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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (3 page)

BOOK: La vidente
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En cuanto llegan al patio entre los edificios rojos del Centro Birgitta, Sonja informa por radio a comisaría.

En la escalera del porche del edificio principal hay una chica en camisón. Tiene los ojos muy abiertos. Está pálida y parece como ausente.

Rolf y Sonja se bajan del coche y se le acercan rápidamente en el resplandor de las ráfagas azules, pero la chica no parece percatarse de su presencia.

Un perro comienza a ladrar nervioso.

—¿Hay algún herido? —pregunta Rolf con voz fuerte—. ¿Hay alguien que necesite ayuda?

La chica hace un gesto impreciso hacia el lindero del bosque, se tambalea e intenta dar un paso, pero las piernas le flaquean. Cae de espaldas y se golpea la cabeza.

—¿Cómo estás? —le pregunta Sonja agachada a su lado.

La chica se queda tumbada en la escalera, mira al cielo y respira de prisa y de forma superficial. Sonja ve que se ha autolesionado en los antebrazos y el cuello.

—Voy a entrar —dice Rolf decidido.

Sonja se mantiene junto a la chica en estado de
shock
a la espera de que llegue la ambulancia mientras Rolf se mete en el edificio principal. En el suelo de madera ve huellas de sangre de botas y pies descalzos que se desperdigan en varias direcciones.

Puede identificar pasos grandes que van y vienen por el pasillo desde el recibidor. Rolf siente la adrenalina esparciéndose en su cuerpo. Camina con cuidado de no pisar las huellas, pero consciente de que su tarea primordial es salvar vidas.

Asoma la cabeza en una gran sala, ve que todas las luces están encendidas y descubre a cuatro chicas repartidas entre dos sofás.

—¡¿Hay alguien herido?! —grita.

—A lo mejor un poco —dice sonriendo una chica pequeñita pelirroja que lleva chándal rosa.

—¿Dónde está? —pregunta él estresado.

—Miranda está en la cama —responde una chica mayor de pelo oscuro y liso.

—¿Aquí dentro? —pregunta Rolf señalando la sección de dormitorios.

La chica mayor asiente con la cabeza y Rolf sigue el rastro de huellas rojas, pasa por delante de un comedor con una gran mesa de madera y una estufa de leña y entra en el pasillo oscuro donde están las puertas de las habitaciones privadas de las alumnas. Zapatos y pies desnudos han estado pisando el charco de sangre. El viejo suelo cruje a sus espaldas. Rolf se detiene, desengancha la linterna del cinturón e ilumina el pasillo. Pasea de prisa la mirada por los dichos populares pintados a mano sobre las paredes y las citas de la Biblia escritas con letra ornamentada, y luego apunta hacia abajo con el haz de luz.

En una oscura alcoba ve que la sangre se ha filtrado por debajo de la puerta. En la cerradura hay una llave puesta. Sigue avanzando, cambia la linterna de mano con cuidado y estira el brazo para apretar la manija por el extremo.

Se oye un leve chasquido, la puerta se abre y la manija recupera su posición horizontal.

—¿Hola? ¿Miranda? Me llamo Rolf y soy policía —dice rompiendo el silencio mientras se acerca—. Voy a entrar…

Lo único que oye es su propia respiración.

Con cuidado termina de abrir y asoma la linterna. La visión con la que se topa es tan violenta que se tambalea y tiene que buscar apoyo en el marco de la puerta.

Aparta la mirada con un acto reflejo, pero sus ojos ya han visto lo que no querían ver. El pulso le zumba en los oídos y de fondo oye las gotas que van cayendo en el charco del suelo.

En la cama hay una chica joven a la que parece que le falta una parte importante del cráneo. Las paredes están salpicadas de sangre y aún caen gotas de la pantalla oscura de la lámpara del techo.

De repente la puerta se cierra detrás de Rolf y siente tanto miedo que se le cae la linterna. Todo se vuelve negro. Da media vuelta, tantea en la oscuridad y oye unas manitas de niña martilleando contra la puerta por fuera.

—¡Ahora ella te ve! —grita una voz aguda—. ¡Te está mirando!

Rolf encuentra la manija, intenta abrir la puerta pero está bloqueada. El ojo de la cerradura escupe una línea de luz sobre su cuerpo. Con manos temblorosas aprieta la manija y empuja con el hombro.

La puerta se abre de golpe y Rolf sale tropezando al pasillo. Sus pulmones cogen aire angustiados. A unos pocos metros de distancia ve a la niña pelirroja mirándolo fijamente.

9

El comisario Joona Linna mira por la ventana de la habitación de su hotel de Sveg, a cuatrocientos cincuenta kilómetros al norte de Estocolmo. La luz del alba se vuelve humeante y azulada cuando choca con el frío. No hay ninguna farola encendida en la calle Älvgatan. Todavía faltan muchas horas antes de saber si ha encontrado a Rosa Bergman.

