Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Así, pues, no es necesario relacionar la historia natural, tal como se desplegó durante la época clásica, con una filosofía, aunque fuera oscura y hasta balbuciente, de la vida. En realidad, se entrecruza con una teoría de las palabras. La historia natural está situada, a la vez, antes y después del lenguaje; deshace el lenguaje cotidiano, pero con el fin de rehacerlo y descubrir lo que lo ha hecho posible a través de las semejanzas ciegas de la imaginación; lo critica, pero para descubrir en él el fundamento. Si lo retoma y quiere cumplirlo a la perfección es porque también retorna
a
su origen. Franquea este vocabulario cotidiano que le sirve de suelo inmediato y, más allá de él, va en busca de lo que ha podido constituir su razón de ser; pero, a la inversa, se aloja por completo en un espacio del lenguaje, ya que es esencialmente un uso concertado de los nombres y su último fin es dar a las cosas su verdadera denominación. Entre el lenguaje y la teoría de la naturaleza existe, pues, una relación de tipo crítico; en efecto, conocer la naturaleza es construir, a partir del lenguaje, un lenguaje verdadero que descubrirá en qué condiciones es posible cualquier lenguaje y dentro de qué límites puede tener un dominio de validez. La cuestión crítica existió, sin duda, en el siglo XVIII, si bien ligada a la forma de un saber determinado. Por esta razón no podía adquirir autonomía y valor de interrogación radical: no ha dejado de rondar en una región en la que se planteaba el problema de la semejanza, de la fuerza de la imaginación, de la naturaleza y de la naturaleza humana, del valor de las ideas generales y abstractas, en suma, de las relaciones entre la percepción de la similitud y la validez del concepto. En la época clásica —Locke y Linneo, Buffon y Hume dan testimonio de ello— la cuestión crítica es la del fundamento de la semejanza y de la existencia del género.
A fines del siglo XVIII, aparecerá una nueva configuración que revolverá definitivamente, a los ojos del hombre moderno, el viejo espacio de la historia natural. Por una parte, la crítica se desplaza y se separa del suelo en que había nacido. En tanto que Hume hacía del problema de la causalidad un caso de interrogación general acerca de las semejanzas,
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Kant, al aislar la causalidad, invierte la cuestión: allí donde se trataba de establecer las relaciones de identidad y de distinción sobre el fondo continuo de las similitudes, hace aparecer el problema inverso de la síntesis de lo diverso. De golpe, la cuestión crítica se remite del concepto al juicio, de la existencia del género (obtenida por el análisis de las representaciones) a la posibilidad de ligar entre ellas las representaciones, del derecho de nombrar al fundamento de la atribución, de la articulación nominal a la proposición misma y al verbo ser que la establece. Se encuentra, pues, completamente generalizada. En vez de tener validez por razón de las solas relaciones de la naturaleza y de la naturaleza humana, se plantea la interrogación acerca de la posibilidad misma de todo conocimiento.
Pero, por otro lado, en la misma época, la vida adquiere su autonomía en relación con los conceptos de la clasificación. Escapa a esta relación crítica que, en el siglo XVIII, era constitutiva del saber de la naturaleza. Escapa, lo que quiere decir dos cosas: la vida se convierte en objeto de conocimiento entre los demás y, con este título, dispensa de toda crítica en general; pero también resiste a esta jurisdicción crítica, que retoma por su cuenta y que traslada, en su propio nombre, a todo conocimiento posible. En tal medida, que a lo largo del siglo XIX, de Kant a Dilthey y a Bergson, los pensamientos críticos y las filosofías de la vida se encontrarán en una posición de recuperación y de disputa recíprocas.
