Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
A la inversa, un nuevo espacio filosófico se abre allí donde se hunden los objetos del saber clásico. El momento de la atribución (como forma del juicio) y el de la articulación (como recorte general de los seres) se separan y dan nacimiento al problema de las relaciones entre una apofántica y una ontología formales; el momento de la designación primitiva y el de la derivación a través del tiempo se separan y abren un espacio en el que se plantea la cuestión de las relaciones entre el sentido originario y la historia. Así, se encuentran puestas en su lugar las dos grandes formas de la reflexión filosófica moderna. La una se interroga por las relaciones entre la lógica y la Ontología; procede siguiendo los caminos de la formalización y reencuentra bajo un nuevo aspecto el problema de la
mathesis
. La otra se pregunta por las relaciones entre la significación y el tiempo; emprende un desarrollo que sin duda no se acaba ni se acabará nunca y vuelve a sacar a luz los temas y los métodos de la
interpretación
. Sin duda alguna, la cuestión más fundamental que puede entonces plantearse a la filosofía concierne a la relación entre estas dos formas de reflexión. En verdad, no corresponde a la arqueología el decir si esta relación es posible ni cómo puede fundarse; pero puede dibujar la región en la que busca anudarse, en qué lugar de la
episteme
trata de encontrar su unidad la filosofía moderna, en qué punto del saber descubre su dominio más amplio: este lugar es aquel en el que lo formal (de la apofántica y de la ontología) se reunirían con lo significativo tal como se aclara en la interpretación. El problema esencial del pensamiento clásico se aloja en las relaciones entre el
nombre
y el
orden
: descubrir una
nomenclatura
que fuese una
taxinomia
o aun instaurar un sistema de signos que fuese transparente para la continuidad del ser. Lo que el pensamiento moderno va a poner fundamentalmente en duda es la relación del sentido con la forma de la verdad y la forma del ser: en el cielo de nuestra reflexión reina un discurso —discurso quizá inaccesible— que sería de un solo golpe una ontología y una semántica. El estructuralismo no es un método nuevo; es la conciencia despierta e inquieta del saber moderno.
Los hombres de los siglos XVII y XVIII no pensaban la riqueza, la naturaleza o las lenguas con lo que les habían dejado las épocas precedentes y siguiendo la línea de lo que pronto se descubriría; las piensan a partir de una disposición general que no sólo les prescribe los conceptos y los métodos, sino que, más fundamental aún, define un cierto modo de ser para la lengua, los individuos de la naturaleza, los objetos de la necesidad y del deseo; tal modo de ser es el de la representación. Desde entonces aparece todo un suelo común en el que la historia de la ciencia figura como un efecto de superficie. Esto no quiere decir que se la puede dejar de aquí en adelante de lado; sino que una reflexión sobre lo histórico de un saber no puede contentarse con seguir a través de la sucesión del tiempo el hilo de los conocimientos; en efecto, éstos no son fenómenos de herencia y de tradición; y no se dice qué los ha hecho posibles enunciando lo que ya se conocía antes de ellos y lo que ellos, según se dice, "han aportado de nuevo". La historia del saber no puede hacerse sino a partir de lo que le fue contemporáneo y, ciertamente, no en términos de influencia recíproca, sino en términos de condiciones y de a
priori
constituidos en el tiempo. En este sentido, la arqueología puede dar cuenta de la
existencia
de una gramática general, de una historia natural y de un análisis de las riquezas y liberar así un espacio sin fisuras en el que la historia de las ciencias, la de las ideas y opiniones, podrán, si así lo quieren, retozar.
Si los análisis de la representación, del lenguaje, de los órdenes naturales y de las riquezas son perfectamente coherentes y homogéneos entre sí, existe sin embargo un desequilibrio profundo. Pues la representación gobierna el modo de ser del lenguaje, de los individuos, de la naturaleza y de la necesidad misma. El análisis de la representación tiene, pues, valor determinante con respecto a todos los dominios empíricos. Todo el sistema clásico del orden, toda esta gran
taxinomia
que permite conocer las cosas por el sistema de sus identidades se despliega en el espacio abierto en el interior de sí por la representación cuando ésta se representa a sí misma: el ser y lo mismo tienen allí su lugar. El lenguaje no es más que la representación de las palabras; la naturaleza no es más que la representación de los seres; la necesidad no es más que la representación de la necesidad. El fin del pensamiento clásico —de esta
episteme
que ha hecho posible la gramática general, la historia natural y la ciencia de las riquezas— coincidirá con la retirada de la representación o, más bien, con la liberación, por lo que respecta a la representación, del lenguaje, de lo vivo y de la necesidad. El espíritu oscuro pero obstinado de un pueblo que habla, la violencia y el esfuerzo incesante de la vida, la fuerza sorda de las necesidades escapan al modo de ser de la representación. Y ésta será duplicada, limitada, bordeada, quizá mistificada, y en todo caso regida desde el exterior por el enorme empuje de una libertad, de un deseo o de una voluntad que se dan como envés metafísico de la conciencia. Algo así como un querer o una fuerza va a surgir en la experiencia moderna —constituyéndola quizá, señalando en todo caso que la época clásica se termina y con ella el reinado del discurso representativo, la dinastía de una representación que se significa a sí misma y enuncia en la serie de sus palabras el orden dormido de las cosas.
