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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (18 page)

BOOK: La vidente
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—¿Su familia acoge a niños y a adolescentes?

—Nuestra hija tiene diecinueve, así que… llevamos unos cuantos años haciéndolo.

—¿Cuánto tiempo suelen quedarse los niños?

—Depende… y pueden irse y regresar de nuevo —responde ella volviéndose otra vez hacia Joona—. Muchos vienen de hogares muy desestructurados.

—¿Es difícil?

—No, no lo es… Claro que hay conflictos, pero en realidad basta con ser claro con los límites.

Uno de los niños da una patada voladora hacia el centro de la piscina y aterriza con un ruidoso chapoteo. El otro da unos cuantos golpes rectos al aire y luego le sigue los pasos al otro con una voltereta.

—Pero Vicky apenas se quedó unas semanas —dice Joona mirando a la mujer, que evita su mirada y se rasca el antebrazo.

—Tenemos dos niños —dice con voz débil—. Llevan dos años aquí…, son hermanos…, esperábamos que pudiera funcionar con Vicky, pero lamentablemente tuvimos que interrumpir la acogida.

—¿Qué pasó?

—Nada…, o sea, quiero decir… No fue culpa suya, no fue culpa de nadie, simplemente fue demasiado, somos una familia normal y no dábamos abasto, nada más.

—Pero Vicky… ¿les resultaba incómoda, era difícil de manejar?

—No —responde susurrando—. Pero…

Se queda callada.

—¿Qué iba a decir? ¿Qué pasó?

—Nada.

—Tienen experiencia —dice Joona—. ¿Cómo pudieron rendirse al cabo de sólo unas semanas?

—Las cosas van como van.

—Pero creo que algo pasó —dice Joona muy serio.

—No, sólo nos resultó demasiado pesado.

—Pero creo que algo pasó —repite con el mismo tono suave.

—¿Qué quiere decir? —pregunta ella ruborizada.

—Explíqueme qué ocurrió, por favor.

A la mujer se le enrojecen las mejillas. El rubor baja por su piel rugosa desde el cuello hacia el pecho.

—Tuvimos una visita —susurra con los ojos caídos.

—¿De quién?

La mujer niega con la cabeza. Joona le alarga una libretita y un bolígrafo. Las lágrimas empiezan a brotar en los ojos de la mujer. Ella lo mira, coge la libreta y el bolígrafo y escribe algo.

54

Joona lleva tres horas conduciendo cuando llega al número 35 de la calle Skrakegatan, en Bengtsfors. Las lágrimas de la mujer mojaron el papel cuando le escribió la dirección en el bloc de notas. Joona había tenido que quitárselo de las manos y cuando intentó persuadirla para que le contara algo más, la mujer se limitó a negar con la cabeza, salió corriendo de la cocina y se encerró en el baño.

Avanza despacio entre las hileras de casas adosadas de ladrillo rojo hasta una pequeña glorieta con garajes. El número 35 es la última casa. El viento ha volcado los muebles de plástico blanco del jardín, que yacen inmóviles sobre el césped descuidado. El buzón está repleto de propaganda de pizzerías, los almacenes Coop y la cadena de supermercados Ica Kvantum.

Joona se baja del coche, pisa la hierba que rodea la verja del jardín y continúa por el pasillo de adoquines que lleva a la casa.

Junto a la puerta hay un felpudo con las palabras LLAVES, CARTERA, MÓVIL. Las ventanas están tapadas por dentro con bolsas negras de basura. Joona llama al timbre. Un perro empieza a ladrar y al cabo de un momento alguien lo mira por la mirilla. Dos cerraduras traquetean suavemente y luego la puerta se abre hasta donde le permite la cadena de seguridad. Joona puede percibir el olor a vino tinto, pero no consigue ver a la persona que está en el oscuro recibidor.

—¿Puedo entrar un momento?

—No quiere verte —responde un chico con voz grave y afónica.

El perro jadea y se oye el chasquido de los eslabones del collar de ahogo a medida que se estrecha.

—Pero tengo que hablar con ella.

—¡No compramos nada! —grita una mujer desde otra habitación.

—Soy policía —dice Joona.

Se oyen pasos dentro de la casa.

—¿Está solo? —pregunta la mujer.

—Creo que sí —susurra el chico.

—¿Sujetas a
Zombie
?

—¿Vas a abrir? ¿Mamá? —pregunta angustiado.

La mujer se acerca a la puerta.

—¿Qué quiere?

—¿Sabe algo de una chica que se llama Vicky Bennet?

Las uñas del perro resbalan sobre el suelo. La mujer cierra la puerta y luego Joona oye que le grita algo al chico. Al cabo de un rato la puerta vuelve a abrirse y queda entornada. La mujer ha quitado la cadena. Joona empuja y entra en el recibidor. La mujer le está dando la espalda. Lleva medias de color salmón y una camiseta blanca. El pelo rubio le cuelga por debajo de los hombros. Cuando Joona cierra la puerta todo queda tan oscuro que tiene que quedarse quieto un momento. No hay ni una sola lámpara encendida.

