Las palabras y las cosas (29 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Pero, al mismo tiempo que esta vuelta es exigida y a veces lograda salen a luz cierto número de fenómenos propios de la moneda-signo y comprometen, quizá definitivamente, su papel de medida. Primero el hecho de que una moneda circule tanto más rápidamente cuando menos buena es, en tanto que las piezas con un alto índice de metal se encuentran escondidas y no figuran en el comercio: es la ley llamada de Gresham,
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que Copérnico
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y el autor del
Compendious
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conocían ya. Después, y sobre todo, la relación entre los hechos monetarios y el movimiento de los precios: por ello, aparece la moneda como una mercancía entre otras —no como un patrón absoluto de todas las equivalencias, sino como mercadería cuya capacidad de cambio y, en consecuencia, su valor de sustituto en los cambios se modifican según su frecuencia o su rareza: la moneda también tiene su precio. Malestroit
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había señalado que, a pesar de la apariencia, no había habido aumento de precios durante el curso del siglo XVI: ya que las mercancías son siempre lo que son y la moneda, en su naturaleza propia, es un patrón constante, el encarecimiento de las mercaderías sólo puede deberse al aumento de los valores nominales que lleva una misma masa metálica: pero, por una misma cantidad de trigo, se da siempre el mismo peso de oro y de plata. Así, pues, "nada ha encarecido": como el escudo de oro valía en moneda de cuenta veinte sueldos torneses bajo Felipe VI y ahora vale cincuenta, es necesario que una vara de terciopelo que entonces costaba cuatro libras valga diez ahora. "El encarecimiento de todas las cosas no proviene de entregar más, sino de recibir menos en cantidad de oro y de plata de lo que se había acostumbrado." Pero a partir de esta identificación del papel de la moneda con la masa de metal que hace circular, se concibe muy bien que esté sometida a las mismas variaciones que todas las otras mercancías. Y si Malestroit admite implícitamente que la cantidad y el valor mercantil de los metales permanecen estables, Bodino, muy pocos años después,
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verifica un aumento de la masa metálica importada del Nuevo Mundo y, en consecuencia, un encarecimiento real de las mercancías, ya que los príncipes, que poseen o reciben de los particulares lingotes en mayor cantidad, han acuñado piezas más numerosas y de mejor aleación; así, pues, por una misma mercancía se da una cantidad mayor de metal. El aumento de los precios tiene, pues, una "causa principal, que es casi la única que nadie ha tocado hasta ahora": "la abundancia de oro y plata", "la abundancia de lo que da estimación y precio a las cosas".

El patrón mismo de las equivalencias está preso en el sistema de los cambios y el poder de compra de la moneda no significa más que el valor mercantil del metal. La marca que distingue la moneda, la determina, la hace cierta y aceptable para todos es, pues, reversible, y se la puede leer en dos sentidos: remilc a una cantidad de metal que es una medida constante (así la descifra Malestroit); pero remite también
a
esas mercancías variables en cantidad y en precio que son los metales (es la lectura de Bodino). Se tiene allí una disposición análoga a la que caracteriza el régimen general de los signos en el siglo XVI; los signos, recordémoslo, estaban constituidos por semejanzas que, a su vez, para ser reconocidas, necesitaban signos. Aquí, el signo monetario no puede definir su valor de cambio, no puede fundamentarse como marca sino a partir de una masa metálica que, a su vez, define su valor dentro del orden de las otras mercancías. Si se admite que el cambio, dentro del sistema de necesidades, corresponde a la similitud dentro del de los conocimientos, se ve que una misma e idéntica configuración de la
episteme
controló, durante el Renacimiento, el saber de la naturaleza y la reflexión o las prácticas concernientes a la moneda.

