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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

La vidente (2 page)

BOOK: La vidente
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Se le escapa un jadeo y comienza a retroceder de espaldas, con una sensación irreal y de tremenda pesadez que le invade el cuerpo entero.

Comprende al instante el peligro de la situación, pero el miedo le ralentiza los movimientos.

No es hasta que el suelo del pasillo cruje cuando le invade el impulso de huir para salvar la vida.

De pronto la figura negra comienza a moverse a gran velocidad.

Elisabet da media vuelta, empieza a correr, oye los pasos que la persiguen, resbala en la alfombra, se golpea el hombro contra la pared y sigue avanzando.

Una suave voz le ordena que se detenga, pero ella no hace caso, sólo corre a través de un pasillo que le parece eterno.

Las puertas se abren y rebotan contra la pared.

Presa del pánico, pasa por delante de la sala de inspecciones apoyándose en la pared. El cuadro de la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU se descuelga del gancho y se desploma sobre el suelo. Elisabet alcanza la puerta principal, empuja con torpeza la manija y sale corriendo al aire fresco de la noche, pero resbala en los escalones del porche. Cae sobre una de sus piernas. El dolor en el tobillo es tan intenso que no puede reprimir un grito. Baja a rastras hasta el suelo del patio, oye unos pasos pesados en el vestíbulo, gatea unos metros, pierde una de sus zapatillas y, gimiendo, consigue ponerse en pie.

4

El perro ladra, corre en círculos, resopla y jadea. Elisabet se aleja cojeando de la casa y cruza el oscuro patio de gravilla. El perro vuelve a soltar unos ladridos entrecortados y nerviosos. Elisabet sabe que no podrá avanzar por el bosque, y la finca más cercana queda muy lejos, a media hora en coche. No tiene adónde ir. Pasea la mirada por la oscuridad y se escabulle detrás del secadero. Llega a la caseta de la antigua destilería, abre la puerta con manos temblorosas, entra y cierra con cuidado.

Resoplando se acurruca en el suelo y hurga en busca de su teléfono.

—Dios mío, Dios mío…

Le tiemblan tanto las manos que el móvil se le cae al suelo. La tapa trasera se desprende y la batería salta de su sitio. Elisabet empieza a recoger las piezas cuando oye unos pasos que se arrastran por la grava, en el exterior.

Contiene la respiración.

El pulso le retumba dentro del cuerpo. Le zumban los oídos. Intenta ver algo por la ventana más baja.

El perro está ladrando justo ahí fuera.
Buster
la ha seguido hasta ahí. Araña la puerta y gimotea nervioso.

Elisabet gatea hasta una esquina junto al muro del viejo horno de leña, procura respirar sin hacer ruido, se esconde detrás del arcón de leña y luego coloca como puede la batería en el teléfono.

Elisabet rompe el silencio con un grito cuando la puerta de la destilería se abre. Presa del pánico, comienza a deslizarse por la pared, pero no llega a ninguna parte.

Ve las botas, la figura sombría y luego la horrible cara y el enorme martillo en la mano.

Asiente con la cabeza, escucha la voz y se cubre la cara con las manos.

La sombra duda por un instante, pero en seguida se desplaza firmemente, aprieta a Elisabet contra el suelo con el pie y la golpea con fuerza. Elisabet siente una quemazón en la frente, en el nacimiento del pelo. Pierde la vista por completo. El dolor es insoportable, pero al mismo tiempo nota claramente cómo la sangre caliente empieza a correrle por las orejas y a bajarle por el cuello como una caricia.

El siguiente golpe le acierta en el mismo sitio; Elisabet cabecea un momento y lo único que percibe es el oxígeno penetrando en sus pulmones.

Desorientada, piensa que el aire es maravillosamente dulce y al instante siguiente pierde el conocimiento.

Elisabet no siente el resto de los martillazos ni cómo su cuerpo se sacude a medida que la golpean. No se da cuenta de que le sacan las llaves de la oficina y del cuarto de aislamiento del bolsillo, tampoco es consciente de que se queda tumbada en el suelo, ni de que al cabo de un momento el perro consigue entrar en la destilería y empieza a lamerle la sangre de la cabeza destrozada mientras la vida la abandona lentamente.

5

Alguien se ha dejado una manzana grande y roja sobre la mesa. Es brillante y tiene un aspecto de lo más apetitoso. Piensa que se la va a comer y que después hará como si nada, pasará olímpicamente de las preguntas y del sermón y se quedará sentada con cara de enfadada.

Alarga la mano para coger la manzana, pero cuando por fin la sostiene entre los dedos se da cuenta de que está podrida.

Sus yemas se hunden en la carne fría y húmeda de la fruta.

Nina Molander se despierta con el gesto de retirar rápidamente la mano. Está tumbada en su cama en mitad de la noche. Lo único que se oye es el perro ladrando en el patio. Con la nueva medicación se despierta todas las noches. Tiene que ir al baño. Las piernas y los pies se le hinchan, pero necesita la medicina; si no se la toma todos sus pensamientos se vuelven oscuros, deja de preocuparse por todo y no tiene fuerzas para nada más que para permanecer tumbada con los ojos cerrados.