La mujer echa a andar. El sol da directamente en las ventanas tapadas. Los agujeritos y las rascadas en el plástico brillan como estrellas. Una penumbra gris inunda la cocina. En la mesa hay un brick de vino y debajo se puede ver un gran charco que se ha formado en el suelo de linóleo marrón. Cuando Joona entra en el oscuro salón la mujer ya está sentada en un sofá de tela vaquera. Hay cortinas de color lila que llegan hasta el suelo y detrás de ellas se pueden vislumbrar las bolsas de basura que tapan los cristales. Aun así, un haz de luz se cuela por debajo de la puerta que da al porche y le ilumina la mano a la mujer. Joona puede ver que se ha hecho la manicura y que tiene las uñas pintadas de rojo.

—Siéntese —dice ella tranquilamente.

—Gracias.

Joona se sienta justo enfrente, en un ostentoso reposapiés. Cuando los ojos se le acostumbran a la falta de luz se da cuenta de que a la mujer le pasa algo en la cara.

—¿Qué quiere saber?

—Fue a ver a la familia Arnander-Johansson.

—Sí.

—¿Con qué motivo?

—Fui a advertirles.

—¿De qué?

—¡Tompa! —grita la mujer—. ¡Tompa!

Una puerta se abre dentro de la casa y se oyen unos pasos lentos. Joona no consigue ver al chico en la oscuridad, pero puede percibir su presencia e intuir su silueta delante de la librería. El chico entra unos pasos en el salón.

—Enciende la lámpara del techo.

—Pero mamá…

—¡Tú hazlo!

El chico aprieta el interruptor y una gran bola de papel de arroz ilumina toda la estancia. El chico alto y flaco está de pie bajo el chorro de luz con la cabeza gacha. Joona lo observa. Su cara parece haber sido mordida por un perro de pelea y no haberse curado debidamente. La ausencia del labio inferior deja a la vista toda la hilera de dientes. La barbilla y la mejilla derecha están escarbadas y tienen un color carne rojizo. Un surco profundo le nace en la raíz del pelo y le cruza toda la frente y la ceja. Cuando Joona se vuelve hacia la mujer ve que su cara está aún más desfigurada. Aun así, ella le sonríe. Le falta el ojo derecho, tiene grandes muescas en la cara y el cuello, por lo menos diez cortes. La otra ceja le cuelga por encima del ojo y tiene la boca cortada en varias secciones.

—Vicky se enfadó con nosotros —dice la mujer, y la sonrisa se le borra del rostro.

—¿Qué pasó?

—Nos cortó con una botella rota. Nunca pensé que una persona pudiera enfadarse tanto. No paraba. Me desmayé y cuando desperté sólo sentía los tajos del cristal, los golpes, los trozos que se rompían dentro de mí, y comprendí que me había quedado sin cara.

55

El ayuntamiento de Sundsvall llegó a un trato con el consorcio de salud Orre y tuvo que pagar una fuerte suma para resolver la situación. Las chicas del Centro Birgitta fueron trasladadas del hotel Ibis al pequeño pueblo de Hårte de forma provisional.

Hårte es una pequeña localidad pesquera sin iglesia. Allí la escuela cerró sus puertas hace casi doscientos años, la mina de hierro quedó abandonada y el súper dejó de funcionar cuando los dueños se hicieron mayores. Pero en verano el pueblo resucita gracias a las playas, blancas como la harina, de la costa de Jungfrukusten.

Las seis chicas van a pasar unos meses en el antiguo colmado, una casa espaciosa con un gran porche acristalado, situada justo donde el camino de entrada al pueblo se bifurca como una lengua de serpiente.

Las chicas acaban de cenar. Algunas han alargado la sobremesa y están contemplando el mar azul. En el gran salón colindante al comedor está Solveig Sundström, del centro de acogida de Sävsta, haciendo ganchillo frente al crepitante fuego de la chimenea.

Desde el salón sale un pasillo frío que lleva hasta una pequeña cocina, donde hay un vigilante que controla el recibidor y la puerta y que, desde donde está, también puede mirar por la ventana para vigilar el césped y un trozo del camino.

Lu Chu y Nina buscan patatas fritas en la despensa, pero se tienen que conformar con un paquete de Frosties.

—¿Qué harás cuando venga el asesino? —pregunta Lu Chu.

El vigilante hace un gesto rápido con la mano sobre la mesa y luego el hombre la mira sonriéndole sin alegría.

—Podéis estar tranquilas.

Ronda los cincuenta, tiene la cabeza rapada y lleva barba tupida desde el labio inferior hasta la punta de la barbilla. Los músculos asoman por debajo del jersey azul marino con el emblema de la compañía.

Lu Chu no responde, lo mira fijamente mientras se mete un puñado de copos en la boca y mastica haciendo ruido. Nina está hurgando en la nevera y saca un paquete de jamón ahumado y un tarro de mostaza.

En la otra punta de la casa, alrededor de la mesa del porche acristalado, están Caroline, Indie, Tuula y Almira jugando a cartas.

—¿Tienes alguna jota? —dice Indie.

