Jon levantó la mano y señaló a la mujer.
—Está aquí —dijo—. Katherina.
Katherina no podía comprenderlo.
Durante tres días había estado buscando a Jon por aquella ciudad portuaria y repentinamente aparecía ante ella, a menos de diez metros de distancia. Pero en lugar de correr hacia ella, como había imaginado tantas veces, la había descubierto ante sus secuestradores.
Horrorizada, se quedó mirándolo, incapaz de moverse. Los ojos de él estaban llenos de odio. Odio dirigido a ella. Tan pronto como Jon se apartó y dejó de mirarla, ella volvió a ser consciente de la situación y vio que dos hombres se dirigían a su encuentro entre la gente. Sus caras no se mostraban amistosas. Dio media vuelta y se abrió paso entre la multitud, alejándose de ellos, alejándose de Jon.
El gentío se volvía para mirarla sorprendido mientras intentaba avanzar a empujones, moviéndose lo más rápidamente que podía. El número de compradores parecía aumentar a su paso, mostrándose cada vez menos dispuestos a dejarla pasar. Miró hacia atrás y confirmó que los dos hombres seguían corriendo tras ella. Uno era alto y pelirrojo, el otro era un tipo bajo y calvo con gafas de montura metálica. El corazón le latía con fuerza en el pecho. ¿Qué le pasaba a Jon?
En una de las angostas callejuelas del mercado había tanta gente que nadie podía ni avanzar ni retroceder. Desesperadamente trató de abrirse paso, pero le resultó imposible. El puesto junto al que se había detenido vendía pescado, y el dueño del improvisado negocio les gritaba a los compradores mientras trataba de impedir que su mesa fuera derribada por la multitud.
La cabeza del pelirrojo sobresalía por encima de todos los demás, y cuando vio a Katherina atrapada en un puesto, una alarmante sonrisa se dibujó en su rostro. Desesperadamente ella buscó una salida. El pescadero le gritaba en ese momento, haciendo una serie de gestos para obligarla a retroceder.
Echó una última mirada a sus perseguidores y se agachó para gatear por debajo de la mesa donde estaban expuestos los pescados. Desde el otro lado, el pescadero la amenazó moviendo los periódicos y lanzando juramentos en árabe. Se puso de pie y de inmediato sintió que el pescadero la agarraba y empezaba a sacudirla enérgicamente. La mesa se sacudió peligrosamente, distrayendo su atención durante un segundo. Katherina aprovechó la oportunidad para darle un fuerte empujón y poder librarse de él. Se arrojó con rapidez debajo de la siguiente mesa y gateó hasta la siguiente callejuela del mercado. Allí pudo ponerse de pie y empezar a caminar con rapidez, zigzagueando entre turistas y compradores, dejando atrás el ruido apenas audible de la mesa derribada del pescadero.
En el extremo del mercado, Katherina se detuvo para mirar atrás. Los dos hombres ya no estaban a la vista.
Deseó que los otros estuvieran con ella.
Pero Henning estaba en el hotel, en cama con problemas de estómago, y Muhammed paseaba solo por la ciudad como estaba haciendo ella. Después de haberle contado los secretos de la Sociedad, Muhammed se había ofrecido para acompañarlos. Por el momento no podía regresar a su apartamento, y sentía que tenía una cuenta que saldar. Katherina había aceptado agradecida su ofrecimiento. Ella pensó que Muhammed era la única persona en la que podía confiar plenamente. Hasta ese momento, él nunca la había decepcionado.
También resultó que no tenía ninguna intención de permanecer sin hacer nada, y al igual que Katherina, no podía quedarse sentado en el hotel. Deambularía por la ciudad buscando a Jon a todas horas. Sólo cuando necesitaba dormir un poco o si habían acordado encontrarse en el hotel, regresaba al Acropole, donde se alojaban.
Un grito en la calle, más adelante, atrajo la atención de Katherina. Un hombre de pelo corto vestido con un traje ligero señalaba hacia ella. Era Remer y detrás de él estaba Jon. Éste no hacía nada, aparte de mirarla, como si nada de aquello tuviera que ver con él. Remer agitó una mano hacia el mercado mientras seguía señalándola con la otra mano. Katherina siguió su mirada y distinguió al hombre pelirrojo entre la multitud. En ese mismo momento, él la vio a ella.
Salió corriendo y dobló en la primera calle lateral que encontró. Un viejo Lada casi la atropella en la angosta callejuela, obligándola a saltar a un lado y aplastar su cuerpo contra la pared para esquivarlo. A cada lado de la calle había pequeñas tiendas metidas en nichos. Eran principalmente negocios con equipos electrónicos amontonados del suelo al techo, con relojes, cámaras, teléfonos y ordenadores. Una permanente oleada de pequeñas motos a toda velocidad pasaba junto a ella, que alternaba su avance entre la calzada y la acera para poder seguir corriendo. En la siguiente esquina se detuvo y miró atrás. Justo cuando creía que había logrado escapar, escuchó un grito.