Piensa que necesitaría un poco de luz, algo a lo que aspirar. No sólo la muerte, no sólo pensar en morir.

Nina se quita el edredón de encima, pone los pies sobre el suelo caliente de madera y se levanta de la cama. Ya ha cumplido los quince años y tiene el pelo rubio y liso. Es de complexión fuerte, con caderas anchas y pechos grandes. El camisón blanco de franela le queda ceñido en el abdomen.

La casa de acogida está en silencio y el pasillo descansa bajo el tenue resplandor verde de la señal de salida de emergencia.

Oye unos susurros extraños detrás de una puerta y piensa que las demás chicas deben de haber organizado una fiesta, pero a ella nadie la ha invitado.

«Tampoco me apetece», piensa.

Un olor a ascuas apagadas flota en el aire. El perro empieza a ladrar otra vez. En el pasillo el suelo está más frío. Nina no se molesta en caminar sin hacer ruido. Tiene ganas de cerrar la puerta del lavabo de golpe, varias veces. Le importa una mierda que Almira se enfade y que luego vaya dando cuchilladas por la espalda.

Las viejas tablas del suelo crujen débilmente a su paso. Nina continúa hacia los lavabos, pero se detiene al pisar con el pie derecho algo mojado. Un charco oscuro se filtra por debajo de la puerta del cuarto de aislamiento donde duerme Miranda. Al principio Nina se queda quieta sin saber qué hacer, pero luego ve que la llave está en la cerradura.

Le resulta extraño.

Estira el brazo en busca de la reluciente manija, abre la puerta, entra en la habitación y enciende la luz.

Hay sangre por todas partes, goteando, corriendo, brillando.

Miranda está en la cama.

Nina da unos pasos atrás y ni siquiera se da cuenta de que se está orinando encima. Se apoya con una mano en la pared, ve las huellas ensangrentadas en el suelo y siente que se va a desmayar.

Da media vuelta, ya está otra vez en el pasillo, abre la puerta del cuarto de al lado, enciende la luz del techo, se acerca a la cama de Caroline y la zarandea por el hombro.

—Miranda está herida —susurra—. Creo que está herida.

—¿Qué haces en mi habitación? —le pregunta Caroline mientras se incorpora—. Joder, ¿qué hora es?

—¡Hay sangre en el suelo! —grita Nina.

—Tranquilízate.

6

Nina respira demasiado de prisa, tiene los ojos clavados en los de Caroline, tiene que hacerle comprender, pero al mismo tiempo le sorprende oír su propia voz gritando en plena noche.

—¡Hay sangre por todas partes!

—Cállate —la frena Caroline mientras se levanta de la cama.

Los gritos de Nina han despertado a las demás y se oyen voces en las habitaciones.

—Ve a mirar —dice Nina mientras se araña los brazos angustiada—. Miranda está rara, tienes que ir a verla, tienes que…

—¿Te puedes calmar un poco? Voy a ver, pero estoy segura de que…

Se oye un grito en el pasillo. Es la pequeña Tuula. Caroline sale corriendo. Tuula está mirando fijamente el cuarto de aislamiento con los ojos muy abiertos. Indie sale al pasillo y se rasca una axila.

Caroline se lleva a Tuula de un tirón, pero le da tiempo a ver la sangre en las paredes y el cuerpo pálido de Miranda. Su corazón se acelera. Le interrumpe el paso a Indie pensando que ninguna tiene por qué ver más suicidios.

—Ha habido un accidente —se apresura a explicar—. Indie, ¿te puedes llevar a todo el mundo al comedor?

—¿Le pasa algo a Miranda? —pregunta Indie.

—Sí, tenemos que despertar a Elisabet.

Lu Chu y Almira salen de la misma habitación. La primera sólo lleva un pantalón de pijama y la otra se ha envuelto en el edredón.

—Id al comedor —dice Indie.

—¿Me puedo lavar la cara primero? —pregunta Lu Chu.

—Llévate a Tuula.

—¿Qué coño está pasando? —pregunta Almira.

—No lo sabemos —responde Caroline de forma escueta.

Mientras Indie intenta llevárselas a todas al comedor, Caroline corre por el pasillo hasta el cuartito del personal. Sabe que Elisabet toma pastillas para dormir y que nunca se entera de nada cuando alguna de las chicas se levanta en plena noche.

Caroline golpea la puerta con todas sus fuerzas.

—¡Elisabet, despierta! —grita.

No se oye ni el menor ruido.

Caroline pasa por delante de la sala de inspecciones y va hasta la oficina de las cuidadoras. La puerta está abierta, así que entra sin ningún reparo, coge el teléfono y llama a Daniel, la primera persona que le viene a la cabeza.

La línea chisporrotea.

Indie y Nina entran en la oficina. Nina tiene los labios blancos, se mueve con torpeza y está tiritando.

—Esperad en el comedor —dice Caroline.

