Las palabras y las cosas (30 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Por lo común se es injusto, y de manera doble, con lo que se ha convenido en llamar el "mercantilismo": sea que se denuncie en él lo que no ha dejado de criticar (el valor intrínseco del metal como principio de riqueza), sea que se descubra en él una serie de contradicciones inmediatas: ¿acaso no ha definido la moneda en su pura función de signo, a la vez que pedía su acumulación como si fuera una mercancía? ¿No ha reconocido la importancia de las fluctuaciones cuantitativas del numerario y desconocido su acción sobre los precios? ¿Acaso no fue proteccionista, a la vez que fundaba sobre el cambio el mecanismo de aumento de las riquezas? De hecho, estas contradicciones o estos titubeos no existen a menos que se plantee al mercantilismo un dilema que no podía tener sentido para él: el de la moneda como mercancía o signo. Para el pensamiento clásico que por entonces empezaba a constituirse, la moneda es lo que permite representar las riquezas. Sin tales signos, las riquezas permanecerán inmóviles, inútiles y como silenciosas; el oro y la plata son, en este sentido, creadores de todo aquello que el hombre puede codiciar. Pero a fin de poder desempeñar este papel de representación, es necesario que la moneda presente propiedades (físicas y no económicas) que la hagan adecuada para esta tarea y preciosa. Se convierte en mercancía rara y desigualmente repartida a título de signo universal: "El curso y el valor imp
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estos a toda moneda son la verdadera bondad intrínseca de ésta".
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Así como, en el orden de las representaciones, los signos que las remplazan y las analizan deben ser ellos también representaciones, así, la moneda sólo puede significar riqueza siendo ella misma riqueza. Pero se convierte en tal por ser un signo; en tanto que una representación debe ser representada primero para después convertirse en signo.