—Ha girado a la derecha —gritó alguien en inconfundible danés.
Katherina se esforzó para seguir corriendo mientras buscaba una salida. Aquella calle era un poco más ancha y considerablemente más larga que la que acababa de abandonar, de modo que pudieron verla apenas doblaron la esquina.
Después de diez metros no pudo seguir más y se metió en una tienda. Se trataba de una boutique para novias. Había casi tantas tiendas con trajes de novia como negocios de electrónica en Alejandría. Una pared entera estaba cubierta con los trajes, colgados en dos hileras. Katherina cogió uno de ellos al azar.
Aparte de ella, no había nadie en el interior salvo la propietaria, una mujer maciza y de edad madura que se levantó de su silla detrás del mostrador y se acercó a Katherina con una sonrisa. Antes de que la mujer pudiera saludarla, Katherina se había puesto el vestido por la cabeza y con las manos atrás trataba de alcanzar el cierre.
—¿Usted quiere vestido? —le preguntó la propietaria en inglés con una mezcla de simpatía y asombro.
Katherina se dio la vuelta para mirarse en el espejo que estaba al fondo del establecimiento. Desde allí podía vigilar la calle que quedaba detrás de ella.
—Demasiado grande —dijo la mujer riéndose—. Demasiado grande.
La dueña empezó a tirar del cierre, pero Katherina se lo impidió.
—Bebé —dijo, señalándose el vientre.
En ese momento vio al hombre calvo del mercado. Estaba mirando a través del escaparate.
—Ahh —exclamó la dueña, haciendo un guiño cómplice a Katherina—. Bebé.
Empezó a parlotear alegremente consigo misma en árabe mientras continuaba asintiendo con la cabeza y sonriendo con cortesía.
El hombre se detuvo un momento. Durante una fracción de segundo Katherina lo miró a los ojos en el espejo, pero él no la reconoció y siguió calle arriba.
—Pero demasiado largo —dijo la propietaria y se rió con más fuerza todavía.
Katherina se miró el vestido. Era efectivamente muy largo. Abrió los brazos.
—Demasiado largo —admitió.
La propietaria la ayudó a sacarse el vestido y empezó a bajar otros para que su cliente se los probara. Katherina seguía sacudiendo la cabeza y señalando hacia la puerta.
—Debo irme —dijo varias veces—. No me encuentro bien.
Se señaló el vientre.
—Ahh —exclamó otra vez la dueña, esta vez decepcionada—. Si siente mejor, regrese. —Acarició a Katherina en la mejilla—. Usted consigue buen precio. Precio de bebé.
Katherina le dio las gracias a la mujer y se escabulló, doblando la esquina para volver en la misma dirección en la que había venido sin mirar atrás. Al cabo de diez metros se detuvo delante de un escaparate. Había allí una gran cantidad de armas falsas: cuchillos, revólveres y enormes pistolas. Miró hacia atrás hasta el fondo de la calle, pero no vio a ninguno de los dos hombres, de modo que continuó adelante tan rápidamente como se atrevió, pero sin correr.
Después de doblar varias esquinas y de atravesar velozmente pequeños y angostos callejones que había llegado a conocer en sus caminatas, finalmente se sintió segura de haberlos despistado. Se sentó en el umbral de una casa y ocultó la cara entre las manos. Las lágrimas brotaron de sus ojos.
Había encontrado a Jon para perderlo otra vez. Había estado a menos de cinco metros de él, pero luego había corrido en dirección contraria a la de él. Se maldijo a sí misma por su cobardía. Tendría que haber sido capaz de acercarse. Estaba claro que había cambiado, o por lo menos que no recordaba lo que habían compartido. ¿Qué le había hecho esa gente?
—¿Has encontrado algo? —le preguntó una voz.
Katherina levantó la cabeza. Un hombre cubierto con blancas vestiduras estaba delante de ella. Llevaba un tradicional turbante árabe que le tapaba buena parte del rostro. Sólo sus palabras revelaban que era europeo.
—Muhammed —exclamó con alivio cuando s¡e alzó para abrazarlo.
Él la abrazó con cautela y le palmeó suavemente la espalda.
—Parece que has encontrado algo, ¿no es así?
No esperó una respuesta ni hizo más preguntas mientras la conducía de regreso al hotel por las angostas callejuelas.
—Espero poder recordar cómo ponérmelo otra vez —dijo Muhammed mientras desenvolvía el turbante de su cabeza y colocaba la tela sobre el sillón en la habitación de Katherina.
Era una habitación escasamente amueblada con sólo una cama, una silla y un sillón con un tapizado estampado. Las persianas estaban cerradas y la habitación estaba en penumbra.
Katherina estaba sentada al borde de la cama con las piernas juntas y los codos apoyados sobre las rodillas.
Muhammed golpeó la pared que daba a la habitación contigua.
—¿Puede venir aquí, Henning? —dijo con voz muy fuerte.
