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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

La última batalla (31 page)

BOOK: La última batalla
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Altaír frunció el ceño y meneó la cabeza.

—No digas nada más. Ese camino solo conduce al mal.

Loba gruñó.

—Dímelo. No me importa a dónde conduzca.
Debo
llevar a Martin hasta Sirio.

Canopo cerró los ojos, pareció rezar y luego habló.

—Temo que haya ido a consultar a Ojo-Blanco-ikthya, el profeta del Wyrm.

Loba silbó. Altaír bajó la cabeza, avergonzado.

—No vayas, Loba. Temo que hayamos perdido a Estrellaoscura.

Loba se agitó frustrada, con los ojos cerrados con fuerza y maldijo su suerte. Cuando volvió a abrir los ojos para mirar a los Contemplaestrellas, eran espejos de una fría resolución.

—Nos vamos a Nuevo México. Si Sirio está metido en problemas, le ayudaremos. Si le hemos perdido, le mataremos.

Canopo asintió y la miró con aflicción.

—Entonces sigue este camino cuando se desvíe a la izquierda. Es el camino que cogió Sirio cuando le vimos por última vez.

Loba asintió y pasó su brazo alrededor de Martin. Él permanecía inmóvil, con la frente arrugada por la preocupación.

—Gracias. Siento mi impaciencia. He esperado tanto tiempo…

Hermana-Luna dio un paso adelante y abrazó a Loba.

—Lo sabemos. No creas que los tótems no conocen tus sacrificios. —Soltó a Loba y se dio media vuelta para bajar por el camino.

Altaír asintió y la siguió, como hicieron los demás. Bajaron por el camino y cogieron el desvío a la derecha cuando el camino se desdobló, subiendo hacia la inmensidad del espacio.

Loba cogió la mano de Martin con fuerza.

—Vamos. Nosotros cogemos el desvío de la izquierda.

Martin asintió, todavía en silencio y siguió a Loba por el camino de luna sin quejarse.

La gigantesca hoguera arrojaba sombras frenéticas por la colina. Los Garou Uktena bailaban alrededor del fuego, llamando a los espíritus, reuniendo un ejército al otro lado de la Celosía. La guardiana del portal, una anciana Navajo, cantaba una antigua canción en la lengua Garou. Hablaba de un camino que recorría la Umbra hacia el Norte, hasta donde vivía el Hermano Pequeño. Era una oración que pedía el permiso de los espíritus que vigilaban el camino, para que dejaran que el Hermano Mayor lo recorriera una vez más para reunirse con el Hermano Pequeño.

Loba levantó las orejas y le hizo un gesto a Martin para que escuchara. Se escondieron detrás de un afloramiento de piedra en el desierto de Nuevo México, lo suficientemente cerca para ver y oír, pero justo en la parte de fuera de la fortaleza, donde los guardias no vigilarían. Los Uktena estaban tan concentrados en los preparativos de su grupo de guerra, que no parecían preocuparse por la defensa del túmulo. Loba sintió una punzada de miedo cuando se dio cuenta de que estaban abandonando su túmulo.

Mientras miraban, los Garou cruzaron la barrera entre los mundos y desaparecieron en pequeños grupos, hasta que solo quedó la guardiana del portal. Se quedó callada y se sentó muy quieta durante un rato, en el desierto silencioso y luego ella también saltó al otro lado y se marchó.

Loba se levantó y entró en el túmulo vacío. Martin la siguió cautelosamente. Desde que se habían encontrado con el clan de las Estrellas, había estado callado y tranquilo, como si la preocupación de ellos hubiese dominado la rabia de Martin.

—Esto es increíble —dijo Loba, mientras miraba el campamento, iluminado por la hoguera, que seguía ardiendo—. Todo este camino y ninguna señal de Sirio.

—Lo siento, tía Loba —dijo Martin, con un deje de angustia en la voz.

Loba se volvió hacia él.

—No hay nada por lo que sentirlo. Eran unos mezquinos y unos ignorantes.