Y así como la relación entre el microcosmos y el macrocosmos era indispensable para detener la oscilación indefinida de la semejanza y el signo, así, ha sido necesario poner una cierta relación entre el metal y la mercancía que, en el extremo, permitía fijar el valor mercantil total de los metales preciosos y, en consecuencia, valorar de una manera cierta y definitiva el precio de todas las mercaderías. Esta relación es la que ya había sido establecida por la Providencia cuando hundió en la tierra las minas de oro y de plata y las hizo crecer lentamente, como sobre la tierra se desarrollan las plantas y se multiplican los animales. Entre todas las cosas que el hombre puede necesitar o desear y las vetas centelleantes, ocultas, en las que crecen oscuramente los metales, hay una correspondencia absoluta. "La naturaleza.—dice Davanzatti— ha hecho buenas todas las cosas terrenas; la suma de éstas en virtud del acuerdo establecido entre los hombres vale todo el oro que se trabaja; así, pues, todos los hombres desean todo para adquirir todas las cosas… Para verificar todos los días la regla y las proporciones matemáticas que las cosas guardan entre sí y con el oro, se requeriría que, desde lo alto del cielo o de algún observatorio muy elevado, se pudiera contemplar las cosas que existen y que se hacen en la tierra o, más bien, sus imágenes reproducidas y reflejadas en el cielo como en un espejo fiel. Abandonaríamos entonces todos nuestros cálculos y diríamos: hay sobre la tierra tanto oro, tantas cosas, tantos hombres, tantas necesidades; en la medida en que cada cosa satisface necesidades, su valor será de tantas cosas o de tanto oro."
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Este cálculo celeste y exhaustivo no puede hacerlo nadie más que Dios: corresponde a ese otro cálculo que establece una relación entre cada elemento del microcosmos y un elemento del macrocosmos —con esta única diferencia, que éste une lo terrestre con lo celeste y va de las cosas, de los animales y el hombre hasta las estrellas, en tanto que el segundo une la tierra con las cavernas y las minas; hace corresponder las cosas que nacen entre las manos del hombre con los tesoros desaparecidos desde la creación del mundo. Las marcas de la similitud, por guiar el conocimiento, se dirigen a la perfección del cielo; los signos del cambio, por satisfacer el deseo, se apoyan en el centelleo negro, peligroso y maldito del metal. Centelleo equívoco, ya que reproduce en el fondo de la tierra el que canta en el extremo de la noche: reside allí como una promesa de felicidad invertida y, dado que el metal se asemeja a los astros, el saber acerca de todos estos tesoros peligrosos es, al mismo tiempo, el saber acerca del mundo. La reflexión sobre las riquezas oscila así en la gran especulación sobre el cosmos, tal como, a la inversa, el profundo conocimiento del orden del mundo debe conducir al secreto de los metales y a la posesión de las riquezas. Vemos, pues, qué red tan cerrada de necesidad liga, en el siglo XVI, los elementos del saber: cómo la cosmología de los signos duplica y fundamenta, en última instancia, la reflexión sobre los precios y la moneda, cómo autoriza también una especulación teórica y práctica sobre los metales, cómo hace que se comuniquen las promesas del deseo y las del conocimiento, de la misma manera que se responden y se relacionan, por afinidades secretas, los metales y los astros. En los confines del saber, allí donde llega a ser todopoderoso y casi divino, se reúnen tres grandes funciones —las de
Basileus
,
Philosophos y Metallicos
. Pero así como este saber no se da sino por fragmentos y en el relámpago atento de la
divinatio
, así, por lo que respecta a las relaciones singulares y parciales entre las cosas y el metal, el deseo y los precios, el conocimiento divino o el que se puede adquirir "desde algún observatorio muy elevado" no se da al nombre. A no ser por momentos y como por azar a los espíritus que saben acechar, es decir, a los mercaderes. Lo que los adivinos eran en el juego indefinido de las semejanzas y de los signos, lo son los
mercaderes
en el juego, siempre abierto también, de los cambios y de las monedas. "Desde aquí abajo descubrimos apenas las cosas que nos rodean y les damos un precio según que veamos que tienen mayor o menor demanda en cada lugar y en cada tiempo. Los mercaderes advierten pronto y bien esto y, por ello, conocen admirablemente el precio de las cosas."