Las paredes eran tan delgadas que podían oír lo que ocurría en casi todas las habitaciones del piso. Por lo que sabían, eran los únicos escandinavos en el hotel, de modo que podían hablar sin preocuparse por lo que decían.
Al instante apareció Henning, con el rostro pálido y con el sudor cayéndole desde el cuero cabelludo.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sentándose en el sillón y moviéndose como un anciano.
—He visto a Jon —dijo Katherina. Muhammed se sentó junto a ella y esperó a que continuara—. En el mercado. De repente estaba allí, mirándome de una manera muy extraña, como si yo fuera una completa desconocida. —Respiró hondo—. Luego envió a sus guardaespaldas a perseguirme.
—¿Guardaespaldas? —preguntó Henning—. ¿Estás segura de que no eran sus carceleros?
Katherina asintió con la cabeza.
—Él les indicó dónde estaba yo.
Muhammed se miró las manos.
—Debe de haber tenido una buena razón para hacer eso —dijo—. Tal vez quería asustarte para que te alejaras, para que no te capturasen a ti también.
—Pero tenías que haber visto sus ojos —replicó Katherina—. Su mirada era muy diferente. Como si me odiara con todo su corazón.
—Tal vez estaba tratando de alejarte para protegerte —sugirió Henning.
Katherina sacudió la cabeza enérgicamente.
—No. Realmente su intención era revelar mi presencia —les dijo.
—Eso puede significar sólo una cosa —intervino Henning con seriedad—. Han estado leyéndole.
La idea del lavado de cerebro había cruzado por la mente de Katherina mientras trataba de encontrar una explicación, pero no se le ocurrió que lo podrían haber hecho por medio de una Lectura. Aunque ella había participado en una Lectura, jamás la había relacionado con el lavado de cerebro o la tortura.
—Pero ¿eso es posible? —preguntó—. Estábamos…, estamos… enamorados. ¿Cómo se ha podido transformar el amor en odio en tan poco tiempo?
—Se necesitaría un transmisor extraordinariamente dotado —admitió Henning—. Y una excusa todavía mejor.
—¿Excusa? —repitió Muhammed—. No comprendo.
—Una Lectura no puede reemplazar totalmente una actitud con otra. No puede convertir lo blanco en negro. Si uno tratara de hacer eso, fracasaría. Por otro lado, si uno intenta presentar una explicación alternativa, el sujeto en cuestión, con la influencia adecuada, decidirá él mismo cambiar su actitud. El sujeto podrá recordar todo…, la actitud que antes había tenido, e incluso la propia Lectura, pero pensará que ha sido una decisión suya solamente.
—Vaya, hombre, eso es repugnante —exclamó Muhammed, recostándose en la cama.
—¿Entonces Jon decidió él mismo odiarme? —preguntó Katherina.
Henning se movió inquieto en su silla.
—En cualquier caso, se le ha presentado una mentira que lo convenció de que él tenía que odiarte.
Katherina se levantó y se dirigió hacia la ventana. A través de las tablillas de las persianas podía observar la calle. No había demasiado tráfico en esa parte de la ciudad y sólo pasaba alguna moto veloz de vez en cuando.
¿Había hecho el viaje hasta Alejandría en vano?
—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó desde la ventana sin girarse.
Se dio cuenta de que las lágrimas habían empezado a deslizarse por sus mejillas.
Henning suspiró profundamente.
—Eso es difícil de decir. Si el conflicto entre las dos opciones es suficientemente grande, en algún punto sufrirá una recaída. Yo estoy tentado a pensar que la simple impresión de verte hoy tendría que hacerlo reconsiderar qué ha ocurrido.
—A menos que se le presenten más mentiras, ¿no?
—Exacto —confirmó Henning—. Cuantos más argumentos le den para mantenerse alejado de ti, mejor.
—Mejor para ellos, quiere decir.
Muhammed se puso de pie y se acercó a ella, dándole una palmadita en el hombro.
—Si te ama, volverá a ser lo que era.
Katherina asintió, luchando para contener los sollozos.
—Por lo menos sabemos que está aquí —dijo Muhammed—. Y creo que he localizado a algunos de los otros.
—¿Dónde? —quiso saber Katherina.
Hasta ese momento no habían podido encontrar a ninguno de los individuos de la Organización Sombra que habían enviado a Alejandría. Durante días habían dado vueltas por todos lados, observando a los turistas en la ciudad, tratando de precisar si todos aquellos visitantes eran Lectores mientras leían sus guías o miraban las cartas en los restaurantes. Habían memorizado las caras de las fotos en blanco y negro de la escuela que Muhammed había encontrado, pero la mayoría habían sido sacadas hacía algún tiempo, de modo que no esperaban poder reconocer a los estudiantes sólo por su aspecto.
—Hay un grupo grande que se hospeda en el hotel Seaview, cerca del puerto —explicó Muhammed—. Uno de ellos podría ser nuestro topo.