—No, busca en el pozo —responde Almira.

Indie roba una carta y la mira satisfecha.

—Ted Bundy era un auténtico carnicero —dice Tuula en voz baja.

—Dios, qué boca tienes —suspira Caroline.

—Iba de cuarto en cuarto apaleando a las chicas como si fueran crías de foca. Primero Lisa y Margaret y luego…

—Cierra el pico —se ríe Almira.

Tuula sonríe y Caroline no puede reprimir un escalofrío.

—¿Qué coño hace aquí la tía esa? —pregunta Indie en voz alta.

La mujer que está delante del fuego levanta la cabeza y luego continúa con su ganchillo.

—¿Jugamos o qué? —pregunta Tuula impaciente.

—¿A quién le toca?

—A mí —dice Indie.

—Joder, qué tramposa —sonríe Caroline.

—El teléfono está muerto —dice Almira—. Lo tenía cargando en la habitación y ahora…

—¿Quieres que le eche un vistazo? —pregunta Indie.

Le quita la tapa de atrás, saca la batería y la vuelve a poner, pero tampoco se enciende.

—Qué raro —murmura.

—Da igual —dice Almira.

Indie vuelve a quitar la batería.

—¡Como que falta la tarjeta sim!

—Tuula —dice Almira en tono severo—. ¿Has cogido mi tarjeta?

—No sé —responde enfurruñada la chica.

—La necesito, ¿te enteras?

La mujer ha soltado la labor de ganchillo y entra en el comedor.

—¿Qué ocurre? —pregunta.

—Nos las arreglamos solas —responde Caroline con calma.

Tuula aprieta los labios con cara de pena.

—Yo no he cogido nada —lloriquea.

—Mi tarjeta del teléfono no está —dice Almira alzando la voz.

—Eso no quiere decir que ella la haya cogido —dice indignada la mujer.

—Almira dice que me va a pegar —se queja Tuula.

—No toleraré ni el menor indicio de violencia —advierte la mujer y luego vuelve a sentarse para seguir con su ganchillo.

—Tuula —dice Almira un poco más tranquila—. De verdad que necesito llamar.

—Creo que lo tienes difícil —sonríe Tuula.

El bosque del otro lado de la bahía se vuelve negro por momentos y luego el cielo oscurece mientras el agua todavía reluce, como el plomo fundido.

—La policía cree que fue Vicky quien se cargó a Miranda —dice Caroline.

—Qué lerdos —masculla Almira.

—No la conozco, ninguna de nosotras la conoce —dice Indie.

—Córtate.

—¿Y si estuviera de camino hacia aquí para…?

—Shhh —la hace callar Tuula.

Se levanta y se queda mirando a la oscuridad con el cuerpo rígido.

—¿Habéis oído eso? —dice volviéndose hacia Caroline y Almira.

—No —suspira Indie.

—Dentro de poco estaremos muertas —susurra Tuula.

—Estás enferma, imbécil —dice Caroline sin poder evitar una sonrisa.

Agarra la mano de Tuula y se la acerca de un tirón, la sienta en su regazo y la acaricia.

—No tengas miedo, no va a pasar nada —la consuela.

56

Caroline se despierta en el sofá. Las últimas ascuas titilan incandescentes en la chimenea. Un agradable calorcito le acaricia la cara. Se incorpora y mira a su alrededor en la oscuridad que inunda el salón. Entiende que se ha quedado dormida y que todo el mundo se ha ido a la cama sin decirle nada.

Caroline se levanta, se acerca a una de las grandes ventanas y mira afuera. Se puede ver el agua detrás de las casetas de pescadores. Todo está en calma. Encima del mar brilla la luna, semioculta tras los velos de nubes.

Abre la puerta de madera que cruje y siente el aire fresco del pasillo dándole en la cara. A su espalda crujen algunos muebles. Las sombras del pasillo son opacas y las puertas de las habitaciones apenas se vislumbran. Caroline da un paso y se adentra en la oscuridad. El suelo está helado. De repente le parece oír algo, un suspiro o un jadeo.

Llega del lavabo.

Se acerca despacio con el corazón a galope. La puerta está entreabierta. Hay alguien dentro. Se vuelve a oír el mismo sonido incierto.

Caroline mira con cuidado por la ranura.

Nina está sentada sobre la tapa de la taza con las piernas abiertas y una expresión indiferente en la cara. En el suelo hay un hombre de rodillas con la cara hundida entre sus muslos. Nina se ha subido el pijama para que pueda manosearle un pecho mientras la lame.

—Ya está bien —dice Nina tajante.

—Vale —responde él poniéndose rápidamente de pie.

Cuando el hombre coge un trozo de papel higiénico para limpiarse la boca, Caroline ve que es el vigilante.

—Dame la pasta —dice Nina alargando la mano.

El vigilante empieza a hurgarse los bolsillos.

—Mierda, sólo tengo ochenta coronas —dice.

—Me has dicho quinientas.

—¿Qué coño quieres que haga? Sólo tengo ochenta.

Nina suspira y coge el dinero.

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