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3. EL MERCANTILISMO

A fin de que el dominio de las riquezas se constituya como objeto de reflexión en el pensamiento clásico ha sido necesario que la configuración establecida en el siglo XVI se desatase Entre los "economistas" del Renacimiento, hasta llegar al propio Davanzatti, la capacidad de la moneda para medir las mercancías y su intercambiabilidad reposa en su valor intrínseco: se sabía muy bien que los metales preciosos tenían poca utilidad fuera
de
la acuñación; pero si habían sido elegidos como patrón, si fueron utilizados en el cambio y, en consecuencia, alcanzaban un precio elevado, esto se debe a que en el orden natural y, en sí mismos, tenían un precio absoluto, fundamental, más elevado que cualquier otro al que pudiera referirse el valor de cada mercancía.
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El metal precioso era, de suyo, la marca de la riqueza; su resplandor oculto indicaba a la vez que era presencia oculta y signatura visible de todas las riquezas del mundo. Por esta razón, tiene un
precio
; por esta razón también,
mide
todos los precios; y, por último, por esta razón, se le puede
cambiar
por cualquier cosa que tenga un precio. Era lo
precioso
por excelencia. En el siglo XVII, se atribuyen siempre estas tres propiedades a la moneda, pero se las hace descansar a las tres no ya sobre la primera (tener precio), sino sobre la última (sustituir a lo que tiene precio). En tanto que el Renacimiento fundaba las dos
funciones
del metal amonedado (medida y sustituto) sobre la reduplicación de su
carácter
intrínseco (el hecho de ser precioso), el siglo XVII hace oscilar el análisis: lo que sirve de fundamento a los otros dos caracteres (la capacidad de medir y la capacidad de recibir un precio aparecen pues como
cualidades
que se derivan de esta
función
) es la función de cambio.

Esta inversión es fruto de un conjunto de reflexiones y prácticas que se distribuyen todo a lo largo del siglo XVII (desde Scipion de Grammont hasta Nicolás Barbón) y que se agrupan bajo el término, algo aproximativo, de "mercantilismo". Con cierto apresuramiento, se acostumbra caracterizarlo por un "monetarismo" absoluto, es decir, por una confusión sistemática (u obstinada) entre las riquezas y las especies monetarias. De hecho, lo que el "mercantilismo" instaura no es una identidad más o menos confusa entre unas y otras, sino una articulación reflexionada que hace de la moneda el instrumento de representación y análisis de las riquezas y, a la inversa, de las riquezas el contenido representado por la moneda. Así como la vieja configuración circular de las similitudes y las marcas se desató para desplegarse según las dos capas correlativas de la representación y de los signos, así el círculo de lo "precioso" se deshace en la época del mercantilismo, las riquezas se despliegan como objetos de las necesidades y de los deseos; se dividen y se sustituyen unas a otras por el juego de las especies amonedadas que las significan; y las relaciones recíprocas entre la moneda y la riqueza se establecen bajo la forma de la circulación y de los cambios. Si ha sido posible creer que el mercantilismo confundía la riqueza y la moneda, esto se debe sin duda a que la moneda tiene para él el poder de representar toda riqueza posible, ya que es el instrumento universal del análisis y de la representación de ella, porque recubre, sin residuos, el conjunto de su dominio. Toda riqueza es
amonedable
; así es como entra en
circulación
. De la misma manera, todo ser natural era
caracterizable
y podía entrar en una
taxinomia
; todo individuo era
nombrable
y podía entrar en un
lenguaje articulado
; toda representación era
significable
y podía entrar, para ser
conocida
, en un
sistema de identidades y de diferencias.