Lleva una camisa gris oscuro desabrochada y colgando por fuera de los pantalones de pinza negros. Su pelo rubio está alborotado, como de costumbre, y ha dejado la funda con la pistola sobre la cama.

A pesar de los reiterados intentos de reclutarlo que han hecho diversos grupos especializados, Joona ha preferido quedarse como comisario operativo dentro de la policía judicial. A muchos les enerva que vaya siempre a su aire, pero en menos de quince años ha resuelto más casos difíciles en toda Escandinavia que ningún otro policía.

El verano anterior había llegado al Departamento de Asuntos Internos de la Policía Judicial una denuncia contra Joona por haber avisado a un grupo de extrema izquierda de que la policía secreta estaba a punto de asaltar sus instalaciones. Desde entonces, Joona ha quedado revocado de algunas de sus obligaciones pero sin quedar oficialmente suspendido.

El jefe de la investigación ha dejado claro que se pondría en contacto con el fiscal jefe de la unidad de autos policiales si considera que existe la más mínima razón para iniciar un proceso.

Las acusaciones son graves, pero en este momento Joona no tiene tiempo para preocuparse por eventuales suspensiones ni represalias.

Su cabeza no deja de darle vueltas a la anciana que se le presentó delante de la iglesia de Adolf Fredrik con el propósito de darle recuerdos de parte de Rosa Bergman. Con manos huesudas le mostró dos antiguos naipes de un
killelek
, uno de los juegos de cartas más antiguo de Europa.

—Éste es usted, ¿no es así? —le preguntó con interés—. Y ésta es la corona, la corona de novia saami.

—¿Qué quiere? —preguntó él.

—No quiero nada —respondió la anciana—. Pero tengo un mensaje para usted de parte de Rosa Bergman.

El corazón de Joona empezó a latir desbocado, pero hizo un esfuerzo por encogerse de hombros y explicar en tono amable que debía de tratarse de un error:

—Debe de haber un error, no conozco a nadie que se…

—Pregunta por qué se comporta usted como si su hija estuviera muerta.

—Lo siento, pero no sé de qué me habla —respondió Joona con una sonrisa.

Sonreía, pero su voz se había vuelto desconocida, lejana y fría, como si hubiera quedado atrapada bajo una gran roca. Las palabras de la mujer se le arremolinaban en la cabeza, le habría gustado cogerla por los brazos y exigirle que le explicara qué había pasado. Pero se mantuvo aparentemente tranquilo.

—Tengo que irme —dijo, y justo cuando se estaba dando la vuelta, la migraña arremetió contra su cerebro como una daga penetrándole por el ojo izquierdo. Su campo de visión se vio cegado por un halo espinoso y vibrante.

Cuando empezó a recuperar fragmentos de la vista vio que tenía un círculo de personas a su alrededor. Se apartaron para dejar espacio al personal de urgencias.

La anciana había desaparecido.

Joona había negado conocer a la tal Rosa Bergman, había dicho que debía de tratarse de un error. Pero estaba mintiendo.

Sabe perfectamente quién es Rosa Bergman.

Piensa en ella cada día. Él piensa en ella, pero ella no debería saber nada de él. Porque si Rosa Bergman conoce de su existencia es que algo ha salido tremendamente mal.

Joona había abandonado el hospital unas horas más tarde e inmediatamente había comenzado la búsqueda de Rosa Bergman.

Estaba obligado a hacerlo solo, así que pidió vacaciones en el trabajo.

Según los registros públicos no hay ninguna persona llamada Rosa Bergman en toda Suecia, pero en Escandinavia hay más de dos mil personas con ese apellido.

De forma sistemática Joona fue revisando un registro tras otro. Hacía dos semanas que no había tenido más remedio que empezar a repasar los archivos en papel del registro civil. Durante siglos fue competencia de la Iglesia, pero en 1991 el fisco asumió las tareas de digitalización.

Joona empezó con el registro de la Iglesia por el sur. Se encerró en el Archivo Nacional de Lund con una taza de café y buscó el nombre de Rosa Bergman en los ficheros con diferentes fechas de nacimiento y parroquias. Después pasó por Visby, Vadstena y Gotemburgo.

Fue a Uppsala y al colosal archivo de Härnösand. Revisó cientos de miles de papeles plagados de nacimientos, lugares y constelaciones familiares.

10

El día anterior por la tarde Joona estaba en el norte, sentado en el Archivo Nacional de Östersund. El dulce olor a anticuario que emanaba del papel viejo y las encuadernaciones duras llenaba la sala. La luz del sol avanzaba despacio por las grandes paredes, rebotaba en el cristal del péndulo inmóvil y luego continuaba su lento recorrido.

Poco antes de cerrar, Joona encontró una niña que había nacido ochenta y cuatro años atrás y que fue bautizada como Rosa Maja en la parroquia Sveg de Härjedalen, en la provincia de Jämtland. Los padres de la niña se llamaban Kristina y Evert Bergman. Joona no consiguió encontrar ningún dato acerca de su matrimonio, pero la madre había nacido diecinueve años antes como Kristina Stefanson, en la misma parroquia.

