Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Era necesario que esta función del tiempo en la riqueza apareciese desde el momento (a fines del siglo XVII) en que la moneda fue definida como prenda y asimilada al crédito: era muy necesario que la duración del crédito, la rapidez con la que vencía, el número de manos por las que pasaba durante un tiempo dado, se convirtieran en variables características de su poder representativo. Pero todo esto no era más que la consecuencia de una forma de reflexión que colocaba el signo monetario, con relación a la riqueza, en una postura de
representación
en el pleno sentido del término. Y, en consecuencia, la misma red arqueológica sostiene, en el análisis de las riquezas, la teoría de la
moneda-representación
, y en la historia natural, la teoría del
carácter-representación
. El carácter designa los seres al situarlos en su vecindad; el precio monetario designa las riquezas, si bien en el movimiento de su crecimiento o de su disminución.
La teoría de la moneda y del comercio responde a esta pregunta: ¿Cómo pueden caracterizar los precios, en el movimiento de los cambios, a las cosas —cómo puede la moneda establecer entre las riquezas un sistema de signos y de designación? La teoría del valor responde a una pregunta que se cruza con ésta, al interrogar, como en profundidad y a lo vertical, el nivel horizontal en el que se cumplen indefinidamente los cambios: ¿por qué hay cosas que los hombres tratan de cambiar, por qué unas valen más que otras, por qué ciertas de ellas, que son inútiles, tienen un alto valor en tanto que otras, indispensables, tienen un valor nulo? Así, pues, no se trata de saber de acuerdo con qué mecanismo pueden representarse las riquezas entre sí (y por medio de esta riqueza universalmente representativa que es el metal precioso), sino por qué los objetos del deseo y de la necesidad tienen que ser representados, cómo se da el valor de una cosa y por qué se puede afirmar que vale tanto o tanto más. El valor, para el pensamiento clásico, es primero el valer algo, el ser sustituible por esta cosa en un proceso de cambio. La moneda ha sido inventada, los precios se fijan y se modifican sólo en la medida en que existe este cambio. Ahora bien, el cambio no es un fenómeno simple más que en apariencia. En efecto, sólo se cambia por trueque cuando cada uno de los participantes reconoce un valor en lo que el otro posee. En cierto sentido, es necesario que estas cosas intercambiables, con su valor propio, existan de antemano en posesión de cada uno a fin de que la doble cesión y la doble adquisición se produzcan al final. Pero, por otro lado, lo que cada uno come y bebe, aquello que necesita para vivir, no tiene valor ya que no lo cede; y aquello de lo que necesita está igualmente desprovisto de valor ya que no se sirve de ello para adquirir algo que necesita. Dicho de otra manera, para que una cosa pueda representar a otra en un cambio, se requiere que existan ya cargadas de valor; y, sin embargo, el valor sólo existe en el interior de la representación (real o posible), es decir, en el interior del cambio o de la intercambiabilidad. De allí dos posibilidades simultáneas de lectura: la primera analiza el valor en el acto mismo del cambio, en el punto de cruce entre lo dado y lo recibido; la otra analiza con anterioridad al cambio y como condición primera para que éste pueda tener lugar. Estas dos lecturas corresponden, la primera a un análisis que coloca y encierra toda la esencia del lenguaje dentro de la proposición; la otra, a un análisis que descubre esta misma esencia del lenguaje al lado de designaciones primitivas —lenguaje de acción o raíz—; en el primer caso, en efecto, el lenguaje encuentra su lugar de posibilidad en una atribución asegurada por el verbo —es decir, por este elemento del lenguaje en retracción de todas las palabras, pero que las relaciona unas con otras—; el verbo, al hacer posibles todas las palabras del lenguaje a partir de su lazo proposicional, corresponde al cambio que fundamenta, como un acto más primitivo que los otros, el valor de las cosas cambiadas y el precio por el cual se las cede; en la otra forma de análisis, el lenguaje está enraizado fuera de sí mismo y como en la naturaleza o las analogías de las cosas; la raíz, el primer grito que da nacimiento a las palabras antes aun de que el lenguaje exista, corresponde a la formación inmediata del valor antes del cambio y de las medidas recíprocas de la necesidad.
