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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

Las ranas también se enamoran (2 page)

BOOK: Las ranas también se enamoran
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—Una de dos, Lola. O te tranquilizas y dejas que trabajemos, o llamo a un taxi y te lleva para casa —se guaseó Marta—. Si sigues así al final me veo poniéndote una pastillita debajo de la lengua.

—Ay,
miarma
¡qué sofocón que llevo por
tó lo alto
! —resopló aquella.

—Lola... Lola... que si sigues así en tres días no vamos al Simof. Estaremos en tu entierro. Y perdona que te diga jefa, pero con todo lo que estamos currando, sería una pena no presentar nuestra alucinante colección —rió Patricia dándole un vasito de agua.

—¡Gamberra! —sonrió Lola al escucharla.

En ese momento se abrió la puerta del taller y apareció Adrian con la mano en la sien y gritó enloquecido:

—¿Por qué? ¿Por qué no seré taquillera de cine en vez de meterme en estos berenjenales? Pues no me dice ahora la modelucha del tres al cuarto de la cordobesa, que a ella le gustan más los vestidos que hemos seleccionado para la de Jaén. ¡Es para matarla! —y mirándolas señaló—. Si la envidia fuera tina ¡
tos tinosos perdidos
!

Las mujeres le miraron pero no le hicieron caso. Adrian, al igual que Lola, cada año perdía la paciencia con todo el mundo. Esta vez fue Marta quien le dio un vasito de agua. Y tras suspirar le pasó la mano con comicidad por el pelo y le susurró.

—Ya está... ea... ca... ya pasó.

Divertida por el equipo que tenía, Lola se levantó y sonrió. Aquellos tres muchachos eran el alma de su tienda LOLA HERRERA. Sin aquellos tres, nunca nada hubiera sido lo que era. Gracias a ellos, a su trabajo y esfuerzo, año tras año, conseguían deslumbrar en la pasarela del Simof.

—Marta, corazón mío ¿ya has arreglado todo el tema del estand? —preguntó Lola.

—Sí, ya está todo. He alquilado como siempre un estand básico, ya sabes, de 16m2, y todo estará de maravilla como siempre. Relájate.

—¡Qué arte tienes,
miarma
! —sonrió la mujer—. Yo estoy muy mayor para toda esta jarana. Cada año esto me puede más.

Adrian acercándose a ella, le dio con el abanico en el hombro y le indicó muy serio.

—Déjate de teatrillos, jefa, que si hay alguien fuerte y con un par de huevos para llevar esto adelante, eres tú. Por lo tanto —dijo, dándole el bolso—. Quiero que te vayas a casa, comas en condiciones y te relajes. Porque mañana nos vamos de viaje y necesito que Doña Lola Herrera, la mejor diseñadora de trajes de flamenca, deje boquiabiertos a todas esas endiosadas que no te llegan ni a la punta del tacón.

Boquiabierta la mujer le miró y dijo:

—Mira que me gustas cuando te pones en plan macho.

Eso les hizo reír a los cuatro y relajar tensiones. Diez minutos después, Lola le hizo caso. Se marchó para casa y prometió estar descansada para el día siguiente. Les esperaban varios días de buen trajinar.

Tras una mañana de locura, donde parecía que les había mirado un tuerto, llegó la hora de la comida. Las costureras y aprendizas contratadas para aquellos días se marcharon a sus hogares a comer y en el taller se quedaron solo Patricia, Adrian y Marta.

—¿Qué te has traído en el
tupper
? —preguntó Patricia.

—Macarrones con chorizo que hice para cenar. Ya sabes ¡las sobras! —rió Marta—. ¿Y tú?

—Carne en salsa. Por cierto asquerosa. Cada día cocino peor.

Eso les hizo reír. De todos era conocido que la cocina no era lo de Patricia.


Uisss
, nenas. Pues yo traigo un pollo al ajillo que me hizo ayer mi madre, que está para chuparse los deditos y repetir —murmuró Adrian acercándose al microondas que tenían en la parte trasera del taller.