—Pero si yo no hubiese venido, habrían hablado contigo y habrían respondido tus preguntas acerca de Sirio, en lugar de atacarnos. —Martin le pegó una patada a una piedra y la arrojó a la hoguera—. No soy bueno.

—¡Eso no es verdad! —gruñó Loba—. La gente ha difundido mentiras sobre ti por despecho. Los Uktena prefirieron creer esas mentiras antes que los hechos de sus juicios o mi propia promesa de honradez. Además, interrumpimos algún tipo de ritual de enterramiento. Debemos de haber roto un tabú espiritual de alguna clase.

Martin no dijo nada. Se sentó y miró fijamente la hoguera, con los codos clavados en las rodillas y la barbilla en la palma de las manos.

Habían acampado solos en el desierto durante dos días y habían esquivado a las patrullas Uktena que los habían buscado. Solo el hecho de que los Uktena estaban distraídos por los preparativos de su marcha les había permitido evitar a los cazadores en su tierra natal. Los extraños rituales de enterramiento que habían llevado a cabo para el jefe muerto, ritos que Loba y Martin habían interrumpido mientras el cuerpo del viejo Garou se consumía en aquellas llamas de extraños colores, parecían ser la última obligación que los Uktena le debían al túmulo.

Loba detectó un débil olor en la ligera brisa, casi oculto por el olor a quemado de la hoguera. Caminó hacia la caverna cercana que marcaba la entrada al centro del túmulo. Una figura yacía en la cueva, inmóvil. Parecía ser un lobo.

Loba avanzó lentamente, olisqueando y mirando la figura. Olía a sangre y enfermedad, pero no a la putrefacción de la muerte. El animal seguía vivo. Loba gruñó un desafío y vio que la figura se movía como si se despertase de un sueño. El lobo gimoteó y se arrastró hacia delante, dejando al descubierto unas enormes heridas por todo su cuerpo.

Loba contuvo un sollozo y saltó a su lado, al tiempo que le agarraba para evitar que sus horrendas heridas se abriesen al moverse.

—¡Sirio!

Sirio Estrellaoscura tosió sangre al intentar hablar.

—Loba… Oj… Ojo-Blanco… él lo
sabía
.

—¡Ojo-Blanco es el mal! —dijo Loba, sollozando—. ¿Por qué, Sirio? ¿Por qué acudiste a él?

Sirio meneó la cabeza débilmente.

—No. Ojo-Blanco Uktena. Siempre Uktena. Murió con honor. Mató al Trueno del Wyrm. —Tosió sangre—. Intenté luchar. Demasiadas heridas. Les prohibí que me esperasen. Sabía que vendrías. Ojo-Blanco conocía la sombra…

Los ojos de Sirio se dirigieron al claro y se detuvieron cuando vieron a Martin. Loba volvió a mirar al chico y frunció el ceño. Martin estaba completamente inmóvil, como si estuviera paralizado por el miedo y miraba a Sirio con una expresión extraña. Loba volvió a bajar la mirada hacia Sirio.

—¿Qué pasó?


Ella
está en él —gruñó Sirio.

Loba frunció el ceño, no muy segura de si había entendido lo que había dicho él.

—¿Quién?

Sirio ladró cuando una zarpa le golpeó en la garganta. La sangre de sus arterias se esparció sobre Loba; ella apenas se dio cuenta. Ya estaba en su forma de batalla, dándose media vuelta para destripar a quien había atacado a Sirio. Se quedó de piedra antes de dar el golpe, horrorizada.

Martin estaba justo delante de ella, jadeando en su forma de batalla; la sangre de Sirio le goteaba de la zarpa.

Sirio gruñó algo en tono bajo y débil.

—La reina de la Sombra…

Loba miró fijamente a Martin. Su cara estaba atormentada por las emociones en conflicto; la preocupación y la rabia luchaban por el dominio. Ganó la rabia. Martin dio un paso atrás, sonriendo, al tiempo que enseñaba los dientes y levantaba las zarpas.

Loba se encorvó, gruñendo.

