luz del día. Parecía que los lirios no tuvieran fin. Día tras día, de estas millas y leguas de flores se desprendía un olor que a Lucía le costaba mucho describir: dulce... sí, pero en ningún caso pesado o abrumador; un aroma fresco, natural, melancólico, que parecía penetrar en el cerebro y hacerte sentir que eras capaz de subir una montaña corriendo o de luchar con un elefante. Lucía y Caspian se decían uno al otro “creo que no podré resistir esto por mucho tiempo más y, sin embargo, no quisiera que terminara”.

Sondeaban el fondo muy a menudo, pero fue sólo unos días más tarde que el agua se notó mucho menos profunda. A partir de entonces, continuó haciéndose cada vez más baja, hasta que llegó el día en que tuvieron que remar fuera de la corriente y tantear su travesía a paso de tortuga, siempre remando. Y muy pronto se hizo evidente que el
Explorador del Amanecer
no podría seguir navegando hacia el este. De hecho, se salvaron de encallar sólo gracias a una muy inteligente maniobra.

—Bajen el bote —gritó Caspian— y luego reúnan a los hombres en la popa. Quiero decirles algo.

—¿Qué irá a hacer? —susurró Eustaquio a Edmundo—. Hay algo muy raro en su mirada.

—Creo que a lo mejor todos tenemos esa mirada —dijo Edmundo.

Se reunieron con Caspian en la popa, y pronto todos los hombres se apiñaban al pie de la escalera para oír el discurso del rey.

—Amigos —comenzó Caspian—, ya hemos cumplido el objetivo de nuestro viaje. Hemos resuelto el misterio de los siete lores y, como sir Rípichip juró nunca más volver, cuando regresen a la isla de Ramandú, sin duda encontrarán despiertos a lord Revilian, a lord Argoz y a lord Mavramorn. A ti, lord Drinian, encargo este barco y te pido que navegues de vuelta a Narnia lo más rápido que puedas, y, sobre todo, que no desembarquen en la Isla de Aguas de Muerte. Di a mi regente, el Enano Trumpkin, que dé a todos mis compañeros de barco la recompensa que les prometí. Se la tienen bien merecida. Y si yo no regreso, es mi voluntad que el Regente, y el maestro Cornelio, el tejón Cazatrufas y Lord Drinian, elijan un rey para Narnia, con el consentimiento...

—Pero, suMajestad —interrumpió Drinian—, ¿está usted abdicando?

—Yo iré con Rípichip a ver el Fin del Mundo —contestó Caspian.

Se oyó un murmullo de desaliento entre los marineros.

—Tomaremos el bote —dijo Caspian—. Ustedes no lo necesitarán en estos mares tranquilos y al llegar a la isla de Ramandú deberán construir uno. Y ahora...

—Caspian —dijo de súbito Edmundo, en tono severo—. No puedes hacer eso.

—Por supuesto que no —dijo Rípichip—. Su Majestad no puede hacer eso.

—Por cierto que no —dijo Drinian.

—¿No puedo? —preguntó Caspian con aspereza, asemejándose bastante, por un instante, a su tío Miraz.

—Le ruego me perdone, su Majestad —dijo Rynelf desde la cubierta de abajo—, pero si alguno de nosotros hiciese tal cosa, se le llamaría desertor.

—Presumes demasiado por tus años de servicio, Rynelf —repuso Caspian.

—No, Señor. El tiene razón —dijo Drinian.

—¡Por la Melena de Aslan! —exclamó Caspian—.

Pensaba que todos ustedes eran mis súbditos, no mis maestros.

—Yo no lo soy —dijo Edmundo—, y te digo que
no
puedes hacerlo.

—¿Que no puedo? ¿Otra vez? —dijo Caspian—. ¿Qué quieres decir?

—Si su Majestad lo prefiere, diremos que no
debería
—dijo Rípichip, con una profunda reverencia—. Eres el Rey de Narnia. Si no regresas, faltarás a tu palabra ante todos tus súbditos, especialmente Trumpkin. No te entretendrás en aventuras como si fueras un particular. Y si su Majestadno escucha razones, será el deber de lealtad de todosabordo apoyarme para desarmarlo y atarlo, hasta que recupere la cordura.

—Así es —dijo Edmundo—. Como lo hicieron con Ulises cuando quiso acercarse a las sirenas.

La mano de Caspian se había apoyado en la empuñadura de su espada, cuando Lucía añadió:

—Y le prometiste a la hija de Ramandú que volverías.

Caspian se detuvo.

—Bueno, así fue —dijo.

Permaneció indeciso un momento, y luego gritó dirigiéndose a todo el barco en general:

—Está bien, ustedes ganan. La búsqueda ha terminado. Todos volvemos. Suban el bote.

—Señor —dijo Rípichip—. No
todos
volveremos. Yo, como le dije antes...

—¡Silencio! —rugió Caspian—. Ya me han dado lecciones, pero no me dejaré convencer. ¿Nadie callará a ese Ratón?

—Su Majestad prometió —continuó Rípichip— ser bueno con todos los Animales que Hablan de Narnia.

—Con los Animales que Hablan, sí —dijo Caspian—, pero no dije nada de los animales que no paran nunca de hablar.

Luego se tiró escalera abajo de pésimo humor y se encerró en su cabina dando un portazo.

Pero cuando los demás fueron a reunirse con él un poco más tarde, lo encontraron muy cambiado: estaba pálido y tenía lágrimas en los ojos.

