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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (7 page)

BOOK: La vidente
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Pia Abrahamsson necesita orinar, ha tomado demasiado café durante la reunión.

Tiene que aparecer una gasolinera en algún momento.

Se dice a sí misma que no debería detenerse en mitad del bosque.

No debería, pero lo va a hacer de todos modos.

Dentro de unos minutos, Pia Abrahamsson, que cada domingo predica que todo lo que acontece lo hace en un sentido más profundo, se convertirá en otra víctima de la ciega e impasible casualidad.

Con un giro suave sale al arcén en un cruce con un camino forestal y se detiene junto a la barrera cerrada que impide el paso por la valla de protección. Detrás de la barrera el camino de grava se mete en línea recta en el bosque hasta algún lugar de almacenamiento de troncos.

Piensa que se adentrará muy poco en el bosque y que dejará la puerta del coche abierta para poder oír a Dante si se despierta.

—¿Mamá?

—Intenta dormir un poquito más.

—Mamá, no te vayas.

—Cariño —dice Pia—. Tengo que hacer pipí. Voy a dejar la puerta abierta. Te estaré viendo todo el rato.

Él la mira con ojos somnolientos.

—No quiero quedarme solo —susurra.

Ella sonríe y le acaricia la mejilla sudada. Sabe que es una madre sobreprotectora, que lo está convirtiendo en un niño mimado, pero no lo puede evitar.

—Será sólo un momentito de nada —dice para quitarle importancia.

Dante le sujeta la mano en un intento de impedir que se vaya, pero Pia se libera y saca una toallita húmeda del paquete.

Sale del coche, se agacha para pasar por debajo de la barrera y sube un poco por el camino de grava, se da la vuelta y saluda a Dante con la mano.

¿Y si alguien pasara con el coche y la grabara con el móvil mientras está con el culo al aire?

Las imágenes de la pastora orinando correrían como la pólvora por YouTube, Facebook, blogs y chats por doquier.

Tirita un momento, sale del camino y se mete entre los árboles. Las taladoras, las cosechadoras y los remolques han dejado allí un rastro de destrucción.

Cuando está segura de que nadie la puede ver desde la carretera se baja las bragas, se las quita, se levanta la falda y se sienta de cuclillas.

Nota que está cansada, los muslos le empiezan a temblar y busca apoyo en el musgo tibio que crece en el suelo.

Empieza a sentir el alivio y cierra los ojos.

Cuando los vuelve a abrir ve algo incomprensible. Un animal se ha puesto a dos patas y está caminando por el camino de grava, a trompicones, inclinado hacia adelante.

Una figura delgada cubierta de suciedad, sangre y barro.

Pia contiene la respiración.

No es un animal, es como si una parte del bosque se hubiera liberado y hubiese adquirido vida propia.

Como una niña hecha de tierra y ramas.

El ser se tambalea, pero luego sigue acercándose a la barrera.

Pia se pone de pie y lo empieza a seguir.

Intenta decir algo, pero no tiene voz.

Una rama se parte bajo su pie.

Una fina llovizna ha empezado a caer en el bosque.

Avanza despacio, como en una pesadilla con la sensación de no poder correr.

Entre los árboles ve que el ser ya ha llegado al coche. Unas cintas sucias de tela le cuelgan de las manos a la extraña niña.

Pia sale tropezando al camino forestal y ve cómo el ser tira su bolso del asiento, se sienta y cierra la puerta.

—Dante —jadea ella.

El coche arranca haciendo derrapar los neumáticos, pasa por encima del teléfono móvil y del manojo de llaves, sale a la carretera con un tumbo, rasca contra el quitamiedos del carril contrario, vuelve a la calzada y se aleja.

Pia corre gimoteando hasta la barrera y siente los temblores que le azotan todo el cuerpo.

Es incapaz de asimilar lo que está pasando. La persona de barro ha surgido de la nada, de repente estaba allí y ahora el coche y su hijo han desaparecido con ella.

Pasa por debajo de la barrera y se planta en medio de la grande y desolada carretera. No grita, no puede hacerlo. Lo único que se oye es su respiración desesperada.

23

El bosque parpadea y las gotitas de agua repican suaves contra el gran parabrisas. El camionero danés Mads Jensen ve que hay una mujer en medio de la carretera a unos doscientos metros de distancia. Suelta un juramento y toca la bocina. La mujer da un respingo con el tremendo bramido, pero en vez de apartarse se queda plantada donde está. El conductor vuelve a pitar y entonces la mujer da un paso lento al frente, levanta la barbilla y contempla el camión a medida que éste se acerca.

Mads Jensen empieza a reducir y siente la fuerza del tráiler empujando a su espalda. Tiene que frenar más fuerte, la progresión es mala, el eje de transmisión cruje y el remolque da una sacudida antes de que Mads consiga detener el vehículo y la carga.

Las revoluciones caen en picado y el murmullo de los pistones se hace más grave.