Joona tardó tres horas en localizar a una mujer de ochenta y cuatro años llamada Maja Stefanson que vivía en una residencia en Sveg. Ya eran las siete de la tarde, pero Joona se subió al coche y fue directamente al pueblo. Llegó pasada la hora de acostarse y el personal de la residencia no lo dejó entrar.

Joona reservó una habitación en Lilla Hotellet, intentó dormir pero se despertó a las cuatro de la madrugada. Desde entonces no se ha alejado de la ventana, a la espera de que despunte la mañana.

Está casi seguro de haber encontrado a Rosa Bergman. La mujer decidió cambiar de apellido, adoptó el de soltera de su madre y empezó a usar su segundo nombre como nombre de pila.

Joona mira el reloj y piensa que ya es la hora. Se abrocha la americana, abandona la habitación, baja a recepción y sale dispuesto a recorrer la pequeña localidad.

La Residencia Limbada Azul es un conjunto de casas de revoque amarillo con césped bien cuidado, caminito de grava y bancos para descansar.

Joona abre la puerta del edificio principal y entra. Hace un esfuerzo por caminar con tranquilidad bajo los fluorescentes del techo y poco a poco avanza por el pasillo y cruza las puertas que llevan a la oficina y a la cocina.

«Se supone que no tenía que encontrarme —piensa otra vez—. No tenía que saber quién soy. Algo ha salido mal.»

Joona nunca habla del motivo que lo empujó a la soledad, pero es algo que tiene presente cada segundo de su existencia.

Su vida ardió como el magnesio, se encendió en una llamarada y luego se extinguió en un instante, pasó de ser un gran fuego blanco a quedar reducido a unas ascuas humeantes.

En la sala de espera hay un hombre delgado de unos ochenta años con los ojos clavados en la colorida pantalla del televisor. Es un programa matutino y el cocinero está calentando aceite de sésamo en una sartén mientras explica distintas maneras de innovar en la tradicional fiesta del cangrejo.

El anciano se vuelve hacia Joona y entorna los ojos.

—¿Anders? —pregunta con voz chirriante—. ¿Eres tú, Anders?

—Me llamo Joona —responde él con un suave acento finlandés—. Estoy buscando a Maja Stefanson.

El hombre lo mira fijamente con los ojos húmedos, enrojecidos.

—Anders, escucha, hijo mío. Tienes que ayudarme a salir de aquí. Esto está lleno de viejos.

El hombre se pone a golpear el reposabrazos con el puño, pero se detiene cuando una enfermera entra en la sala.

—Buenos días —dice Joona—. He venido para hacerle una visita a Maja Stefanson.

—Qué bien —dice ella—. Pero debo advertirle que la demencia de Maja ha ido a más. Al menor descuido aprovecha para escaparse.

—Entiendo —responde Joona.

—El verano pasado incluso se las apañó para llegar hasta Estocolmo.

La enfermera le muestra el camino a Joona por un pasillo recién fregado y con luz tenue hasta la puerta correcta.

—¿Maja? —dice en tono amable.

11

Una mujer mayor está haciendo la cama. Joona la reconoce en cuanto levanta la cabeza. Es la mujer que se presentó delante de la iglesia de Adolf Fredrik. La que le enseñó los naipes del antiguo juego de cartas. La que le dijo que le mandaba un mensaje de parte de Rosa Bergman.

El corazón de Joona late con fuerza.

Ella es la única persona que sabe dónde están su mujer y su hija, y en ningún caso debería conocerlo a él.

—¿Rosa Bergman? —pregunta Joona.

—Sí —responde ella y alarga la mano como una niña.

—Me llamo Joona Linna.

—Sí —sonríe Rosa Bergman y se le acerca arrastrando los pies.

—Vino a verme para darme un mensaje —dice él.

—Santo cielo, no lo recuerdo —responde Rosa y se sienta en el sofá.

Joona traga saliva y da un paso hacia la mujer:

—Me preguntó que por qué hago como si mi hija estuviera muerta.

—No debería hacerlo —responde ella sermoneando—. Eso no está bien.

—¿Qué sabe de mi hija? —pregunta Joona acercándose otro paso—. ¿Ha oído algo?

La mujer sonríe ausente y Joona baja la mirada. Intenta pensar con claridad y cuando se acerca a la cocinita para servir dos tazas de café se percata de que le tiemblan las manos.

—Rosa, esto es importante para mí —dice lentamente mientras deja las tazas sobre la mesa—. Muy importante…

Ella parpadea un par de veces y luego le pregunta con voz miedosa:

—¿Quién es usted? ¿Le ha pasado algo a madre?

—Rosa, ¿se acuerda de una niña que se llamaba Lumi? Su madre se llamaba Summa y las ayudó a…

Joona se interrumpe al toparse con la mirada nublada y desorientada de la mujer.

—¿Por qué vino a buscarme? —pregunta él, aunque ya ha comprendido que todos sus intentos son en vano.

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