—¡Pollo al ajillo de la Avelina! —exclamó Marta al escucharle—. Qué suerte, por Dios. Mataría por ese pollito.

—Una pringailla con un poquillo de pan nos dejarás dar, ¿no? —babeó Patricia.

De todos era conocido que Avelina, la madre de Adrian, era una magnífica cocinera. Divertido por cómo le miraban, cogió una bolsa grande y, sacando dos
tupper
más, gritó haciéndolas chillar como locas.

—¡Anda tomad! La Avelina ayer me dijo: llévales esto a tus nenas que seguro que te lo agradecerán.

Marta y Patricia enseguida se olvidaron de sus
tupper
y corrieron a por ello.

—Recuerda que el próximo día que vea a tu madre ¡me la coma! —aplaudió Marta.

—Uy no, no. Si te la comes nunca te lo perdonaré —rió Adrian.

Una vez calentaron los
tupper
en el microondas se sentaron en unas sillas altas a comer, entre risas y cuchicheos.

—Mmmm... qué rico. Esta salsita que hace tu madre... ¡está de muerte! —dijo Patricia, mojando un trozo tras otro de pan.

—¡Qué bueno por favor! Mmmm los ajitos fritos —saboreó Marta.

En ese momento se escuchó el timbre de la tienda. Ninguno se movió. Estaba cerrado. Era la hora de la comida. Dos minutos después volvió a sonar. Ni caso. Diez minutos después hartos de escuchar el timbre, Marta se levantó molesta y aún masticando, abrió la puerta. Ante ella apareció un hombre de pelo claro cortado a cepillo y con cara de pocos amigos.

—Está cerrado, ¿no lo ve?

—Disculpe señorita, pero yo...

—Son las tres y cuarto de la tarde y hasta las cinco no se abre interrumpió Marta, y señalando un cartel añadió—. El horario comercial está puesto aquí. Por lo tanto, ¿qué tal si deja de aporrear el timbre y regresa cuando la tienda esté abierta?

El hombre la miró con gesto serio y pensó en los malos modales de aquella mujer. Sin molestarse en contestar, se dio la vuelta y se marchó. Marta, sorprendida por aquello, cerró de golpe y volviendo con sus compañeros murmuró:

—Pues no va el borde del tío, se da la vuelta, y me deja con la palabra en la boca.

—Oh... el mundo está lleno de impresentables, reina —sonrió Adrian—. Anda, termina de comer y disfruta el momento.

Cinco minutos después los tres reían ante las ocurrencias que decían, y dos horas más tarde estaban sumidos en la vorágine de finalizar lo que debían llevarse al día siguiente para Sevilla.

Capítulo 3

Al llegar a casa Marta deseó tirarse en el sofá, quitarse los zapatos y descansar. Le esperaban cuatro días de auténtica locura. Pero su hija, como siempre, no estaba dispuesta a ponérselo fácil. Su perro salió a recibirla.

—Hola,
Feo
—saludó tocando la cabeza del peludo y oscuro animal—. Debes estar quedándote sordo, hijo —y gritó— ¡Vanesa baja la música!

Entró en la cocina. Necesitaba beber agua. Allí se encontró la primera sorpresa. La basura sin bajar.

«Dios... dame paciencia porque a veces esta niña me saca de mis casillas»
pensó caminando hacia la habitación de su hija. Al abrir la puerta de su habitación, se encontró a aquella bailando y cantando a voz en grito en medio de la habitación con la música a todo meter.

«Ella ella eh eh, eh,... Under my umbrella, ella ella eh eh eh...»
Sin pararse a pensar, Marta entró como un vendaval y apagó el equipo de música. Su hija la miró y gritó.

—Mamá, ¡que es Rihanna!

«Rihanna para el pelo te daba yo a ti» pensó al ver su cara de incredulidad.

—Por mí como si es perico el de los palotes, —y levantando la bolsa de basura dijo— ¿esto quiere decir que no has sacado a pasear a
Feo
?