Pero, para la gramática, estas dos formas de análisis —a partir de la proposición o a partir de las raíces— son perfectamente distintas, ya que tiene que habérselas con el lenguaje —es decir, con un sistema de representaciones encargado a la vez de designar y de juzgar o también que tiene relación a la vez con un objeto y con una verdad. En el orden de la economía, esta distinción no existe, ya que, para el deseo, la relación con su objeto y la afirmación de que es deseable no son sino una y la misma cosa; designarla es establecer ya el lazo. De suerte que allí donde la gramática dispone de dos segmentos teóricos separados y ajustados uno a otro, formando por lo pronto un análisis de la proposición (o del juicio) y después un análisis de la designación (del gesto o de la raíz), la economía sólo conoce un segmento teórico, que sin embargo es susceptible simultáneamente de dos lecturas hechas en sentido inverso. La primera analiza el valor a partir del cambio de objetos de necesidad —de
objetos útiles
—; la segunda, a partir de la formación y del nacimiento de objetos cuyo valor definirá después el cambio —a partir de la prolijidad de la naturaleza. Se reconoce, entre estas dos lecturas posibles, un punto de herejía que nos es familiar: separa lo que se llama la "teoría psicológica" de Condillac, Galiani, Graslin, de la de los Fisiócratas, con Quesnay y su escuela. El Fisiocratismo no tiene, sin duda alguna, la importancia que le atribuyeron los economistas en la primera parte del siglo XIX, cuando buscaban en él el acta de fundación de la economía política; pero sería igualmente vano, sin duda alguna, el dar el mismo papel —como lo hicieron los marginalistas— a la "escuela psicológica". Entre estos dos modos de análisis, no hay más diferencia que el punto de origen y la dirección elegidos para recorrer una red de necesidad que permanece idéntica.
Para que haya valores y riquezas se requiere, dicen los Fisiócratas, que sea posible un cambio: es decir, que se tenga a la disposición un excedente del que tenga necesidad el otro. La fruta que me da hambre, que recojo y que como, es un
bien
que la naturaleza me ofrece; pero sólo habrá
riqueza
si las frutas de mi árbol son tan numerosas que excedan mi apetito. Y aún hace falta que algún otro tenga hambre y me las pida. "El aire que respiramos —dice Quesnay—, el agua que bebemos en el río y todos los otros bienes o riquezas superabundantes y comunes a todos los hombres no son negociables: son bienes, no riquezas."
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Antes del cambio, no hay más que esta realidad, escasa o abundante, que ofrece la naturaleza; sólo la demanda de uno y la renuncia del otro son capaces de hacer aparecer los valores. Ahora bien, los cambios tienen precisamente como fin el repartir los excedentes de manera que sean distribuidos a los que les hacen falta. No son, pues, "riquezas" sino a título provisional, durante el tiempo en que, presentes unas y ausentes las otras, comienzan y terminan el trayecto que las lleva a los consumidores y les restituirá su naturaleza primitiva de bien. "La meta del cambio —dice Mercier de La Rivié- re— es el disfrute, el consumo, de tal suerte que el comercio puede ser definido sumariamente así: el cambio de cosas usuales para lograr su distribución entre las manos de sus consumidores."
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Ahora bien, esta constitución de valor por el comercio,
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no puede hacerse sin una sustracción de bienes: en efecto, el comercio transporta las cosas, implica gastos de transporte, de conservación, de transformación, de venta:
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en breve, cuesta un cierto consumo de
bienes
el que los
bienes
mismos se transformen en
riquezas
. El único comercio que no costaría nada sería el trueque puro y simple; en él los bienes no son riquezas y valores sino lo que dura un relámpago, es decir, durante el instante del cambio: "Si el cambio pudiera hacerse de inmediato y sin gastos, tendría que ser más ventajoso para quienes cambian: se equivoca uno garrafalmente cuando se toman como comercio las operaciones intermedias que sirven para hacer el comercio".
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Los Fisiócratas no se plantean más que la realidad material de los bienes: y así la formación del valor en el cambio se hace costosa y se la inscribe en la deducción de los bienes existentes. El formar el valor no es satisfacer necesidades más numerosas; es sacrificar bienes para cambiarlos por otros. Los valores forman lo negativo de los bienes.
Pero ¿de dónde proviene el que el valor pueda formarse así? ¿Cuál es el origen de este excedente que permite que los bienes se transformen en riquezas sin borrarse y desaparecer a fuerza de cambios sucesivos y de circulación? ¿Cómo se logra que el costo en esta formación incesante de valor no agote los bienes a la disposición del hombre? ¿Acaso el comercio puede hallar por sí solo este complemento necesario? Desde luego que no, ya que se propone cambiar valor por valor de acuerdo con la mayor igualdad posible. "Para recibir mucho, es necesario dar mucho; y para dar mucho, es necesario recibir mucho. He ahí todo el arte del comercio. Por su naturaleza misma, el comercio no hace más que cambiar juntas cosas de igual valor".
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Sin duda alguna, una mercancía, al llegar a un mercado lejano, puede cambiarse por un precio superior al que obtendría en plaza: pero este aumento corresponde a los gastos reales del transporte; y si nada pierde por este hecho es porque la mercancía estacionaria por la cual se cambia ha perdido estos gastos de transporte de su propio precio. Bien se puede hacer pasear las mercancías dé un extremo del mundo al otro, el costo del cambio siempre se descuenta de los bienes cambiados. No es el comercio el que ha producido este excedente. Ha sido necesario que existiera esta plétora para que el comercio fuera posible.