—¿Quién eres?

Martin se rió, pero no era su voz. Sonaba más femenina, más vieja.

—Soy la cosa contra la que siempre has luchado.

—¡Eres una pesadilla! —gritó Loba, mientras avanzaba. Martin dio un paso atrás, apartándose de ella—. ¡Sal del cuerpo del muchacho o te despedazaré!

—Él y yo somos uno. Sus padres estaban malditos, eran marionetas de la Séptima Generación, tu peor enemigo. Su cuerpo es la culminación de generaciones de traidores. Es mi anfitrión.

El cuerpo de Loba empezó a desvanecerse a medida que entraba en la Umbra, desde donde podría atacar al espíritu posesivo. Martin gruñó y apartó la Celosía como si fuera una cortina y llegó al mundo espiritual justo cuando Loba saltaba.

Ella le miró fijamente, sorprendida. Martin no había demostrado nunca antes un control espiritual así. Le observó, buscando señales del espíritu que le había poseído, pero no vio ninguna. Volvió a gruñir.

—No me encontrarás. Estoy enrollada en lo más hondo. Como dije antes, el chico y yo somos uno. Ya estaba entrelazada con él antes de que saliera del útero.
Yo
soy la razón de su pureza. Esculpí su cuerpo hasta la perfección, ocultando el agujero de su alma donde duermo.

—¡Martin! —gritó Loba—. ¡Escúchame! ¡Tienes que plantarle cara! ¡Échala!

Martin se rió, con el cacareo de una anciana.

—No puede oírte. Cuando yo estoy despierta, él duerme. Cuando él está despierto yo vigilo. Tú abriste tu pecho y le dejaste entrar y le salvaste de aquellos Garou que sospechaban la verdad sobre mí. Irónico, ¿no?

—Le mataré si tengo que hacerlo —dijo Loba, mientras se acercaba lentamente a Martin, encorvada—. Para llegar hasta ti.

Martin frunció el ceño y gruñó.

—El chico tiene un don que yo no le di. Un legado de sus genes Garou. ¡Serán tu muerte! —Martin aulló y dio un salto hacia delante; sus garras rajaron el brazo izquierdo de Loba y lo cortaron del todo. Su velocidad dejó a Loba asombrada.

Loba gritó de rabia. Su furia pura por la repentina herida le golpeó en su resolución, e intentó tomar el control. Se apretó el muñón y dio un salto atrás, enseñando los dientes y utilizando el dolor para controlar la rabia.

Sin duda, Martin estaba completamente fuera de control, consumido por su propia rabia. Loba no podía permitirse sucumbir.

Martin la husmeó y volvió a cargar, moviéndose más rápido de lo que ella creía posible. Se apartó del camino por los pelos y le golpeó cuando pasó a su lado.

Él giró y cayó sobre Loba; con las zarpas traseras le arrancó los muslos y le clavó las delanteras en los hombros.

Loba gritó de dolor y cerró los ojos, concentrándose en sus conocimientos de halcón. Abrió los ojos y habló con voz profunda.

—Quédate quieto.

Martin la soltó de inmediato y se quedó con la boca abierta; la miró cautelosamente, pero no se movió más.

Loba se alejó cojeando, dejando un rastro de sangre. Necesitaba un Theurge, alguien experto en controlar a los espíritus. Si la reina de la Sombra había dicho la verdad, podría no ser posible sacarla fuera de Martin. Podrían tener que morir los dos para salvar el espíritu de Martin.

Miró de soslayo a un repentino brillo rojo. La Estrella Roja se abrió paso a través de las nubes de la Penumbra y pintó el desierto de rojo. Cuando su luz llegó a Martin, se deshizo del hechizo de Loba y volvió a saltar hacia delante; una de sus garras le abrió la garganta de un solo tajo.

Loba se tambaleó y cayó, respirando pesadamente mientras se le iban las fuerzas. Aulló de dolor.

Martin vaciló y parpadeó. La vio mientras se agarraba la garganta, intentando detener la pérdida de sangre. Sus ojos se suavizaron y se arrodilló.