La niña, al ver la basura, miró al perro y llevándose las manos a la boca se disculpó.

—Ostras, mamá, se me ha pasado el tiempo volando. No me he dado cuenta.

Con rapidez le quitó la bolsa de las manos y se puso su cazadora
bomber
de camuflaje.

—Vamos,
Feo
. Salgamos a tirar la basura, antes que alguien se enfade —dijo ante la cara que le ponía su madre.

Cuando Vanesa cerró la puerta de la calle, Marta sonrió y encendiendo el equipo de música fue ella quien bailó y cantó:

«Ella ella eh eh eh,... Under my umbrella, ella ella eh eh eh...»

Marta era una joven morena de complexión normal de treinta y dos años. Y si algo le hacía gracia era que cuando decía que tenía una hija, todo el mundo pensaba que era una niña pequeña. Pero no. Marta tenía una hija de dieciséis años, que tuvo a la temprana edad de quince. Y aunque ambas tenían claro que eran madre e hija, la mayoría de las veces se trataban como amigas. Para Marta no fue fácil criar una niña. Ella misma era una cría cuando la tuvo. Pero gracias a su fuerza y su determinación consiguió que ambas salieran adelante.

Media hora después, Vanesa subió de la calle con un alegre y vivaz
Feo
. Un perro sin raza específica. Era un híbrido entre un cocker y un perro de aguas. Se lo encontraron una noche herido junto a los contenedores de basura, y pasó a ser uno más de aquella familia. Vanesa, sentándose al lado de su madre, esperó pacientemente a que terminara de hablar por teléfono.

—Consuelo, te agradezco mucho que te quedes con Vanesa este fin de semana. Y ya sabes, cuando quieras darte una escapadita con tu churri, me dejas a Susana y os vais cuando queráis. De verdad, gracias.

Una vez colgó el teléfono, miró a su hija y dijo:

—¡Solucionado! He hablado con la madre de Susana y mañana cuando salgáis del colegio os recogerá. Alégrate ¡Vas a pasar varios días con tu mejor amiga!
Feo
se quedará con la señora Eulalia.

La cría sonrió y tras abrazarla le susurró al oído:

—Eres la caña de España, mamá. Gracias.

Marta al escuchar a su hija rio y dijo:

—Eso sí. Pórtate bien ¿vale? Yo te llamaré todas las noches desde Sevilla, y no quiero oír ni una sola queja de que te portas mal, ¿de acuerdo?

—Sí, mami. Por cierto ¿podemos hablar del
piercing
y el tatuaje?

—¡Ni lo sueñes, cielo! Olvídalo.

—Jo, mamá.

—Ni jo... ni ja.

La muchacha, sin dar su brazo a torcer, sacó del bolsillo de su pantalón un papelito y se lo entregó. Desde que Vanesa era pequeña tenían un juego. Se entregaban vales canjeables por deseos o regalos. Aquellos vales eran muy importantes para ellas. Marta sin leerlo sonrió y aclaró.

—Este vale mío, no sirve para lo que pides. Por lo tanto, olvídalo.

—Pero, mami, Alicia y Sara llevan
piercing
en la ceja y en la lengua. Y Laura un tatuaje en la espalda.

«Por Dios, qué grima un
piercing
en la lengua» pensó Marta y con gesto de desagrado dijo:

—Me da igual donde los lleven ellas. Mientras yo pueda impedirlo, no te lo harás, ¿entendido?

Marta miró a su hija. Le parecía increíble que aquella cosita diminuta que un día le hizo pasar tanto dolor, ya fuera casi una mujer. Y para hacerla sonreír preguntó:

—¿Qué te parece si llamamos a Telepizza y nos zampamos para cenar una doble con queso y beicon?

—¡Guay! —aplaudió la muchacha.

Tres cuartos de hora después las dos como dos crías, junto a
Feo
, cenaban sentadas en el sofá, mientras veían la gala de Gran Hermano. Un programa que les encantaba.