Tampoco la industria es capaz de retribuir el costo de formación del valor. En efecto, los productos de las manufacturas pueden ponerse a la venta según dos regímenes. Si los precios son libres, la competencia tiende a hacerlos bajar, de suerte que además de la materia prima cubren apenas el trabajo del obrero que la ha transformado; de acuerdo con la definición de Cantillon, este salario corresponde a la subsistencia del obrero durante el tiempo en que trabaja; sin duda es necesario agregar la subsistencia y los beneficios del empresario; pero de cualquier manera, el aumento del valor debido a la manufactura representa el consumo de aquellos a los que retribuye, para fabricar riquezas, se requiere sacrificar bienes: "El artesano destruye en subsistencia lo que produce por su trabajo".
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Cuando existe un precio de monopolio, los precios de venta de los objetos pueden elevarse considerablemente. Pero no se trata de que el trabajo de los obreros se retribuya mejor: la competencia que hay entre ellos tiende a mantener sus salarios en el nivel de lo que es justo indispensable para su subsistencia;
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en cuanto a los beneficios de los empresarios, es verdad que los precios de monopolio los hacen crecer, en la medida en que aumenta el valor de los objetos puestos a la venta; pero este aumento no es otra cosa que la baja proporcional del valor de cambio de las otras mercancías: "Todos estos empresarios hacen fortunas sólo porque otros hacen gastos".
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En apariencia, la industria aumenta los valores; de hecho, descuenta del cambio mismo el precio de una o de varias subsistencias. El valor no se forma ni crece por la producción, sino por el consumo. Ya sea el del obrero que se asegura su subsistencia, del empresario que retira beneficios, del ocioso que compra: "El crecimiento del valor venal que se debe a la clase estéril es el efecto del gasto del obrero y no del de su trabajo. Pues el hombre ocioso que gasta sin trabajar produce el mismo efecto a este respecto".
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El valor sólo aparece donde los bienes han desaparecido; y el trabajo funciona como un gasto: forma un precio de la subsistencia que él mismo ha consumido.
Esto es verdad con respecto al trabajo agrícola mismo. El obrero que siembra no tiene un estatuto diferente que el que teje o transporta; no es más que uno "de los instrumentos del trabajo o del cultivo"
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—instrumento que tiene necesidad de una subsistencia y la descuenta de los productos de la tierra. Como en todos los otros casos, la retribución del trabajo agrícola tiende a ajustarse exactamente a esta subsistencia. Sin embargo, tiene un privilegio, no económico —en el sistema de cambios—, sino físico, en el orden de la producción de bienes; es que la tierra, al ser trabajada, proporciona una cantidad de subsistencia posible muy superior a la que el cultivador necesita. En cuanto trabajo retribuido, la labor del obrero agrícola es, pues, tan negativa y dispendiosa como la de los obreros de manufactura; pero en cuanto "comercio físico" con la naturaleza,
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suscita en ella una fecundidad inmensa. Y si es verdad que esta prolijidad es retribuida de antemano por los precios de labor, de siembra, de alimento para los animales, se sabe muy bien que se encontrará una espiga donde se sembró un grano; y los rebaños "engordan cada día al tiempo mismo de su reposo, lo que no puede decirse de una pieza de seda o de lana en los almacenes".
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La agricultura es el único dominio en el que el crecimiento del valor debido a la producción no equivale al mantenimiento del productor. A decir verdad, hay un productor invisible que no necesita ninguna retribución; con él está asociado el agricultor sin saberlo; y en el momento en que el trabajador consume tanto como trabaja, este mismo trabajo, por virtud de su Coautor, produce todos los bienes de los cuales se descontará la formación de los valores: "La Agricultura es una manufactura de institución divina, en la que el fabricante tiene como socio al Autor de la naturaleza, al Productor mismo de todos los bienes y de todas las riquezas".
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Se comprende la importancia teórica y práctica que los Fisiócratas acordaron a la renta de la tierra —y no al trabajo agrícola. Ya que éste es retribuido por un consumo, en tanto que la renta de la tierra representa, o debe representar, el producto neto: la cantidad de bienes que proporciona la naturaleza, por encima de la subsistencia que asegura al trabajador y de la retribución que exige para sí misma a fin de continuar produciendo. Es esta renta la que permite transformar los bienes en valores o en riquezas. Proporciona con qué retribuir todos los demás trabajos y todos los consumos que le corresponden. De allí, dos preocupaciones mayores: poner a su disposición una gran cantidad de numerario para que pueda alimentar el trabajo, el comercio y la industria; vigilar que se proteja absolutamente la parte de adelanto que debe invertirse en la tierra para permitirle producir más. El programa económico y político de los Fisiócratas implica, pues, por necesidad, un aumento de los precios agrícolas, pero no de los salarios de quienes laboran la tierra; el descuento de todos los impuestos de la renta de la tierra misma; una abolición de los precios de monopolio y de todos los privilegios comerciales (a fin de que la industria y el comercio, controlados por la competencia, mantengan por fuerza el precio justo); un amplio regreso del dinero a la tierra para los adelantos necesarios a las cosechas futuras.