En la época clásica, pues, no existía la vida, ni la ciencia de la vida; ni tampoco la filología. Pero sí una historia natural y una gramática general. Asimismo, tampoco existía una economía política, ya que, en el orden del saber, no existe la producción. A la inversa, en los siglos XVII y XVIII existe una noción que ha seguido siéndonos familiar, aunque haya perdido para nosotros su precisión esencial. Es más, no debería hablarse de "noción" a este respecto, pues no tiene lugar en el interior de un juego de conceptos económicos que desplazaría ligeramente, confiscándoles poco a poco su sentido o menoscabando su extensión. Se trata más bien de un dominio general: de una capa muy coherente y muy bien estratificada que comprende y aloja, como otros tantos objetos parciales, las nociones de valor, de precio, de comercio, de circulación, de renta, de interés. Este dominio, suelo y objeto de la "economía" durante la época clásica, es el de la
riqueza
. Es inútil plantearle cuestiones que provienen de una economía de tipo diferente, organizada, por ejemplo, en torno a la producción o al trabajo; inútil igualmente el analizar sus diversos conceptos (aun y sobre todo si su nombre se ha perpetuado en consecuencia con una cierta analogía de sentido), sin tener en cuenta el sistema del que toman su positividad. Es tanto como querer analizar el género linneano fuera del dominio de la historia natural o la teoría de los tiempos de Bauzée sin tener en cuenta el hecho de que la gramática general era su condición histórica de posibilidad. Así, pues, hay que evitar una lectura retrospectiva que sólo prestaría al análisis clásico de las riquezas la unidad ulterior de una economía política en vías de constituirse a ciegas. Sin embargo, los historiadores de las ideas tienen la costumbre de restituir de este modo el nacimiento enigmático de este saber que, en el pensamiento occidental, habría surgido armado de punta en blanco y ya peligroso en la época de Ricardo y de J. B. Say. Suponen una economía científica a la que una problemática puramente moral del provecho y de la renta (teoría del precio justo, justificación o condenación del interés) había convertido en imposible; situación que se agravó después por una confusión sistemática entre moneda y riqueza, valor y precio de mercado: de esta asimilación, el mercantilismo sería uno de los responsables principales, a la vez que la manifestación más evidente. Pero, poco a poco, el siglo XVIII habría ido asegurando las distinciones esenciales y habría discernido algunos de los grandes problemas que la economía positiva no dejaría de tratar desde entonces con unos instrumentos mejor adaptados: así, la moneda descubriría su carácter convencional, aunque no arbitrario (y lo haría a través de la larga discusión entre los metalistas y los antimetalistas: entre los primeros habría que contar a Child, Petty, Locke, Cantillon, Galiani; entre los segundos a Barbón, Boisguillebert y, sobre todo, a Law, y luego más discretamente, tras el desastre de 1720, a Montesquieu y a Melón); también se habría comenzado —es la obra de Cantillon— a separar una de otra la teoría del precio de cambio y la del valor intrínseco; se habría visto la gran "paradoja del valor" oponiendo la inútil carestía del diamante al buen mercado de esa agua sin la cual no podemos vivir (en efecto, es posible encontrar este problema rigurosamente formulado por Ga- liani); se habría empezado, prefigurando así a Jevons y a Menger, a referir el valor a una teoría general de la utilidad (esbozada por Galiani, Graslin, Turgot); se habría comprendido la importancia de los precios elevados para el desarrollo del comercio (se trata del "principio de Becher", retomado en Francia por Boisguillebert y Quesnay); por último —y henos ya en los fisiócratas— se habría iniciado el análisis del mecanismo de la producción. Y así, formada por piezas y trozos, la economía política plantearía silenciosamente sus temas esenciales, hasta el momento en que, retomando en un sentido distinto el análisis de la producción, Adam Smith sacara a luz el proceso de la creciente división del trabajo, Ricardo el papel desempeñado por el capital, J. B. Say algunas de las leyes fundamentales de la economía de mercado. Desde entonces, habría empezado a existir la economía política con su objeto propio y su coherencia interior.
De hecho, los conceptos de moneda, precio, valor, circulación, mercado, no fueron pensados, en los siglos XVII y XVIII, a partir de un futuro que los esperaba en la sombra, sino más bien sobre el suelo de una disposición epistemológica rigurosa y general. Es esta disposición la que sostiene en su necesidad de conjunto al "análisis de las riquezas". Éste es, con respecto a la economía política, lo que la gramática general con respecto a la filología y lo que la historia natural con respecto a la biología. Y así como no puede comprenderse la teoría del verbo y del nombre, el análisis del lenguaje de acción, el de las raíces y de su derivación, sin hacer referencia, a través de la gramática general, a esa red arqueológica que los hace posibles y necesarios, así tampoco puede comprenderse, sin discernir el dominio de la historia natural, lo que fueron la descripción, la caracterización y la taxinomia clásicas, ni tampoco la oposición entre sistema y método, o "fijismo" y "evolución", de la misma manera resultaría imposible reencontrar el eslabón necesario que encadena el análisis de la moneda, de los precios, del valor, del comercio, si no se sacara a luz este dominio de las riquezas que es el lugar de su simultaneidad.
Sin duda alguna, el análisis de las riquezas no se constituyó siguiendo las mismas líneas ni el mismo ritmo que la gramática general o la historia natural. Pues la reflexión sobre la moneda, el comercio y los cambios está ligada a una práctica y a unas instituciones. Pero, si pueden oponerse la práctica y la especulación pura, de cualquier manera, ambas reposan sobre un único e idéntico saber fundamental. Es muy posible que una reforma de la moneda, un uso bancario, una práctica comercial se racionalicen, se desarrollen, se mantengan o desaparezcan según formas propias; siempre estarán fundados sobre un cierto saber: saber oscuro que no se manifiesta por sí mismo en un discurso, sino cuyas necesidades son idénticamente iguales que las de las teorías abstractas o las especulaciones sin relación aparente con la realidad. En una cultura y en un momento dados, sólo hay siempre una
episteme
, que define las condiciones de posibilidad de todo saber, sea que se manifieste en una teoría o que quede silenciosamente investida en una práctica. La reforma monetaria prescrita por los Estados generales de 1575, las medidas mercantilistas o la experiencia de Law y su liquidación tienen la misma base arqueológica que las teorías de Davanzatti, de Bouteroue, de Petty o de Cantillon. Y lo que se requiere es hacer hablar a estas necesidades fundamentales del saber.