Esta inversión es contemporánea de Sade. O, más bien, esta obra incansable manifiesta el equilibrio precario entre la ley sin ley del deseo y el ordenamiento meticuloso de una representación discursiva. El orden del discurso encuentra allí su Límite y su Ley; pero tiene aún la fuerza de permanecer coexistensivo a aquello mismo que rige. Allí se encuentra sin duda el principio de ese "libertinaje" que fue el último del mundo occidental (después empieza la época de la sexualidad): el libertino es aquel que, obedeciendo todas las fantasías del deseo y a cada uno de sus furores, puede y debe también aclarar el menor movimiento por una representación lúcida y voluntariamente puesta en obra. Hay un orden estricto de la vida libertina: toda representación debe animarse en seguida en el cuerpo vivo del deseo, todo deseo debe enunciarse en la luz pura de un discurso representativo. De allí esta sucesión rígida de "escenas" (la escena, en Sade, es el desorden ordenado de la representación) y, en el interior de las escenas, el equilibrio cuidadoso entre la combinatoria de los cuerpos y el encadenamiento de las razones. Quizá
Justine
y
Juliette
, en el nacimiento de la cultura moderna, ocupan la misma posición que Don
Quijote
entre el Renacimiento y el clasicismo. El héroe de Cervantes, leyendo las relaciones del mundo y del lenguaje como se lo hacía en el siglo XVI, descifrando por el solo juego de la semejanza castillos en las posadas y damas en las mozas del campo, se aprisionó, sin saberlo, en el modo de la representación pura; pero dado que esta representación no tenía más ley que la similitud, no podía dejar de aparecer bajo la forma irrisoria del delirio. Ahora bien, en la segunda parte de la novela, Don Quijote recibe de este mundo representado su verdad y su ley; no tenía ya nada que esperar de este libro del que había nacido, que no había leído pero cuyo curso debía seguir, un destino que por lo demás le fuera impuesto por otros. Le bastaba con dejarse vivir en un castillo en el que él mismo, que había penetrado por su locura en el mundo de la representación pura, se convertía al final en personaje puro y simple en el artificio de una representación. Los personajes de Sade le responden, en el otro extremo de la época clásica, es decir, en el momento del ocaso. No es ya el triunfo irónico de la representación sobre la semejanza; es la oscura violencia repetida del deseo que agita los límites de la representación.
Justine
correspondería a la segunda parte de Don
Quijote
; es el objeto indefinido del deseo cuyo origen puro es ella misma, así como Don Quijote es, a pesar suyo, el objeto de la representación que es él mismo en su ser profundo. En Justine, el deseo y la representación sólo se comunican por la presencia de un Otro que se representa a la heroína como objeto de deseo, en tanto que ella misma sólo conoce la forma ligera, lejana, exterior y helada de la representación del deseo. Tal es su desgracia: su inocencia permanece siempre como tercero entre el deseo y la representación. Juliette no es más que el sujeto de todos los deseos posibles; pero estos deseos son retomados sin residuo en la representación que los funda razonablemente como discurso y los transforma voluntariamente en
escenas
. De manera que el gran relato de la vida de Juliette despliega, a lo largo de los deseos, de las violencias, de las salvajadas y de la muerte, el cuadro centelleante de la representación. Pero este cuadro es tan pequeño, tan transparente para todas las figuras del deseo que se acumulan incansablemente en él y se multiplican por la sola fuerza de su combinatoria que es igualmente irracional que el de Don Quijote, cuando de similitud en similitud cree avanzar a través de los caminos mixtos del mundo y de los libros, pero se hunde en el laberinto de sus propias representaciones.
Juliette
agota este espesor de lo representado para que afloren, sin el menor defecto, sin la menor reticencia, sin el menor velo, todas las posibilidades del deseo.
Así, este relato cierra la época clásica en sí misma, como
Don Quijote
la había abierto. Si es verdad que es el último lenguaje contemporáneo de Rousseau y de Racine, si es el último discurso que intenta "representar", es decir,
nombrar
, sabemos muy bien que, a la vez, reduce esta ceremonia a lo más justo (llama las cosas por su nombre estricto, deshaciendo así todo el espacio retórico) y la alarga al infinito (al nombrarlo todo, y sin olvidar la menor posibilidad, pues todas son recorridas según la Característica universal del Deseo). Sade llega al extremo del discurso y del pensamiento clásico. Reina exactamente en su límite. A partir de él, la violencia, la vida y la muerte, el deseo, la sexualidad van a extender, por debajo de la representación, una inmensa capa de sombra que ahora tratamos de retomar, como podemos, en nuestro discurso, en nuestra libertad, en nuestro pensamiento. Pero nuestro pensamiento es tan corto, nuestra libertad tan sumisa, nuestro discurso tan repetitivo que es muy necesario que nos demos cuenta de que, en el fondo, esta sombra de abajo es un mar por beber. Las prosperidades de Juliette son siempre más solitarias. Y no tienen término.