—Es inútil —les dijo—. Podría haberme portado en forma decente, en vez de actuar con mal humor y fanfarronería. Aslan habló conmigo. No..., no quiero decir que haya estado realmente aquí. En primer lugar, no habría cabido en la cabina. Pero esa cabeza de león dorada que hay en la pared, cobró vida y me habló. Fue terrible..., sus ojos. No es que haya sido en lo más mínimo rudo conmigo..., sólo un poquito severo al principio. Pero igual fue terrible. Y me dijo..., dijo... ¡No puedo soportarlo! Dijo lo peor que podría haberme dicho. Tienes que partir Ríp... y también Edmundo, Lucía y Eustaquio; y yo debo regresar. Solo. Y de inmediato. ¿De qué sirve
todo esto?

—Querido Caspian —dijo Lucía—. Tú sabias que tarde o temprano tendríamos que volver a nuestro mundo.

—Sí —dijo Caspian con un sollozo—, pero no
tan
temprano.

—Te sentirás mejor cuando hayas vuelto a la isla de Ramandú —afirmó Lucía.

Poco después se animó algo, pero aquella fue una despedida muy dolorosa para ambas partes, y no voy a insistir en este punto. Alrededor de las dos de la tarde, bien provisto de víveres y agua (aunque pensaban que no necesitarían ni comida, ni bebida), y con la barquilla de Rípichip a bordo, el bote dejó atrás al
Explorador del Amanecer,
y se internó en la interminable alfombra de lirios. El
Explorador del Amanecer
desplegó todas sus banderas y escudos para honrar su partida. Alto, imponente e íntimo se veía desde la posición de ellos, abajo, rodeados de lirios. Y, aun antes de perderlo de vista, vieron que daba vuelta y que los marineros comenzaban a remar lentamente rumbo al oeste. A pesar de que derramó algunas lágrimas, Lucía no estaba tan triste como era de esperar. La luz, el silencio, el aroma estremecedor del Mar de Plata y aun (de alguna manera rara) la misma soledad, eran demasiado emocionantes.

No tenían necesidad de remar, ya que la corriente los arrastraba continuamente hacia el este. Nadie durmió ni comió. Toda esa noche y el día siguiente se deslizaron hacia el este y, cuando amaneció al tercer día, con una luminosidad que ni ustedes ni yo podríamos soportar ni aunque estuviésemos con anteojos oscuros, vieron algo maravilloso frente a ellos. Parecía como si un muro se irguiera entre ellos y el cielo, un muro gris verdoso, tembloroso, reluciente. Entonces salió el sol y lo vieron asomar a través del muro, que tomó los maravillosos colores del arco iris. Después se dieron cuenta de que el muro, en realidad, era una grande, una inmensa ola, una ola sin fin, fija en el mismo lugar, como casi siempre ves al filo de una catarata. Parecía medir cien metros de alto, y la corriente veloz los arrastraba hacia ella. Seguramente pensarás que temieron algún peligro. Pero no fue así, y no creo que nadie en su lugar temiera nada, pues en ese instante vieron algo no sólo al otro lado de la ola, sino detrás del sol. Ellos ni siquiera podrían haber visto el sol si sus ojos no se hubieran fortalecido con el agua del Ultimo Mar. Pero ahora podían mirar el sol naciente y verlo claramente, y ver cosas más allá de él. Lo que vieron (más allá del sol, al este) fue una cadena de montañas. Eran tan altas, que no sé si alcanzaban a divisar sus cumbres, o lo olvidaron. Nadie recuerda haber visto cielo en esa dirección. Y las montañas deben haber estado realmente fuera del mundo. Porque cualquier montaña que tenga un cuarto de un vigésimo de esa altura, tendría que haber tenido hielo y nieve en sus cumbres. Sin embargo, éstas eran cálidas y verdes, cubiertas de bosques y cataratas hasta las alturas. De pronto sintieron una brisa que venía del este, que revolvió la cresta de la ola formando figuras de espuma, y encrespó el agua tranquila a su alrededor. Duró sólo un segundo, pero ninguno de esos tres niños podrá olvidar jamás lo que les trajo en ese segundo. Les trajo un aroma y un sonido, un sonido musical. Edmundo y Eustaquio nunca hablaron de esto después. Lucía sólo pudo decir:

—Era de partir el corazón.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Era muy triste?

—¿Triste? ¡Oh, no! —dijo Lucía.

Ninguno en aquel bote dudó de que estaba mirando más allá del Fin del Mundo, hacia el país de Aslan.

En ese momento, con un crujido, el bote encalló. El agua era demasiado baja, incluso para el bote.

—Aquí —dijo Rípichip— es donde yo sigo solo.

Ni siquiera trataron de detenerlo, ya que todo parecía estar predestinado, o haber ocurrido antes. Lo ayudaron a bajar su pequeña barquilla; él se sacó su espada (—No la volveré a necesitar —dijo) y la arrojó lejos sobre el mar de lirios y, donde cayó, quedó parada con la empuñadura por encima de la superficie. Luego dijo adiós a todos, tratando de sentir tristeza por ellos; pero la verdad es que se estremecía de felicidad. Lucía, por primera y última vez en su vida, hizo lo que siempre había deseado: lo tomó en sus brazos y lo acarició. Luego Rípichip se subió apresuradamente a su barquilla, tomó su remo, y la corriente lo envolvió y se lo llevó. Se veía muy negro en medio de los lirios. Pero no crecían lirios sobre la ola; era una cuesta suave y verde. La barquilla iba cada vez más rápido y finalmente subió por el lado de la ola en una forma maravillosa. Por una fracción de segundo vieron su silueta y la de Rípichip en la cumbre. Luego se desvaneció, y desde entonces nadie puede afirmar que haya visto verdaderamente a Rípichip, el Ratón. Pero yo creo que llegó sano y salvo al país de Aslan, y que sigue viviendo allí hasta el día de hoy.

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