En el siglo XVI, el pensamiento económico está limitado, o casi limitado, al problema de los precios y al de la sustancia monetaria. La cuestión de los precios concierne al carácter absoluto o relativo del encarecimiento de las mercancías y al efecto que pueden tener sobre los precios las devaluaciones sucesivas o la afluencia de los metales americanos. El problema de la sustancia monetaria es el de la naturaleza del patrón, de la relación de precio entre los diferentes metales utilizados, de la distorsión entre el peso de las monedas y sus valores nominales. Pero estas dos series de problemas estaban ligadas, ya que el metal no aparecería como signo, y como signo medidor de las riquezas, sino por ser él mismo una riqueza. Si podía significar, es porque era una marca real. Y de la misma manera que las palabras tenían la misma realidad que lo que decían, así como las marcas de los seres vivos estaban inscritas en sus cuerpos a la manera de marcas visibles y positivas, así los signos que indicaban las riquezas y las medían debían llevar en sí mismos la marca real. Para poder decir el precio, era necesario que fueran preciosos. Era necesario que fueran raros, útiles, deseables. Y también era necesario que todas estas cualidades fueran estables para que la marca que ellos imponían fuera una verdadera signatura, universalmente legible. De allí esta correlación entre el problema de los precios y la naturaleza de la moneda, que constituye el objeto privilegiado de toda reflexión sobre las riquezas desde Copérnico hasta Bodino y Davanzatti.
En la realidad material de la moneda se fundan sus dos funciones de medida común de las mercancías y de sustituto en el mecanismo de cambio. Una medida es estable, reconocida por todos y valiosa en cualquier lugar, si tiene por patrón una realidad asignable que se pueda comparar con la diversidad de las cosas que se quiere medir: así, dice Copérnico, la toesa y el celemín, cuyo largo y volumen materiales sirven de unidad.
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En consecuencia, la moneda sólo mide en verdad si su unidad es una realidad que existe realmente y a la cual puede referirse cualquier mercancía. En este sentido, el siglo XVI vuelve a la teoría admitida cuando menos durante una parte de la Edad Media y que permitía al príncipe o aun al consenso popular el derecho de fijar el
valor impositus
de la moneda, modificar las tasas, desmonetizar una categoría de piezas o todo el metal que se quiera. Es necesario que el valor de la moneda esté regulado por la masa metálica que contiene, es decir, que vuelva a lo que antes fue, cuando los príncipes no habían impreso aún su imagen ni su sello sobre los fragmentos metálicos; en aquel momento "ni el cobre, ni el oro, ni la plata eran monedas, sino que sólo se los estimaba según su peso";
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no se daba valor de marcas reales a los signos arbitrarios; la moneda era una justa medida ya que no significaba más que su poder de medir las riquezas a partir de su propia realidad material de riqueza.
Sobre este fondo epistemológico se operan las reformas en el siglo XVI y toman sus dimensiones propias los debates. Se trata de remitir los signos monetarios a su exactitud de medida: es necesario que los valores nominales que llevan las piezas estén de acuerdo con la cantidad de metal que se ha elegido como patrón y que se encuentra incorporado en ellas; así, pues, la moneda no significaría más que su valor medidor. En este sentido el anónimo autor del
Compendious
pide que "toda la moneda actualmente corriente deje de serlo a partir de cierta fecha", ya que los "encarecimientos" del valor nominal han alterado, desde hace mucho tiempo, las funciones de medida; es necesario que las piezas ya amonedadas no se acepten sino "después de estimar el metal que contienen"; en cuanto a la nueva moneda tendrá por valor nominal su propio peso: "a partir de ese momento sólo serán corrientes la antigua y la nueva moneda, según un mismo valor, un mismo peso, una misma denominación y así se restablecerá la moneda en su antigua tasa y su antigua bondad".
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No se sabe si el texto del
Compendious
, que no se publicó antes de 1581, pero que en verdad existe y circula en manuscrito una treintena de años antes, inspiró la política monetaria del reinado de Isabel. Una cosa es cierta, a saber, que después de una serie de "encarecimientos" (de devaluaciones) entre 1544 y 1559, la proclamación de marzo de 1561 "abate" el valor nominal de la moneda y lo remite a la cantidad de metal que contiene. Del mismo modo, en Francia, los Estados generales de 1575 piden y obtienen la supresión de las unidades de cuenta (que introducían una tercera definición de la moneda, puramente aritmética, que se añadía a la definición del peso y a la del valor nominal: esta relación complementaria ocultaba a los ojos de quienes estaban mal instruidos al respecto el sentido de las manipulaciones sobre la moneda); el edicto de septiembre de 1577 establece el escudo de oro a la vez como pieza real y como unidad de cuenta, decreta la subordinación de todos los otros metales al oro —en particular de la plata, que guarda su valor liberatorio pero pierde su inmutabilidad de derecho. Así, las monedas se revalúan a partir de su peso metálico. El signo que llevan —el
valor impositus
— no es más que la marca exacta y transparente de la medida que constituyen.