La mujer sigue allí de pie, a tan sólo tres metros del capó. Hasta este momento el conductor no se había percatado de que por debajo de la cazadora tejana la mujer lleva ropa negra de pastor. El rectangulito blanco del alzacuello destaca por encima de la camisa.

La cara de la mujer está demudada y extrañamente pálida. Cuando sus miradas se encuentran por la ventana, las lágrimas empiezan a correr por sus mejillas.

Mads Jensen enciende las luces de emergencia y baja de la cabina. El motor emana calor y un fuerte olor a gasóleo. Cuando ha rodeado el capó ve que la mujer está apoyando la mano en un faro mientras respira de forma entrecortada.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta Mads.

Ella lo mira. Tiene los ojos muy abiertos. La luz amarilla de los intermitentes palpita sobre su piel.

—¿Necesitas ayuda? —pregunta él.

La mujer asiente y Mads intenta acompañarla para rodear el vehículo. La lluvia se hace más intensa y en seguida oscurece.

—¿Alguien se ha portado mal contigo?

Ella opone un poco de resistencia, pero aun así se deja llevar y sube al asiento del acompañante. Mads cierra la puerta y va corriendo a sentarse en su sitio.

—No puedo quedarme aquí, estoy bloqueando la carretera —explica—. Tengo que apartarme, ¿te parece bien?

La mujer no responde, pero él pone en marcha el camión y activa el limpiaparabrisas.

—¿Estás herida? —pregunta.

Ella niega con la cabeza y se lleva una mano a la boca.

—Mi hijo —susurra—. Mi…

—¿Qué dices? —pregunta Mads—. ¿Qué ha pasado?

—Se ha llevado a mi niño…

—Voy a llamar a la policía. ¿Quieres que lo haga? ¿Llamo a la policía?

—Dios mío —gime ella.

24

La lluvia repica con fuerza contra el cristal, el limpiaparabrisas aparta rápidamente el agua y la carretera parece estar hirviendo.

Pia está sentada en la cálida cabina elevada temblando de pies a cabeza. No logra tranquilizarse. Es consciente de que se ha expresado de forma incoherente, pero ahora oye al conductor hablando con la centralita de alarmas. Le están ordenando que continúe por la carretera 86 y luego tome la 330, donde se encontrará con una patrulla en Timrå que llevará a la mujer hasta el hospital de Sundsvall.

—¿Qué? ¿De qué estáis hablando? —pregunta Pia—. No se trata de mí. Tienen que parar el coche, eso es lo único que importa.

El camionero danés la mira confundido y Pia comprende que debe concentrarse y ser clara. Tiene que parecer calmada a pesar de que el suelo se haya desvanecido bajo sus pies y ahora mismo esté en plena caída libre.

—Han secuestrado a mi hijo —dice.

—Dice que han secuestrado a su hijo —repite el conductor al teléfono.

—La policía tiene que detener el coche —continúa ella—. Un Toyota… Toyota Auris de color rojo. He olvidado la matrícula, pero…

El conductor le pide a la operadora que se espere.

—Pero está justo delante de nosotros en esta carretera…, tienen que pararlo…, mi hijo sólo tiene cuatro años, estaba en la sillita cuando he ido…

Mads le repite las palabras a la operadora, le dice que están en la 86 yendo hacia el este, a unos cuarenta kilómetros de Timrå.

—Tienen que darse prisa…

El camión aminora la marcha, pasan junto a un semáforo torcido y una glorieta, el remolque traquetea cuando los neumáticos pasan por encima de un badén, luego acelera delante de un edificio de ladrillo blanco y continúa por la carretera siguiendo el río.

La central de alarmas pasa al conductor danés con la policía, una mujer en un coche patrulla. Se presenta como Mirja Zlatnek y le informa de que se encuentra a treinta kilómetros de distancia, en la 330, a la altura de Djupängen.

Pia Abrahamsson coge el teléfono y traga con fuerza para quitarse parte del malestar. Se oye a sí misma hablar con voz serena aunque temblorosa.

—Escúcheme —dice—. Han secuestrado a mi hijo y el coche está yendo por…, espere…

Se vuelve hacia el conductor.

—¿Dónde estamos? ¿Por qué carretera vamos?

—Carretera 86 —responde Mads.

—¿Cuánta ventaja llevan? —pregunta la policía.

—No lo sé —dice Pia—. Cinco minutos, a lo mejor.

—¿Han pasado Indal?

—Indal —repite Pia.

—Faltan casi veinte kilómetros —dice el conductor alzando la voz.

—Entonces los tenemos —dice la agente—. Están atrapados…

Cuando Pia Abrahamsson oye esas palabras le empiezan a rodar las lágrimas. Se seca rápidamente las mejillas y oye que la mujer policía está hablando con un compañero. Van a poner controles en la carretera 330 y en el puente que cruza el río. Su compañero está en Nordansjö y le asegura que puede llegar al sitio indicado en menos de cinco minutos.