De allí, las aparentes contradicciones entre los principios de la acumulación y las reglas de la circulación. En un momento dado del tiempo, se determinó el número de especies que existían; Colbert era de la opinión de que, a pesar de la explotación de las minas, a pesar del metal americano, "la cantidad de plata que corre por Europa es constante". Ahora bien, se necesita esta plata para representar las riquezas, es decir, atraerlas, hacerlas aparecer trayéndolas del extranjero o fabricándolas en el lugar; también se tiene necesidad de ella para hacerlas pasar de mano en mano en el proceso de cambio. Por ello, es necesario importar metal de los Estados vecinos: "Lo único que puede producir este gran efecto es el comercio y todo lo que depende de él".
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Así, pues, la legislación debe vigilar dos cosas; "prohibir la salida del metal al extranjero o su utilización para otros fines que no sean la acuñación, y fijar tales derechos de aduana que permitan
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la balanza comercial el ser siempre positiva, favorecer la importación de mercancías en bruto y prevenir, en la medida de lo posible, la de objetos fabricados, exportar productos manufacturados más que las mercaderías mismas cuya desaparición lleva a la escasez y provoca el aumento de precios".
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Ahora bien, el metal que
se
acumula no está destinado a la obstrucción ni al sueño; no se le atrae a un Estado sino para ser consumido por el cambio. Como dice Becher, todo aquello que es gasto para uno de los socios es entrada para el otro;
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y Thomas Mun identifica la plata contante con la fortuna.
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Pues la plata no se convierte en riqueza real sino en la medida exacta en que cumple con su función representativa: cuando remplaza a las mercancías, cuando les permite desplazarse o esperar, cuando da a la materia bruta la oportunidad de convertirse en bienes de consumo, cuando retribuye el trabajo. Así, pues, no hay por qué temer que la acumulación de plata en un Estado haga aumentar los precios; y el principio establecido por Bodino de que la gran carestía del siglo XVI se debió al aflujo del oro americano no es válida; si bien es verdad que la multiplicación del numerario hace subir primero los precios, estimula el comercio y las manufacturas; la cantidad de riqueza crece y el número de elementos entre los cuales se reparten las especies aumenta también. El alza de los precios no es de temerse: por el contrario, ahora que los objetos preciosos se han multiplicado, ahora que los burgueses, como dice Scipion de Grammont, pueden "llevar satín y terciopelo", el valor de las cosas, aun de las más raras, sólo puede bajar en comparación con la totalidad de las demás; así como cada fragmento de metal pierde su valor frente a los otros a medida que aumenta la masa de las especies en circulación.
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En consecuencia, las relaciones entre riqueza y moneda se establecen sobre la circulación y el cambio y no ya sobre la "preciosidad" del metal. Cuando los bienes pueden circular (y lo hacen gracias a la moneda), se multiplican y las riquezas aumentan; cuando las especies se hacen más numerosas, por el efecto de una buena circulación y de una balanza favorable, es posible atraer nuevas mercancías y multiplicar los cultivos y las fábricas. Es necesario decir, con Horneck, que el oro y la plata "son lo más puro de nuestra sangre, la médula de nuestras fuerzas", "los instrumentos más indispensables de la actividad humana y de nuestra existencia".
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Aquí encontramos de nuevo la vieja metáfora de una moneda que seria, con respecto a la sociedad, lo que la sangre es con respecto al cuerpo.
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Pero en Davanzatti, las especies no tenían otro papel que el de irrigar las diversas partes de la nación. Ahora que la moneda y la riqueza son tomadas ambas dentro del espacio de los cambios y de la circulación, el mercantilismo puede ajustar su análisis al modelo recientemente dado por Harvey. Según Hobbes,
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el circuito venoso de la moneda es el de los impuestos y tasas que exigen, sobre las mercancías transportadas, compradas o vendidas, una cierta masa metálica; ésta es conducida hasta el corazón del Hombre-Leviatán —es decir, hasta los cofres del Estado. Allí, el metal recibe el "principio vital": en efecto, el Estado puede fundirlo o ponerlo en circulación. En todo caso, sólo su autoridad le dará curso; y redistribuido entre los particulares (en la forma de pensiones, de tratos o de retribución por las provisiones compradas por el Estado), estimulará, en el segundo circuito, ahora arterial, los cambios, las fabricas y los cultivos. Así, la circulación se convierte en una de las categorías fundamentales del análisis. Pero la transferencia de este modelo fisiológico sólo ha sido posible por la apertura más profunda de un espacio común a la moneda y a los signos, a las riquezas y a las representaciones. La metáfora, tan frecuente en nuestro Occidente, de la ciudad y el cuerpo, sólo tomó en el siglo XVII su fuerza imaginaria sobre la base de necesidades arqueológicas mucho más radicales.

A través de la experiencia mercantilista, el dominio de las riquezas se constituye del mismo modo que el de las representaciones. Ya se ha visto que éstas tenían el poder de representar a partir de sí mismas: de abrir un espacio en sí en el que ellas se analizaban y formaban con sus propios elementos sustitutos que permitían a la vez establecer un sistema de signos y un cuadro de las identidades y de las diferencias. De la misma manera, las riquezas tienen el poder de cambiarse; de analizarse en partes que autorizan las relaciones de igualdad o desigualdad; de significarse unas a otras por estos elementos de riquezas perfectamente comparables que son los metales preciosos. Y así como todo el mundo de la representación se cubre de representaciones de segundo grado que las representan y esto en una cadena ininterrumpida, así todas las riquezas del mundo están en relación unas con otras, en la medida en que forman parte de un sistema de cambio. De una representación a otra no hay un acto autónomo de significación, sino una simple e indefinida posibilidad de cambio. Sean cuales fueren las determinaciones y las consecuencias económicas, el mercantilismo, si se le interroga al nivel de la
episteme
, aparece como el lento y largo esfuerzo por poner la reflexión sobre los precios y la moneda en el estrecho filo del análisis de las representaciones. Hizo surgir un dominio de las "riquezas" que está conectado con el que, por la misma época, se abrió ante la historia natural y también con el que se desplegó ante la gramática general. Pero en tanto que, en estos dos últimos casos, la mutación se llevó a cabo bruscamente (de pronto en la
Grammaire de Port- Royal
surge un cierto modo de ser del lenguaje, casi de golpe se manifiesta con Jonston y Tournefort un cierto modo de ser de los individuos naturales), el modo de ser de la moneda y de la riqueza, por estar ligado a toda una
praxis
, a todo un conjunto institucional, tenia, en cambio, un índice de viscosidad histórica mucho más alto. Los seres naturales y el lenguaje no tuvieron necesidad del equivalente de la larga operación mercantilista para entrar en el dominio de la representación, someterse a sus leyes y recibir de ella sus signos y sus principios de orden.