—Pero la sangre… ¡¿Has visto la sangre?! —grita Nina, y se araña con violencia en el antebrazo derecho.

—Daniel Grim —responde una voz al teléfono.

—Soy yo, Caroline, ha habido un accidente en el centro y no consigo despertar a Elisabet, así que te he llamado a ti; no sé qué tenemos que hacer.

—¡Tengo sangre en los pies! —grita Nina—. ¡Tengo sangre en los pies…!

—Cálmate —dice Indie e intenta llevarse a Nina de allí.

—¿Qué ocurre? —pregunta Daniel con una voz que de repente suena atenta y serena.

—Miranda está en aislamiento, pero el cuarto está lleno de sangre —responde Caroline y traga saliva—. No sé qué tenemos…

—¿Está herida? —pregunta él.

—Sí, creo que… o…

—Caroline —la interrumpe Daniel—. Voy a llamar a una ambulancia y…

—Pero ¿qué hago? ¿Qué…?

—Mira si Miranda necesita ayuda e intenta despertar a Elisabet —responde Daniel.

7

La centralita de alarmas de Sundsvall está en un edificio de tres plantas de ladrillo rojo en la calle Björneborgsgatan, junto al parque Bäck. Jasmin no suele tener problemas con las guardias de noche, pero hoy se siente muy cansada. Son las cuatro de la mañana y la peor hora ya ha pasado. Está delante del ordenador con los auriculares puestos y soplando una taza de café solo. En la cocina siguen las conversaciones y las bromas. Los titulares de ayer decían que una operadora de la central de alarmas de la policía trabajaba haciendo sexo telefónico. Por lo visto se trataba de un puesto administrativo dentro de la empresa que vendía sexo por teléfono, pero la prensa había hecho que pareciera como que la mujer respondía a dos tipos de llamadas en la centralita.

Jasmin aparta los ojos de la pantalla y mira por la ventana. Aún no ha empezado a despuntar el día. Un tráiler pasa retumbando por delante del edificio. Al final de la calle hay una farola que arroja una luz pálida sobre un árbol, un armario eléctrico y un trozo de la acera vacía.

Jasmin deja la taza en la mesa y responde a la llamada entrante.

—SOS 112… ¿Qué ocurre?

—Me llamo Daniel Grim, soy asistente social en el Centro Birgitta. Una de las alumnas me acaba de llamar. Parecía un caso muy grave. Tienen que enviar a alguien.

—¿Me puede decir qué ha pasado? —pregunta Jasmin mientras busca el Centro Birgitta en el ordenador.

—No lo sé, me ha llamado una de las chicas. No he entendido del todo lo que me ha dicho, se oían gritos de fondo y ella estaba llorando y decía que había sangre por toda la habitación.

Jasmin le hace una señal a su compañera Ingrid Sandén para indicarle que hacen falta más operadoras.

—¿Está usted en el sitio? —pregunta Ingrid.

—No, estoy en mi casa, estaba durmiendo, pero una de las chicas me ha llamado…

—¿Se refiere al Centro Birgitta que está al norte de Sunnås? —pregunta Jasmin con calma.

—Por favor, dense prisa —dice él con voz temblorosa.

—Mandamos varias patrullas y una ambulancia al Centro Birgitta, al norte de Sunnås —repite Jasmin para estar segura.

Deja un momento la conversación y pasa rápidamente el aviso a la policía y a la ambulancia. Ingrid continúa interrogando a Daniel:

—¿El Centro Birgitta no es un centro de menores?

—Sí, un centro especial —responde él.

—¿No debería haber personal allí?

—Sí, mi mujer tiene guardia, la voy a llamar ahora… No sé qué está pasando, no sé nada.

—La policía está de camino —dice Ingrid para tranquilizarlo y con el rabillo del ojo ve que la luz azul de la primera patrulla ya está barriendo la calle desierta.

8

El estrecho ramal que sale de la carretera 86 se adentra de lleno en el bosque oscuro y sube hasta el lago Himmelsjön y el Centro Birgitta.

La gravilla restalla bajo los neumáticos del coche de policía y salpica contra los bajos del vehículo. La luz de los faros penetra entre los troncos de los árboles.

—¿Tú ya habías estado aquí antes? —pregunta Rolf Wikner y mete la cuarta marcha.

—Sí…, hace un par de años hubo una chica que intentó prenderle fuego a una de las casas —responde Sonja Rask.

—¿Por qué coño no consiguen comunicarse con el personal? —se queja Rolf.

—Seguro que están a tope, independientemente de lo que haya pasado —dice Sonja.

—Pero a nosotros nos iría bien saber un poco más.

—Sí —responde ella con calma.

Después, los dos compañeros se quedan quietos escuchando la radio policial. Ya han salido una ambulancia del hospital y otra patrulla de comisaría.

El camino de grava avanza en línea recta, como ocurre en casi todos los caminos en las explotaciones madereras. Los neumáticos truenan al pasar por baches y agujeros. Los troncos aparecen y desaparecen en un mismo instante y las luces azules se abren paso en las profundidades del bosque.

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