—Suficiente —se apresura a responder la agente.

El camión avanza por la carretera siguiendo el cauce serpenteante del río y atraviesa la despoblada localidad de Medelpad. Están persiguiendo el coche en el que va el hijo de Pia Abrahamsson. No pueden verlo, pero saben que lo tienen delante. Porque no hay más alternativa. La carretera 86 atraviesa algunas poblaciones aisladas, pero no se cruza con más carreteras, sólo caminos forestales que no llevan a ninguna parte: se adentran en el bosque unos cuantos kilómetros por las turberas hasta las explotaciones madereras, pero nada más.

—No puedo soportarlo —murmura Pia.

Diez kilómetros más adelante la carretera se bifurca. Poco después de la villa de Indal uno de los carriles gira hacia un puente que cruza el río y luego sigue hacia el sur casi en línea recta, mientras el otro carril continúa paralelo al río hasta la costa.

Pia está sentada con las manos apretadas rezando a Dios. Más adelante, dos coches patrulla han cortado los dos carriles de la bifurcación. Uno se ha plantado en la entrada del puente cruzado el río y el otro está ocho kilómetros más al este.

El camión con el conductor danés y la pastora Pia Abrahamsson está pasando Indal en ese preciso momento. Entre la espesa lluvia ven el puente alzándose por encima de la alta y fuerte corriente y divisan las luces azules de una solitaria patrulla atravesando el vehículo en la otra orilla.

25

La agente de policía Mirja Zlatnek ha plantado el coche en diagonal atravesando toda la calzada con el freno de mano puesto. Si un vehículo quisiera pasar tendría que salirse al arcén y meter dos ruedas en la honda cuneta.

Ante sus ojos se extiende una larga línea recta de asfalto. Las luces azules del coche patrulla centellean sobre el pavimento, en la corteza oscura de los árboles y en los huecos que se abren entre los troncos.

La lluvia repica con fuerza en el techo del coche patrulla.

Mirja permanece un rato inmóvil en el asiento mientras mira por la ventana y trata de recapacitar sobre la situación.

El mal tiempo empeora la visión de la carretera.

Mirja pensaba que sería un día muy tranquilo, dado que casi todos los compañeros de la región están ocupados con la chica asesinada en el Centro Birgitta. Incluso la policía judicial participa en el caso.

Mirja Zlatnek ha ido desarrollando un miedo a la parte operativa de su trabajo sin que en realidad se haya visto nunca envuelta en una situación traumática. A lo mejor todo proviene de aquella ocasión en la que intentó mediar en un drama familiar que terminó mal, pero ha llovido mucho desde entonces.

La angustia se le ha echado encima hasta el punto de que prefiere las labores administrativas y las tareas de prevención de delitos.

Por la mañana ha estado sentada a su escritorio leyendo recetas de su archivo personal. Filete de alce en hojaldre, patatas troceadas al horno y salsa de nata con setas.

Se ha metido en el coche y ha subido a Djupängen para echarle un vistazo a un remolque robado cuando ha entrado el aviso del niño secuestrado.

Mirja se dice a sí misma que podrá resolver la situación, porque el coche con el niño de cuatro años no tiene adónde ir.

Esa recta es como un largo túnel, una nasa sin posibilidad de escape.

El coche tiene al camión detrás.

«O bien el coche cruza el puente justo después de Indal, donde el compañero Lasse Bengtsson ha cortado el paso, o bien llegará hasta aquí, donde lo espero yo», piensa Mirja.

El camión le pisa los talones a unos diez kilómetros de distancia.

Sin duda depende de la velocidad del coche, pero en veinte minutos como máximo habrá una confrontación.

Mirja se dice que seguramente el secuestro del niño no es un móvil en sí. Lo más probable es que se trate de un desacuerdo en la custodia. La mujer con la que ha hablado estaba demasiado alterada como para dar más información sobre el contexto. Pero, por lo que daba a entender, su coche tenía que estar en algún punto de la carretera pasado Nilsböle.

«En seguida habrá terminado todo», piensa.

Dentro de un rato podrá volver a su despacho de la comisaría, servirse una taza de café y comerse un sándwich de jamón.

Sin embargo, al mismo tiempo hay algo que la tiene intranquila. La mujer había hablado de una niña con brazos como ramas.

Mirja no le ha preguntado por su nombre. No ha tenido tiempo para hacerlo. Ha dado por hecho que la centralita había tomado nota de todos sus datos.

Se ha asustado con los nervios de la mujer, que respiraba de prisa y ha descrito lo que había visto como algo incomprensible, carente de toda explicación lógica.

La lluvia traquetea en el parabrisas y el capó. Mirja pone la mano sobre la unidad de radio, se queda así un momento y luego contacta con Lasse Bengtsson.

BOOK: La vidente
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