4. LA PRENDA Y EL PRECIO

La teoría clásica de la moneda y de los precios se elaboró a través de experiencias históricas muy bien conocidas. Por lo pronto, se trata de la gran crisis de los signos monetarios que se inició sobre todo en Europa en el siglo XVII; ¿acaso es necesario ver una primera crisis de conciencia, todavía marginal y alusiva, en la afirmación de Colbert de que la masa metálica es estable en Europa y pueden pasarse por alto los aportes americanos? En todo caso, a fines del siglo se tiene la experiencia de que el metal amonedado es muy raro: regresión del comercio, baja de los precios, dificultades para pagar las deudas, las rentas y los impuestos, desvalorización de la tierra. De allí, la gran serie de devaluaciones que tienen lugar en Francia durante los quince primeros años del siglo XVIII a fin de multiplicar el numerario; las once "disminuciones" (revaluaciones) que se escalonan del primero de diciembre de 1713 al primero de septiembre de 1715 y que estaban destinadas —aunque fue un fracaso— a volver a poner en circulación el metal que se oculta; toda una serie de medidas que disminuyen la tasa de las rentas al reducir su capital nominal; la aparición de billetes de moneda en 1701, bien pronto remplazados por las rentas del Estado. Entre muchas otras consecuencias, la experiencia de Law permitió la reaparición de los metales, el aumento de los precios, la revaluación de la tierra, la recuperación del comercio. Los edictos de enero y de mayo de 1726 instauraron, para todo el siglo XVIII, una moneda metálica estable: ordenan la fabricación de un luis de oro que vale y que valdrá hasta la Revolución veinticuatro libras torresas.

Se acostumbra ver en estas experiencias, en su contexto teórico, en las discusiones a las que dieron lugar, el enfrentamiento de los partidarios de una moneda-signo y los partidarios de una moneda- mercancía. De un lado está Law, desde luego con Terrasson,
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Dutot,
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Montesquieu,
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el caballero de Jaucourt;
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frente a ellos se alinean, entre otros, Paris-Duvemey,
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el canciller d'Aguesseau,
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Con- dillac, Destutt; entre los dos grupos y siguiendo una línea media, habría que poner a Melón
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y a Graslin.
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Es verdad que sería interesante el hacer el recuento exacto de las opiniones y determinar cómo se distribuyen en los diferentes grupos sociales. Pero si se interroga al saber que ha hecho posibles unas y otras a la vez, nos damos cuenta de que la oposición es superficial; y de que, si es necesaria, es a partir de una disposición única que sólo procura, en un panto determinado, la bifurcación de una elección indispensable.