Capítulo 4

La llegada a Sevilla fue apoteósica. Llovía, hacía frío y todo parecía ralentizarse. Marta, nada más llegar al estand contratado, comenzó a montarlo con sus compañeros. Había que vaciar las cajas, colocar fotos, catálogos y planchar los vestidos para que comenzaran a estirarse. Las modelos contratadas ya habían llegado a sus hoteles, y todo parecía comenzar a cuadrar. Su colección aquel año se llama «Pura Sevilla» un nombre con fuerza y tronío. Aquel año Lola había decidido confeccionar vestidos para la feria. No vestidos difíciles de llevar, ni encorsetados. Quería una colección fresca y altamente andaluza que invitase a la mujer, fuera de donde fuera, a sentirse guapa cuando caminara con garbo por el Real.

El jueves a las 11:30 se celebró el Certamen de nuevos diseñadores. Lola y su equipo llegaban al Simof a las nueve de la mañana y no salieron de allí hasta las doce de la noche. Debían atender a todos los que se acercaban a saludarlas. Recogían pedidos y enseñaban muestras y catálogos, pero no la colección. Eso era un secreto muy bien guardado.

Un secreto que se desveló el sábado a las 18:30 cuando los primeros acordes de la bulería «La calle del olvido» de Remedios Amaya, puso a todos los presentes la carne de gallina. Un halo de luz iluminó la pasarela y, tras aparecer el nombre de LOLA HERRERA en rojo pasión, salió la primera modelo vestida con un traje burdeos de talle bajo, ajustado hasta los pies, con manga larga.

Tras ese desfilaron otros modelos con vertiginosos escotes en uve, flores recortadas en tela y vivos colores. Abundó la manga larga, las gasas, tules, piqués,
strass
y flecos. Hubo vestidos con chaquetillas, vuelos amplios, cuerpos de sirena, escotes en la espalda, mantones maravillosos, flores en el pelo, zarcillos grandes, vestidos de talle medio y volantes de pétalo.

Aquel espectáculo en la Simof era digno de ver. Allí no solo se veía moda flamenca. Allí se fusionaba baile, cante, arte y moda.

Lola, entre bastidores, daba el último toque a las modelos antes de salir a la pasarela y con una sonrisa de ilusión, les decía lo preciosas que estaban. Eso les hacía sonreír y salían con más garbo a desfilar. Todo estaba saliendo a la perfección. La colección parecía gustar, apasionar, enamorar. Cuando quedaba poco para terminar el desfile, en el
backstage
, Adrian preparaba el último modelo: el vestido que cerraría la colección Pura Sevilla.

—El peinecillo de Carey... Carmina. ¡Ponte el peinecillo en el lado derecho de la cabeza, junto al moñito pequeño! —gritó Adrian hecho un manojo de nervios.

—¡Qué calor! —susurró la modelo algo pálida.

—No te muevas. Voy a pasarte el vestido por la cabeza y no te quiero despeinar —protestó.

—¡Un momento! —gritó la maniquí agobiada.

Con rapidez Adrian abrió su abanico y mirándola espetó:

—Dime que has comido algo y que te encuentras bien. Necesito que luzcas este vestido como nadie. Tú y el traje sois el colofón de la colección de Lola.

La modelo cada vez más pálida le miró y susurró:

—Estoy embarazada y creo... creo que me voy a desmayar...

Y ¡Zas! se desmayó.

—¡Ay, Dios mío! —gritó Adrian horrorizado y llevándose las manos a la cabeza en medio de aquel caos gritó—. ¡Esto es un desastre! ¡Me quiero morirrrrrrrrrrrr!

Con rapidez Marta y Patricia que atendían a otras modelos acudieron a su lado y Adrian, pálido, les susurró.

—¡La mato... la despellejo!... me importa un pimiento si está embarazada o no. ¿Por qué ha elegido este momento para desmayarse?... ¡Ay virgencita de los susurros desamparados! ¿qué hago? El vestido tiene que salir. Es el colofón de la colección. Tiene que salir. ¡Ya!

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