Pero esto exige un examen más detallado. Entre todas las cosas que existen en el mundo ¿a cuáles va a poder llamar "riquezas" el mercantilismo? A todas aquellas que, siendo representables, son además objeto del deseo. Es decir, aun aquellas que están marcadas por "la necesidad, la utilidad, el placer o la rareza".
229
Ahora bien, ¿acaso puede decirse que los metales que sirven para fabricar piezas de moneda (no se trata aquí del vellón que sólo sirve de complemento en ciertas comarcas, sino de los que son utilizados en el comercio exterior) forman parte de las riquezas? El oro y la plata tienen escasa utilidad —"aunque puede servirse de ellos para el uso de la casa"; y si fueron raros, su abundancia excede aun lo que se requiere para esta utilización. Si se los busca, si los hombres consideran que siempre les hacen falta, si explotan las minas y se van a la guerra para apoderarse de ellos, esto se debe a que la fabricación de monedas de oro y plata les ha dado una utilidad y una rareza que estos metales no poseen por sí mismos. "La moneda no toma su valor de la materia de la que se compone, sino más bien de la forma que es la imagen o la marca del Príncipe."
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El oro es precioso por ser moneda y no a la inversa. De un solo golpe, la relación tan estrechamente fijada en el siglo XVI se invierte: la moneda (y hasta el metal del que está hecha) recibe su valor de su pura función de signo. Esto entraña dos consecuencias. Primera, el valor de las cosas no provendrá ya del metal. Este valor se establece por sí mismo, sin referencia a la moneda, según los criterios de utilidad, de placer o de rareza; las cosas toman valor por su relación entre sí; el metal sólo permite representar este valor, del mismo modo que un nombre representa una imagen o una idea, pero no la constituye: "El oro no es más que el signo y el instrumento usual para poner en práctica el valor de las cosas; pero la verdadera estimación de éstas tiene su origen en el juicio humano y en la facultad que llamamos estimativa."
231
Las riquezas son riquezas porque las estimamos, así como nuestras ideas son lo que son porque nos las representamos. Los signos monetarios o verbales se les dan por añadidura.

Pero ¿por qué el oro y la plata, que en sí mismos apenas son riquezas, han recibido o tomado este poder significante? Sin duda, se podría haber utilizado otra mercancía para este efecto "por vil y abyecta que fuera".
232
El cobre que, en muchas naciones permanece en estado de baratura, no se convierte en algo precioso en otros sino en la medida en que se transforma en moneda.
233
Pero, de manera general, el oro y la plata sirven porque contienen en sí mismos una "perfección propia". Perfección que no es del orden del precio, sino que surge de su capacidad indefinida de representación. Son duros, imperecederos, inalterables; pueden dividirse en pedazos minúsculos; pueden juntar un gran peso en un volumen débil; pueden ser transportados con facilidad; son fáciles de horadar. Todo esto hace del oro y de la plata un instrumento privilegiado para representar todas las otras riquezas y para hacer por análisis una comparación rigurosa de ellas. Así se define la relación entre la moneda y las riquezas. Relación arbitraria, ya que no es el valor intrínseco del metal lo que da el precio a las cosas; cualquier objeto, aun sin precio, puede servir de moneda; pero se requiere aunque tenga las cualidades propias de la representación y las capacidades de analisis que permitan establecer relaciones de igualdad y de diferencia entre las riquezas. Aparece, así, que la utilización del oro y de la plata está justamente fundada. Como dice Bouteroue, la moneda "es una porción de materia a la que la autoridad pública ha dado un peso y un valor cierto para servir de precio e igualar en el comercio la desigualdad de todas las cosas".
234
El "mercantilismo" liberó a la vez a la moneda del postulado del valor propio del metal —"la locura de aquellos para quienes la plata es una mercancía como cualquier otra"
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— y estableció entre ella y la riqueza una relación rigurosa de representación y de análisis. "Lo que consideramos en la moneda —dice Barbón— no es tanto la cantidad de plata que contiene, sino el hecho de que tenga curso."
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