—¡Tía Loba! —gritó Martin con su propia voz—. ¿Qué ha pasado? ¡No te mueras!

Loba miró con sorpresa al chico mientras se derrumbaba, incapaz de seguir sentada. La sangre le salía a borbotones y se mezclaba con la tierra de la Umbra.

Martin echó a correr y la meció, balanceándose.

—¡No! ¡Sirio! ¡Tú le has hecho esto!

Loba meneó la cabeza, intentando desmentir aquella acusación, intentado hablar. Solo le salió aire. Sus ojos pestañearon y se cerraron. Su cuerpo quedó inerte.

—¡Nooo! —gritó Martin, al tiempo que se levantaba de un salto y corría por el claro, intentando detectar algún olor del enemigo que la había matado. Solo identificó el olor de Loba y el de él mismo. Sirio era sutil, capaz de ocultar su olor.

Husmeó en círculos cada vez más amplios. Frustrado, cruzó la Celosía y husmeó en el mundo físico; esta vez detectó la pista de Sirio, que le condujo hacia la caverna. El lobo yacía muerto.

Martin se sentó, confuso. Si Sirio estaba muerto, ¿quién le había matado? ¿El mismo ser que había asesinado a Loba?

Rompió a llorar, con unos sollozos que retumbaron por la cueva y por el desierto. No había nadie que pudiera escucharlos.

Martin dio unos golpecitos a la tierra de la tumba con una pala que había encontrado en la caverna. Inclinó la cabeza y rezó por el espíritu de tía Loba. Arrojó la pala y se alejó, hacia el fuego.

Cambió a la forma de lobo y cruzó al otro lado. Allí, estirándose hacia el Norte, estaba el camino de luna que la mujer Navajo había mencionado en su canción. Todavía no se había desvanecido. Echó a correr, dirigiéndose hacia el Norte para unirse al ejército del rey Albrecht.

Capítulo diecisiete:
La jaula

Antonine Lágrima caminaba a cuatro patas sin hacer ruido, al lado del camino de color verde brillante y no sobre él. No podía arriesgarse a que Zhyzhak viese su silueta. La Danzante de la Espiral Negra estaba muy por delante de él; desde su encuentro con el guarda del Octavo Círculo se había hecho más cauta y cuidadosa. Antonine tuvo que quedarse muy por detrás de ella, aunque eso supusiera arriesgase a perderla de vista algunas veces.

La niebla que se hinchaba a su alrededor y que pasaba entre él y Zhyzhak, podía haberle hecho perder la pista, haciendo que tuviera que coger uno de los muchos caminos falsos que se separaban de la senda principal. Pero Antonine conocía el saber especial de su tribu, que les habían enseñado los espíritus del viento. Le permitía ver a través de sustancias e ilusiones próximas, para percibir algo como lo que realmente era. Brumas, niebla e incluso la oscuridad no eran ningún obstáculo para su vista.

Había vigilado cuando Zhyzhak se paraba de vez en cuando, para recuperar el aliento y descansar. La marcha estaba haciendo mella en ella. Pocos eran los que habían llegado hasta allí y se decía que solo dos habían pasado la prueba del siguiente círculo, aunque Antonine creía que en realidad la habían fallado.

Zhyzhak miraba de vez en cuando a su alrededor y chillaba al vacío. A Antonine le llevó un rato darse cuenta de que estaba interactuando con formas y sonidos que él no podía ver, cosas que en realidad no estaban allí. Las tretas del Laberinto estaban empezando a funcionar en ella.

Antonine supo, con una sensación de miedo, que ahora estaba más allá de los límites del espacio y el tiempo. Él y Zhyzhak recorrían un reino de un poder antiguo y primordial, uno que carecía de cualquier forma o sustancia literal; allí, todo era una pura metáfora. Zhyzhak veía formas y escuchaba sonidos porque se esperaba verlos y oírlos. No podía imaginarse un lugar sin esas sustancias, un lugar de una abstracción pura.

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