Esta disposición única es la que define la moneda como una prenda. Definición que se encuentra en Locke y, un poco antes de él, en Vaughan;
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después en Melón —"el oro y la plata son, por convención general, la prenda, el equivalente o como la medida común de todo lo que sirve al uso de los hombres"—,
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en Dutot —"las riquezas de confianza o de opinión no son más que representativas, como el oro, la plata, el bronce, el cobre"—,
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en Fortbonnais —"el punto importante" en las riquezas de convención consiste "en la seguridad que tienen los propietarios de la plata y las mercaderías de cambiarlas cuando quieran… sobre la base establecida por el uso".
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Decir que la moneda es una prenda es decir que no es más que una ficha que se recibe por consentimiento común —en consecuencia, ficción pura; pero también es decir que vale exactamente aquello por lo cual se la ha cambiado, ya que a su vez podrá ser cambiada por esa misma cantidad de mercancía o su equivalente. La moneda puede siempre devolver a las manos de su propietario lo que acaba de cambiarse por ella, así como, en la representación, un signo debe poder remitir al pensamiento que representa. La moneda es una memoria sólida, una representación que se desdobla, un cambio diferido. Como dice Le Trosne, el comercio que se sirve de la moneda es un perfeccionamiento en la medida misma en que es "un comercio imperfecto",
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un acto al que falta, durante un tiempo, lo que lo compensa, una media operación que promete y espera el cambio inverso por el cual la prenda se convertirá de nuevo en su contenido efectivo.

Pero ¿cómo puede dar esta seguridad la prenda monetaria? ¿Cómo puede escapar al dilema del signo sin valor o de la mercancía análoga a todas las demás? He allí el lugar donde radica la herejía para el análisis clásico de la moneda —la elección que opone a los partidarios de Law y a sus adversarios. En efecto, es posible concebir que la operación que da la moneda en prenda está asegurada por el valor de compra de la materia de la que está hecha; o, al contrario, por otra mercancía, exterior a ella pero que le estaría ligada por el consentimiento colectivo o la voluntad del príncipe. Law eligió esta segunda solución a causa de la rareza del metal y de las oscilaciones de su valor de compra. Piensa que se puede hacer circular una moneda de papel que sería prenda de la propiedad territorial: no se trata pues más que de emitir "billetes hipotéticos sobre las tierras y que deben extinguirse por pagos anuales… estos billetes circularán como la plata amonedada por el valor que expresen".
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Sabemos que Law fue obligado a renunciar a esta técnica durante su experiencia francesa y que hizo asegurar la prenda de la moneda por una compañía de comercio. El fracaso de la empresa no empañó para nada la teoría de la moneda-prenda que había hecho posible y que haría igualmente posible toda reflexión sobre la moneda, aun la opuesta a las concepciones de Law. Y al instaurarse una moneda metálica estable en 1726,
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exigió la prenda a la sustancia misma de la especie. Lo que asegura la intercambiabilidad de la moneda es el valor de compra del metal presente en ella; y Turgot criticará a Law el haber creído que "la moneda no es más que una riqueza de signo cuyo crédito se funda en la marca del príncipe. Esta marca aparece allí para certificar el peso y el título… Así, pues, la plata es, como mercancía y no como signo, la medida común de las otras mercancías… El oro obtiene su precio de su rareza y, lejos de ser un mal el que sea empleado al mismo tiempo como mercancía y como medida, estos dos empleos sostienen su precio".
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Law, con sus partidarios, no se opone a su siglo como el precursor genial —o imprudente— de las monedas fiduciarias. Del mismo modo que sus adversarios, define la moneda como prenda. Pero considera que su fundamento estará más asegurado (a la vez más abundante y estable) por una mercancía exterior a la especie monetaria misma; sus adversarios, en cambio, piensan que estará mejor asegurado (más cierto y menos sometido a las especulaciones) por la sustancia metálica que constituye la realidad material de la moneda. Entre Law y quienes lo critican, la oposición sólo concierne a la distancia entre lo que se da en prenda y lo emprendado. En un caso, la moneda, aligerada en sí misma de todo valor de compra, pero asegurada por un valor qu
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le es exterior, es aquello "por lo que" se cambian las mercancías;
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en el otro caso, la moneda, que tiene en sí un precio, es a la vez aquello "por lo que" y aquello "por qué" se cambian las riquezas. Pero tanto en un caso como en el otro, la moneda permite fijar el precio de las cosas gracias a una cierta relación de proporción con las riquezas y un cierto poder de hacerlas
circular.

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