Los últimos años del siglo XVIII quedan rotos por una discontinuidad simétrica de la que había irrumpido, al principio del XVII, en el pensamiento del Renacimiento; entonces las grandes figuras circulares en las que se encerraba la similitud fueron dislocadas y abiertas para que pudiera desplegarse el cuadro de las identidades; ahora este cuadro va a deshacerse a su vez y el saber se alojará en un nuevo espacio. Discontinuidad tan enigmática en su principio, en su desciframiento primitivo, como la que separa los círculos de Paracelso del orden cartesiano. ¿De dónde proviene bruscamente esta movilidad imprevista de las disposiciones epistemológicas, la derivación de las positividades unas con relación a las otras y, más profundamente aún, la alteración de su modo de ser? ¿Cómo sucede que el pensamiento se separe de esos terrenos que habitaba antes —gramática general, historia natural, riquezas— y que deje oscilar en el error, la quimera, el no saber, lo mismo que menos de veinte años antes era planteado y afirmado en el espacio luminoso del conocimiento? ¿A qué acontecimiento o a qué ley obedecen estas mutaciones que hacen que, de súbito, las cosas ya no sean percibidas, descritas, enunciadas, caracterizadas, clasificadas y fatigadas de la misma manera y que, en el intersticio de las palabras o bajo su transparencia, no sean ya las riquezas, los seres vivos, el discurso, los que se ofrezcan al saber, sino seres radicalmente diferentes? Para una arqueología del saber, esta abertura profunda en la capa de las continuidades, si bien debe ser analizada, y debe serlo minuciosamente, no puede ser "explicada", ni aun recogida en una palabra única. Es un acontecimiento radical que se reparte sobre toda la superficie visible del saber y cuyos signos, sacudidas y efectos pueden seguirse paso a paso. Sólo el pensamiento recobrándose a sí mismo en la raíz de su historia podría fundar, sin ninguna duda, lo que ha sido en sí misma la verdad solitaria de este acontecimiento.
La arqueología debe recorrer el acontecimiento según su disposición manifiesta; dirá cómo las configuraciones propias de cada positividad se modifican (analizará, por ejemplo, con respecto a la gramática, la desaparición del papel principal concedido al nombre y la nueva importancia de los sistemas de flexión; y también, la subordinación, en lo vivo, del carácter a la función); analizará la alteración de los seres empíricos que pueblan las positividades (la sustitución de las lenguas por el discurso, de la producción por las riquezas); estudiará el desplazamiento de positividades unas en relación con otras (por ejemplo, la nueva relación entre la biología, las ciencias del lenguaje y la economía); por último y sobre todo mostrará que el espacio general del saber no es ya el de las identidades y las diferencias, el de los órdenes no cuantitativos, el de una caracterización universal, una
taxinomia
general, una
mathesis
de lo inconmensurable, sino un espacio hecho de organizaciones, es decir, de relaciones internas entre los elementos cuyo conjunto asegura una función; mostrará que estas organizaciones son discontinuas, que no forman, pues, un cuadro de simultaneidades sin rupturas, sino que algunas son del mismo nivel en tanto que otras trazan series o sucesiones lineales. De suerte que se ve surgir, como principios organizadores de este espacio de empiricidades, la
Analogía
y la Sucesión: de una organización a otra, en efecto, el lazo no puede ser ya la identidad de uno o de varios elementos, sino la identidad de la relación entre los elementos (donde la visibilidad no tiene ya papel alguno) y de la función que aseguran; además, si estas organizaciones llegan a tener que vecindar, por efecto de una densidad singularmente grande de analogías, no es que ellas ocupen emplazamientos cercanos en un espacio de clasificación, sino que se han formado unas al mismo tiempo que otras, y unas inmediatamente después de otras en el devenir de las sucesiones. En tanto que, en el pensamiento clásico, la sucesión de las cronologías no hacía más que recorrer el espacio anterior y más fundamental de un cuadro que presentaba de antemano todas las posibilidades, de ahora en adelante las semejanzas contemporáneas y observables simultáneamente en el espacio no serán sino las formas depuestas y fijas de una sucesión que procede de analogía en analogía. £1 orden clásico distribuía en un espacio permanente las identidades y las diferencias no cuantitativas que separaban y unían las cosas: este orden reinaba soberano, pero cada vez de acuerdo con formas y leyes ligeramente diferentes, sobre el discurso de los hombres, el cuadro de los seres naturales y el camino de las riquezas.